miércoles, 24 de junio de 2015

Tentaciones Irresistibles: Capítulo 40

—Por eso lo hago, para intentar olvidar —le dijo ella, cuando él le abrió la puerta.
Agustín supo que se refería a los hombres. Había sospechado que había una explicación para su comportamiento.
—¿Te ayuda?
—Durante un tiempo, pero entonces lo recuerdo todo y mi corazón vuelve a romperse.
—Me gustaría olvidar —dijo él, antes de acercarla hacia sí.
Zaira se apretó contra él, y Agustín la besó con una desesperación que se debía a algo más que al simple deseo sexual. Ella se aferró a él, y respondió como si su vida dependiera de ello.
Quizás era así, pensó él, mientras el deseo se adueñaba de la situación y le nublaba la mente. Quizás de ello dependía la vida de ambos.

Dos días después, la situación no había mejorado demasiado con Paula. Pedro agradecía que hubiera dejado de atacarle con armas mortales, pero seguía sin dirigirle la palabra. Después de darle vueltas a la conversación que habían mantenido, se había dado cuenta de que admitir que no la había querido lo suficiente mientras estaban casados seguramente lo había puesto al frente de la lista de idiotas del año.
Estacionó junto al Corvette de Federico y salió de su coche. El cielo estaba despejado, pero la humedad del lago se hacía notar a aquella hora de la fría mañana; aun así, al mirar hacia el este, en dirección a Bellevue y Kirkland, pudo disfrutar de un paisaje impresionante. Fue por el embarcadero hasta la casa flotante de su hermano, y llamó a la puerta.
—Soy Pedro, así que no salgas en pelotas —advirtió en voz alta.
—No quieres acomplejarte, ¿verdad? —le dijo Federico con una sonrisa, al abrir.
—Eso querrías tú.
Descalzo y con pantalones cortos, Federico lo precedió hasta la cocina.
—Será mejor que no hablemos del tema. ¿Quieres un café?
—Claro.
Después de que Federico sirviera dos tazas, los dos hermanos fueron a sentarse a la sala de estar sin mediar palabra. La casa flotante de Federico era una enorme y lujosa construcción sobre el agua, y tenía todas las comodidades más modernas además del placer añadido de estar en el lago Washington.
—Paula te quiere despellejado vivo y aderezado con salsa —comentó Federico con naturalidad.
—Así que a tí también te lo ha comentado, ¿no?
—Se puso a despotricar a gritos, y después se echó a llorar —Federico miró a su hermano a los ojos, y le dijo—: Voy a dejártelo pasar por esta única vez, pero que no se repita.
Pedro sabía que su hermano no estaba bromeando.
—Tenías razón, debería haberle contado lo de Camila.
Esperó a que su hermano le diera el típico sermón satisfecho de «ya te lo dije», pero Federico se limitó a beber su café, y Pedro supo por su silencio lo mal que estaban las cosas. Se preguntó si su hermano sabía que Paula y él se habían acostado juntos; aquella noche había sido espectacular, y no sólo por el sexo ardiente. Estar con ella de nuevo le había hecho sentir…
Un montón de señales de alarma se encendieron de inmediato en su cerebro, y se recordó a sí mismo que no podía permitir que entraran en juego sus sentimientos. Nada de emociones. No era inteligente ni seguro, y al final, todo el mundo terminaba sufriendo.
—Odio a esa zorra —comentó Federico.
Pedro tardó un segundo en darse cuenta de que se refería a Gloria.
—Le encanta fastidiarnos la vida —comentó.
—Creo que se porta así porque no hacemos lo que ella quiere.
—Yo he tenido que obedecerla más de una vez —admitió Pedro.
—Porque eras el mayor y querías protegernos.
Aquello era cierto, pero no hacía que Pedro se sintiera mejor en lo concerniente a algunas de sus decisiones.
—Gloria me ha estado dando la lata para que asuma la dirección de la empresa —comentó—. ¿Por qué se ha ido de la lengua?, sabía que iba a enfadarme.
—Su empeño en que no vuelvas con Paula es mayor que su deseo de que te hagas cargo de la empresa. No puede perdonarla por haber abandonado a uno de sus preciosos nietecitos.
—Eso tiene sentido, pero es culpa mía que Gloria tuviera esa munición. Si le hubiera contado a Paula lo de Camila, Gloria no lo habría jodido todo.
—Todos hemos tomado decisiones equivocadas, tendrás que asumir las consecuencias de las tuyas —le dijo Federico.
Pedro se sintió avergonzado al confesar:
