miércoles, 30 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 32

Por alguna razón que no supo explicarse, sintió una punzada de envidia por el hecho de que era su madre y no él quien estaba sentado al lado de ella.

Su presencia lo distraía, y no sólo porque le hacía pensar en lo que Melisa le había dicho.

Paula estaba sentada en las gradas que había entre la primera base y la de meta, y él, desde su posición en la tercera base, no podía evitar tenerla en su campo de visión. Tampoco podía evitar lanzarle frecuentes miradas, como si quisiera asegurarse de que no se había marchado. Cada vez que lo hacía se reprendía a sí mismo, pero no hubo manera de que lo dejara. En una ocasión, se entretuvo más de la cuenta observándola. Ella se percató y lo saludó con la mano. Pedro  devolvió el gesto con una sonrisa de compromiso y se dio la vuelta mientras se preguntaba cómo era posible que aquello lo hiciera sentirse de nuevo como un maldito quinceañero.

—Con que es ella, ¿eh? —preguntó Matías  mientras ambos estaban sentados, entre juego y juego.

—¿Quién?

—Paula, la que está con tu madre.

—No sé. No me he dado cuenta —repuso Pedro mientras hacía girar el bate, esforzándose por aparentar indiferencia.

—Pues tenías razón.

—¿Razón? ¿En qué?

—Es guapa.

—Yo no he dicho nada. Lo dijo Melisa.

—¡Oh!... Es verdad.

Pedro se concentró en el partido, y Matías hizo lo propio.

—Entonces, ¿por qué la mirabas? —preguntó al cabo de un rato.

—No la estaba mirando.

—¡Oh! Ya entiendo —exclamó Matías de nuevo, sin apenas molestarse en disimular una sonrisa.

En la séptima entrada, cuando a Pedro le llegó el tumo de batear, los Voluntarios de Chowan iban por detrás con un marcador de catorce a doce.

Nico había dejado momentáneamente sus correrías y estaba paseando cerca de la valla cuando vió a Pedro haciendo sus ejercicios de bateador.

—«¡Oha, Pepe!» —dijo alegremente, igual que cuando se habían encontrado en Merchants.

Al oír aquella voz, Pedro dió media vuelta y se acercó a la verja.

—¡Eh, Nico! Me alegro de verte. ¿Cómo estás?

—«E hornero» —dijo Nico señalándolo con el dedo.

—Claro que lo soy. ¿Te divierte ver el partido?

En lugar de contestar, Nico alzó su avión de juguete para que Pedro pudiera verlo bien.

—¿Qué tienes ahí, campeón?

—«Ayón.»

—¡Caramba, es cierto! ¡Qué avión tan bonito!

—«Edes agadaddlo» —dijo, pasándoselo a través de la verja.

Pedro vaciló; luego, lo tomó y lo estudió atentamente mientras Nico lo miraba con aire orgulloso. De repente, oyó que lo llamaban al terreno de juego.

—Gracias por enseñarme tu avión. ¿Quieres que te lo devuelva?

—«Edes agadaddlo» —repitió.

Pedro dudó antes de decidirse.


—Está bien —dijo—. Será mi amuleto de la suerte. Te lo devolveré. —Se aseguró de que Nico veía cómo se lo guardaba en el bolsillo. El niño juntó las manos—. ¿Está bien así? —preguntó Pedro.

Nico no contestó, pero no pareció que le molestara.

Pedro aguardó un par de segundos para estar seguro y se marchó a ocupar su lugar en la meta.

Paula le hizo un gesto afirmativo. Tanto ella como Ana habían sido testigos de la escena y de lo que ésta implicaba.

—Tengo la impresión de que a mi hijo le gusta Pedro.

—Y yo tengo la impresión de que es mutuo —repuso Ana.

En el segundo lanzamiento, Pedro mandó la pelota de un poderoso golpe al campo de la derecha y se lanzó a la carrera hacia la primera base mientras otros dos jugadores también corrían. La pelota cayó y botó tres veces antes de que los contrarios pudieran recogerla. El jugador que la atrapó perdió el equilibrio al arrojarla, y Pedro se lanzó hacia la segunda base mientras se preguntaba si podría alcanzar la base de meta. Al final, su buen juicio se impuso y llegó a salvo a la tercera. Los Voluntarios habían conseguido dos puntos y empatar el encuentro. Pedro anotó otro punto cuando bateó el siguiente jugador. Camino del banco de los suplentes, le devolvió el avión a Nico con su mejor sonrisa.

—Ya te dije que me daría suerte, campeón. Es un buen avión.

—«í, ayón beno.»

Habría sido una estupenda manera de acabar el partido, pero desgraciadamente no fue así. Al final de la séptima entrada, los Ejecutores se anotaron la victoria porque Carlos Huddle envió la pelota fuera del terreno de un golpe certero.

Al terminar el partido, Paula y Ana abandonaron las gradas junto al resto de los espectadores que se encaminaban hacia el parque, donde esperaban la cerveza y la comida. Ana señaló el lugar donde se iban a sentar.

—Se me está haciendo tarde —se disculpó—. Se supone que tengo que ir a ayudar. ¿Qué te parece si me reúno contigo allí?

—Perfecto. Nos encontraremos en unos minutos. Primero debo ir a buscar a Nico.

Cuando Paula se acercó, el niño estaba todavía al lado de la valla, cerca de donde Pedro recogía sus cosas. No se dió la vuelta cuando lo llamó, y ella tuvo que darle un golpecito en el hombro para captar su atención.

—Nico, ven conmigo. Nos vamos.

—No —repuso, negando con la cabeza.

—El partido ha terminado.

Nico  la miró con expresión preocupada.

—«No, no sa cabado.»

—¿Te gustaría que fuéramos a jugar?

—«No, no ta» —repitió, ceñudo, y en voz más grave.

Paula  sabía exactamente lo que aquello significaba: era una de las maneras que Nico tenía de expresar su frustración ante las dificultades para hacerse entender. También era el primer paso previo a una colosal pataleta, y Nico tenía buenos pulmones. Vaya si los tenía.

Lo natural es que todos los niños tengan alguna rabieta de vez en cuando, y Paula no esperaba que su hijo fuera perfecto; pero Nico las pillaba porque le costaba expresarse con la suficiente claridad.

Se enfadaba con su madre porque ella no lo comprendía. Paula se enfadaba con él porque no sabía expresarse, y todo degeneraba en un círculo vicioso, cuesta abajo y sin frenos. No obstante, lo peor eran los sentimientos que semejantes situaciones despertaban en ella.

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 31

—¡Eh, hola! —la saludó Ana alegremente—. No estaba segura de que fueran a venir.

Era sábado por la tarde, pasadas las tres, y  Paula  y su hijo se abrían camino entre los espectadores que llenaban las gradas.

No les había sido difícil dar con el partido ya que éste tenía lugar en la única zona con graderías y vallada. Paula había localizado fácilmente a Ana, sentada en uno de los bancos, mientras aparcaban las bicicletas, y la mujer los había saludado con la mano.

Paula agarró a Nico mientras trepaban hacia los asientos de la parte alta.

—¡Hola!... Sí, lo hemos conseguido. No sabía que Edenton tuviera tantos habitantes. Nos ha costado movernos entre tanta gente.

El centro había sido convertido en zona peatonal y rebosaba de transeúntes. La calle principal estaba decorada con banderas a lo largo de las aceras, donde se alineaban los tenderetes de los vendedores de productos de artesanía, y la multitud caminaba entre ellos parándose para examinar las mercancías y entrando y saliendo de las tiendas con sus compras. Cerca del Cook's Drugstore, había montada una zona para niños donde éstos podían construir sus propios juguetes y hacer manualidades con los productos que los habitantes de Edenton habían donado (pegamento, pinas, cartón, espuma de poliuretano y globos). En la plaza, la feria estaba en su apogeo y se veían largas colas ante las atracciones.

Nico y su madre habían caminado un rato empujando las bicicletas y disfrutando del bullicio del festival. En el otro extremo de la ciudad, el parque estaba atestado de puestos de comida y juegos.

Se celebraba un concurso de barbacoas en una zona cercana a la carretera, a la sombra de los árboles, y en una esquina los Shriners servían en una freiduría de pescado. Por todas partes, la gente preparaba sus propias meriendas a base de hamburguesas y perritos calientes en pequeñas parrillas para familiares y amigos.

Cuando alcanzaron las gradas superiores, Ana se desplazó para hacerles sitio, y Nico se metió entre su madre y ella, apoyándose casi coquetamente en la mujer, riéndose como si la situación tuviera gracia. Acto seguido, tras recobrar la compostura, sacó del bolsillo un avión de juguete que su madre había insistido en que se llevara. Paula no albergaba la menor esperanza de poder explicarle a su hijo el funcionamiento del juego que iban a ver, así que había preferido que Nico  tuviera algo con lo que entretenerse.

—Viene mucha gente de fuera a ver el festival de Edenton —le explicó Ana—. Llegan de todos los rincones del condado. Para muchos es una de las pocas ocasiones de encontrarse con los viejos amigos a los que hace tiempo que no han visto. Es una buena manera de ponerse al día.

—Sí. Eso parece.

Ana le dió un leve codazo a Nico.

—Hola, Nico. ¿Cómo vamos?

Con una expresión muy seria, hundiendo el mentón en el pecho, el chico le mostró orgulloso su juguete.

—«Ayón» —dijo, levantándolo para que lo viera.
A pesar de que Paula sabía que así era como Nico se comunicaba de manera inteligible para él, le dió una palmadita en el hombro y le dijo:

—Nico, dí: «Estoy bien, gracias.»

—«Toy ien, asias» —dijo, moviendo la cabeza adelante y atrás al ritmo de las sílabas. A continuación, se concentró en su juguete.

Su madre lo rodeó con el brazo e hizo un gesto en dirección al terreno de juego.

—¿A favor de quién hemos de ir?

—De cualquiera de los dos, en realidad. Pedro está en la tercera base con los de rojo, que son el equipo de Los Voluntarios de Chowan, los que pertenecen al Cuerpo de bomberos. Los de azul son Los Ejecutores de Chowan, y lo componen las fuerzas de la policía local y el sheriff. Todos los años juegan en beneficio de la ciudad: el equipo perdedor debe donar quinientos dólares a la biblioteca.

—¡Vaya! ¿Y de quién pudo ser semejante idea? —preguntó Paula con socarronería.

—Pues mía, naturalmente.

—Así la biblioteca gana siempre.

—Así es como debe ser —dijo Ana—. La verdad es que todos se lo toman muy en serio. Hay un montón de egos ahí abajo. Ya sabes cómo son los hombres con eso.

—¿Cómo va el marcador?

—Cuatro a dos a favor de los bomberos.

Paula vió  a Pedro en el campo de juego, agachado en la típica postura, golpeándose el guante con la otra mano y preparado. El lanzador tiró una bola increíblemente alta, y el bateador la envió de un golpe certero hacia el centro del campo. El corredor de la tercera base alcanzó la meta y redujo un punto el marcador.

—¿No ha sido Carlos Huddle el que ha bateado?

