lunes, 30 de noviembre de 2015

Romance Otoñal: Capítulo 10

Los castaños ojos de Pedro se encendieron con gran interés, al tiempo que agradecía la gentileza de la joven, haciendo un gesto de aprobación con la cabeza.

— Gracias Paula. Así lo haré. Pero entonces, ¿por qué no me llama Pedro?

Paula se sentía confundida por su propio comportamiento y tenía la esperanza de que él no pensara que ella le estaba dando pie para llegar más lejos de lo que ella quería.

— No le dé de comer a Indio hasta que ambos hayamos terminado —dijo, apartando la atención de Paula de ambas manos.

Aquel toque de humor que se escuchó en la voz de Pedro bien podría haber significado que le habían causado gracia los ruegos de Indio, pero ella creyó detectar un vago placer al mismo tiempo que una voz interior la ponía alerta.

— Él sabe perfectamente que no tiene ningún derecho a pedir nada, ni siquiera por una mirada —continuó—. Pero aparentemente, Indio piensa que usted es muy vulnerable.

Aunque Paula no pudiera asegurar que aquellas palabras encerraban un doble significado, se sintió turbada por ellas y con un tirón, retiro su muñeca de la mano de Pedro Alfonso.

— Lo siento —se excusó ella, con un tono más aguzado del que ella habría querido expresar—, soy una persona muy fácil de engañar... en lo que a los perros respecta —agregó con toda intención. Volvió la mirada a Indio y le sonrió—. Tus modales son admirables, Indio, y como yo desconocía el reglamento, te reservaré un buen bocado como recompensa por haberte tentado sin darme cuenta de lo que estaba haciendo.

"¡Eso es! —pensó ella para sí con gran satisfacción mientras volvía a mirar a su anfitrión—. ¡Hablemos de sus frases con doble sentido!" Tenía la esperanza de que Pedro Alfonso hubiera captado los de ella. La muchacha le sonrió. Luego, esa sonrisa se desvaneció al ver que una mueca especulativa afloraba sobre los labios de Pedro, con un gesto mucho más atractivo que todos los demás.

— ¿Eso va para alguien más aparte de Indio? —preguntó él, tanteando humildemente la respuesta.

—¿A qué se refiere? —interrogó con tono de recelo.

— Quiero decir que si cada vez que usted tienta a alguien sin intención de hacerlo, siempre le da la recompensa de obtener un "buen bocado". —La respuesta de él parecía inocente.

Paula se ruborizó pero se las ingenió para mirarlo fríamente y para poner un tono calmo; luego de una pausa, respondió:

—Siempre doy recompensas cuando hay de por medio niños, ancianos o animales que no pueden darse a entender —dijo ella con una dulce sonrisa. Luego, su voz se endureció considerablemente cuando agregó—: puesto que estoy segura de que todos los demás pueden cuidarse solos.

— ¡Ah! Pero es allí donde usted está equivocada —contestó él, demostrando estar muy divertido en lugar de sentirse como si lo hubieran puesto en el lugar que le correspondía—. Los hombres, por ejemplo, somos especialmente vulnerables a la tentación y sobre todo, sabemos agradecer cualquier tipo de golosinas que una hermosa mujer pueda obsequiarnos. ¿No tiene ninguna que le sobre para poder obsequiarla a alguno de esos hombres?

Aquel intercambio de palabras se estaba tornando demasiado personal en lo que a Paula se refería y por ello, la joven se dio cuenta de que tenía que terminarlo allí.

— No. ¡Ni una migaja! —replicó ella tenazmente—. Todos los que he conocido habrían sido capaces de tomar todo lo que se les hubiera ofrecido, mucho o poco, sólo para tomarlo como una excusa y poder engullir el plato entero. Ya hace bastante tiempo que he decidido no calmarles ningún tipo de apetitos y por eso trato de no tentarlos, ya sea consciente o inconscientemente. —La mirada que acompañó sus palabras era levemente beligerante y se sintió desconcertada al comprobar que él no se había intimidado ni por la una, ni por las otras.

En cambio, soltó una fuerte carcajada, con un sonido que provenía desde su pecho. Paula sentía deseos de retorcerse debido al indeseable placer que aquel ronquido le había producido.

— Una mujer como usted no tendría que hacer nada especial para tentar a un hombre, Paula —murmuró él con diversión, mientras su carcajada se desvanecía. Su mirada se atenuaba, para poder observarla plenamente—. El simple hecho de mirarla es una tentación, ¿o acaso quiere hacerme creer que lo ignoraba?

De pronto, la habitación se tornó insoportablemente calurosa y la intimidad que se había creado entre ellos, inaguantablemente peligrosa. Paula  apartó bruscamente sus ojos de Pedro y se incorporó sobre sus pies, ofreciéndole al hombre un agradable espectáculo de largas y delgadas piernas durante tal proceso. Indio se acercó a ella, arrastrando las patas, atraído por su inesperado movimiento y Paula se valió de él como una distracción para ocultar su perturbación.

— Aquí, Indio. —Le arrojó un trozo de emparedado. Las enormes mandíbulas se abrieron y con exacta precisión el animal atrapó el bocado en el aire. Mientras se dirigía hacia la puerta, miró a Pedro.

— Discúlpeme un momento, por favor —murmuró ella, odiando su voz que apenas tenía fuerza—. Debo ir al cuarto de baño.


Él permaneció donde estaba, con los ojos cerrados, pero Paula tenía la impresión de que cada uno de sus sentidos estaba vivo y trabajando activamente muy a su pesar.

Romance Otoñal: Capítulo 9

Paula dedujo que sería soltero, puesto que no llevaba sortija de bodas y, por otra parte, era obvio que Indio era la única compañía de él en aquella casa. Se apresuró para asegurarse, y no porque sintiera real interés en ello, de que no existía ninguna fotografía, ni siquiera de sus padres o de alguna hermana o hermano. Trató de deshacerse de sus conjeturas, convenciéndose de que hay mucha gente a la que no le interesa tener fotografías a su alrededor. Claro que ese hecho, no necesariamente tenía que significar que esas personas no fueran cálidas o cariñosas.

Paula se sorprendió frunciendo el ceño cuando se dio cuenta de que ansiaba encontrar a Pedro Alfonso como una persona cálida y cariñosa. Pensó que de pronto, se estaba interesando demasiado en ese hombre. En su interior, se reprochó aunque esos reproches lograron poca cosa: Paula siguió pensando en él. Tenía que limitarse a pasar esa noche y a la mañana siguiente, podría olvidarlo completamente. Era muy factible que no volviera a verlo nunca más, entonces, ¿por qué tendría que perder su tiempo tejiendo hipótesis acerca de la vida de Pedro Alfonso?

— ¿Se siente mejor?

Al oír aquella voz ronca y tan masculina desde la puerta, la muchacha se volvió de repente para mirarlo. Él estaba de pie, con una bandeja entre las manos y parecía como si hubiera estado allí durante un tiempo.

— Sí, gracias —respondió con gentil formalidad—. Ese baño ha logrado maravillas. Gracias por habérmelo ofrecido.

Los ojos de Pedro se encendieron al notar la mirada ansiosa de Paula que se había posado en la bandeja.

— Como creo que ya ha visto usted demasiados fantasmas en sólo una Noche de Brujas, pensé que le habría llegado el turno de disfrutar de alguna delicia —explicó él—. He traído algunos emparedados y un poco de café. ¿Quiere?

— Mmmm, ¡sí! —suspiró, sin disimular ni en lo más mínimo el hambre que tenía—. Muchísimas gracias. No he probado bocado en varias horas.

— Estupendo. —le alcanzó la bandeja y se sentó a su lado, sobre el piso, ubicando la bandeja entre los dos—. ¿Le importaría si los comparto con usted? Han pasado varias horas desde la cena.

— Sí, claro —asintió, al tiempo que tomaba un copioso emparedado de jamón, mientras Pedro Alfonso servía café para ambos.

Era evidente qué la joven disfrutaba al máximo, saboreando cada bocado. Cuando él tomó un emparedado, ella le obsequió una cálida sonrisa.

— Está muy bueno —dijo ella con la boca llena, preocupándose muy poco por mantener los buenos modales.

El ambiente que la rodeaba era tan calmo y reconfortante que la muchacha pronto se sintió como si hubiera estado en su propia casa. Pedro la observaba y al sonreírle, sintió que un temblor recorría su espina dorsal.

— Gracias —fue todo lo que ella pronunció.

Terminaron sus emparedados en un silencio de camaradería, lo que disipó hasta el último de los temores de Paula.

Mientras comía y bebía, estudiaba a Pedro Alfonso. Llevaba unos jeans desteñidos, con una oscura tricota aterciopelada que pronunciaba sus masculinos hombros. Había extendido sus largas piernas hacia adelante, cruzando un tobillo sobre el otro. Los jeans le sentaban perfectos. Todo su físico reflejaba una viril seguridad en sí mismo, muy atractiva por cierto. Fue entonces cuando Paula se preguntó si habría sido cierta su hipótesis de que era un hombre soltero. Seguramente, algunas mujeres debían de haberse sentido atraídas por él años atrás, ya que Pedro sería un hombre de unos treinta años aproximadamente. ¿Cómo se las habría ingeniado para no casarse? ¿Acaso se habría divorciado?

Paula no apartaba su insistente mirada de la castaña cabellera, algo enmarañada e irresistiblemente encantadora. Sus oscuras cejas se arqueaban sobre los castaños y profundos ojos. Su nariz, era recta y firme. El mentón, oculto bajo la barba, indicaba la fuerza de Pedro y Paula pensó, que no había motivos para que lo escondiese bajo tan espesa maraña. Aquella barba era el único elemento que ella encontraba incongruente con su personalidad. Pedro era atractivo, pero la joven decidió que lo habría preferido sin barba. ¿Por qué se la habría dejado crecer? ¿A modo de camuflaje?

Sus pensamientos le hicieron olvidar por completo la cautela. Continuó contemplándolo.
La muchacha se sintió un tanto inquieta al enfrentarse con aquella sonrisa y su anfitrión le dijo suavemente:

— No se preocupe, señorita Chaves. Soy un hombre de palabra y he de cumplirla.

Por supuesto que ella sabía a qué se estaba refiriendo, pero se sorprendió respondiéndole algo completamente distinto a lo que Pedro había comentado... ¿o acaso no?

— Puede llamarme Paula—murmuró ella, sin saber a ciencia cierta lo que esta diciendo.

Pero se sintió horrorizada cuando se dió cuenta de lo que acababa de expresar.

Romance Otoñal: Capítulo 8

Él regresó tan pronto que Paula ni siquiera había terminado su taza de café cuando reapareció.

—Aquí está —dijo él, entregándole una abrigada bata de algodón, en color azul oscuro—. Iré a prepararle el baño mientras usted se pone esto. Ponga su ropa mojada en la lavadora que está en el cuarto de lavar.

Cuando Pedro Alfonso volvió a entrar, Paula estaba saboreando su café, con ambas manos abrazando la taza con el fin de calentarlas.Él la observó de arriba a abajo.

— ¿Dónde están sus zapatos? —preguntó inesperadamente.

Fue allí que Paula recordó que no había vuelto a verlos desde que Indio  la había hecho caer en aquel pozo lleno de barro.

— Espero que estén afuera, cerca de la carretera... en un pozo lleno de lodo —respondió ella, con un leve toque de buen humor en su voz—. Los llevaba en la mano para que no se mojasen y cuando vi aparecer a Indio en medio de la oscuridad de la noche, debo de haberlos dejado caer.

Una cálida risa entre dientes, placenteramente profunda y masculina, afloró como respuesta a la explicación de la muchacha. Sorprendida. Paula miró a Pedro, expresándole con sus ojos, que sus encantos eran maravillosos cuando él se tomaba la molestia de demostrarlos.

— Debe de haberlos enterrado bastante —comentó él divertido—. ...Y luego conoció a su dueño y creyó que estaba en presencia del mismísimo Satanás —murmuró él, pestañeando. Pero no le dio tiempo a Paula para que se sintiese incómoda por su acertado comentario—. Si se conociera la verdad, probablemente asustaría usted a Indio más de lo que él la ha asustado a usted —prosiguió con otra risita entre dientes—. El trata de hacer desaparecer su temor... o más bien, trata de ocultarlo detrás de un fiero gruñido.

— Lo ha hecho muy bien —respondió con énfasis—. No había sentido tanto miedo en una Noche de Brujas desde que tenía cinco años y me alejaba de mi hermano Gonzalo que estaba disfrazado y me asustó.

Pedro la condujo hasta el final de una escalera muy vieja. Se detuvo allí y ella lo miró como si estuviera interrogándolo.