—Cree que me alegro de que perdiera el bebé, pero no es así. Y en aquel entonces tampoco. Nunca deseé que le pasara nada malo a nuestro hijo.
—Puede, pero te sentiste aliviado.
Pedro abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla al recordar cómo se había ido desvaneciendo su alegría inicial, mientras crecía en su interior la sensación de estar atrapado. ¿Cómo iba a aceptar y a cuidar a otro hijo, después de haber abandonado a Camila? Se había sentido confundido y sin nadie con quien hablar, o al menos eso había creído. Recientemente, se había dado cuenta de que podría haber hablado con sus hermanos o incluso con Paula, pero en aquel entonces había pensado que ella no lo entendería. ¿Qué habría pasado si ella lo hubiera entendido?, ¿qué habría pasado si hubieran conseguido arreglar las cosas?
—No tenía todas las respuestas —dijo al fin.
—Nadie esperaba que las tuvieras, excepto tú. Pedro, nadie es perfecto, y es hora de que dejes de intentar serlo. Supéralo. Sí, tuviste una hija y no querías renunciar a ella, pero lo hiciste. Está muy bien, es feliz y lleva una buena vida. Sigue tú con la tuya.
—Paula lo ha hecho, está entusiasmada con lo del embarazo —comentó Pedro, consciente de que debía hacer caso del consejo de su hermano.
—Claro que sí, siempre ha querido tener hijos.
Y Pedro lo había sabido; en cierto modo, aquél había sido su peor pecado.
—Tiene razón… cambié las reglas. Cuando empezamos a salir, yo deseaba tener hijos tanto como ella, pero lo que pudo conmigo fue la realidad de tener un hijo que podía conservar junto a mí. Cuando le dije que había cambiado de opinión… —Pedro aún podía ver la incredulidad y el dolor en su rostro—. Le fallé.
—Y que lo digas, pero eso forma ya parte del pasado y tienes que dejarlo atrás. Ella ya lo ha superado, pero todo esto ha pasado en el peor momento.
—¿Porqué?
—El lunes, cuando el asunto estalló, acababa de notar por primera vez el movimiento del bebé, y quería decírtelo. Vaya una patada en la boca. Allí estaba ella, ilusionada y bailando de felicidad…
—No llegó a sentir el movimiento de nuestro hijo, lo perdió demasiado pronto —dijo Pedro, imaginándose lo entusiasmada que debía de haberse sentido—. ¿Tú también lo notaste?
—Lo intenté, pero era un movimiento demasiado débil. Estaba loca de felicidad, y de repente Gloria le suelta la primera andanada y tú vas y le sueltas la segunda. Buen trabajo, hermanito.
—No quise…
Pedro se sintió como una verdadera basura, y se dio cuenta de que lo que él hubiera querido o dejado de querer no iba a importarle a nadie. Paula no se merecía que la tratara así, ella no había hecho nada malo y su único error había sido entregarse en cuerpo y alma a su matrimonio. Había aguantado demasiado tiempo sin rendirse, y él había dejado que se fuera sin una sola protesta.
—Tendrías que pegarme una paliza —murmuró.
—Así sólo conseguiría que te sintieras mejor, y en este momento no me interesa aliviar tu conciencia. Paula tiene hora con su doctora dentro de un par de días para hacerse una ecografía, aunque tiene bastante claro que no quiere saber si es niño o niña. Y no veas los nombres en los que está pensando, pobre criaturita. Pero creo que al final actuará con sensatez, Paula es una mujer muy inteligente.
Paula era un montón de cosas, pensó Pedro, mientras luchaba por contener una súbita y dolorosa sensación de pérdida al pensar en todo lo que se había perdido con ella. Se recordó que eso era lo que él quería, que formar parte de una familia no entraba en sus planes, que el amor no duraba. ¿Acaso no lo había comprobado una y otra vez?
—Zaira vino al bar, y se fue con Agustín.
—¿Te parece bien?
—Claro, ¿por qué no? Nunca hubo ningún compromiso entre nosotros.
No querer tener ninguna atadura duradera era una cosa, pero Pedro no entendía el estilo de vida de Federico.
—¿Nunca has deseado algo más que un desfile permanente de mujeres en tu vida?
—No, ¿por qué? —dijo Federico, perplejo.
—No te importan lo más mínimo las mujeres con las que te acuestas.
—Por esa noche, cada una de ellas es la más importante del mundo —dijo Federico, con una sonrisa.
—Sí, claro. Y a la mañana siguiente ni siquiera te acuerdas de su nombre. ¿Nunca te apetece algo más que eso?
—Ni de broma.

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