—En efecto. La verdad es que Carlos es uno de los mejores jugadores. Él y Pedro solían hacer equipo en el instituto.

Durante la hora siguiente, Paula y Ana se dedicaron a ver el partido, a hablar de Edenton y a animar a ambos equipos. El partido se jugaba a siete entradas y estaba resultando más emocionante de lo que Paula había pensado. Se marcaban muchos puntos y no se perdían tantos como había creído. Pedro hizo unas cuantas jugadas para sacar a los corredores, pero la mayor parte del tiempo el juego estaba dominado por los pegadores, y el liderazgo cambiaba de lado con cada entrada. Casi todos los jugadores consiguieron acertar con el bate y mandar la bola al otro lado del campo, lo que obligó a los corredores exteriores a esforzarse. Paula se dió cuenta de que éstos eran bastante más jóvenes y que sudaban bastante más que los del perímetro interior.

Sin embargo, Nico no tardó en aburrirse con el partido tras la primera entrada y se puso a jugar encima y debajo de las gradas, trepando y saltando, corriendo de un lado para otro. A Paula la puso nerviosa la posibilidad de perderlo de vista habiendo tanta gente alrededor y no dejaba de levantarse para localizarlo.

Cada vez que ella se incorporaba, Pedro se sorprendía mirando en su dirección. La había visto cuando ella había llegado con Nico de la mano, caminando despacio mientras examinaba las graderías, indiferente al hecho de que los hombres giraban la cabeza para admirarla: la camisa blanca metida dentro de los pantalones cortos, las largas piernas, las sandalias negras y el oscuro pelo suelto flotando sobre los hombros...

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 30

—¿Dónde estaba el padre durante todo ese calvario?

Paula hizo un gesto de resignación, y una expresión de culpabilidad le ensombreció el rostro.

—Su padre no estaba. Digamos que no había contado con quedarme embarazada. Nico fue un desliz. Ya sabes a lo que me refiero.

Hizo una pausa y, durante unos instantes, las dos mujeres contemplaron al niño en silencio.

Ana no había parecido sorprenderse ni escandalizarse ante aquella revelación. Por su expresión se habría dicho que no había establecido ningún juicio de valor. Paula prosiguió.

—Tras el nacimiento de Nico, pedí una excedencia en la escuela en la que daba clases. Mi madre acababa de morir, y yo sólo tenía ganas de ocuparme de mi hijo. Pero, inmediatamente después, me encontré con que ya no podía regresar al colegio porque nos pasábamos los días yendo de especialista en especialista, para hacerle pruebas de todo tipo, hasta que finalmente dimos con una terapia que yo podía aplicar en casa. El resultado fue que tuve que descartar cualquier trabajo de jornada completa porque Nico se convirtió exactamente en eso: un trabajo de veinticuatro horas. Entre tanto, había heredado esta casa, pero no quería venderla. El dinero se me acababa, así que... —Paula miró a Ana con expresión compungida—. En pocas palabras, se podría decir que me vine a vivir aquí empujada por la necesidad y para poder seguir trabajando con Nico.

Cuando hubo acabado, Ana se quedó mirándola unos instantes antes de darle de nuevo unas palmaditas en la pierna.

—Perdóname la expresión, pero eres una madre que los tiene bien puestos. Muy poca gente habría estado dispuesta a hacer los sacrificios que tú has hecho.

Paula contempló a su hijo, que jugaba apaciblemente.

—Sólo quiero que se ponga bien.

—Por lo que me has dicho, diría que ya ha empezado a hacerlo.
Ana  dejó que la frase surtiera su efecto antes de recostarse en su asiento y proseguir.

—¿Sabes? Me acuerdo de haber visto a Nico en la biblioteca mientras tú usabas los ordenadores, pero nunca se me ocurrió que pudiera tener alguna minusvalía, no importa de qué tipo. Parecía igual que el resto de los chicos, con la diferencia de que era más educado.

—Puede, pero todavía le cuesta hablar.

—A Einstein y a Teller les pasó lo mismo, pero al final acabaron convirtiéndose en dos de los más grandes científicos de su tiempo.

—¿Cómo sabías eso?

Aunque Paula estaba al corriente de aquella anécdota porque había leído todo lo que se podía leer acerca del tema, la sorprendió, aparte de impresionarla, que Ana estuviera también al corriente.

—¡Oh! Te sorprendería de la cantidad de información trivial que he llegado a acumular con el paso de los años. No me preguntes por qué, pero soy como una especie de aspirador cuando se trata de estos temas.

—Deberías presentarte a ese concurso de la televisión...

—Me encantaría, pero el presentador es tan guapo que estoy convencida de que me quedaría en blanco tan pronto como me dirigiera la palabra. Me quedaría mirándolo, pensando en el modo de conseguir que me besara, como sucede en las películas.

—Vaya. ¿Qué diría tu marido si te oyera hablar así?

—Estoy segura de que no le importaría. —Su voz se entristeció ligeramente—. Murió hace ya bastantes años.

—¡Oh! Lo siento. No lo sabía.

—No te preocupes.

Paula jugueteó con las manos en el repentino silencio.

—Y... ¿nunca más te volviste a casar?

Ana negó con un gesto.

—No. De alguna manera fue como si no tuviera tiempo de conocer a nadie más. Pedro me daba bastante trabajo y tenía que dedicarme si quería mantenerme a su altura.

—¡Caramba, eso me suena! Yo tengo la impresión de que todo lo que hago es trabajar en el restaurante y trabajar con Nico.

—¿Estás en Eights, con Rafael Torres?

—Pues sí. Conseguí el puesto nada más llegar.

—¿Ya te ha hablado de sus hijos?

—Sí, sólo unas doscientas veces.

A partir de aquel momento, la conversación derivó hacia el trabajo de Paula y la multitud de proyectos que parecían ocupar el tiempo de Ana. El ritmo de una conversación era algo a lo que ella no estaba acostumbrada y lo encontró sorprendentemente relajante.

Al cabo de media hora, Nico se cansó de jugar con los camiones y los dejó en el porche (sin que nadie tuviera que decírselo, Ana se percató de aquel detalle) antes de acercarse a su madre. Tenía el rostro enrojecido por el sol y el flequillo pegado de sudor a la frente.

—«¿Edo omer carones on eso?»

—¿Macarrones y queso? —repitió Paula—Claro, cariño. Vamos a prepararlos.

Las dos mujeres se levantaron y fueron a la cocina mientras Nico las seguía y dejaba sus huellas en el suelo. Fue hasta la mesa y se sentó mientras Paula abría la despensa.

—¿Quieres quedarte a almorzar? Puedo añadir unos bocadillos.

Ana miró su reloj.

—Me encantaría, pero no puedo: tengo una reunión en el centro para hablar del festival de este fin de semana. Aún quedan cuestiones que debemos resolver.

Paula estaba llenando una cazuela con agua y la miró por encima del hombro.

—¿Festival?

—Sí, este fin de semana. Es una especie de acontecimiento anual que inaugura el verano. Espero que puedas asistir.

Paula  encendió el fuego y puso el recipiente encima.

—No lo había pensado.

—¿Por qué no?

—Pues por una sencilla razón: porque nunca había oído hablar de él.

—Realmente, eso quiere decir que no estás en la onda.

—No hace falta que me lo recuerdes.

—Entonces tienes que ir. A Nico le encantará. Hay comida, tenderetes con productos de artesanía, concursos y una feria ambulante. Hay para todos los gustos.

Inmediatamente, Paula empezó a hacer una lista mental de los posibles gastos.

—No sé si podremos —dijo al final, pensando en una excusa—. El sábado por la noche debo ir a trabajar.

—Vamos. No hace falta que os paséis todo el día. Pueden ir por la mañana si te parece. Es francamente divertido. Si quieres, puedo presentarte a gente de tu edad.

Paula no respondió inmediatamente, y Ana percibió sus vacilaciones.

—Bueno, piénsalo. ¿De acuerdo?

La mujer recogió su bolso y Paula se cercioró de que el agua no hirviera antes de acompañarla a la puerta. Se pasó una mano por el cabello y se arregló algunas mechas desordenadas.

—Te agradezco que hayas venido. Ha sido agradable poder hablar con un adulto, para variar.

—Lo he pasado estupendamente —repuso Ana, al tiempo que le daba un efusivo e inesperado abrazo—. Gracias a tí por invitarme.

Cuando Ana se dió la vuelta para marcharse, Paula se dió cuenta de que se había olvidado de mencionarle algo.

—¡Por cierto! No te he dicho que ayer me encontré con Pedro en el centro.

—Ya lo sabía. Hablé con él anoche.

Tras un breve silencio, Ana se ajustó la correa del bolso.

—Tenemos que repetir lo de hoy —dijo.

—Sí. Me encantaría.

Paula la vió bajar los escalones del porche y encaminarse hacia su coche. Cuando Ana abrió la puerta se volvió hacia ella.

—¿Sabes?, Pedro irá al festival con el resto del Cuerpo de bomberos —explicó como si no le diera importancia—. Su equipo de softball juega a las tres de la tarde.

—¡Oh! —fue todo lo que a Paula se le ocurrió decir.

—Bueno. Si decides ir, ya sabes dónde puedes encontrarme.

Paula permaneció bajo el porche mientras la mujer se sentaba al volante y ponía el coche en marcha con una leve sonrisa en los labios.

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 29

—¿Mi padre?

Ana negó con la cabeza.

—No. Otro. Tu padre apareció cuando yo ya había perdido contacto con ella.

—¿Así que no lo conociste?

—No. Pero recuerdo que cuando tus abuelos fueron a la boda estaban un poco molestos porque tu madre no me hubiera invitado. No es que pudiera haber ido. En aquella época me acababa de casar y, como todas las parejas, al principio estábamos pasando algunos apuros económicos. Con nuestro hijo recién nacido, no hubiera habido manera.

—Lo lamento.

Ana dejó su vaso en la mesa.

—No tienes por qué. No fuiste tú y, además, en cierto sentido tampoco fue tu madre; al menos, no la que yo conocía. Tu padre provenía de una familia muy respetable de Atlanta y sospecho que, en aquella etapa de su vida, tu madre se sentía algo avergonzada de sus orígenes. No es que a tu padre le importara, al fin y al cabo se casó con ella; pero me acuerdo de que tus abuelos no dijeron gran cosa a su regreso de la ceremonia. Me pareció que también se habían sentido incómodos, aunque no tuvieran motivos. Eran buenas personas, y creo que se habían dado cuenta de que ya no encajaban con el mundo de su hija, ni siquiera después de que tu padre muriera.

—¡Eso es terrible!

—Sí, es triste; pero, como te he dicho, era mutuo. Eran tozudos y tu madre era tozuda. Poco a poco se fueron distanciando.

—Sabía que mi madre no estaba muy unida a su familia, pero nunca me explicó nada de esto.

—No me extraña que no lo hiciera. Por favor, no pienses mal de ella. Yo no lo hago. ¡Estaba tan llena de vida y era tan apasionada! Su compañía siempre era emocionante. Además, tenía el corazón de un ángel, de verdad. Era una de las personas más dulces que he conocido.