—El cuarto de baño está en la mitad del vestíbulo que se encuentra a la derecha —le informó—. Ya he abierto el grifo de modo que pueda quedarse en el agua todo el tiempo que desee. Creo que allí está todo lo que puede necesitar.

Paula  le agradeció con una sonrisa y una cálida mirada, lo que motivó por parte de Pedro, una mirada investigadora. Con prisa, la joven pestañeó y corrió escaleras arriba, como si el demonio hubiera estado pisándole los talones. La molestaba sumamente el hecho de que aquel hombre la hiciera sentir como una tonta estudiante en lugar de ser una profesional que había sido capaz de valerse por sí misma durante años.

Rápidamente, Paula se quitó la bata y se decidió a gozar de la calidez del agua, suspirando de placer al hacerlo. Por primera vez, luego de haber transcurrido lo que le pareció toda una eternidad, sintió que el frío abandonaba sus huesos para hacerle lugar a una lánguida delicia. Durante largos minutos se quedó allí tendida, permitiendo que el agua ejerciera su magia, relajando sus músculos y sus pensamientos hasta un estado de somnolencia y reposo.

Cuando sintió que el agua comenzaba a enfriarse, se extendió para alcanzar el jabón. Se trataba de un producto masculino, muy fino y caro por cierto, que olía tan bien que ella decidió usarlo. Mientras se enjabonaba, pensaba que Pedro Alfonso tenía los gustos de un hombre fino, aunque era muy factible que ejerciera esos gustos en forma muy selecta. Se preguntaba de qué viviría. Tenía que ser algo que le permitiese vivir solo, en medio del campo, a kilómetros de distancia de la gran ciudad, a menos que tuviera esa casa como quinta de fin de semana o de vacaciones. Sin embargo, la casa tenía toda la apariencia de ser habitada permanentemente.

¿Acaso él sería un artista igual que su hermano? Paula meneó la cabeza, frunciendo el ceño en señal de confusión. No lo creía posible. Pedro no tenía la "apariencia" de un artista, cualquiera haya sido el significado de esa palabra. ¿Acaso sería escritor? No, tampoco eso, decidió ella por razones que no lograba explicar. Él tenía irresistibles encantos cuando se lo proponía y ella, instintivamente, adivinó que él tendría que tener una profesión en la cual tuviera que hacer relaciones públicas. No obstante, aquella casa ubicada en medio del campo, en Missouri, estaba tan aislada que la joven debió dejar de lado esa conjetura.

Finalmente, estuvo lista para bajar las escaleras nuevamente, con los pies descalzos, los cabellos mojados y cubierta solamente con la bata de Pedro Alfonso su acostumbrada seguridad en sí misma. El baño le había sentado tan bien que estaba segura de poder enfrentar la intimidación de su anfitrión con la de ella.

Encontró primero a Indio, tendido en dichoso descanso y roncando sonoramente frente a las llamas de la chimenea. Paula se arrodilló y aproximó sus manos para entibiarlas con la rumorosa calidez del fuego. Su curiosidad se incrementó al máximo: giraba su cabeza hacia uno y otro lado para captar una visión total de la habitación en la que estaba.No había dudas de que aquélla era la habitación de un hombre.

No se veían fotografías ni sobre los muros ni sobre los muebles. Sólo había pinturas muy buenas que reflejaban imágenes de cacerías y diversos paisajes que armonizaban perfectamente con la decoración del ambiente, aunque dichos elementos nada revelaran acerca de Pedro Alfonso.

Romance Otoñal: Capítulo 7

— No me había dado cuenta de que estaba tan mojada —dijo el hombre segundos más tarde y frunciendo el ceño al ver el charco que se había formado bajo los pies descalzos de Paula—. Será mejor que tome un baño caliente y se ponga ropas secas.

Ignoró a Paula que estaba boquiabierta y también la mirada de asombro que se leía en sus ojos. Era como si aquel hombre no hubiera notado la reacción de la muchacha al enterarse de que debía pasar la noche allí. Decididamente, ese proyecto estaba muy lejos de ser atrayente para ella.

— ¡No! —gritó, con una desesperación que era más adecuada para una niña atemorizada que para un adulto. El la observó con sarcasmo y Paula debió tratar de controlarse—. Me refiero a que... ¡a que yo no puedo quedarme aquí! —trataba de aparentar ser una persona muy decidida, pero sus intentos fueron en vano ya que su voz sonó desahuciada—. Si es que no puedo telefonear a mi hermano, ¿sería mucha molestia pedirle a usted que me condujera hasta allí? Debe de haber algún otro camino hasta su casa sin tener que utilizar la carretera obstruida por el árbol, ¿verdad? —Su pregunta sonaba más a una súplica que a otra cosa, pero el rostro impasivo del extraño no dio muestras de compadecerse de ella.

— No existe ninguno que esté en mejores condiciones que el que utilizamos antes, tendría que recorrer muchos más kilómetros de los que estaría dispuesto para una noche como ésta —replicó él.

Paula  se movía nerviosamente, tratando desesperadamente de hallar alguna solución.

— De acuerdo —repuso la joven con admirable serenidad teniendo en cuenta el terrible estado en que tenía sus nervios—. Entonces podría llevarme nuevamente hasta la ciudad, para hospedarme en algún hotel o en un motel. El trecho deteriorado que tendríamos que recorrer para llegar al camino pavimentado es de sólo siete kilómetros y usted tiene un Jeep. Creo que no es demasiado pedir, ¿verdad? —preguntó ella esperanzada.

El extraño hizo un gesto con su cabeza indicando otra negación.

— No, no lo es —admitió razonablemente—. Pero como no hay ni hoteles ni moteles en la ciudad; no tendría lugar donde pasar la noche si yo la llevase. —La mirada de disgusto casi cómica de Paula, parecía haberle dicho al extraño que tratara de convencerla de alguna manera—. Mire —dijo él, sin demostrar ningún tono de burla en su voz, aunque la muchacha sospechaba que sí se estaba mofando de ella—, yo no voy a violarla en su cama si es que a eso le teme.

—Tengo una habitación de más... con cerrojo en la puerta —agregó secamente—. Y también hay cerrojo en la puerta del cuarto de baño. —Después, la miró secamente e hizo un gesto afirmativo con la cabeza, en dirección a la puerta que Indio había atravesado anteriormente—. Además, como Indio se ha hecho tan amigo suyo, dudo que recuerde quién es su verdadero amo en caso de que yo me abalanzara sobre usted haciéndola gritar desesperadamente, luchando contra mí. Creo que si sólo se limita a tranquilizarse y a aceptar la situación tal como se ha presentado, no tendrá ninguna razón para lamentar haberse quedado aquí.

Para su propio asombro, Paula  notó que estaba comenzando a calmarse. Quizás haya sido por la manera tan prosaica con la que él le colocó la taza de café entre las manos. O quizás su reacción se haya debido al hecho de que él tomó su taza de café y se preparó para abandonar la habitación, sin darle oportunidad a la joven para que siguiera discutiendo con él.

— Le traeré una bata y haré que tome un baño —dijo su anfitrión—. Puede desvestirse aquí y colocar su ropa en la lavadora para tener algo que ponerse mañana. Me temo que por esta noche deberá arreglárselas con una bata mía.

El hombre no había alcanzado la puerta cuando Paula recordó la única cosa que podría hacerla sentir como que estaba viviendo la realidad, que no se había convertido en un mero personaje de aquella Noche de Brujas.

— ¿Quién es usted? —interrogó.

El hombre se detuvo y se volvió para observarla sobre el hombro, con una torva expresión que pronto se transformó en impasible neutralidad.

— Mi nombre es Pedro Alfonso—respondió con voz cortante. Luego pareció quedarse observándola, a la espera de alguna reacción por parte de Paula. Al ver que ella no reaccionó, se tranquilizó—. Y el suyo es... —Aguardó gentilmente a que ella le respondiera.

Así lo hizo, reflexionando acerca de su extraño comportamiento.

—Paula Chaves.

El extraño levantó sus cejas oscuras y pareció tranquilizarse aún más.

— ¿Es usted hermana de Gonzalo Chaves? —Preguntó él y al ver que la muchacha asentía, una vivaz sonrisa afloró en sus labios—. Me enteré de que él se había mudado, pero aún no lo he visto. Me temo que usted tenía razón cuando me calificó de paupérrimo vecino. Pero puedo rectificarme mañana, ¿me dará esa oportunidad? —Paula retrocedió cuando él le hizo recordar su mordaz acusación, pero él parecía no culparla por la franqueza que la muchacha había tenido—. Beba su café —dijo él. Por primera vez, su voz sonó completamente natural—. Regresaré en unos minutos.

Romance Otoñal: Capítulo 6

— Ahora comprendo lo que usted quiere decir —dijo al tiempo que satisfacía el pedido de Indio—. ¿Durante cuánto tiempo más deberé acariciarlo antes de que me permita detenerme?

— Tampoco es tan cargoso. Creo que con cinco minutos será suficiente. —El anfitrión pasó a su lado y se dirigió hacia el fregadero para comenzar a llenar la cafetera con agua—. Mientras tanto, prepararé el café. —Le echó una mirada socarrona —. Estoy seguro de que no me despreciará una taza de café una vez que lo tenga listo, ¿verdad?

Durante un instante, Paula lo observó con frialdad. Para ella era mucho más difícil transigir con él de lo que le había resultado hacerlo con Indio. Sin embargo, la mirada del hombre había sido tan agradable que ella debió aceptar.

— Claro. Me gustaría tomar una taza de café —agregó ella con una tenue sonrisa—. Pero tampoco quisiera que se tomara molestias por mi causa. Todo lo que deseo es... telefonear a mi hermano... —La joven observó a Indio, haciendo una apesadumbrada mueca con sus labios—. Quiero decir... cuando Indio me lo permita. No quiero molestarlo más tiempo del debido.

— No es una molestia —replicó gentilmente el extraño—. Yo también quiero tomar café.

Paula inclinó su cabeza hacia adelante y con ese movimiento, cayeron sobre sus mejillas unas cuantas gotas de agua provenientes de los cabellos empapados. Eso le recordó que debía de parecer un objeto rescatado desde las profundidades del mar. Cuando su anfitrión la vio escurriéndose el agua del rostro, le dio una toalla de cocina.

— Séquese con esto —le indicó con áspera voz y el ceño fruncido—. Le traeré una toalla más apropiada.

Cuando el extraño entró nuevamente con una toalla de baño en su mano, el perro levantó la cabeza y se incorporó sobre sus patas. Aparentemente, Indio ya había recibido todo el cariño que necesitaba y por eso, abandonó la habitación con lentos pasos.

—¿Acaso he ofendido a Indio de alguna manera? —preguntó ella—. No creo que ya le haya dado su tanda de cinco minutos de mimos.

— No. Creo que sólo sintió deseos de volver al sitio que tiene reservado frente a la chimenea —respondió con una sonrisa mientras observaba a Paula secándose el cabello, recorriéndola con la mirada en desconcertante meditación—. Ya se ha pasado su hora de dormir y a su edad, las "siestas" son importantes para él.

—¿A su edad? —interrogó sorprendida—. No parece ser un perro viejo.

La mirada del extraño la hacía poner nerviosa, entonces sumergió la cara en la toalla puesto que no podía explicar su repentina reacción ante la apreciación de aquel hombre. Su mirada la abrigaba tanto que Paula llegó a pensar que era ella quien estaba sentada frente a la chimenea.

—Se conserva bastante bien, pero ya hace mucho que dejó de ser un cachorro. —El anfitrión apartó la atención de Paula para observar la cafetera. Se relajó, sintiéndose desconcertada al notar el alivio que le había producido el liberarse de aquella intencionada inspección.
— ¿Le gustaría hacer su llamada telefónica ahora? —De pronto, su tono de voz se tornó superficial, impersonal.

— Sí... sí, por favor —respondió ella.

El hombre le indicó un aparato telefónico de pared y luego comenzó a sacar unas tazas de café con sus respectivos platos de la alacena. Paula se incorporó y se apresuró hasta donde se hallaba el teléfono. Fue como si de pronto hubiese sentido extrema urgencia por alejarse de aquel extraño que tanto la perturbaba. Quería liberarse de la intrusa calidez de sus ojos, una calidez que aceleraba su corazón y contenía la respiración en su garganta.

En un principio, se resistía a creer el hecho de que no hubiese tono en la línea. Con dedos impacientes, golpeteó la horquilla una y otra vez pero no oyó ni el más débil ronroneo para reconfortarla. Se volvió al hombre que en ese momento, había comenzado a verter el café en las tazas.

—Debe de haber alguna cosa que no funciona. No hay tono.