Ana se volvió y la miró.

—Me parece ver mucho de ella en tí.

Mientras la mujer tomaba otro sorbo de té, Paula intentó asimilar toda aquella información sobre su madre. Entonces, como si se hubiera dado cuenta de que quizá había hablado demasiado, Ana añadió:

—Pero mírame, ¡yo, aquí, parloteando como una vieja senil! Debes de pensar que estoy para que me encierren en un asilo. Será mejor que me hables de ti para variar.

—¿De mí? No tengo mucho que contar.

—Entonces, ¿por qué no empiezas por lo más evidente? ¿Cómo es que te mudaste y regresaste a Edenton?

Paula  contempló a su hijo, que se entretenía con sus camiones de juguete, y se preguntó qué estaría pensando.

—Hay unas cuantas razones.

Ana se inclinó y susurró en tono de complicidad:

—¿Algún problema con los hombres? ¿Te persigue alguno de esos asesinos en serie, como los que salen en la tele?

Paula soltó una risita.

—No. Nada tan llamativo —respondió, y a continuación hizo una pausa, frunciendo el entrecejo.

—Si es demasiado personal, no me lo cuentes. No pretendo inmiscuirme en tus asuntos.

Paula  hizo un gesto negativo.

—No. No me importa hablar de ello. Es sólo que resulta duro empezar por el principio.

Ana no dijo nada, y Paula puso en orden sus recuerdos.

—Supongo que principalmente tiene que ver con Nico. Me parece que ya te he contado que tiene problemas con el habla, ¿verdad?

Ana asintió.

—¿Y te expliqué por qué?

—No.

Paula miró a su hijo.

—Bien. En estos momentos, los médicos dicen que tiene un problema de procesos auditivos, concretamente un retraso en el lenguaje expresivo y receptivo. Básicamente, eso quiere decir que, por algún motivo que nadie sabe determinar, le resulta muy difícil aprender a hablar y le cuesta entender lo que se le dice. Creo que la mejor analogía se puede establecer con la dislexia, salvo que en lugar de tratarse de imágenes se trata de sonidos. No sé por qué razón, pero los sonidos se le mezclan y se le confunden. Es como si oyera hablar en chino y al instante siguiente fuera alemán y luego una cháchara sin sentido. Nadie sabe si el problema radica en la conexión entre el oído y el cerebro o si está en el cerebro mismo. Sin embargo, al principio ni siquiera sabían qué diagnosticarle, así que...

Paula se pasó una mano por el cabello y volvió a mirar a Ana.

—¿Estás segura de que quieres escuchar toda la historia? Es bastante larga...

La mujer le dó  una palmada en la pierna.

—Sólo si quieres contármelo, hija.

La expresión y la franqueza de Ana le recordaron a su madre y, curiosamente, le pareció buena idea contárselo todo. Sólo dudó un instante antes de continuar.

—Bien. Al principio, los médicos pensaban que era sordo, así que me pasé semanas llevando a Nico  a especialistas en otorrinolaringología, hasta que, al final, descubrieron que podía oír. Más tarde dijeron que era autista, y ese diagnóstico lo mantuvieron durante casi un año, el año más estresante de mi vida. Luego pensaron que era un trastorno generalizado del desarrollo, que es una variante menos grave del autismo, y se reafirmaron en esa opinión unos meses, hasta que le hicieron más pruebas. A continuación dijeron que era retrasado o que sufría lo que llaman un «déficit de atención». Fue hace sólo seis meses que se pusieron todos de acuerdo en este último diagnóstico.

—¡Qué duro ha debido de ser para tí!

—Ni te lo imaginas. Cuando te dicen algo terrible de tu hijo, pasas por un proceso con varias etapas: incredulidad, ira, pena y finalmente aceptación. Estudias y aprendes todo lo que puedes acerca del asunto, y te entrevistas con quien sea que sepa algo; entonces, cuando ya estás preparada para hacer frente al problema, los médicos cambian de opinión y todo vuelve a empezar.

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 28

Paula se puso a reír de pura incredulidad. Aquélla era una faceta de su madre de la que nunca había oído hablar.
Ana  continuó:

—En aquella época, yo vivía más adelante, en esta misma calle. ¿Conoces la casa de los Boyle, la blanca con postigos verdes y un gran granero rojo en la parte de atrás?

Paula  asintió. Había pasado por delante, de camino hacia el centro.

—Pues bien, allí es donde yo vivía de pequeña. Como tu madre y yo éramos las únicas niñas de por aquí, acabamos haciéndolo todo juntas. También teníamos los mismos años, así que íbamos a la misma clase y estudiábamos lo mismo. Eso sucedía allá por los años cuarenta, en una época en la que todos los alumnos iban a la misma clase hasta el octavo grado. No obstante, nos agrupaban por edad y tu madre y yo siempre nos sentábamos juntas. Lo hicimos así hasta que finalizamos el colegio. Probablemente ha sido la mejor amiga que he tenido nunca.

Mientras contemplaba los árboles en la distancia, Ana pareció perderse en los meandros de la nostalgia.

—¿Cómo es que no mantuvo el contacto cuando se marchó? —preguntó Paula—. ¿Y por qué no...?

Hizo una pausa mientras se preguntaba cómo podía formular la pregunta que se le había ocurrido. Ana la miró de soslayo.

—¿Te preguntas por qué, si éramos tan amigas, nunca lo mencionó ni te habló de mí?

Paula hizo un gesto afirmativo, y Ana puso en orden sus pensamientos.

—Supongo que principalmente tuvo que ver con el motivo de su marcha. Tardé mucho tiempo en comprender que la distancia puede acabar hasta con las mejores relaciones.

—Eso es una pena...

—Quizá no. Supongo que depende del modo en que uno lo ve. En cuanto a mí... No sé, creo que es algo que acaba por enriquecerte. La gente viene y se va, entra y sale de tu vida casi como los personajes de tus libros favoritos. Cuando al final cierras las tapas, los protagonistas ya te han dicho todo lo que tenían que decirte, y tú puedes empezar un nuevo libro con personajes y aventuras nuevas. Así te encuentras sumergiéndote en los de aquel momento presente y no en los del pasado.

Paula, que se estaba acordando de las amistades que había dejado en Atlanta, tardó unos instantes en responder.

—Puede... Todo eso es muy filosófico —contestó finalmente.

—Soy vieja. ¿Qué esperabas?

Paula depositó el vaso de té en la mesita e, inconscientemente, se limpió en los pantalones cortos la humedad que le había dejado en los dedos.

—Entonces, ¿nunca más volviste a hablar con mi madre después de que se marchara?

—¡Oh, no! Seguimos en contacto durante varios años. Pero en aquella época ella estaba enamorada y, cuando las mujeres se enamoran, no pueden pensar en otra cosa. El motivo de que desapareciera de Edenton respondía al nombre de Mauricio Suarez. ¿Nunca te habló de él?

Paula negó con la cabeza, fascinada por la historia.

—No me extraña. El tal Mauricio era el típico gamberro del que uno desea olvidarse lo antes posible. No tenía buena reputación, si sabes a lo que me refiero, pero las chicas lo encontraban atractivo. Supongo que veían en él una combinación de peligro y seducción. Es la historia de siempre, de aquel entonces y también de nuestros días. El caso es que tu madre se marchó con él a Atlanta cuando ella se hubo graduado.

—Pero si me dijo que se había ido a Atlanta para estudiar en la universidad.

—¡Oh! Puede que en el fondo lo pensara. No obstante, la verdadera razón se llamaba Mauricio. Debía de tener algún poder sobre ella, eso es seguro, porque también fue el responsable de que no volviera por aquí, ni siquiera para ver a la familia o a los amigos.

—¿Cómo pudo ser?

—Bueno..., su madre y su padre, tus abuelos, no la perdonaron por haberse marchado de aquella manera. Sabían cómo era Mauricio  realmente y le advirtieron de que si no regresaba a casa inmediatamente, no volvería a ser bienvenida nunca más. Eran de la vieja escuela y tozudos como mulas, igual que tu madre. Fue como ver dos toros mirándose ferozmente y esperando que el otro hiciera el primer movimiento. Pero nadie lo hizo, ni siquiera cuando Mauricio fue a parar a la cuneta en beneficio de otro.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 27

Paula pasó todo el día siguiente a su encuentro con Pedro en Merchants trabajando con Nico.

El accidente no parecía que hubiera afectado, ni positiva ni negativamente, a su aprendizaje; pero, con la llegada del verano, Nico parecía sentirse más cómodo si conseguían terminar las sesiones de ejercicios antes del mediodía. Después de esa hora, en la casa hacía demasiado calor para que pudiera aplicarse debidamente.

Aquella mañana temprano había llamado a Rafael y le había pedido unos cuantos turnos más.

Afortunadamente, él había accedido. Paula empezaría al día siguiente y, a partir de entonces, en lugar de las cuatro noches que había hecho hasta aquel momento, trabajaría todas menos la del domingo. A pesar de que empezar un poco más tarde le suponía una reducción en las propinas (dado que tendría que saltarse la hora punta de la cena), no quería dejar una hora más a Nico en el cuarto trasero, solo y despierto. En cambio, como llegaría más tarde, tendría la oportunidad de acostarlo en el camastro prácticamente dormido.

Desde que se habían encontrado en la tienda, el día anterior, no había pasado ni un minuto sin que ella pensara en Pedro. Tal como él le había prometido, le dejó las bolsas con la comida bajo la sombra del porche, y, puesto que el trayecto no había durado ni diez minutos, los huevos y la leche seguían fríos y Paula había podido meterlos en la nevera antes de que el calor los estropeara.

Pedro incluso se había ofrecido, mientras ponía las bolsas en la parte trasera de la furgoneta, a cargar las bicicletas y a llevarlos a ambos; pero Paula no aceptó, aunque la decisión se debía más a Nico que a Pedro. Sabía que su hijo esperaba con ilusión la oportunidad de volver pedaleando con ella, y ya estaba prácticamente montado en su bici. No quería estropearle el plan, especialmente si aquello iba a convertirse en su futura rutina. Lo último que deseaba era que Nico se acostumbrase a que lo devolvieran a casa en camioneta cada vez que fueran al centro.

Sin embargo, una parte de ella lamentó no haber podido aceptar la invitación: se había dado cuenta de que Pedro la encontraba atractiva por la forma en que la observaba y, no obstante, no se había sentido incómoda, como le había sucedido en otras ocasiones ante miradas parecidas. No le había descubierto en los ojos el típico destello lascivo que indica que un simple revolcón bastaría para zanjar el asunto y tampoco había visto que descendieran hacia su escote a medida que hablaba con ella. Le resultaba imposible tomar en serio a ningún hombre que la mirara directamente a los pechos durante una conversación.

Sí, había algo diferente en la mirada de Pedro. De alguna manera resultaba admirativa y nada amenazadora. A pesar de que en principio había rechazado la idea, tuvo que admitir que se había sentido halagada y también complacida.

Naturalmente, sabía que existía la posibilidad de que formara parte de su táctica con las mujeres, que no fuera más que un procedimiento perfeccionado con el tiempo. Algunos hombres eran hábiles en ese sentido. Los había conocido, había hablado con ellos y había llegado a creer que cada gesto, cada matiz implicaban realmente que eran diferentes, más dignos de confianza, distintos del resto. Siempre que se tropezaba con uno, se le disparaban todas las alarmas; pero, en el caso de Pedro, o se trataba del mejor actor que jamás había visto o era realmente distinto, porque las sirenas no habían dicho ni Pío. ¿Cuál sería la verdad?

De entre todo lo que había aprendido de su madre, había algo que destacaba sobre lo demás, algo que solía recordar siempre que juzgaba a otras personas: «A lo largo de la vida te encontrarás con gente que te dirá las palabras adecuadas en el momento preciso. Pero, al final, deberás juzgarlos por sus acciones. Recuerda: son los hechos los que cuentan, no las palabras.»

Se dijo que era posible que fuera ése el motivo de que hubiera respondido positivamente ante Pedro. Para empezar, ya había demostrado que era capaz de comportamientos heroicos. Sin embargo, no era simplemente el brillante rescate de Nico lo que había despertado su interés o lo que fuera (hasta los canallas eran capaces de alguna acción noble de vez en cuando). No. Habían sido las pequeñas cosas que había hecho en la tienda, simples detalles: la forma en que se había prestado a ayudar sin esperar nada a cambio; su interés por cómo se encontraban ella y Nico; su manera de comportarse con el niño.

Sí, aquello especialmente.

A pesar de que no le gustaba admitirlo, en los últimos tiempos se había acostumbrado a juzgar a las personas por cómo trataban a Nico. Recordaba que mentalmente había hecho listas de los conocidos que lo habían intentado con Nico y de los que no:

«Se sentó en el suelo y jugó con él a construir. Bien.»

«Apenas se dió cuenta de su presencia. Mal.»

La lista de los malos había sido mucho más larga.

Y entonces, de repente, aparecía alguien que, por la razón que fuera, establecía un vínculo con Pedro...

No dejaba de darle vueltas y de recordar una y otra vez la reacción de su hijo: «¡Oha, Pepe!» Y otra cosa: a pesar de que Pedro no había comprendido nada de lo que el niño le había dicho —siempre costaba acostumbrarse a la pronunciación de Nico—, había seguido hablando con él como si lo entendiera todo. Le había guiñado el ojo; lo había agarrado por el casco, bromeando; lo había abrazado y lo había mirado a los ojos cuando le hablaba: se había asegurado de que le diría adiós.

Insignificancias; pero, para ella, lo más importante del mundo: hechos.

Pedro había tratado a Nico como a un niño normal.

Curiosamente, Paula seguía pensando en Pedro cuando Ana apareció por el camino de gravilla y estacionó a la sombra de un magnolio de ramas caídas. Había acabado de fregar los platos y la saludó con la mano; luego, lanzó una rápida mirada a la cocina. No estaba impecable, pero le pareció suficientemente limpia. Se dirigió hacia la puerta principal a recibir a Ana.

Tras los saludos de costumbre —«¿Cómo estás? Yo bien, ¿y tú?»—, se sentaron en el porche de la entrada, desde donde podían vigilar a Nico, que jugaba con sus camiones cerca de la valla, haciéndolos circular por una carretera imaginaria.

Justo antes de que  Anay llegara, Paula lo había embadurnado con una generosa capa de crema solar y loción anti-mosquitos, pero los productos habían reaccionado con el polvo como si hubieran sido pegamento: en aquellos momentos, Nico tenía el pantalón lleno de huellas marrones y parecía como si no se hubiera lavado la cara en una semana. A Paula  le recordó a los niños harapientos que Steinbeck había descrito en Las uvas de la ira.

En una pequeña mesa cercana (otro hallazgo desenterrado a cambio de tres dólares de entre los restos de una mudanza por la genio del ahorro llamada Paula Chaves), había dos vasos de té helado. Paula lo había preparado por la mañana a la manera clásica del sur: hirviendo agua, añadiéndole azúcar mientras estaba caliente para que se disolviera completamente y dejándolo enfriar en la nevera en una jarra con hielo. Ana tomó un sorbo sin dejar de mirar a Nico.


—A tu madre también le encantaba ensuciarse —dijo.

—¿A mi madre?

Ana la contempló, divertida.

—No te sorprendas. De pequeña, tu madre era un verdadero trasto.

Paula agarró su vaso.

—¿Estás segura de que hablamos de la misma persona? —preguntó—. Pero si mi madre no salía a recoger el periódico si antes no se había maquillado.

—¡Oh! Eso empezó a ocurrir cuando descubrió a los chicos. Fue entonces cuando cambió de actitud y se convirtió de la noche a la mañana en la dama sureña por antonomasia, guantes y modales Incluidos. Pero no te dejes engañar: antes de aquello, tu madre era la versión femenina de Huckelberry Finn.

—¿Estás bromeando?

—No. De verdad. Tu madre salía a cazar ranas, maldecía como un pescador que hubiera perdido sus redes y a veces hasta se peleaba con los muchachos sólo para demostrar lo dura que era. Y déjame que te diga que era una buena luchadora: mientras los chicos se preguntaban si sería correcto pegar a una chica, ella ya les había dado un puñetazo en la naríz. En una ocasión, unos padres llegaron a avisar al sheriff. Su hijo estaba tan avergonzado que no apareció por el colegio en una semana; sin embargo, no volvió a burlarse de tu madre. Sí, era una chica dura.

Ana parpadeó mientras su mente viajaba del pasado al presente. Paula permaneció callada y aguardó a que prosiguiera.

—Recuerdo que solíamos ir de excursión por la orilla del río en busca de arándanos y ni siquiera se ponía zapatos para caminar por el blando terreno. Sus pies podían aguantar lo que fuera, y se pasaba todo el verano descalza, salvo los domingos, que se ponía zapatos para ir a la iglesia. Cuando llegaba septiembre, tenía las plantas tan sucias que tu abuela se veía obligada a frotárselas con estropajo y detergente para quitarle las costras. Siempre cojeaba un poco cuando empezaban las clases, y nunca supe si era por eso o porque no estaba acostumbrada a caminar con zapatos.



 Los caps de hoy van a dedicados a Mimi , muy felíz cumple @mimiroxb que pases un día súper y espero que te gusten los caps.

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 26

Con los refrescos en la mano, Pedro fue hacia la salida y vió que ella estaba a punto de salir y guiaba a Nico empujándolo por el hombro. Repasó lo que acababa de oír y tomó una decisión en el acto.

—¡Eh, Paula! Espera...

Ella se dió la vuelta y se detuvo mientras él se acercaba.

—¿Son suyas las bicicletas de ahí fuera?

—S... Sí. ¿Por qué?

—Lo siento. No he podido evitar escuchar lo que acabas de decir al propietario. Yo... —Se detuvo y en el silencio de la tienda la miró con sus ojos color miel—. Me preguntaba si podría ayudarte con los paquetes. Voy de paso por tu casa, así que estaría encantado de poder dejártelos allí.

Mientras hablaba señaló una camioneta estacionada fuera.

—¡Oh, no! Ya está bien así.

—¿Estás segura? Me queda de camino. Sólo me llevará un par de minutos.

A pesar de que Paula sabía que él sólo estaba intentando ser amable, según es costumbre en las ciudades pequeñas, no estaba segura de que debiera aceptar.

Como si hubiera percibido sus dudas, Pedro alzó las manos y sonrió traviesamente.

—Te prometo que no te robaré nada.

Nico dió un paso hacia la puerta y Paula lo detuvo sujetándolo por el hombro.

—No es eso... Es que...

Pero entonces, ¿de qué se trataba? ¿Acaso llevaba tanto tiempo sola que se había olvidado de cómo se aceptaba la amabilidad del prójimo? ¿O era porque él ya había hecho demasiado por ella?

«Vamos, atrévete. Total, no te está pidiendo que te cases con él ni nada parecido», se dijo.

Tragó saliva mientras pensaba en lo que les había costado llegar y en el trayecto de regreso que les esperaba, cargados de provisiones...

—Bueno... Si estás seguro de que no te aparto de la ruta...

Para Pedro fue como si hubiera conseguido una pequeña victoria.

—Completamente. Déjame que pague esto —blandió los refrescos— y te ayudaré a llevar las bolsas al camión.

Fue hasta la caja y pagó las bebidas.

—Por cierto —preguntó Paula—, ¿cómo sabes dónde vivo?

Él la miró por encima del hombro.

—Ésta es una ciudad pequeña. Sé dónde vive todo el mundo.



Más tarde, ese mismo día, Melisa, Matías y Pedro se encontraban en el jardín mientras los filetes y las salchichas de frankfurt chisporroteaban sobre las brasas y en el aire se hacían palpables las primeras señales del verano. Era un lento anochecer que llegaba cargado de calor y humedad. El sol se ocultaba tras los inmóviles árboles, cuyas hojas permanecían quietas en aquella hora sin brisa.

Matías permanecía de pie, con unas tenazas en la mano, y Pedro jugueteaba con la tercera cerveza de aquella noche. Sentía un agradable cosquilleo y seguía bebiendo despacio para mantenerlo así.

Primero había puesto a sus amigos al corriente de las últimas noticias, incluida la aventura del pantanal. Luego, les explicó que se había vuelto a encontrar con Paula aquella misma tarde y que la había acompañado hasta su casa con las compras.

—Parece que se las apañan —comentó, al tiempo que aplastaba de un manotazo un mosquito que se había posado en los vaqueros.

A pesar de que había hecho el comentario de la manera más inocente, Melisa le lanzó una mirada suspicaz y se inclinó hacia él.

—Así que te gusta, ¿eh? —inquirió, sin poder disimular la curiosidad.

Antes de que Pedro hubiera tenido tiempo de responder, Matías terció en la conversación.

—¿Qué te ha dicho? ¿Qué le gusta?

—¡Yo no he dicho tal cosa! —protestó Pedro rápidamente.

—Ni falta que hace —replicó Melisa—. He podido leerlo en la cara. Además, no la habrías ayudado con los paquetes si no te hubiera gustado.

Se volvió hacia su marido.

—Sí que le gusta.

—Estás poniendo en mi boca palabras que no son mías.

Melisa sonrió con picardía.

—¿Y qué tal es?... ¿Es guapa?

—¡Vaya pregunta!

Melisa se volvió de nuevo hacia Matías.

—Ahora resulta que la encuentra atractiva.

Matías asintió, plenamente convencido.

—Ya decía yo que estaba muy callado cuando llegó. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a pedirle que salga contigo?

Pedro los miró, asombrado de que la conversación hubiera podido tomar aquel derrotero.

—No tengo ningún tipo de plan.

—Pues deberías. No estaría mal que de vez en cuando, y para variar, salieras de esa casa tuya.

—¡Si me paso fuera todo el día!

—Ya sabes a lo que me refiero —contestó Matías guiñándole un ojo y divirtiéndose con el azoramiento de su amigo.

Melisa se recostó en su tumbona.