El hombre la observó impasivo y luego atravesó la habitación para tomar el aparato de las manos de Paula. Los dedos de él acariciaron los de la muchacha y ella debió contenerse para no saltar debido a la sensación de electricidad que se produjo en aquel contacto.

— Está mudo —fue el veredicto pronunciado con calma y desinterés, aunque Paula pensó que detrás de todo ello, había cierta tensión que él no quería revelar—. Es muy común que esto suceda cuando hay vientos fuertes. Supongo que habrán de repararlo mañana a primera hora.

El extraño posó su profunda mirada sobre Paula. En ese momento ella sintió que aunque no tuviera motivos razonables, el pánico estaba apoderándose de su ser y era muy real.

— Pero, entonces... ¿Cómo haré para comunicarme con mi hermano? —interrogó, luchando por encontrar la calma.

Habría sido muy tonto de su parte demostrarle a ese hombre lo vulnerable que de pronto se sentía, especialmente, cuando él parecía contemplarla con una indiferencia casi desdeñosa.
Las palabras que pronunció a continuación, aunque expresadas con la veracidad de algo real, detuvieron el corazón de la joven en menos de un segundo:

— Me temo que no podrá hacerlo. Deberá pasar la noche aquí.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Romance Otoñal: Capítulo 5

—Siéntate, Indio.

El perro obedeció de inmediato la orden de su amo y para sí, Paula soltó un suspiro de alivio al comprobar que al menos en apariencia, el animal podía ser controlado. No obstante, en menos de un segundo recordó que era el dueño el que podría no tener control de sí.

—Déme su mano para que la olfatee —dijo torciendo la boca bajo su espesa barba al descubrir el evidente temor que ella sentía.

Paula dirigió sus ojos azorados hacia él e hizo un pronunciado gesto negativo con la cabeza.

— ¡No! —replicó ella con énfasis. Pensó que su decisión había sido la correcta puesto que el perro, al verla efectuar tal repentino movimiento, gruñó lentamente. La muchacha debió esforzarse para no ocultarse detrás de su anfitrión—. ¿No se da cuenta de que no le caigo bien? ¡No estoy dispuesta a darle una oportunidad para que demuestre lo mucho que me odia!

Inmediatamente, la expresión de exasperación por la intransigencia femenina se transformó en una de serenidad persuasiva. Con la otra mano, tomó el hombro de Paula y cuando ella alzó la vista para mirarlo, sin saber si estaba a punto de enfrentar un nuevo peligro, la diversión que se leía en los ojos del hombre hizo que la joven frunciera la boca sediciosamente.

—Sucede que tengo que presentarlos, a usted y a Indio, en la forma adecuada para que él la acepte sin hacer ningún tipo de cuestiones —explicó con un tono de gran paciencia, haciéndola sentir como si fuese una chiquilla caprichosa—. Le prometo que no le hará daño —agregó suavemente—. Sólo déle tiempo para que se habitúe y pueda relajarse. No podemos estar en este sitio toda la noche.

—De acuerdo —murmuró ella, con voz elocuente en señal de un presagio maligno—. Pero haré que se disculpe en caso de que me arranque toda la mano.

Una risa entre dientes, casi enfurecida, refutó la profecía.

—No. Creo que será usted quien deberá ofrecer sus disculpas —replicó divertido—, pero si algo desafortunado ocurriese, no le permitiría que se acercara ni a un kilómetro de Indio.

El hombre observó a su perro y a su huésped con indulgencia. Luego, pronunció un leve sonido entre dientes y al escucharlo, Indio se encaminó pesadamente hacia ellos.
Nuevamente, Paula se puso tiesa. Su agónica indecisión duró un instante y después extendió su mano hacia la boca abierta del animal, bordeada de diabólicas hileras de dientes. Cerró los ojos para no ver aquellos dientes tomando su indefensa mano. Primero sintió que un hocico muy frío olfateaba sus dedos, luego la palma de la mano, hasta que la humedad de la lengua del animal lamiéndola hizo que abriera los ojos y lo observara incrédula.

— ¡Está lamiéndome! —dijo ella con sorpresa involuntaria.

Cuando el animal le dió otro lengüetazo, su dueño le soltó el brazo a Paula.

— Considérese afortunada— dijo él, con una cálida y ronca diversión en su tono de voz que hizo que la joven se volviera a mirarlo con idéntica sorpresa—. Esto significa no sólo que él prefiere su comida para perros antes que sus dedos, sino también que usted le ha caído bien. No mucha gente tiene el honor de recibir las caricias de Indio inmediatamente después de ser presentados.

Paula volvió a dirigirle la mirada a  Indio y se relajó completamente al comprobar la dulzura que existía en los castaños y tiernos ojos del perro.

— ¡Tú sí que eres todo un fiasco! —murmuró ella como reprochándole—. No tienes ni una pizca de fiereza. Eres sólo pura apariencia.

El extraño le quitó el impermeable a la joven y lo colgó en un perchero, mientras ella se arrodillaba para acariciar la peluda cabeza de Indio. El animal correspondió a su caricia colocándole la cabeza entre las manos, como si sintiera deseos de disfrutar del cariño que ella le estaba brindando.

— No haga que se sienta avergonzado —gruñó el hombre—. A Indio le encanta pensar que él es King Kong y Leo el León al mismo tiempo. Jamás se le ocurriría pensar en ser tratado como un coqueto caniche cada vez que implora que le den cariño.

— ¿Y usted le satisface esa necesidad de cariño? —preguntó acusándolo.

Indio estaba disfrutando tanto de las caricias de la joven que ella se preguntaba si su dueño se tomaría la molestia de brindarle todos los mimos que el perro tan obviamente reclamaba.

— Él no me da demasiadas oportunidades —fue la única respuesta—. Trate de detenerse antes que él desee que lo haga y verá lo que quiero decir.

Paula quiso comprobar la aseveración quitando la mano de Indio. El resultado fue que el perro volvió a insertar su hocico bajo la palma de la mano de Paula para que ella siguiera acariciándolo en el sitio exacto que él quería.

Romance Otoñal: Capítulo 4

Los faros del Jeep iluminaron el auto de Paula que seguía encajado en la zanja. El conductor lo vio en el mismo instante que la joven. Cuando él comenzó a hablar nuevamente, ella apresuró el paso. Luego su tono de voz pareció tan normal como el de una persona común y mentalmente sana, por ello, ella se detuvo para observarlo asombrada.

—¿Serviría de algo el hecho de que me disculpara con usted por haberla tratado con tanta rudeza? —preguntó él humildemente—. Puedo asegurarle que existe una buena explicación para todo esto.

Paula vaciló, sin saber qué pensar. De pronto, la voz de aquel hombre sonaba suave y encantadora, pero ella también sabía que a menudo, los discapacitados mentales tienen momentos de lucidez y parecen personas normales. Fue entonces cuando decidió ir a lo seguro.

— Acepto sus disculpas, pero no tiene necesidad de hacerse cargo de mí ni de mis problemas —respondió ella con solemne formalidad—. Pasaré la noche en el auto y trataré de hallar el camino hasta la casa de mi hermano mañana a primera hora.

En este instante, el extraño había detenido su Jeep y bajaba de él. Paula estaba en una encrucijada: no sabía si escoger por la tranquilidad de pasar la noche en un automóvil mojado o correr el riesgo de soportar la insanía de su compañero. Antes que ella lograse moverse, el hombre se acercó junto a ella.

— Me parece bastante difícil que pueda pasar la noche allí adentro —acertó él, con sereno autoritarismo, al tiempo que dirigía su mirada hacia el interior del vehículo. Luego observó el árbol caído que bloqueaba la carretera—. Me temo que tendrá que regresar a la casa conmigo le guste o no.

— ¿Tiene teléfono? —preguntó ella, con débil esperanza de que le dijera que no—. Si lo tiene, podría telefonear a mi hermano y decirle que lo espero al otro lado del árbol.

—Sí, tengo teléfono —le contestó secamente—. Ahora suba al Jeep y deje de seguir mojándose con esta lluvia. Por si acaso no lo ha notado aún, yo también estoy mojándome.

En la voz del hombre no existían vestigios de acusación. En cambio, se quitó el impermeable para cubrir los helados hombros de Paula. No obstante, no pudo evitar sentirse resentida por sus palabras cuando recordó que no habría estado tan mojada ni tan helada si él se hubiera comportado como cualquier persona normal al verla llegar hasta la puerta de su casa. Pero, tranquilamente, él regresó a su asiento sin darle ninguna oportunidad para que ella expresase su resentimiento. Su irritación hizo que lo siguiera, aunque por supuesto, no sintió demasiado placer al hacerlo.

Les llevó solamente cinco minutos volver a la casa y la muchacha se sentía agitada al pensar con justificada amargura, que ella había tenido que caminar durante quince minutos las dos veces que debió recorrer el mismo trecho. Lo que más la enfurecía era que uno de esos viajes habría sido totalmente innecesario si ella hubiese tenido la suerte de quedarse encajada en otro lugar, cerca de la casa de alguna otra persona mentalmente sana, en lugar de la de este personaje de... la novela del Doctor Jekyll y el señor Hyde.

El hombre estacionó su Jeep en un garaje que estaba apartado del resto de la casa. Paula también bajó y lo siguió a través de la corta distancia que los separaba del vestíbulo posterior. Los pasos de la joven eran evidentemente lentos. Cuando él abrió la puerta delantera y le cedió el paso, Paula se preguntaba cuánto tiempo duraría tan incómoda situación. Ella avanzó un paso pero se detuvo abruptamente cuando, de pronto, una enorme y amenazante figura obstruyó la entrada.

— ¡Oh, Dios! —gritó ella, en voz muy alta, casi histérica, al tiempo que retrocedió.

El dueño de casa la tomó por el brazo para detenerla y frunció el ceño, indicando su impaciencia al observar aquel comportamiento.

— ¿Qué sucede? —Preguntó él con un dejo de desdén en su voz—. ¿Le teme a los perros?  Indio jamás le haría daño.

Le refutó temblorosa, forcejeando contra la mano que la asía.

— Le temo a este perrito, a quien ya he tenido la oportunidad de conocer. Su mascota me ha demostrado y a las claras, que tiene toda la intención de devorarme parte por parte.

El hombre atrajo a Paula, quien no dejaba de resistirse, hacia sí, ejerciendo tal presión que era casi imposible zafarse.

— Indio es un buen perro guardián, eso es todo —dijo algo impaciente—. No sería capaz de morderla, si es a eso a lo que le teme. Venga y salúdelo correctamente. Verá que tengo razón.

Entraron a una cocina muy acogedora, aunque Paula sólo tenía ojos para las mandíbulas del perro alano que estaba allí, observándola con la misma mirada de recelo con la que ella observaba a su dueño.

Romance Otoñal: Capítulo 3

—Eh... ¿empezamos de nuevo? —preguntó ella vacilante, al tiempo que retrocedía un paso, tratando de eludir aquella violencia contenida que percibía en la mirada del hombre.

Intentó explicar su situación con un tono sereno de voz, razonable, con la esperanza de sosegar de ese modo, toda inclinación a la violencia que aquel individuo pudiera tener.

—Hay un árbol caído en mitad de la carretera, más o menos a un kilómetro de aquí —replicó ella con una paciencia a la cual calificaba de admirable—. Estuve a punto de llevármelo por delante y cuando intenté frenar, mi automóvil terminó encajado en una zanja. Si usted tuviera la gentileza de permitirme utilizar su teléfono...

La voz de la muchacha comenzó a callarse cuando, atónita, notó que aquel hombre se erguía para aplaudirla con admiración.El hombre se volvió hacia el interior de la casa, con toda la intención de dejarla allí. Sin embargo, hizo una pausa y se volvió hacia ella para observarla por encima de su hombro.

— ¿Acaso es usted tan estúpida como para salir en una noche como ésta y encima, sola?

En un repentino ataque de ira, Paula perdió todo tipo de precauciones y se encogió de hombros de una manera muy expresiva.

—Me temo que sí —respondió ella entre dientes, tratando apenas de disimular la furia que sus palabras encerraban—. Y también he sido tan estúpida como para permitir que mi automóvil cayera en una zanja y lo suficientemente estúpida como para hacerme sopa hasta los huesos. ¡Pero tenga por seguro que mi estupidez no llega al grado de quedarme aquí afuera para seguir escuchándolo a usted!

Con esas palabras, Paula giró sobre sus talones y comenzó a alejarse de aquel hombre. Sin embargo, estaba a la espera de que, en cualquier momento, él se lanzase sobre ella para cometer cualquier acto de violencia contra su persona. No había dudas de que aquel hombre estaba más loco que una cabra y a partir de ese preciso instante, la idea de pasar la noche toda mojada en su automóvil le pareció mucho más atractiva de lo que le había resultado antes. Al menos ese sí que era un sitio seguro.
Paula  sintió alivio y furia a la vez al escuchar la risa burlona del hombre cuando ella cayó sobre el piso de la galería y luego comenzó a bajar las escaleras.