—Sabes que tiene razón. Ya no eres ningún chaval. Estás a punto de dejar atrás lo mejor de la vida.

—¡Vaya, muchas gracias! La próxima vez que quiera que me insulten ya sé adónde debo ir.

Melisa soltó una risita.

—Vamos, sabes que estamos bromeando.

—¿Es ésa tu versión de unas disculpas?

—Sólo si reconsideras tu decisión y le pides que salga contigo —contestó ella haciendo subir y bajar sus cejas.

Pedro no pudo evitar reírse.

Melisa tenía treinta y cuatro años, pero aparentaba diez y se comportaba como tal. Rubia y pequeña, siempre tenía una palabra amable; era leal con sus amigos y nunca parecía que nada la fastidiara. Ya podían sus hijos pelearse, el perro destrozarle una alfombra o estropeársele el coche; al acabo de un instante volvía a estar de buen humor.

En más de una ocasión, Pedro le había dicho a Matías que lo consideraba un hombre de suerte.

Él siempre le contestaba lo mismo: «Ya lo sé.»

Pedro  tomó otro sorbo de cerveza.

—Pero, a ver, ¿por qué están tan interesados? —preguntó.

—Porque te queremos —contestó Melisa dulcemente, como si aquella respuesta bastara.

«Y porque no entienden que siga sin pareja», pensó Pedro.

—Está bien —admitió finalmente—. Lo pensaré.

—¡Con eso me basta! —exclamó Melisa, que no se molestó en disimular su entusiasmo.

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 25

Mientras Paula caminaba hacia su hijo, Pedro no pudo evitar contemplarla: el rostro encantador, casi misterioso, acentuado por los altos pómulos y los exóticos ojos; el largo y oscuro cabello anudado en una cola de caballo que le caía entre los hombros; la proporcionada figura que los pantalones cortos y la blusa resaltaban...

—Nico, deja eso. Tus caramelos están en la bolsa.

Antes de que ella lo sorprendiera observándola, Pedro meneó la cabeza y apartó la vista, preguntándose otra vez cómo era posible que hubiera pasado por alto su belleza la noche del accidente. Un momento más tarde, Paula volvía a estar delante de él, con Nico a su lado. El chico tenía una expresión contrita, como si lo hubieran pillado metiendo la mano en un bote de caramelos.

—Lo siento. Normalmente se porta mejor.

—Seguro que sí, pero ya se sabe. Los niños siempre aprovechan todo lo que pueden.

—Parece que hablas por experiencia.

Él sonrió.

—No. En absoluto. No tengo hijos.

Se hizo un incómodo silencio hasta que él volvió a hablar.

—¿Así que has venido al centro para hacer unos recados?

Pedro se dió cuenta de que era una pregunta trivial que daría lugar a una conversación trivial; pero, por alguna razón, no quería que ella se fuera.

Paula se pasó los dedos por entre la coleta.

—Sí. Necesitaba unas cuantas cosas. La despensa se me estaba quedando vacía. ¿Y tú?

—Sólo he venido a buscar unas botellas de refrescos para los chicos.

—¿Los del Cuerpo de bomberos?

—No. Yo sólo presto servicio como voluntario. Me refería a los muchachos que trabajan para mí. Soy contratista, reformo edificios y cosas por el estilo.

Por un momento, Paula quedó confusa.

—¿Haces tareas como voluntario? Pensaba que eso era algo que ya no se hacía.

—En las ciudades pequeñas, como ésta, se hace así porque normalmente no hay trabajo suficiente para justificar el mantenimiento de una plantilla permanente. Así que cuando se produce alguna emergencia, nos toca a nosotros, los voluntarios.

—No lo sabía.

Aquella súbita revelación hizo que Paula tuviera la impresión de que la hazaña de Pedro aún había tenido más valor, por mucho que hubiera creído que semejante cosa era imposible.

Nico la miró.

—«E teñe hambe.»

—¿Tienes hambre, cariño?

—«I.»

—Está bien, pronto estaremos en casa y te haré un bocadillo de queso a la plancha. ¿Qué te parece?

Nico asintió con la cabeza.

—«í, e beno.»

No obstante, Paula no se marchó inmediatamente, al menos no lo bastante deprisa para Nico.

Volvió a mirar a Pedro. El niño agarró una de las perneras del pantalón corto de su madre y dió un tirón, y ella bajó las manos en un movimiento automático para detenerlo.

—«Amos, amos» —insistió Nico.

—Ya va, cariño...

Madre e hijo se enredaron en un lío de manos y dedos mientras él intentaba agarrarla y ella desasirse, hasta que Paula le agarró la mano para detenerlo.

Pedro reprimió la risa aclarándose la garganta.

—¡Ejem! Será mejor que te deje marchar. Hay un niño en pleno crecimiento que necesita que le den de comer.

—Sí. Creo que sí.

Le lanzó la típica mirada de la madre indefensa y experimentó un curioso alivio cuando se dio cuenta de que a Pedro no le había molestado que Nicose pusiera pesado.

—Ha sido agradable que nos encontráramos —añadió. A pesar de que parecía una frase manida del tipo «Hola, ¿qué tal? Encantado de verte», deseó que él se diera cuenta de que lo decía de corazón.

—A mí también me ha gustado verte —contestó y, agarrando a Nico por el casco, añadió—: Y a tí también, campeón.

Nico se despidió agitando la mano libre.

—«Ayo, Pepe» —dijo alegremente.

—Adiós.

Pedro  sonrió para sí mientras se encaminaba hacia las neveras para coger las botellas de refrescos que había ido a buscar.

Paula fue hacia el mostrador y soltó un suspiro. El propietario estaba inmerso en la lectura de la revista Field and Stream y sus labios se movían a medida que leía atentamente un artículo.

Mientras se acercaban, Nico volvió a hablar.

—«Ama, hambe.»

—Ya lo sé, hijo. Enseguida nos marchamos.

El tendero vió que se acercaban, esperó a comprobar que lo necesitaban a él y no a sus caramelos y cerró la revista.

Paula señaló las bolsas que había dejado en el mostrador.

—¿Me las puede guardar un momento, por favor? Tengo que ir a buscar algo con lo que poder colgarlas del manillar...

A pesar de que Pedro se encontraba casi al otro extremo de la tienda y tenía en la mano un paquete de Coca-Cola que acababa de sacar de la nevera, hizo un esfuerzo para captar la conversación.

—Vamos en bicicleta —prosiguió Paula—, y no sé cómo podemos llevar todo esto a casa si no es como le he dicho. Enseguida vuelvo.

Desde el fondo, él oyó que la voz de Paula se desvanecía y la contestación del tendero.

—No hay problema. Se las guardaré aquí abajo.

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 24

Pedro levantó la mirada y contempló a Paula por primera vez tras el accidente. Durante un breve instante, no pudo apartar la mirada. A pesar de que la había visto antes, en aquel momento le pareció más atractiva de lo que recordaba. Resultaba evidente que la noche de la tormenta no la había encontrado en su mejor momento; aunque lo cierto era que nunca habría pensado que en circunstancias normales ella fuera tan atractiva. No se trataba en absoluto de que le pareciera elegante o sofisticada, sino de que irradiaba una belleza natural, como la de una mujer que, sabiéndose guapa, no se pasa todo el día pendiente de ello.

—«í, econtó» —repitió Nico, interrumpiendo los pensamientos de Pedro y asintiendo vigorosamente para recalcar sus palabras.

Pedro  se sintió aliviado por poder tener un motivo para apartar la mirada de Paula y se preguntó si ella podría haber leído sus pensamientos.

—Sí señor. Eso hice —respondió, apoyando todavía amistosamente la mano en el hombro del niño—. Pero esa noche, el valiente fuiste tú, campeón.

Paula lo observó mientras él hablaba con Nico.

A pesar del calor, Pedro  llevaba un pantalón vaquero y unas botas de trabajo cubiertas por una capa de barro seco y gastadas, como si las hubiera usado diariamente durante meses: el grueso cuero aparecía arañado y rozado. La camiseta blanca de manga corta que vestía revelaba unos brazos musculosos y contrastaba con su bronceado. Eran los brazos de alguien que trabaja con sus manos todo el día. Cuando se puso en pie, le pareció más alto de lo que ella recordaba.

—Siento haber tropezado con él —se disculpó—. No lo ví al entrar...

Pedro  hizo una pausa, como si no supiera qué más añadir, y Paula detectó una timidez que la sorprendió.

—He visto lo ocurrido. No se preocupe, no ha sido culpa suya; Nico casi se lanzó contra usted. —Ella sonrió—. A propósito, soy Paula Chaves. Ya sé que nos conocemos, pero la verdad es que los recuerdos de aquella noche todavía los tengo borrosos.

Le tendió la mano y Pedro se la estrechó. Paula notó la aspereza del contacto.

—Yo me llamo Pedro Alfonso—dijo—. ¿Sabe...? ¿Sabes?, me llegó tu nota. Te lo agradezco.

—«¡Homero!» —repitió Nico, aún más alto, mientras se retorcía las manos casi compulsivamente, cosa que solía hacer cuando se ponía nervioso—. «¡Homero ande!» —exclamó, poniendo énfasis en la palabra «grande».

Pedro frunció el entrecejo y agarró a Nico por la cabeza y el casco, amistosamente, casi como un hermano. La cabeza del niño se movió de un lado a otro guiada por la manaza de Pedro.

—Con que eso crees, ¿eh?

Nico asintió.

—«í. Ande.»

Paula  se echó a reír.

—Me parece que es un caso claro de adoración hacia el héroe.

—Pues bien, campeón, es mutuo. Hiciste tú más que yo.

Nico lo miraba con los ojos muy abiertos.

—«¡Ande!»

Si Pedro se percató de que el chico no le había entendido, desde luego no lo dijo. En cambio le guiñó un ojo. «Muy bien.»

Paula se aclaró la garganta.

—No he tenido la oportunidad de agradecerte personalmente lo que hiciste la otra noche...

Pedro se limitó a encogerse de hombros. En otro tipo de persona, aquel gesto habría podido parecer arrogante, como si hubiera dado por sentado que realmente había hecho algo formidable.

Sin embargo, en él fue diferente porque dio la impresión de que Pedro no había vuelto a pensar en ello desde la noche del accidente.

—No te preocupes por eso. Con tu nota tuve más que suficiente.

Durante unos segundos, ninguno de los dos habló. Entretanto, aburrido por la situación, Nico se encaminó hacia la zona de las golosinas. Ambos contemplaron cómo se detenía frente a unos envoltorios de brillantes colores y los miraba fijamente.

—Tiene buen aspecto —dijo él finalmente para romper el silencio—. Me refiero a Nico. Después de todo lo que pasó, me preguntaba cómo lo llevaría.

—Parece que se encuentra bien —repuso Paula—. El tiempo nos lo dirá; pero, por el momento, no estoy preocupada. El doctor nos dijo que no tenía nada.

—Y tú, ¿qué tal? —preguntó.

Paula respondió sin pensarlo demasiado:

—¡Bah! Como siempre.

—No. Me refería a tus heridas. La última vez que te ví, estabas bastante magullada.

—¡Oh! Bueno... Supongo que voy tirando.

—¿Sólo tirando?

La expresión de Paula se suavizó.

—No. La verdad es que voy mejor. De vez en cuando, todavía me duele un poco aquí y allá; pero por lo demás estoy bien. Podría haber sido mucho peor.

—Bien. Me alegro. También estaba preocupado por tí.

Había algo en la pausada manera de hablar de Pedro que hizo que Paula lo mirara con curiosidad. Aunque no era el hombre más guapo que había visto en su vida, tenía algo que le llamaba la atención; quizá cierta gentileza, a pesar de su corpulencia; o la agudeza de su tranquila mirada, que no infundía ningún recelo... A pesar de que sabía que era imposible, le pareció que él estaba al corriente de lo difícil que la vida le había resultado a ella los últimos años. Al mirarle la mano izquierda, se percató de que no llevaba anillo de casado.

Aquel pensamiento la obligó a apartar la vista mientras se preguntaba cómo se le había pasado por la cabeza semejante ocurrencia. ¿Qué importancia podía tener si llevaba anillo o no? Nico seguía en la zona de las golosinas y estaba a punto de abrir un paquete de caramelos cuando Paula se dió cuenta.

—¡Nico! ¡No!

Dió un paso hacia él y se giró hacia Pedro.

—Perdóname, pero está haciendo algo que no debe.

—Faltaría más —contestó, haciéndose a un lado.

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 23

Cuando llegaron a la estafeta de correos, Paula tenía los nervios destrozados.

Ya se había dado cuenta de que a lomos de una bicicleta no iba a conseguir nada, y decidió que pediría a Rafael que le diera dos turnos más a la semana. Sólo así, quizá en unos cuantos meses y tras haber pagado las facturas del hospital, conseguiría ahorrar lo suficiente para comprarse un coche.

«¿Unos cuantos meses? Para entonces ya habré perdido la cabeza.»

Se puso a la cola —siempre había cola en correos— y se secó el sudor de la frente mientras rogaba para que el desodorante no la abandonara. Aquélla era otra de las cosas que había descubierto aquella mañana: montar en bici no era solamente una incomodidad, sino que además suponía un esfuerzo físico, especialmente para alguien que no estaba acostumbrado. Tenía las piernas cansadas, sabía que al día siguiente le dolerían las posaderas y notaba cómo el sudor le goteaba entre los pechos y a lo largo de la espalda. Intentó mantenerse ligeramente apartada de los que la precedían, para no molestar; afortunadamente, nadie reparó en su estado.

Unos minutos más tarde, llegó frente al mostrador y le entregaron los sellos. Tras firmar un cheque, lo guardó todo en el bolso y salió fuera. Nico y ella montaron en sus bicicletas y se fueron a comprar.

El centro de Edenton era pequeño; pero, desde un punto de vista de interés histórico, la ciudad era una preciosidad. Las casas databan de principios de 1800 y, en su mayoría, habían sido restauradas a lo largo de los últimos treinta años y habían recobrado su antiguo esplendor. Hileras de robles gigantes se alineaban a ambos lados de la calle principal y proyectaban largas sombras sobre el asfalto, al tiempo que proporcionaban a los paseantes un agradable cobijo de los rayos del sol.

A pesar de que había un supermercado, éste se hallaba en el otro extremo, así que Paula decidió ir a Merchants, un establecimiento de 1940 que representaba uno de los atractivos de la ciudad.

La tienda era antigua en el más amplio sentido imaginable y ofrecía una gama infinita de productos. Vendía de todo: desde cebos vivos hasta repuestos de automóvil; alquilaba películas de vídeo y tenía una pequeña zona aparte donde preparaban comida para llevar. Para dar el último toque, en la entrada había unas mecedoras y un banco donde los clientes habituales acudían a tomar un café por la mañana.

El lugar propiamente dicho era pequeño —tendría poco más de cien metros cuadrados—, y a Paula siempre la había maravillado que tantísimos productos diferentes pudieran caber perfectamente en las estanterías.

Llenó un cesto con las cosas que necesitaba —leche, cereales, queso, huevos, pan, plátanos, Cheerios, macarrones, galletas saladas Ritz y caramelos (el premio para Nico cuando trabajaba con él)—, y a continuación se dirigió a la caja.

El importe total resultó ser inferior a lo que había esperado, lo cual era buena cosa; pero se le presentó una dificultad: a diferencia del supermercado, en Merchants no metían las compras de los clientes en bolsas de plástico; en vez de eso, el propietario en persona —un hombre de pelo blanco impecablemente peinado y grandes cejas— las ponía en grandes bolsas de papel marrón.

Aquello era un contratiempo con el que no había contado.

Paula  las habría preferido con asas para así poder colgarlas de los manillares. ¿Cómo iba a apañárselas si no para llegar a casa? Dos brazos, dos bolsas, dos manillares... No le salían las cuentas, especialmente si además debía vigilar a Nico.

Miró a su hijo mientras sopesaba el problema y se percató de que éste miraba hacia la calle, a través del cristal de la entrada, con una curiosa expresión dibujada en el rostro.

—¿Qué ocurre, cariño?

Nico respondió, pero ella no pudo entenderlo. Le había parecido escuchar «Homero»; así que dejó las compras en el mostrador y se agachó para verlo mejor mientras él se lo repetía. En ocasiones, observar el movimiento de los labios la ayudaba a comprenderlo.

—¿Qué has dicho, hijo? ¿«Homero»?

Nico asintió y lo repitió: «Homero», mientras señalaba hacia la puerta. Paula miró en aquella dirección, y el chico se encaminó hacia allí. Ella lo comprendió de inmediato.

No era «Homero», pero se le parecía. Era «bombero»: Pedro Alfonso se encontraba de pie, fuera de la tienda, y sujetaba la puerta entreabierta mientras conversaba con otra persona.

Paula no la podía ver, pero observó que Pedro reía, hacía un gesto de despedida y abría la puerta un poco más. Entre tanto, Nico se le había acercado. Casi sin mirar, Pedro entró y estuvo a punto de tirarlo al suelo cuando tropezó con él.

—¡Caramba, lo siento! No te había visto —se disculpó de modo automático—. Perdón.

Dió un paso atrás y parpadeó, confuso. Entonces, una gran sonrisa le iluminó el rostro y se puso en cuclillas para mirar a Nico, cara a cara.

—¡Eh, hola, campeón! ¿Cómo estás?

—«¡Oha, Pepe!» —dijo Nico alegremente.

Acto seguido, sin añadir una palabra más, le rodeó el cuello con los brazos y lo abrazó con fuerza, tal como había hecho la noche de su rescate, en el puesto de ojeo.

Pedro vaciló un instante, pero enseguida le devolvió el gesto, visiblemente contento y sorprendido a la vez.

Paula  contempló la escena con callada sorpresa, cubriéndose la boca con la palma de la mano.

Al cabo de un largo momento, Nico aflojó el abrazo y Pedro hizo lo propio. El niño tenía los ojos chispeantes, como si acabara de encontrarse con un viejo amigo.

—«¡Homero! Él econtó» —exclamó emocionado.

Pedro  ladeó la cabeza.

—¿Cómo dices?

Paula  se decidió a intervenir y se acercó, incrédula todavía ante lo que había presenciado.

Incluso después de haber pasado un año con su especialista del habla, Nico sólo había sido capaz de darle un abrazo si Paula se lo rogaba encarecidamente. Al contrario de lo que acababa de ver, nunca lo había hecho espontáneamente, y no estaba muy segura de cuáles eran sus sentimientos acerca de aquella nueva y extraordinaria amistad de su hijo.

Contemplar a Nico abrazando a un desconocido, por muy bueno que éste fuera, la llenó de sensaciones contradictorias: estaba bien, pero podía ser peligroso; era tierno, pero no quería que se convirtiera en un hábito. Al mismo tiempo, había algo en el modo en que Pedro había reaccionado, en su naturalidad, que le parecía cualquier cosa menos amenazador. Todos aquellos pensamientos pasaron por su mente mientras se aproximaba y respondía por su hijo.

—Está intentando decirle que usted lo encontró —explicó.

domingo, 27 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 22

Luego, claro, estaba la cuestión de los hombres.

Facundo —el bueno y viejo Facundo— había sido el último con el que había salido, si es que a eso se le podía llamar salir. Un revolcón, seguramente sí, pero... lo que se dice salir... Y además, menudo revolcón: veinte minutos y de golpe, ¡plaf!: toda su vida había cambiado para siempre. ¿Qué habría sido de ella si nada hubiera ocurrido? Cierto, no tendría a Nicolás, pero... Pero ¿qué? Quizá se habría casado y estaría cargada de hijos, además de tener una casa con un gran jardín y una valla blanca de madera alrededor; quizá conduciría un Volvo o un mono volumen y pasaría sus vacaciones en Disney World. No sonaba tan mal y, desde luego, parecía un tipo de vida más fácil; pero eso no quería decir en absoluto que fuera mejor.

Nico, el dulce Nico... Sólo con pensar en él se ponía de buen humor.

Llegó a la conclusión de que no, de que esa otra vida no habría sido mejor: si había algo bueno en su mundo, eso era Nico. No dejaba de ser curioso que fuera capaz de exasperarla y a la vez hacer que ella lo quisiera precisamente por eso.

Soltó un suspiro, abandonó el porche y subió al dormitorio. Mientras se desvestía en el baño se contempló en el espejo. Los arañazos de la mejilla eran visibles todavía, pero casi no se notaban. El corte de la frente había necesitado unos cuantos puntos de sutura que le dejarían una cicatriz, pero como ésta estaba cerca de la línea del cabello, no se notaría demasiado.

Aparte de eso, no le disgustó lo que veía. Dado que el dinero era siempre un problema, en su despensa nunca habían abundado las galletas o las chocolatinas, y puesto que Nico rara vez comía carne, ella tampoco lo hacía. Lo cierto era que en aquellos momentos estaba más delgada que antes de que naciera su hijo. Incluso estaba más delgada que en su época de estudiante: había perdido siete kilos sin apenas darse cuenta. De haber tenido tiempo, habría escrito un libro titulado: Estrés y pobreza: el camino más corto hacia la esbeltez. Luego, habría vendido un millón de ejemplares, se habría hecho rica de la noche a la mañana y se habría retirado.

Soltó otra risita. «Sí, claro, ¿y qué más?»

Tal como le había dicho Ana en el hospital, se parecía a su madre: tenía el mismo cabello ondulado y oscuro, el mismo color de ojos, y era aproximadamente de la misma estatura. Al igual que ella, envejecía bien y apenas se apreciaban unas leves patas de gallo en torno a los ojos.

Aparte de eso, tenía la piel lisa y suave. En conjunto, no estaba mal. Es más, si tenía que ser sincera consigo misma, incluso podía resultar atractiva.

Al menos, algo iba bien.
Paula  pensó que lo mejor era dejarlo ahí, así que se puso el pijama, redujo el ventilador al mínimo y se deslizó entre las sábanas antes de apagar la luz. El murmullo del aparato era suave y rítmico. Se quedó dormida en cuestión de minutos.