—Le diré a mi hermano que ha escogido al vecino más paupérrimo en todo el estado de Missouri. ¡Es usted un... un... estúpido arrogante! —La muchacha se asemejaba a una serpiente derramando hasta la última gota de veneno sobre aquel hombre—. El necesita saber que la política de ser un "buen vecino" no funciona en esta parte del estado, por si alguna vez comete el mismo error que yo he cometido y viene hasta aquí a pedirle ayuda —dijo ella, con un gruñido.

Paula se volvió nuevamente y bajó los seis peldaños casi de un salto. Atravesó el sendero que conducía al atajo y, de allí, a la carretera. Estaba tan furiosa que ni siquiera notó que la lluvia y el viento estaban dándole otra vez la bienvenida. Podría haber habido un tornado que Paula tampoco se habría percatado de él. El temor que ella sentía por él había desaparecido por completo, debido a la ira que le provocaba aquella actitud tan fría e irracional. Pensaba que ni siquiera una enfermedad mental podría justificar tal comportamiento.

Casi estaba por llegar al auto cuando notó un haz de luz detrás de ella. Ansiosa, se volvió, esperando que el vehículo la alcanzara. Deseaba con toda el alma que esa vez se tratase de alguien con una pizca de decencia y amabilidad para que la ayudara, en lugar de acusarla por haber cometido pecados imaginarios. Aunque quizás, las sospechas de aquel hombre bien podrían haber tenido alguna justificación. Si él era siempre tan desagradable con sus vecinos como lo había sido con ella, no podría culparlos por hacerle bromas constantemente.

Un Jeep se detuvo al lado de ella y Paula fue corriendo entre los charcos de agua hasta la cabina del vehículo con una suplicante sonrisa de gratitud en su cara, la cual se desvaneció en el mismo instante que descubrió el rostro del conductor y escuchó su voz:

— ¡Suba, por el amor de Dios! Si se queda demasiado tiempo más aquí terminará ahogándose.

Era aquel loco demonio, el propietario de ese perro vicioso y dueño también de un temperamento aún más vicioso. Ella se echó hacia atrás como si él hubiera tratado de abofetearla.

— ¡Oh, no! —replicó ella con énfasis—. ¡No, gracias! Prefiero dormir en mi automóvil antes que aceptar su ayuda.

La muchacha se volvió y con pasos agigantados, se alejó rápidamente, con la esperanza de que el hombre hiciera caso de sus palabras y desapareciera. Pero, en cambio, el Jeep le siguió los pasos. Paula se dio cuenta entonces, con gran nerviosismo, de que estaba tratando con un psicópata que podía tornarse demasiado peligroso en un abrir y cerrar de ojos. De todos modos, ya estaba bastante cerca del auto, y empezó a considerarlo como una isla de salvación. Si lograba subir y trabar las puertas, el maniático que estaba persiguiéndola no podría entrar para hacerle ningún daño.

Romance Otoñal: Capítulo 2

Ni siquiera había traído impermeable. Todo lo que tenía era una chaqueta de género, adecuada para el caluroso verano de la ciudad de Oklahoma, pero totalmente inadecuada para hacer frente al terrible viento y a la lluvia que en ese momento castigaba al pequeño vehículo sin piedad. Paula tenía dos alternativas: o bien se quedaba sentada en su automóvil hasta el amanecer, o bien salía en busca de ayuda.

Juntó coraje para enfrentar la terrible batalla que la aguardaba fuera del vehículo. Abrió la puerta sólo para observar oscuras olas de agua inundando el vidrio trasero.

— ¡Maldita sea! —farfulló mientras cerraba otra vez la puerta con un rápido movimiento.

Si salía del vehículo en ese momento, se mojaría los zapatos y el agua le llegaría hasta las rodillas, hecho que haría de su caminata una experiencia mucho más desagradable de lo que ella se había imaginado, irritada, Paula se quitó los zapatos y remangó sus jeans hasta las rodillas. Colocó los zapatos bajo su chaqueta, sujetándolos entre el brazo y las costillas. Colgó su bolso del otro hombro, abrió rápidamente la puerta y salió, tratando de que el agua no entrara al auto.

El agua le llegaba justo por debajo de sus remangadas botamangas hasta que llegó a la parte más alta del declive, donde la lluvia dibujaba veloces y superficiales remolinos sobre la lodosa superficie del camino, Paula trató de cubrirse la cara lo más que pudo para tratar de ver hacia adelante mientras que con pasos presurosos, se dirigía hacia la casa que había pasado antes. Ella misma trataba de alentarse pensando en lo agradable que habría sido aquella experiencia de haber tenido sólo diez años y no veintisiete.

Por fin, entre la oscuridad de las copas de los árboles que se agitaban sobre una colina ubicada frente a ella, Paula descubrió un brillante haz de luz. Había comenzado a felicitarse por haber llegado a su objetivo cuando... un estruendoso ladrido la paralizó. Con una expresión de profundo temor en sus ojos trató de descubrir al animal que con tan poca hospitalidad acababa de recibirla.

Poco después, alcanzó a discernir una enorme y renegrida figura encaminada directamente hacia ella, con las patas tiesas y emitiendo lentos aullidos que estaban muy lejos de ser alentadores. Paula soltó un gemido y rápidamente, dio un paso hacia atrás. En ese mismo momento, notó que estaba perdiendo el equilibrio en el borde de un profundo pozo. Luego, con un chirrido de sus huesos, aterrizó justo en medio del hoyo lleno de agua. Un segundo después, mientras trataba desesperadamente de incorporarse nuevamente lista para emprender la batalla que la aguardaba, oyó a lo lejos un silbido. Observó que, en respuesta, el enorme animal levantó su cabeza.

Paula permaneció tiesa, implorando que el perro obedeciera a su dueño y la dejara en paz. Alcanzó a discernir que se trataba de un perro, lo que para ella constituía todo un alivio puesto que había pensado que era un coyote que había decidido satisfacer su apetito con ella. Pero aquello era definitivamente un perro, uno muy grande y de muy mal carácter. El animal le gruñó una vez más en señal de hostilidad y luego se alejó rápidamente, rumbo a la casa. Paula se sintió profundamente agradecida al comprobar que el animal había sido tan hábilmente adiestrado.

Paula se encaminó hacia la casa con extrema cautela, segura de que en cualquier momento aparecería el perro trotando hacia ella, por entre medio de los árboles mojados y torcidos, mostrándole los colmillos, con su hostilidad intacta y listo para retomar su actividad en el punto justo donde la había abandonado anteriormente.

Finalmente, llegó hasta el cerco que rodeaba la casa. Desde las ventanas se observaban luces que brillaban en medio de aquella oscuridad.
Enderezó sus hombros e inspiró profundamente. Se aproximó a la puerta y levantó el puño para golpear, con fingida valentía, los paneles de madera de la misma. Dio un paso hacia atrás para enfrentar cualquier tipo de recepción que le brindaran. Ya nada podía detenerla ya que sin duda, los ocupantes de aquella casa tendrían un teléfono y le permitirían utilizarlo.

Se sintió desconcertada al notar que su llamada no recibió ninguna respuesta. No lograba oír ningún ruido proveniente del interior de la casa pero, obviamente, el sonido del viento y de la lluvia se lo impedían. Pero... alguien le había silbado al perro y por más Noche de Brujas que aquella hubiera sido, Paula no estaba preparada para admitir la idea de que un fantasma vivía allí.

Paula  volvió a insistir, esta vez golpeando más fuerte y durante un período más prolongado. Como tampoco recibió ninguna respuesta, decidió abandonar la puerta delantera y dirigirse hacia la parte posterior de la casa. Estuvo a punto de hacerlo cuando oyó que la puerta se abría y aparecía una réplica del mismo demonio, con cabellos castaños y barba. Allí, de pie, la observó con la misma expresión de hospitalidad en su sombrío rostro que su perro le había demostrado anteriormente.

— Ho-la —murmuró ella con una sonrisa temblorosa—. Sé que usted no esperaría recibir visitas y... como podrá observar, yo tampoco llevo la vestimenta adecuada para un evento social, pero necesito ayuda. ¿Usted tiene teléfono?
— Bueno, bueno —dijo él, con un tono de voz al cual ella calificó definitivamente como despectivo—. Algunas de ustedes son capaces de intentar cualquier cosa con tal de divertirse un rato, ¿no es verdad? —Paula comenzó a moverse nerviosamente, aunque no tenía ni la más mínima idea de lo que aquel hombre había querido decir—. Y yo que pensaba que a esta altura ya se habían dado por vencidas —prosiguió él con el mismo tono burlón—. Sin embargo, creo que usted es una novata en esto y pretende resultar vencedora en la misma batalla en la que otras han resultado vencidas, ¿verdad?

Romance Otoñal: Capítulo 1

El pequeño automóvil blanco bordeó la cumbre de la colina que se dibujaba próxima a un estrecho y escabroso camino de dos carriles. Por un instante, Paula se sintió atrapada por el placer que le producía el observar aquel misterioso horizonte; parecía haber sido creado especialmente para la Noche de Brujas.

Una sonrisa de satisfacción afloró sobre los labios rosados de Paula cuando disminuyó la velocidad para entrar a la pequeña ciudad. Cuando era muy pequeña, consideraba la Noche de Brujas como su festejo favorito: amaba el clima del mes de octubre, la emoción de disfrazarse con exóticos trajes y las ansias de recibir todas las golosinas que colmaban la calabaza color naranja que acostumbraba llevar consigo. Durante su adolescencia,  Paula recordó haber visto algunos filmes de terror en el teatro de su pueblo, los cuales habían sido precedidos por una celebración de Noche de Brujas. Aquel festejo había tenido lugar en el mismo edificio donde se llevaban a cabo las famosas danzas "cakewalks", en las cuales la pareja ganadora resultaba premiada con un pastel. Allí también había juegos y casas misteriosas. Con una sonrisa nostálgica, Paula recordó que a la mayoría de los niños les encanta sentir miedo cuando saben perfectamente que están a salvo y que no corren peligro. Por supuesto, ella no había sido una excepción durante su niñez.

Poco después, aceleró y llegó hasta la ciudad. Sintió que el viento soplaba con violencia y también notó las primeras gotas resbalando sobre el parabrisas de su automóvil. No era el mal tiempo en sí lo que la turbaba; sólo deseaba que aquella tormenta no le impidiera descubrir el desvío que conducía hacia la casa de su hermano. Las instrucciones de Gonzalo  habían sido muy detalladas, pero aquél era un sitio extraño para Paula y, además, estaba extenuada por el largo viaje. Sería maravilloso saborear una taza de algo bien caliente frente a la chimenea de la cual su hermano Gonzalo y su cuñada Lola se sentían tan orgullosos. No obstante, Paula tenía la esperanza de que la pareja lograse contener el entusiasmo de enseñarle toda la casa y le ofreciera un sitio donde pasar la noche.

Paula cambió de posición: enderezó su espalda para aliviar el dolor que sentía debido a las prolongadas horas durante las cuales había estado conduciendo. No obstante, su mente estaba absorta en el trabajo que la aguardaba. Su hermano y su cuñada habían comprado una casa vieja, un par de meses atrás y era indispensable pintar o empapelar las paredes, limpiar el jardín y colocarle plantas nuevas y llevar a cabo miles de tareas más. El matrimonio había contratado personal profesional para que realizara los trabajos más importantes de carpintería y reparaciones varias pero deseaban decorar la casa ellos mismos. Por eso, Paula se ofreció a ayudarlos durante el mes de vacaciones que le correspondía por su puesto como empleada de la administración pública.

Una fuerte ráfaga hizo tambalear al automóvil y Paula tomó el volante con firmeza para mantener el vehículo derecho sobre la carretera. Se trataba de un automóvil pequeño y por eso, ella corría el riesgo de que un violento viento lo quitara del camino. En ese momento comenzó a llover con mayor intensidad; la muchacha debió inclinarse hacia adelante para poder distinguir con mayor claridad la carretera.

Finalmente, un desvencijado cartel le indicó que acababa de llegar al desvío mencionado por Gonzalo. Disminuyó la velocidad para tomar la curva e, inconscientemente, soltó un suspiro de alivio al descubrir que no se había perdido. Con sólo recorrer menos de veinticinco kilómetros estaría allí, segura y a salvo de aquella terrible noche que se iba tornando cada vez más desagradable, gozando de aquel nido de amor familiar, de la calidez de un hogar. La imagen de un buen baño caliente y unas sábanas limpias que se dibujaba en su mente provocaba en ella la misma sensación que experimenta un viajero del desierto al descubrir un oasis.