Cuando los primeros rayos de sol penetraron oblicuamente por la ventana, Nico salió de su dormitorio y se metió en la cama de Paula, listo para comenzar un nuevo día.

—«Epieta, ama, epieta» —murmuró.

Paula  se hizo a un lado al tiempo que murmuraba una protesta, pero Nico se le subió encima y con sus pequeños dedos intentó abrirle los párpados. A pesar de que no lo consiguió, la situación le pareció divertida y se puso a reír tanto que su risa acabó siendo contagiosa.

—«Abe os ojos, ama» —siguió diciendo.

A pesar de lo temprano de la hora, Paula  no pudo evitar reírse también.

Para hacer de aquella mañana un momento aún mejor, Ana llamó después de las nueve para preguntar si les parecía bien que fuera a visitarlos.

Paula  aferró el teléfono unos instantes —Ana iba a ir a verlos al día siguiente por la tarde.

¡Bien!—. Luego colgó, maravillándose por su cambio de humor con respecto a la noche anterior, y se asombró ante lo que unas cuantas horas de descanso podían producir.

Seguro que era culpa del SPM.

Un poco más tarde, tras el desayuno, Paula desempolvó las bicicletas. La de Nico estaba lista para funcionar, pero la suya estaba cubierta de telarañas, y tuvo que limpiarla. Se dió cuenta de que los neumáticos de ambas estaban bajos, pero le pareció que podían aguantar un recorrido de ida y vuelta hasta el centro.

Una vez que hubo ayudado a su hijo a ajustarse el casco, empezaron a pedalear hacia Edenton bajo un cielo azul limpio de nubes. Nico iba en cabeza.

En diciembre se había pasado todo un día practicando, arriba y abajo, en el aparcamiento del bloque de apartamentos de Atlanta donde vivían. Ella lo había ayudado, sujetándolo por el asiento hasta que Nico agarró el truco. El chico tardó unas pocas horas y le costó unas cuantas caídas, pero demostró que poseía un instinto natural. Nico siempre había tenido una especial habilidad para todo lo que significara moverse, y aquél era un hecho que no dejaba de sorprender a los médicos cada vez que lo examinaban.

Paula  había acabado aceptándolo como una de las muchas contradicciones del carácter de su hijo.

Naturalmente, como cualquier otro niño de cuatro años, sólo era capaz de concentrarse en mantener el equilibrio, disfrutar y poco más. Para él, montar en bicicleta suponía toda una aventura y pedaleaba con total entrega, especialmente si su madre lo acompañaba. A pesar de que no había mucho tráfico, Paula se encontró dándole órdenes constantemente.

«Mantente cerca de mamá.»

«¡Para!»

«No te metas en la carretera.»

«¡Para!»

«Acércate, que viene un coche.»

«¡Para!»

«Cuidado con el agujero.»

«¡Para!»

«No vayas tan deprisa.»

«¡Para!»

«Para» era la única indicación que Nico entendía y, cada vez que su madre se lo ordenaba, apretaba los frenos, ponía los pies en el suelo y se daba la vuelta con una sonrisa grande y luminosa con la que parecía decir: «Mamá, esto es tan divertido... ¿Por qué te preocupas tanto?»

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 21

Sentada en la cocina, Paula Chaves llegó a la conclusión de que la vida era como el estiércol.

Cuando el estiércol se emplea en jardinería, es un fertilizante barato y eficaz que nutre el terreno y ayuda a que las plantas resplandezcan; pero, fuera de un jardín, por ejemplo en el campo, cuando uno lo pisa, es sólo mierda.

Hacía apenas una semana, en el mismo instante en que había conseguido reunirse con Nico en el hospital, tuvo la impresión de que la vida estaba abonando su pequeño jardín particular. En aquellos momentos, nada había tenido importancia para ella aparte de su hijo; así que, cuando se cercioró de que Nico se hallaba a salvo y bien, le pareció que el mundo era un buen lugar para vivir; que su existencia, por decirlo de otro modo, había recibido una ración extra de fertilizante.

Sin embargo, una semana después, todo parecía diferente. La realidad se había impuesto tras el paréntesis del accidente y no era en absoluto una ayuda.

Se encontraba sentada ante la mesa de fórmica de la cocina, intentando hallar algún sentido al montón de papeles que tenía delante. El seguro se había hecho cargo de su estancia en el hospital, pero no de los gastos complementarios. Su coche, que a pesar de ser una antigualla aún era fiable, se había convertido en un montón de chatarra, y la póliza de la compañía sólo le cubría los daños a terceros.

Por suerte, su jefe —que Dios lo bendijera— le había dicho que se tomara su tiempo antes de reincorporarse al trabajo; pero ya habían transcurrido ocho días, y todavía no había ingresado un céntimo. Las facturas de la luz, el agua y el teléfono no tardarían más de una semana en llegar y, para colmo, acababa de recibir la cuenta del servicio de grúa que había retirado de la cuneta su vehículo destrozado.

Aquella semana, para Paula la vida era una pura mierda.

Claro que no habría resultado tan penoso de haber sido ella millonaria. Sólo se habría tratado de un simple contratiempo. Podía imaginarse a sí misma en una reunión de amigas ricas, explicándoles la molestia que suponía ocuparse de semejantes trivialidades.

El problema era que, con apenas unos cientos de dólares en el banco, la situación dejaba de ser una molestia y se convertía en un problema de solvencia. De hecho, en un problema de solvencia como la copa de un pino.

Podía hacer frente a las facturas ordinarias con el saldo del que disponía y, si era cuidadosa, todavía le quedaría lo suficiente para comida. Aquel mes se iban a atiborrar de cereales, eso estaba claro, y aún gracias que Rafael les permitía cenar gratis en el restaurante.

La tarjeta de crédito le serviría para pagar los extras de la clínica, unos quinientos dólares.

También había tenido la suerte de poder contar con que Zaira, otra de las camareras de Eights, la llevara con su coche al trabajo y la acompañara a casa al terminar. Eso dejaba pendiente el importe de la grúa. Afortunadamente, los del servicio de remolque se habían mostrado de acuerdo en aceptar los restos del Datsun como pago: setenta y cinco dólares de chatarra y asunto saldado.

El resultado de todo aquello era que recibiría un cargo cada mes por la tarjeta y que tendría que hacer sus compras en bicicleta. O algo peor: que iba a verse obligada a depender de terceros para poder acudir al trabajo. Para toda una universitaria con el título en el bolsillo, no había mucho de lo que alardear.

De haber tenido una botella de vino, no le hubiera importado descorcharla en aquel momento porque habría sido una vía de escape francamente bienvenida. Pero no podía permitirse ni eso.

Setenta y cinco pavos por su coche.

Aunque sabía que la cifra era justa, de algún modo no se lo pareció. Ni siquiera iba a ver el dinero.

Después de firmar los cheques de las facturas los metió en sobres y gastó los últimos sellos. Iba a tener que acercarse a la oficina de correo para comprar más. Lo apuntó en el bloc de nota del teléfono y entonces cayó en la cuenta de que el término «acercarse» acababa de cobrar un nuevo significado. Si no hubiera sido tan patético, se habría puesto a reír por lo ridículo que resultaba.

¡En bicicleta! ¡Que Dios se apiadara de ella!

Intentando hacer un esfuerzo para ver el lado positivo, se dijo que al menos el pedalear la pondría en forma y que, en unos pocos meses, incluso podría estar agradecida. Se imaginó a la gente diciendo a su paso:

—¡Miren qué piernas, si parecen de acero! ¿Cómo lo has conseguido?

—Montando en bici —contestaría ella.

No pudo evitar soltar una risita. ¡Con veintinueve años y explicándole a la gente que montaba en bicicleta! ¡Por favor! Dejó de reír —sabía que no era más que la reacción nerviosa ante el estrés— y salió de la cocina para ver cómo estaba Nico.

El niño dormía como un tronco. Después de darle un beso y arroparlo, salió fuera y se sentó en el porche de atrás mientras se preguntaba si realmente el trasladarse a Edenton había sido una decisión acertada. A pesar de que sabía que quedarse en Atlanta estaba fuera de sus posibilidades, se encontró deseándolo: habría resultado agradable tener de vez en cuando alguien con quien hablar, alguien conocido.

Se le ocurrió que podría llamar por teléfono, pero recordó que, al menos durante aquel mes, semejante despilfarro quedaba descartado. Por otra parte, tampoco estaba dispuesta a llamar a cobro revertido; no se habría sentido cómoda haciéndolo, aunque probablemente a sus amigos no les habría importado. No obstante, seguía deseando charlar con alguien. Sí, pero ¿con quién?

Aparte de Zaira—su compañera en el restaurante, soltera y con veinte años— y Ana Alfonso, Paula no conocía a nadie más. Si una cosa era haber perdido a su madre hacía unos años, haberse alejado de todos sus conocidos era otra muy distinta. Tampoco la ayudaba el saber que era culpa suya: había sido ella la que había decidido mudarse, la que había decidido dejar el trabajo y dedicarse de lleno a cuidar a su hijo. Aquella forma de vida estaba llena de una atrayente simplicidad y no planteaba grandes necesidades; pero, a pesar de todo, a veces no podía evitar pensar que quizá otras partes de su existencia se le estaban escapando sin que apenas se percatara de ello.

No obstante, su soledad no podía explicarse sólo porque se hubiera mudado. Mirando hacia atrás, tenía que admitir que para ella las cosas ya habían empezado a cambiar durante su última época en Atlanta: la mayor parte de sus amigas se habían casado y habían tenido hijos; otras seguían solteras. Pero Paula ya no tenía nada en común con ninguna de ellas. Las casadas preferían salir con otras parejas, y las que no lo estaban seguían viviendo como cuando eran universitarias. Paula no encajaba en ninguno de los dos ambientes. En cuanto a las que tenían hijos... Bueno, ya había sido bastante duro tener que soportar los constantes comentarios acerca de lo fantásticos que eran los otros niños. Le había resultado difícil hablar de Nico; pero lo peor había sido que las otras madres, a pesar de que solían mostrarse comprensivas, nunca habían entendido la realidad de su situación.

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 20

Matías Paz estaba apoyado contra la camioneta de Pedro cuando lo vió salir del cementerio. Tenía en la mano un par de latas de cerveza unidas por un plástico, el resto de un paquete de seis que había empezado la noche anterior. Desprendió una y se la lanzó a Pedro cuando se le acercó. Éste, cuyos pensamientos seguían anclados en el pasado, la atrapó en el aire, sorprendido por la presencia de su amigo.

—Creía que estabas fuera por lo de la boda —le dijo.

—Lo estaba, pero regresamos ayer por la noche.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Nada. Sólo que supuse que a esta hora te apetecería una cerveza —contestó Matías con toda naturalidad.

Con un metro noventa y unos ochenta kilos de peso, Matías era más alto y delgado que Pedro.