De pronto, Paula contuvo la respiración: el neumático delantero izquierdo había caído en un pozo lleno de agua, produciendo un alarmante sonido. Giró en vano durante algunos instantes hasta que finalmente, el automóvil siguió su marcha. Ese desafortunado incidente la hizo pensar una vez más que habría sido mucho mejor llevar a cabo su idea original de comenzar el viaje al día siguiente por la mañana. De una manera u otra, sus irrefrenables impulsos siempre la habían metido en problemas pero si a los veintisiete años de edad aún no había logrado controlarse, era muy difícil que pudiese hacerlo en lo sucesivo. La precaución, el pensar dos veces una cosa antes de hacerla, era algo muy extraño para su naturaleza.

En los siete kilómetros siguientes, Paula concentró toda su atención en la carretera, observando desalentada, que la tormenta empeoraba en lugar de mejorar. Se preguntaba cómo harían Gonzalo y Lola para soportarlo. Paula, con su típica y espontánea expresión masculina, le había dicho simplemente que el camino era "un poquito primitivo", pero no la había preparado para lo que, a los ojos de Lola, era un sendero algo mejor que un camino de tierra.

Con alivio, divisó una casa iluminada, a un lado de la carretera, adonde se llegaba por un camino largo y escabroso. Mientras esquivaba otro enorme pozo, pensó lánguidamente que al menos, si algo le ocurría con el automóvil, en aquel sitio existían ciertos indicios de que algunos seres humanos habitaban allí. Si la suerte estaba de su parte, llegaría a la casa de Gonzalo completamente ilesa y si no, una casa con teléfono sería bien recibida.

Avanzó casi un kilómetro más y se sentía más que agradecida por haber descubierto la casa, pero... de pronto, se vio obligada a clavar los frenos con tanta violencia que el pequeño vehículo resbaló lateralmente hasta que los neumáticos traseros quedaron atrapados en una zanja. Paula se estremeció al comprobar que a unos pocos metros de distancia, se encontraba un árbol caído en medio de la carretera.

Durante algunos instantes, permaneció sentada, tratando de controlar sus nervios y de recuperar su respiración normal, antes de intentar sacar su automóvil de la zanja. Poco después, se dio cuenta de que todo lo que había logrado hasta el momento era encajar aún más las ruedas en la zanja. Apagó el motor horrorizada por la tarea que la esperaba.

Romance Otoñal: Sinopsis

Viéndola a ella en el umbral de su puerta, completamente empapada, pensó que era un fantasma. Paula había decidido buscar refugio de la tormenta en cualquier parte. Al ver su reacción, le bastaron a ella pocos segundos para preferir hundir su auto en el agua antes que aceptar sus insultos.

Con gesto voluntarioso ella decidió enfrentar a los elementos. Bruscamente —demasiado tal vez— ella se vió impulsada dentro de la casa y cobijada por el calor de dos brazos. Pedro Alfonso era una explosión, su contacto era electricidad pura. ¿Por qué razón sus brazos le parecían a ella un refugio seguro? ¿Qué estaba haciendo ella así? ¿Cómo podía ella aceptar los ansiosos besos de un desconocido? ¿Estaba ella embrujada por las llamas acogedoras que surgían de la chimenea?.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Epílogo

A la mañana siguiente, la alarma del despertador sobresaltó a Paula. Al estirarse para apagarla, se dio cuenta que estaba totalmente desnuda y de que estaba en la cama de Pedro.

—Buenos días —dijo Pedro entre bostezos—. ¿Qué tal has dormido?

—Apenas, gracias a ti —respondió Paula abochornada.

—Me gusta ser complaciente.

—Oh —aseguró ella—, eres muy complaciente. Mucho.

—Será mejor que me levante, no vaya a venir Isabella a buscarme. Menos mal que pusimos el despertador. ¿Todavía me quieres? —preguntó deslizando su mano bajo las sábanas.

—Más que nunca, si fuera posible.

—Quizás el amor crezca indefinidamente —aventuró con sus ojos grises muy serios.

—Podríamos quedarnos juntos para averiguarlo.

—Es una idea estupenda —dijo, mientras le acariciaba el vientre con los dedos—. No hay nada que me apetezca más que pasarme la mañana en la cama contigo. Pero el deber, en forma de hija mayor, me llama. Será nuestra hija, Paula. Porque Mariana regresa a Europa. ¿Qué tal te sienta ser la madrastra de Isabella?

—La adoro —respondió Paula.

—Le diremos en el desayuno que has decidido quedarte con nosotros. Para siempre.

Sentía tanta felicidad que aún pasó media hora hasta que Paula ocupó su sitio en la mesa. Pedro e Isabella la estaban esperando.

—¿Lo pasaron bien anoche? —preguntó Isabella.

Por un momento, Paula solo pudo pensar en las horas que había pasado haciendo el amor con Pedro. Después recordó la fiesta y el vestido de seda verde.

—Sí, fue magnífico —farfulló—. ¿Y tú? ¿Estaban ricas las palomitas?

—Fabulosas —dijo Isabella, que parecía algo preocupada—. Mi amiga Valentina me ha llamado esta mañana. Se le olvidó decirme ayer que el concierto del colegio será dentro de tres semanas. ¿Estarás todavía aquí, Paula? ¿Vendrás a verme tocar?

—Sí, estaré aquí. Y me encantaría ir al concierto —dijo con una sonrisa.

Paula miró de reojo a Pedro, incomprensiblemente acobardada.

—De hecho, tenemos algo que decirte, Isabella.

Pedro se sentó junto a Paula y tomó su mano.

—¿Qué te parecería si Paula y papá se casan, cielo? Así Paula se quedaría con nosotros para siempre.

Isabella paseó sus grandes ojos azules de uno a otro.

—¿Casarse? ¿De verdad?

—Totalmente —dijo Pedro.

—Eso sería genial. Ya verás cuando se lo cuente a Valentina.

—Me alegra tanto saber que te hace feliz —dijo Paula con lágrimas en los ojos.

Isabella empujó la silla y corrió alrededor de la mesa para abrazar a Paula. El pelo negro y largo olía a recién lavado.

—Claro que me hace feliz. Eres divertida y muy valiente.

«Es una curiosa combinación», pensó Paula entre sollozos.

—Y también hago un estupendo sirope de chocolate. ¿Lo sabías?

—Guay —dijo Isabella. De pronto se retiró un poco y los miró con seriedad—. Tengo una pregunta. ¿Han pensado en darme un hermanito o una hermanita? Valentina dice que son muy divertidos.

—Creo que podremos arreglarlo —dijo Pedro muy serio—. ¿Te importaría tener uno muy pronto?

—Oh, no —dijo Isabella, que besó a Paula con la boca llena de sirope y abrazó a su padre—. Tengo un montón de cosas que contar a la pandilla. Estoy tan emocionada. ¿Podré ser dama de honor?

—Claro —dijo Pedro—. Deberíamos elegir una fecha. ¿Qué te parece dentro de dos semanas a partir del sábado, Paula?

—Bien —respondió Paula sin aliento.

—A lo mejor podía venir algún coche de bomberos —añadió Isabella—, como si fuera un desfile.

—Será una boda tranquila —dijo Pedro con voz firme.

—Estoy segura de que, si tengo un hermano pequeño, será moreno —dijo Isabela ingenuamente.

Y la verdad es que cuando el pequeño Benjamín Alfonso nació, siete meses más tarde, tenía los ojos de color gris oscuro y una espesa pelusa de color negro.



FIN

Pasión Abrasadora: Capítulo 72

—Quiero casarme porque te quiero, Paula. ¿Pero cómo puedo pedirte algo así cuando me has dicho en el bosque que me odias?

—Me quieres —repetía Paula.

—Solo te pido que te quedes —dijo Pedro con voz contenida—. Quédate con Isabella y conmigo. No podría soportar la idea de verte marchar y estar separados por medio continente.

—No me iré. ¿Por qué habría de hacerlo? —dijo Paula y una sonrisa radiante iluminó su cara—. ¿Sabes? Yo también te quiero.

—¿Te importaría repetir eso? —dijo Pedro con las manos alrededor de su cintura.

—Te quiero, Pedro Alfonso—rió Paula con ganas—. Te quiero, te quiero, te quiero. ¿Es suficiente?

—No creo que me canse nunca de oírlo —admitió aturdido—. ¿Estás segura, Paula?

—Tan segura como que estoy aquí envuelta en una toalla. Pedro, querido Pedro, te quiero con todo mi corazón.

Pedro la atrajo hacia sí. Entonces la besó con la urgencia de quien cree que el mundo se acaba. «Igual que si tuviera el paraíso entre sus manos», pensó Paula exultante. Paula lo rodeó con los brazos, sintiendo el calor de su piel, entregada por completo.

—La toalla se está cayendo —murmuró Pedro.

—Normal —dijo ella extasiada.

—¿Qué piensas hacer al respecto? —preguntó Pedro con la alegría en la mirada.

—Dejaré que la naturaleza siga su curso.

—Paula—y Pedro pronunció su nombre con premura—, ¿te casarás conmigo?

—Sí, Pedro. Claro que sí. Eso me haría más feliz de lo que nunca hubiera imaginado.

—Gracias a Dios —dijo Pedro—. Es más de lo que merezco. Estaba tan cerrado a cualquier otra posibilidad fuera de Isabella que era incapaz de mirar delante de mis narices. Y ahí estabas tú. Tan cabezota, tan temperamental y tan apasionada.

—Ni la mitad de testaruda que tú —dijo con una sonrisa entre dientes.

—No me interrumpas —dijo, y la besó en la punta de la nariz—. No solo te he gritado, sino que era incapaz de admitir que estaba enamorado de tí. Lo siento, cielo. De verdad que lo siento.

—Te perdono —dijo Paula, mientras Pedro la besaba en el cuello.

—¿He dicho que además eres increíblemente generosa? Ahora la besaba en la curva de sus pechos. La toalla había resbalado hasta la cintura, y todo su cuerpo ardía en deseo.

—No recuerdo que mencionaras eso —susurró, mientras lo besaba en la cabeza—. Soy tan feliz que casi me asusta pensar que sea un sueño. ¿No iré a despertar?

Pedro la abrazó con fuerza.

—El único sitio en el que vas a despertar será entre mis brazos, en mi cama. Paula, te juro que siempre estaré a tu lado. Te amaré con toda la fuerza de mi ser y con toda mi alma.

—Eso es lo más bonito que me han dicho nunca, Pedro —dijo Paula emocionada—. Te quiero.

—Vamos a la cama. Ahora. A veces, las palabras no bastan para expresar lo que sentimos —dijo, y acompañó sus palabras de una sonrisa—. Además, quiero verte vestida únicamente con esmeraldas y zafiros.

—¿Crees que me sentará bien?

—Estoy seguro —dijo, y se dispuso a demostrárselo.

Claro que Paula estaba casi convencida.

Pasión Abrasadora: Capítulo 71

—Entonces, ¿no deseas a Mariana?

—Claro que no. Te deseo a tí, Paula.

—¿Igual que me deseabas en Dominica? —preguntó.

Pedro la tomó el pulso con los dedos en el cuello.

—Nunca he dejado de desearte de ese modo —dijo con voz ronca.

«Pero eso no es suficiente».

—Entonces sigues decidido a no comprometerte. Y no piensas casarte —dijo Paula con calma.

—Estás embarazada. Claro que voy a casarme contigo.

—No, Pedro. No voy a casarme solo porque estoy embarazada. El bebe y yo merecemos algo mejor.

—El niño necesita un padre.

—Cualquier niño necesita un padre. Pero si los padres no se quieren, el matrimonio está abocado al fracaso desde el principio. No puedo hacer eso, Pedro. No puedo.

—¿No me quieres? —dijo Pedro con una voz apenas audible—. ¿Es eso lo que estás diciendo?

Paula alzó la barbilla.

—Eres tú quien no me quiere. Así que, ¿por qué te importa lo que yo sienta?

—Ya te he dicho antes que si te he mentido fue por omisión —dijo con repentina violencia—. No quería demostrar en Dominica lo que aquella noche había significado para mí. Lo mucho que me había trastornado hacerte el amor. Tienes razón, no deseaba compromisos. ¿Por qué debía admitir que tu belleza y tu generosidad me habían obligado a replantearme mi estilo de vida de los últimos cuatro años? ¿Qué deseaba tenerte a mi lado a todas horas? Por la noche al acostarme y por la mañana al despertarme. No quería decírtelo, Paula, porque tenía miedo.

—Si nos casamos solo por el niño —dijo Paula deliberadamente—, ¿cuánto tiempo tardarás en echármelo en cara? Ya veo el titular: «Una mujer bombero caza a un millonario por quedarse embarazada». Eso no es lo que quiero.

—También es hijo mío. Ambos somos responsables. Pedro hablaba con mucha sangre fría, sin perder los nervios.

—Me iré en cuanto pueda —dijo Paula enrabietada—. Te prometo que no…

—Espera un momento, Paula. Me estoy equivocando.

Pedro tomó su mano entre las suyas y paseó la mirada por la curva de sus hombros hasta fijarse en el colgante, que brillaba en el valle formado por sus pechos.

—¿Por qué has venido a mi habitación semi desnuda y tan guapa que apenas puedo pensar? —preguntó sin soltar su mano—. Cuando has entrado, estaba sentado en la cama convencido de que te había perdido para siempre. Creía que la mujer con la que deseaba pasar el resto de mis días me odiaba a muerte.

—Pero…

—Sí, estaba asustado en Dominica. De repente lo pusiste todo del revés. Siempre lo he tenido todo bajo control. ¿No lo entiendes? Intento decirte que te quiero. Te amaba en Dominica, seguramente me enamoré cuando te ví en el hospital. Te amo y quiero casarme contigo, pero…

—¿No te casarías solo por el niño? —balbuceó Paula.

Pasión Abrasadora: Capítulo 70

Paula se estiró y cerró los grifos. Salió de la bañera, tomó una toalla y se envolvió el cuerpo con ella. Aún llevaba el colgante que Pedro la había regalado. Una esmeralda y dos zafiros. Los colores de la vida. Sin dejar de sonreír, abrió la puerta.

La habitación estaba vacía.

Por un momento, se quedó paralizada por el miedo. ¿Había sido una completa estúpida al creer que Pedro querría algo más de ella? ¿Que, con el tiempo, la querría por ella misma y no por ser la madre de su hijo?

Solo había una forma de averiguar la verdad.

Descalza, cruzó el pasillo de puntillas. La puerta de la habitación de Pedro estaba cerrada. Paula se mordió el labio, giró el picaporte y entró sin hacer el menor ruido.

Pedro estaba sentado en el borde de la cama, de espaldas a ella, la cabeza entre las manos. Llevaba puestos los pantalones únicamente. La curva de su espina dorsal era la señal de la derrota, desprovista de arrogancia u orgullo.

Paula no podía soportar verlo así.

Paula cerró la puerta con cuidado. Pedro levantó la cabeza al oír el cerrojo. Miró por encima del hombro y se puso de pie al verla.

—¡Paula! —dijo con voz ronca—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Tenía que venir —dijo Paula tragando saliva—. Tengo que saber qué ha ocurrido esta noche con Mariana. Tienes que decirme lo que opinas del hijo que espero.

Pedro apretaba la mandíbula y tenía profundas ojeras. Paula notó que estaba aguantando la respiración. El pulso retumbaba en su pecho. Toda su vida dependía de los próximos minutos. Esperó a que Pedro hablara, rezando por qué no la echara de su habitación.

—Todavía estas mojada —dijo avanzando hacia ella.

—Supongo que sí —respondió Paula sin convicción.

—Y todavía llevas puesto el colgante.

—No consigo quitármelo. El cierre es demasiado pequeño y…

—Mariana vino corriendo a mi encuentro en cuanto me separé de ti en la pista de baile. Había una emergencia. Isabella se había caído por las escaleras y estaba llorando. No podía fallar otra vez después del incendio. Mariana había avisado a un taxi. Así que vinimos a toda prisa hacia aquí mientras ella me contaba los detalles. Hasta que no miré por la ventana, no me di cuenta que íbamos en sentido contrario. Supongo que puedes imaginarte el resto. No había ninguna emergencia. Mariana había planeado llevarme a su hotel y seducirme. Era el primer paso de su diabólico plan.

—Eso fue lo que me dijo Rolando—apuntó Paula—, que iban a su hotel.

—¿Y por eso empezaste a correr por el bosque?

—¿Tú no lo habrías hecho?

—Rolando fue su amante mientras todavía estábamos casados. Sin duda, por los viejos tiempos, le pidió que te dijera eso —señaló Pedro, cada vez más furioso—. Lo siento, Paula. ¿Cómo podías saber la verdad?

Paula recordó el trato frío y distante que Rolando había dispensado a Pedro en la recepción.

—Ahora todo parece encajar.

—Deja que te explique toda la historia. Mariana engañó al conde. Y a Enrique eso no le gustó y decidió no perdonar a su mujer por acostarse con uno de sus mejores amigos. Mariana está demasiado acostumbrada a vivir rodeada de lujo, así que regresó con la idea de casarse conmigo por el bien de Isabella—Pedro se alisó los cabellos—. La dejé en el hotel y regresé a buscarte, pero ya te habías ido. Así que subí a la limusina y regresé a casa. Fin de la historia.

—Marta me dijo que Mariana ya se había mudado y que planeaba casarse contigo otra vez.

—Pobre Paula. Todo el mundo te ha estado engañando.

Pasión Abrasadora: Capítulo 69

—Por el bien de Isabella, desde luego.

—No voy a casarme con Mariana, ni ahora ni nunca. Una vez es suficiente, gracias —dijo mientras la arrastraba por el codo—. No me casaría con ella ni por el bien de Isabella ni por el mío. Isabella  te quiere a tí, Paula. Su madre es una perfecta desconocida. ¿Dónde guardas ese camisón que tienes desde los diecisiete años? Este es el momento de ponérselo.

No iba a casarse con Mariana.

—¿Es eso cierto, Pedro? —murmuró Paula.

Pedro se paró en seco en lo alto de la escalera. Paula sintió todo el peso de la certeza en las palabras de Pedro.

—Puede que alguna vez te haya ocultado algo sin querer, pero nunca te he mentido adrede. Sí, es la verdad. No estoy enamorado de Mariana y no tengo la menor intención de casarme con ella.

Paula asintió con la cabeza y empezó a temblar de nuevo. De pronto, Pedro la levantó en volandas entre sus brazos.

—Tenía todo bajo control hasta que apareciste —dijo con la boca seca—. Había elegido mi camino, libre de mujeres, y era feliz así. Hasta que conocí a una chica bombero morena y de mucho carácter. Y eso me hizo perder los papeles. ¿Puedes explicármelo?

Ella no podía. Estaba demasiado ocupada luchando por no hundir el rostro entre los pliegues de su gabardina y sollozar. Pero no podía hacer eso. Aún no.

Pedro la dejó junto a la cama y fue al cuarto de baño a llenar el jacuzzi. Al regresar, la encontró exactamente en la misma posición en que la había dejado.

—He encendido la calefacción en el baño —dijo con tranquilidad—. ¿Dónde tienes el camisón?

—En el segundo cajón de la cómoda.

Pedro lo encontró y lo tiró sobre la cama. Se acercó a Paula y le bajó la cremallera de la cazadora. Ese gesto despertó en ella un montón de recuerdos. Paula se estremeció.

—Me odias, ¿verdad? Ni siquiera soportas tenerme cerca.

¿Cómo podía responder a algo así? Paula bajó la cabeza.

—Ya no sé lo que siento.

—Es mejor que tomes ese baño —dijo Pedro—. Cuando hayas entrado en calor te resultará más fácil dormir.

Hablaba sin emoción. Actuando como un autómata, Paula se bajó del todo la cremallera, le entregó la cazadora empapada y se fue al baño, sin olvidar el camisón. Cerró la puerta tras de sí, terminó de desnudarse y se metió en la bañera.

El agua caliente la relajó. Abrió los chorros a presión, se sumergió y flotó indolente sobre el agua. Poco a poco fue entrando en calor. Y eso trajo de nuevo a flor de piel las emociones y la necesidad de conocer la verdad.

Tenía que saber qué había ocurrido esa noche. Pedro no amaba a Mariana y no quería casarse con ella. Pero no tenía porqué significar que estuviera enamorado de ella, de Paula. Aun así, su aparición había provocado un verdadero cisma en la vida de Pedro.

¿Valía la pena luchar por él?

¿No era esa la pregunta? No se trataba de Mariana. Ni siquiera del niño que llevaba dentro. Se trataba de ella, de Paula. Y de Pedro, también. Porque ella amaba a Pedro con todo su corazón. Desde siempre.

Sin salir de su asombro, Paula se fijó en las burbujas del agua caliente y descubrió que estaba sonriendo de pura alegría. ¿Por qué le había costado tanto admitir un hecho tan innegable? ¿Había sido su amor oculto el que la había impedido decirle que estaba embarazada? ¿Para no engañarlo más acerca de algo que era de vital importancia para ambos?

Pasión Abrasadora: Capítulo 68

—Sí —afirmó Paula para proseguir—, pero no tienes que preocuparte. No voy a pedirte nada. Tampoco quiero tu dinero. Voy a dejar el apartamento y mudarme a la costa este. La semana próxima, a ser posible. Isabella no lo sabrá nunca, y tanto Mariana como tú pueden olvidarme.

No podía ocultar toda la amargura que sentía. Pedro se agachó y recogió la linterna del suelo, enfocando nuevamente a la cara de Paula. Ella apartó la vista en un gesto lleno de hostilidad que enmascaraba cualquier otro sentimiento. Estaba feliz por no haber llorado. Pedro no merecía sus lágrimas.

Una ráfaga súbita atravesó el bosque y la lluvia la empapó la cara. Paula se agachó por instinto. Pedro la cobijó con el cuerpo y guardó la linterna en el bolsillo. Llevaba una gabardina encima del chaqué. Paula aspiró el aroma de su colonia.

Era la gota que colmó el vaso. Atrapada en un caos emocional, entre el deseo, la rabia y el dolor, Paula lo golpeó en el pecho con los puños.

—¡Suéltame! ¿Cómo te atreves a tocarme? Te odio, Pedro Alfonso, te odio.

Un escalofrío recorrió su espalda. Pedro la empujó. Sus ojos eran dos tizones negros como el carbón.

—Volvamos a casa y arreglemos esto de una vez por todas. Ahora, Paula.

—No voy a subir al coche con Mariana.

—¡Por el amor de Dios! —explotó—. Mariana está en su hotel. ¿Vas a venir por tu propio pie o voy a tener que llevarte en brazos?

—Todavía puedo andar —replicó—. Estoy embarazada, pero no soy una inútil.

Tenía el corazón roto, pero el resto del cuerpo todavía le funcionaba. Le dolía pensar lo mucho que había soñado con el momento de decirle la verdad a Pedro y cómo él reaccionaba prometiéndola amor eterno. Igual que en los cuentos de hadas.

Pedro señaló el camino con la linterna y salieron del bosque. Abrió la puerta del copiloto, y debió advertir cómo Paula se aseguraba que no había nadie en la limusina antes de entrar.

—Sigues sin creer una sola palabra de lo que digo, ¿verdad?

—¿Acaso debería?

Cerró de un portazo, subió junto a ella y pisó a fondo el acelerador. El limpiaparabrisas funcionaba a toda velocidad. La casa aparecía oscura y lúgubre. Paula se acurrucó en su asiento. Tenía frío y estaba agotada. Aun así, había algo que todavía le rondaba la cabeza. Mariana había regresado a su hotel.

¿Era cierto? ¿Y qué podía significar?

Pedro detuvo el coche junto a la entrada. Paula salió antes de que él le abriera la puerta y subió las escaleras. Pedro abrió con su llave. El calor del interior le dio en sus mejillas como una caricia y Paula empezó a temblar.

—Estás empapada —dijo Pedro con voz áspera—. Sube y te prepararé un baño caliente.

—¿Por qué abandonaste la fiesta con Mariana? —preguntó Paula.

—No vamos a discutir esto mientras sigas mojando toda la casa.

—¿Vas a casarte con ella otra vez?

Pedro, a punto de perder la paciencia, la empujó escaleras arriba.

—¿A santo de qué iba a hacer algo así?

Pasión Abrasadora: Capítulo 67

Paula miró en todas direcciones, como un animal acorralado, y corrió hacia los árboles. Pero tenía los dedos congelados y no conseguía encender la linterna. Tan pronto como salió de la zona iluminada por los faros del coche, se sumergió en la oscuridad del bosque. Su bota se enganchó con una raíz. A punto de tropezar, logró salvar el equilibrio abrazándose a un tronco. «El bebé». Tenía que pensar en el bebé. No podía arriesgarse a perderlo, y correr por el campo en mitad de la noche no era lo adecuado.

Entre sollozos, Paula se detuvo y esperó a que Pedro la diera alcance. La luz de la linterna de Pedro oscilaba entre la maleza y el suelo alfombrado de ramas menudas se quebraba a su paso. Pedro se paró a unos pasos de ella y enfocó la luz directamente a la cara de Paula.

—¡Eres una inconsciente! Podría haberte matado. ¿Qué diantres estabas haciendo en medio de la noche sin una linterna?

—Tengo linterna —replicó Paula con calma—. Eres la última persona a la que esperaba ver. ¿Dónde está Mariana? ¿Esperando en el coche para acostarse contigo?

Pedro dejó caer la linterna a sus pies y sacudió a Paula por los hombros.

—¿Qué demonios tiene que ver Mariana en todo esto? He estado a punto de atropellarte.

A pesar de la luz tenue, Paula advirtió que Pedro estaba pálido. Y de alguna manera, esa fue la chispa que encendió su rabia.

—Si esperas una disculpa, es mejor que te sientes —dijo furiosa—. Y no te hagas el tonto, Pedro. Sabes que Mariana tiene mucho que ver en todo esto. Pero, ¿sabes lo peor? Pese a todo, he tenido que volver a esta casa. Y no puedo irme esta noche porque mañana tengo que decirle a Isabella que me voy. Y no podría soportar la cobardía que supondría huir sin decírselo. ¡Ni siquiera puedo arriesgarme a correr por el bosque! Estoy atrapada. No quería volver a verte. Nunca más, ¿lo entiendes?

Parecía que Paula se hubiera quedado sin palabras. Clavaba las uñas en la corteza del árbol con la misma fuerza con que Pedro la sujetaba entre sus manos.

—¿Por qué no puedes arriesgarte a correr por el bosque? Si te diera miedo la oscuridad o la tormenta, no habrías salido.

Paula estaba cansada de tanta decepción. Ya no tenía nada que perder.

—Estoy embarazada —dijo en tono cansino.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Estoy embarazada. Y tú eres el padre.

Una baya mojada cayó sobre su hombro, pero Pedro no lo sintió. Después de un silencio que pareció eterno, Pedro habló con una voz que Paula nunca antes había escuchado.

—¿No estabas tomando la pastilla en Dominica?

—¿Por qué razón iba a hacerlo? No había ningún hombre en mi vida. David solo era un amigo.

—Así que la otra noche, cuando estuvimos a punto de hacerlo, ya estabas embarazada. Por eso no necesitaba protección.

—Exacto —dijo Paula, y se sintió muy aliviada por haber confesado la verdad—. Quise decírtelo entonces, pero tuve miedo.

—Y por eso te desmayaste el otro día.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 66

Paula apeló a su buena educación y fue a despedirse de sus anfitriones. Y permitió que Rolando la acompañara hasta la puerta del taxi con un paraguas. Estaba lloviendo, y el viento racheado soplaba sobre la entrada. Entró con dificultad en el taxi y Rolando cerró la puerta. Paula indicó la dirección de Pedro y se hundió en el asiento. Demasiado alterada para pensar, trató de poner la mente en blanco para no imaginarse lo que Pedro estaría haciendo en esos momentos… con Mariana. Ya tendría tiempo en el futuro. ¿Cómo podía culpar a Pedro? Había dejado muy claro que no estaba interesada en él. Ella no era la causa de que Pedro hubiera corrido a refugiarse en los brazos de Mariana y le hubiera pedido que se casaran de nuevo.

Minutos más tarde, subía las escaleras hacia su habitación, levantándose la falda para no tropezar. Marina ya estaba acostada. Isabella dormía plácidamente rodeada por tres libros y su peluche. Paula se quedó un momento en la puerta y notó cómo el corazón se le partía de nuevo. ¿Cómo era posible que se hubiera encariñado tanto con Isabella en tan poco tiempo?

Era la última noche que pasaría ahí, de pie, atenta a la respiración de la pequeña a la que había rescatado del incendio y que, en compensación, le había cambiado la vida.

Paula se apresuró a regresar a su habitación. La ropa de calle que había llevado esa mañana todavía seguía tirada en la cama. Unos vaqueros y una camiseta. Era el tipo de ropa que vestiría en adelante. Instintivamente, arrojó lejos las sandalias y se intentó bajar la cremallera del vestido, ansiosa por desprenderse de él y de todo lo que implicaba. Poco después, vestida con la ropa de calle, se estaba quitando las horquillas del pelo. Se cepilló con fuerza hasta que su larga melena recuperó la forma. Dejó los pendientes sobre el escritorio. Pero fue incapaz de quitarse el colgante.

Temerosa de cualquier pensamiento, se puso el chubasquero y las botas de agua. Necesitaba dar un paseo. No podía acostarse sin más y enfrentarse a sus propios fantasmas. Siempre le habían encantado las tormentas. Y un poco de lluvia no le haría ningún daño. Por último, buscó la linterna que guardaba en la mesilla de noche.

El viento soplaba con tanta fuerza que Paula tuvo que hacer un esfuerzo para caminar. La lluvia la golpeaba en la cara, pero no le importaba. Ahora estaba sola y podía llorar con libertad y dejar que las lágrimas se confundieran con las gotas de lluvia y rodaran por sus mejillas. Pero estaba demasiado desolada para eso. En lo más profundo de su ser, se sentía traicionada.

Pedro se había acostado con ella y ahora estaba en la cama con Mariana. ¿Cómo podía hacer algo así?

La cabeza baja, los ojos semi-cerrados, Paula se abrió paso con dificultad. No tenía la menor idea de hacia dónde caminaba. ¿Daría la vuelta y regresaría a la habitación? ¿Caminar a través de las calles desiertas hasta caer rendida? «Ya tomaré una decisión cuando llegue a la carretera» pensó, agradecida al notar la tensión en sus piernas.

El haz de la linterna proyectaba un cerco de luz sobre el asfalto mojado. Paula la apagó y dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. No le resultaba difícil seguir el borde del camino. Las ramas de los árboles se agitaban y el viento arrastraba las hojas. Si cerraba los ojos, Paula podía imaginar que estaba al borde del mar, escuchando el sonido de las olas rompiendo contra el acantilado.

De pronto, una luz brillante iluminó sus párpados cerrados. Paula abrió los ojos de par en par. Un coche avanzaba en su dirección, y las luces lanzaban destellos a través de los árboles. Entonces el conductor la vió y los frenos chirriaron. El coche se detuvo a pocos metros de ella. Era la limusina. Paula se quedó paralizada, con el corazón en la boca. La puerta del conductor se abrió y Pedro bajó del coche.

Pedro, la última persona a la que deseaba ver en esos momentos.

Pasión Abrasadora: Capítulo 65

—¿Y si no quiero?

—Creo que quieres… sé que quieres. Mira, deja que te explique algo muy despacio.

Paula tomó aire para expulsar lo que llevaba dentro.

—Yo no soy una opción válida, Pedro. Nunca lo he sido y nunca lo seré.

—¿Seguro que estás diciendo la verdad, Paula? —respondió Pedro con frialdad—. Piénsalo bien antes de darme una respuesta.

Pedro la había concedido una oportunidad inmejorable. No tenía elección, porque estaba esperando un hijo suyo.

—Sí, es la verdad —concluyó con firmeza—. Mañana se lo diré a Isabella y me marcharé lo antes posible.

—De acuerdo —aceptó Pedro, y tomó el camino de la salida.

Paula lo siguió con la mirada. Era como si se hubiera convertido en piedra allí mismo, en el centro de la pista de baile. Pedro ya no volvería. Iría directamente al encuentro de Mariana. Y ella lo recibiría con los brazos abiertos.

Lo había hecho. «Y menudo sitio para asimilar que tienes el corazón roto», pensó apenada.

Empezó a sonar otra canción. Corrió hacia el servicio de señoras, esta vez para buscar el bolso. Comprobó que tenía suficiente dinero para regresar a casa de Pedro en taxi.

Eso haría. Por la mañana le diría a Isabella que tenía que marcharse. Una despedida corta y un nuevo comienzo.

Podía hacerlo. Al fin y al cabo, era famosa por su valentía y arrojo.

Pero prefería enfrentarse a un almacén en llamas lleno de explosivos antes que a Isabella o Pedro. Y esa sí era la verdad. Habían pasado quince minutos. Paula se sentía diez años más vieja. En poco más de doce horas estaría de vuelta en su apartamento. En poco más de una semana, con un poco de suerte, estaría camino de otra ciudad.

Eso era lo que tenía que hacer.

Pálida como un fantasma, regresó al bullicio de la fiesta. Los anfitriones deberían estar encantados. La fiesta era un éxito. Solo tenía que encontrar un teléfono para pedir un taxi.

—¡Hey! ¿Me buscas a mí? —dijo Rolando.

—Rolando, ¿podrías pedirme un taxi? —dijo Paula con urgencia—. Me duele la cabeza, pero no quiero que Pedro sepa que me marcho.

—Oh, no creo que eso sea un problema —respondió Rolando—. Mariana y él acaban de marcharse en taxi. Creo que iban al hotel de Mariana.

Por un momento, la habitación empezó a moverse. «No puedo desmayarme ahora», pensó Paula, haciendo un esfuerzo.

—¿Podrías llamar a un taxi? ¿Por favor?

—Claro, la verdad es que no tienes muy buen aspecto. ¿Te importa si yo me quedo?

Rolando estaría acompañado de otra belleza en menos de media hora, mientras que Paula solo deseaba estar a solas.

—Claro que no —sonrió Paula.

Pasión Abrasadora: Capítulo 64

Cualquier cosa era mejor que la sorda desesperación a la que estaba sometida. Paula empezó a bailar, pero sentía las piernas agarrotadas. Había demasiado ruido para hablar.

Durante el descanso de la orquesta, Rolando la condujo a la zona del bufé, una enorme mesa que, en otras circunstancias, habría maravillado a Paula. Estaba picando unas gambas con gabardina cuando advirtió, al otro lado de la sala, la presencia de Pedro. Paula se escondió detrás de una pareja, pero era demasiado tarde. Pedro ya la había visto. Podía salir corriendo y encerrarse en el baño. Pero una especie de tozudez orgullosa la impidió moverse del sitio. Pedro llegó a su altura. Paula advirtió que estaba colérico.

—¿Dónde demonios has estado? —espetó.

—Bailando, con Rolando.

—Ya va siendo hora de que bailes conmigo.

—Yo no lo creo, Pedro. Puede que me hayas vestido, pero no te pertenezco.

—He bailado dos veces con Mariana. He bailado con su madre, que es toda una experiencia. He bailado con la madre de Rolando y con dos de sus hermanas. Y ahora quiero bailar contigo.

—¡Y yo no quiero bailar contigo!

Pedro la agarró del brazo, hundiendo sus dedos en la piel desnuda.

—Discutiremos esto en otra ocasión —le dijo agarrándola del brazo.

—Puedo caminar sola —dijo Paula.

Pedro no pudo evitar sentir admiración por ella.

—Desde luego, tienes carácter.

Pedro se llevó la mano de Paula a la boca y la besó en cada dedo con sensualidad

Paula se quedó inmóvil en el sitio, al tiempo que la rabia y el deseo corrían por sus venas. Retiró la mano.

—Volveré enseguida, Rolando.

Cruzaron el salón, pero antes de llegar al otro lado, el batería golpeó tres veces las baquetas y empezó la música. Paula se giró y encaró a Pedro.

—¿No querías bailar? Pues bailemos.

El ritmo de la música competía con los latidos de su corazón. Paula dejó que su cuerpo se moviera con soltura y sensualidad. Dio rienda suelta al torbellino de emociones que la embargaba y bailó como nunca antes lo había hecho. Giró sobre sí misma hasta la extenuación.
Durante el tiempo que duró la canción, Pedro no la quitó los ojos de encima, como si Paula estuviera pavoneándose frente a él. La canción terminó con un punteo de guitarra. Pedro la rodeó con sus brazos y la besó en la boca con plenitud.

Paula se fundió en su abrazo, lo besó y escuchó, muy lejano, un coro de silbidos.

—Tenemos público —dijo con voz cansina.

Parecía tener toda la situación bajo control. Sin embargo. Paula estaba tan indefensa como una muñeca de trapo.

—¿Eres feliz? Ya has conseguido tu baile —dijo con la voz rota—. Ahora puedes volver junto a Mariana.

Pasión Abrasadora: Capítulo 63

—Encantado de conocerla —dijo con su mejor sonrisa.

Justo antes de que diera comienzo el concierto en la antesala que daba paso al salón del baile, Rolando se deslizó entre la gente y ocupó un asiento junto a ella.

—Nunca creí que terminaría de dar la mano —suspiró—. Cuando acabe el concierto, empezará el baile. Música de verdad.

—¿No le gusta la música clásica?

—Está bien si tienes más de sesenta y cinco años. El salón de baile estará a rebosar cuando suene el vals. Pero la diversión estará en la habitación del fondo, con la música disco. Me gustaría bailar contigo, Paula.

—Gracias —respondió amablemente—. ¿Cómo es que conoces a Mariana?

—Oh, la conocía un par de años antes de que se fuera a vivir a Francia —recordó con vaguedad—. ¿Y qué hay entre Pedro y tú?

—Es mi jefe —señaló.

Al ver la expresión de Rolando, Paula se apresuró a terminar la explicación.

—Cuido de su hija.

—De acuerdo, está bien… Ups, ahí llega el pianista. Será mejor que me calle. Mamá no soporta que hable cuando suena su música favorita.

Tal vez Rolando no fuera muy listo, pero al menos la entretenía y evitaba que Paula pensara en cómo Mariana había procurado mantener ocupado a Pedro toda la noche. Paula hojeó el programa, estampado en oro, dispuesta a disfrutar al máximo del concierto. El pianista era extraordinario y la música la relajó. Pero al término de la actuación Pedro la localizó e insistió en que los acompañara al salón de baile, donde una orquesta afinaba sus instrumentos y un ejército de camareros, de riguroso blanco, se paseaba entre los invitados con bandejas con copas de champán y canapés. Rolando había desaparecido, pero había prometido acudir al rescate en media hora. Marta, con oscuras intenciones, enredó a Paula con su interminable cháchara.

Mariana condujo a Pedro al primer piso. Paula pensó que formaban una pareja formidable y la idea resultaba difícil de sobrellevar. Pese a su aspecto, al vestido y a las joyas, Pedro no había pasado de ser estrictamente amable con ella.

—Mariana esta preciosa esta noche, Marta —dijo Paula.

—Ha dejado al conde —replicó Marta, y añadió—. Ha venido para quedarse. Ella y Pedro van a volver a casarse, por el bien de Isabella.

Paula derramó un poco de champán sobre la falda de su vestido. Bajó los ojos para ocultar su expresión. ¿Por qué no había sospechado algo raro al ver aparecer a Mariana tan súbitamente? ¿Y que el motivo tendría que ver con Isabella?

Mariana, Pedro e Isabella serían una familia, otra vez.

Le temblaban las manos. Paula procuró limpiarse la mancha del vestido.

—Mira lo que he hecho —señaló Paula con voz artificial—, estoy tonta. Por favor, discúlpame. Voy al servicio a ver si lo arreglo.

El baño estaba decorado con jarrones llenos de rosas rojas y espejos con marco dorado. A lo mejor podía quedarse allí el resto de la velada, pensó muerta de miedo. Al menos, Pedro no entraría a buscarla ahí dentro.

Además, no la perseguiría. Iba a casarse en segundas nupcias con Mariana, la madre de su hija. Gracias a Dios que había sabido guardar en secreto su embarazo. Pero, ¿cómo sería dar a luz al hijo de Pedro con la certeza de haberlo perdido para siempre?

Entraron más mujeres, riendo y charlando. Finalmente, Paula se pintó los labios y regresó al gran salón iluminado como una discoteca y con el sonido del bajo retumbando en todo su cuerpo. Rolando fue a su encuentro.

—Te he buscado por todas partes —dijo—. Hasta me he adentro en el salón principal. Vamos a bailar.

Pasión Abrasadora: Capítulo 62

—Tengo que bajar —dijo Paula—, ya es la hora.

Isabella saltó de la cama y agarró a Paula de la mano.

—Yo también bajo.

El contacto de la mano cálida de Isabella entre sus dedos era la sensación más agridulce del mundo. Quería con locura a Isabella. De eso no cabía duda. Iba a resultarle terriblemente doloroso despedirse de ella. Alejando esos pensamientos, Paula sonrió a la pequeña.

—Gracias por toda tu ayuda.

Paula descendió por la escalera de caracol hasta el vestíbulo de la mano de Isabella y contaba con todo el apoyo moral de la niña para reunir el coraje suficiente. Una araña de cristal iluminaba la entrada. Pedro y Mariana estaban esperando al pie de la escalera. Pedro estaba muy guapo vestido de chaqué con pechera blanca. En cuanto a Mariana, semejaba una auténtica princesa con su vestido de noche plateado. «Es ella quien se va a quedar con el príncipe», pensó Paula y sintió una punzada de dolor en el corazón.

—Estás impresionante —dijo Pedro con naturalidad.

Paula acusó de tal forma esas palabras que estuvo a punto de perder las formas.

—Gracias… ¿Qué tal estás, Mariana?

Mariana la miraba como si no la conociera. Cuando se fijó en el colgante, se sintió como una colegiala a quién hubieran arrebatado el primer premio en el concurso de belleza.

—Supongo que Pedro eligió el vestido —dijo con toda la mala intención de la que era capaz—. Siempre ha tenido buen gusto.

—De hecho, fui yo quien escogió el modelo —replicó Paula.

—Vamos a recoger a mi madre de camino. Ella también viene. Veo que estaba equivocada cuando decía que nunca serías tan guapa como yo.

Era imposible enfadarse con Mariana, pensó Paula con tristeza. Pero la idea de tener a Pedro y Marta en el mismo coche la hizo estremecer.

—Eres muy amable —dijo Paula agradecida.

Mariana dirigió la atención a su hija.
—Dame un abrazo de buenas noches, petite. Pero no me arrugues el vestido.

Isabella acató la orden y luego miró a su padre.

—Estás genial, papá.

Pedro la tomó en sus brazos y la levantó por encima de su cabeza.

—Gracias, cariño. Marina cuidará de tí. Se quedará en el ala de invitados toda la noche.

—Me ha dicho que podía quedarme a ver la televisión hasta las nueve y media.

—Pero no te comas todas las palomitas.

«Ojalá pudiera quedarme en casa y ver la televisión» pensó Paula. Quince minutos más tarde, cuando Marta, vestida de azul claro en satén, subió a la limusina, su deseo se hizo más intenso. Marta se mostró educadamente distante con Pedro y excesivamente solícita con su hija. En cuanto a Paula, después de echar un rápido vistazo a su vestido y a las joyas, decidió ignorarla por completo.

El señor y la señora Gagnon eran una pareja entrada en años, amigable y divertida. Su único hijo, Rolando, que había volado desde Nueva York, era rubio y presumido. Besó a Mariana, a quien sin duda conocía, en la mejilla. Saludó a Pedro con un simple gesto que desconcertó a Paula y le dio un apretón de manos con entusiasmo.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 61

Esa misma noche, a las ocho y media en punto, Paula  estaba vestida y lista para ir al baile. Isabella y ella habían compartido algo de cenar en la habitación de Paula, y ahora la niña se había acostado en su cama, abrazada a su osito de peluche. Paula estaba terminando de maquillarse cuando escuchó la voz de Isabella desde la cama.

—Pareces una princesa de cuento —dijo con una sinceridad aplastante.

¿Lograría casarse con el príncipe? No, puesto que el príncipe no la quería. Solo la deseaba en la cama.

¿Quizás cambiaría de parecer al verla así vestida? Ese pensamiento la asaltaba desde lo más profundo de su ser. «No quiero a Pedro», pensó aterrada. «No estoy enamorada de él».

¿O tal vez sí? ¿Rechazaría mil colgantes por estar entre sus brazos y oír cómo le decía que la quería?

Fijó su atención en la imagen del espejo. Llevaba el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza y el cuello desnudo. El vestido se ajustaba a su cuerpo como un guante. El colgante brillaba en su escote. Los pendientes refulgían y lanzaban destellos. Estaba serena y muy elegante.

Pero el aplomo era fingido.

Sin embargo, el vestido era real. ¿Sería posible que Pedro la mirara con otros ojos? ¿Qué su mirada fuera más allá de su apariencia externa?

Ese cuerpo que llevaba dentro a su hijo. Paula no quería criar a un hijo sin padre. Ella había amado profundamente a su padre y había añorado su presencia durante muchos años. ¿Todo se reducía a eso? ¿Quería a Pedro tan solo para que su hijo tuviera a un padre?

Haciendo gala de su sinceridad, Paula comprendió que estaba evitando la verdad. Amaba a Pedro, en cuerpo y alma. Amaba su pasión, su ternura, su risa y su virilidad. Tanto para ella como para el bebé. ¿Era eso amor?

—Parece que hubieras visto un fantasma —señaló Isabella con un escalofrío de placer.

Paula miró a la niña acostada en su cama.

—Estaba soñando despierta.

—Seguro que papá también cree que eres una princesa cuando te vea.

—Tu madre me eclipsará, Isabella.

—Pero tú eres más guapa —dijo Isabella inocentemente.

Paula reprimió una sonrisa.

—Gracias por ayudarme a ponerme el colgante —señaló.

Paula había tenido dificultades para colocárselo sola y había recurrido a Isabella.

—Es muy bonito. Papá tiene que quererte mucho para comprarte algo así.

—Está agradecido —dijo Paula—. Eso es todo. No debes ilusionarte demasiado.

Y eso era precisamente lo que Paula había estado haciendo. Paula decidió esperar al día siguiente para revelarle a Isabella que se iría muy pronto de la casa. Para decirle que se marchaba muy lejos y ya nunca volverían a estar juntas. Odiaba pensar en ello. Pero tenía que hacerlo, y de la forma más amable y menos traumática para la niña.

Pasión Abrasadora: Capítulo 60

—No puedes llevar ese vestido sin joyas —señaló inflexible—. Puedes venderlas después del baile. Te ayudará a pagar la matrícula del curso.

—¡No puedes regalármelas! No te dejaré.

—¿Es que no te gusta el colgante?

—Me encanta. Pero esa no es la cuestión —Paula bajó el tono al ver llegar al dependiente—. Olvídalo. Sabía que no lo entenderías.

Se quedó de pie, callada, mientras envolvían las joyas y Pedro extendía un cheque. Después de dar la dirección para que se las llevaran a casa, salieron a la calle.

—Tienes una cita en la peluquería de Gautier’s a las dos y media —señaló Pedro—. También te harán la manicura.

—Ya he tenido bastante. Más que suficiente. Me voy a casa dando un paseo. Necesito estar sola. Pero llegaré a tiempo para comer con Isabella.

—Paula —dijo Pedro a propósito—, sobre el colgante… Verte en casa con Isabella es suficiente regalo para mí. Veros jugar juntas en la nieve o reíros con el mismo chiste. No hay nada que se pueda comparar con eso. Las esmeraldas no valen nada al lado de la vida de mi hija.

Paula lo miró en silencio. Sentía ganas de llorar, quería gritar y patalear como una niña de tres años.

—Te veré esta tarde —musitó.

—Quiero decirte algo más. Siempre he tenido muy claro que nunca has estado interesada en mi dinero —Pedro sonrió—. Eso me gusta. Mucho.

El viento despeinó su pelo negro. Paula creyó que el corazón se le derretía con esa sonrisa. Habló de forma mecánica, sin ejercer ningún control sobre su persona.

—La forma en que hicimos el amor no tiene nada que ver con el dinero.

—Puede que me comporte como un imbécil  cuando estoy contigo, pero yo también sentí que era especial.

—No tengo ni idea de por qué he dicho eso. Esta conversación no tiene ningún sentido.

—Puede que sea la conversación más sensata que hemos tenido —dijo Pedro.

Paula emitió un sonido casi inaudible. Pedro posó ambos manos sobre sus hombros.

—Me gustaría que conservaras el colgante, Paula. Son tres piedras, una esmeralda y dos zafiros. Piensa en Isabella y en nosotros dos.

«Pero tú y yo no somos una pareja». Paula suspiró, pero no dijo nada.

—¿Guardarás el colgante? Significaría mucho para mí.

—Supongo —dijo Paula, terriblemente confundida. Pedro la besó con dulzura en cada mejilla.

—Bien. Será mejor que nos despidamos. De lo contrario, tú llegarás tarde a comer y yo perderé una llamada.

Pedro dio media vuelta y caminó en dirección a la limusina. Paula emprendió la marcha en sentido contrario. Ahora que había conseguido una idea clara de Pedro, él había dicho algo que la había desconcertado. La perspectiva era diferente. El resultado se concretaba en un colgante carísimo que había terminado por aceptar al hombre cuyo hijo llevaba dentro. Lo estaba engañando y, al mismo tiempo, aceptando regalos con los que jamás se habría atrevido a soñar.

Joyas y gratitud. Eso era lo que Pedro la ofrecía, pensó con dolorosa honestidad. Junto con una saludable dosis de lujuria.

No le ofrecía amor ni compromiso.