Estaba prácticamente calvo —de hecho, había empezado a perder el pelo a los veinte— y usaba unas gafas de montura metálica que le daban aspecto de contable o de ingeniero, aunque lo cierto era que trabajaba en la ferretería de su padre. Todos los que lo conocían lo consideraban un genio de la mecánica, porque era capaz de reparar cualquier cosa, desde una máquina corta césped hasta una excavadora, y sus dedos estaban permanentemente manchados de grasa. Al contrario que Pedro, había ido a la Universidad de Carolina del Este. Allí, antes de regresar a Edenton, había estudiado Administración de Empresas y conocido a una licenciada en Psicología de Rocky Mount llamada Melisa Kindle.

En aquellos momentos, llevaban doce años casados y tenían cuatro hijos, todos varones. Pedro había sido testigo en la boda y era el padrino del chico mayor. A veces, por la forma en que Matías hablaba de su familia, Pedro tenía la impresión de que su amigo estaba más enamorado de Melisa que cuando la había conocido en los pasillos de la universidad.

Matías, al igual que él, también era voluntario en el Cuerpo de bomberos de Edenton. Ante la insistencia de Pedro, los dos se habían alistado y pasado juntos por la fase de entrenamiento. Aunque para Matías era más una cuestión de deber que de vocación, era el tipo de persona que a Pedro le gustaba tener cerca cuando las cosas se ponían difíciles: allí donde él arriesgaba, Matías aportaba prudencia. Ambos se compenetraban ante el peligro.

—No sabía que fuera tan previsible —comentó Pedro.

—¡Vamos, hombre, si te conozco mejor que a mi propia esposa!

Pedro entornó los ojos mientras se apoyaba en la camioneta.

—¿Cómo está Melisa?

—Está bien. Un poco más y su hermana la vuelve loca con lo de la boda; pero, ahora que estamos de vuelta en casa, las aguas vuelven a su cauce: sólo nos tiene a mí y a los niños para que le demos la tabarra. —La voz de Matías se suavizó imperceptiblemente—. ¿Y tú, qué? ¿Cómo lo llevas?

Pedro se encogió de hombros, evitando la mirada de su amigo.

—Estoy bien.

Matías no insistió. Sabía que Pedro no añadiría nada más. La muerte de su padre era un asunto del que nunca hablaba. Abrió su cerveza, y Pedro hizo lo mismo. Luego sacó un pañuelo para el cuello del bolsillo trasero y se enjugó el sudor de la frente.

—Me han dicho que, mientras yo estaba fuera, tuviste una gran noche en las marismas — comentó.

—Sí, la tuvimos.

—Ojalá hubiera podido estar allí.

—No sabes lo bien que nos habría venido tu ayuda. Fue una tormenta de mil demonios.

—Sí. Pero, si hubieran contado conmigo, se les habría acabado la diversión en el acto porque habría ido directo, sin pérdida de tiempo, a esos malditos refugios. No me explico cómo tardasteis tanto en dar con la solución.

Pedro se rió por lo bajo antes de dar un sorbo a su bebida y mirar a Matías.

—¿Melisa insiste todavía en que lo dejes?

Matías se guardó el pañuelo y asintió.

—Ya sabes cómo es, ahora que tenemos a los chicos y todo eso. Sólo quiere que no me pase nada.

—Y tú, ¿qué opinas?

Matías lo meditó antes de contestar.

—No sé, antes estaba convencido de que lo haría siempre; pero ya no estoy tan seguro.

—¿Estás pensando en dejarlo?

Matías tomó un largo trago de cerveza.

—Sí. Supongo que sí.

—Te necesitamos —repuso Pedro muy serio. Matías soltó una carcajada.

—Pareces un oficial de reclutamiento cuando hablas en ese tono.

—Puede. Pero es la verdad.

Matías negó con la cabeza.

—No, no lo es. Ahora hay muchos voluntarios y una lista de gente dispuesta a ocupar mi lugar a la menor ocasión.

—Pero no tienen tu experiencia...

—Tampoco la tenía yo cuando me alisté.

Matías hizo una pausa mientras reflexionaba.

—Mira, no sólo es por Melisa; también es por mí. He estado metido en eso durante mucho tiempo y creo que ya no significa lo mismo que cuando empecé. Entiéndelo. No soy como tú, ya no siento la necesidad de seguir. Me apetece poder estar con los chicos sin tener que salir pitando por culpa de una llamada inesperada... Me apetece poder llegar a casa a la hora de la cena sabiendo que la jornada se ha acabado de verdad.

—Suena como si ya hubieras tomado la decisión.

Matías percibió claramente la decepción que se traslucía en la voz de su amigo y tardó unos segundos en asentir.

—Bueno, la verdad es que así es. Me refiero a que cumpliré con el año que me queda, pero eso será todo. Sólo quería que fueras el primero en saberlo,

Pedro  no contestó. Al cabo de un momento, Matías ladeó la cabeza y le dirigió una tímida mirada.

—Escucha, hoy no he venido para esto. Estoy aquí para darte un poco de apoyo, no para soltarte mi rollo.

Pedro parecía perdido en sus pensamientos.

—Como te he dicho, estoy bien.

—¿Te apetece que vayamos a alguna parte a tomarnos unas cervezas?

—No. Debo regresar al trabajo. Estamos terminando la casa de Sergio Herrero.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Vale. Entonces, ¿qué tal si quedamos para cenar la próxima semana, cuando hayamos recuperado un poco el ritmo normal?

—¿Filetes a la brasa?

—¡Naturalmente! —exclamó Matías, como si jamás hubiera pensado en otra posibilidad.

—Me parece bien —contestó Pedro lanzándole una mirada suspicaz—. Oye, Melisa no tendrá pensado invitar a ninguna amiga, ¿verdad?

Matías se echó a reír.

—No. Pero si quieres que busque a alguien para tí...

—Ni hablar. Después de lo de Clara, ya no me fío de su buen criterio.

—¡Pero qué dices! Clara no estaba tan mal...

—Eso lo dices porque no tuviste que aguantar su cháchara toda la noche. Fue como el conejito de uno de esos anuncios de pilas que duran y duuuran. Pues ella, igual: habla y haaabla.

—Eso fue porque estaba nerviosa.

—Eso fue un tormento.

—Le diré a Melisa lo que me has dicho.

—¡Ni se te ocurra!

—Es broma. Sabes que no lo haría. ¿Qué tal si quedamos el miércoles? ¿Te va bien?

—Me va de perlas.

—Entonces, hecho.

Matías  hizo un gesto de aprobación y se apartó de la camioneta mientras rebuscaba las llaves en el bolsillo. Aplastó la lata vacía y la arrojó a la parte trasera del vehículo de Pedro, donde rebotó ruidosamente.

—Gracias —dijo éste.

—De nada, hombre.

—Me refiero por haber venido hoy...

—Tranquilo. Ya sabía que te referías a eso.

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 19

Era verano —no había clases—, y Pedro había pasado la mayor parte del tiempo intentando borrar de su mente lo sucedido. Su madre había guardado el luto durante dos meses, en señal de duelo. Luego, las prendas negras fueron a parar a un cajón, y ellos dos encontraron un nuevo lugar para vivir, más pequeño. Aunque un niño de nueve años apenas puede comprender lo que significa la muerte de un ser querido y cómo se sobrelleva, Pedro captó perfectamente el mensaje que su madre le hacía llegar: «Desde este momento, sólo estamos tú y yo. Debemos seguir adelante.»

A partir de aquel fatídico verano, Pedro pasó por la escuela sacando unas notas buenas pero en absoluto espectaculares, avanzando regularmente de curso en curso. Otros lo hubieran calificado de tenaz o adaptable y habrían acertado. Gracias a las atenciones y a la entereza de su madre, la adolescencia de Pedro transcurrió como la de la mayor parte de los muchachos de su edad en aquella parte del país. Fue de acampada y de excursión en canoa siempre que pudo, y, durante los años que pasó en el instituto, jugó al fútbol, al baloncesto y al béisbol. Sin embargo, en muchos sentidos fue un chico solitario. Matías había sido, y seguía siendo, su mejor amigo. Todos los veranos se iban, mano a mano, de caza y a pescar. A veces, incluso habían llegado a desaparecer durante toda una semana tras haber viajado hasta lugares tan alejados como Georgia. A pesar de que Matías se había casado, seguían manteniendo sus escapadas siempre que les era posible.

Cuando terminó de estudiar en el instituto, Pedro prefirió ponerse a trabajar en lugar de ir a la universidad, y se dedicó a la carpintería. Empezó aprendiendo el negocio al lado de un hombre desagradable, un alcohólico al que su mujer había abandonado y que se preocupaba más por el dinero que podía ganar que por la calidad de su trabajo. En una ocasión casi llegaron a las manos tras una violenta discusión. Pedro lo dejó y se dedicó a estudiar para obtener la licencia de contratista.

Durante aquel tiempo, se ganó el sustento en una mina de yeso, cerca de Little Washington, un trabajo que le provocaba violentos ataques de tos casi cada noche. No obstante, a los veinticuatro años ya había ahorrado lo necesario para instalar su propia empresa. No hubo proyecto que dejara a un lado por modesto que fuera y, a menudo, trabajaba a precio de coste con el fin de establecerse en el mercado y labrarse una reputación. Aunque a los veintiocho ya había estado a punto de quebrar un par de veces, perseveró y consiguió salir adelante.

Durante los últimos ocho años había mimado su pequeña empresa y, finalmente, estaba empezando a ganarse la vida razonablemente bien. No se rodeaba de lujos: su casa era modesta y su camioneta tenía más de seis años, pero disponía de lo suficiente para poder llevar la vida sencilla que deseaba.

Una vida que incluía trabajar como voluntario para el Cuerpo de bomberos.

Ana  había intentado disuadirlo, pero no lo consiguió. Fue la única vez que Pedro había ido en contra de los deseos de su madre.

Ella, naturalmente, también aspiraba a que él la convirtiera en abuela, así que, de vez en cuando, dejaba escapar algún comentario. Pedro no le daba importancia y cambiaba de conversación. Nunca había pensado seriamente en casarse y dudaba de que alguna vez llegara a hacerlo. Aunque en un par de ocasiones había tenido pareja estable, no se veía en el papel. La primera vez había sido a los veinte, y la chica se llamaba Valeria. Cuando se conocieron, ella acababa de poner fin a una relación desastrosa —su novio había dejado embarazada a otra— y en Pedro encontró el consuelo y el apoyo que necesitaba. Era dos años mayor que él e inteligente.

Durante un tiempo, las cosas marcharon bien, pero Valeria deseaba algo más serio. Pedro le advirtió que no sabía si estaba preparado ni si llegaría a estarlo alguna vez. El asunto se convirtió en una fuente de problemas para los que él no tenía una respuesta fácil. Poco a poco, acabaron distanciándose, hasta que finalmente ella lo dejó. Lo último que supo de Valeria era que se había casado con un abogado y que vivía en Charlotte.

Luego llegó Lorena, que, al contrario que Valeria, era más joven que Pedro. El banco para el que trabajaba la había trasladado a la agencia de Edenton y, como responsable del departamento de créditos, se pasaba largas horas en la oficina. Cuando él se presentó en busca de una hipoteca, ella todavía no había tenido tiempo de conocer a casi nadie. Pedro se ofreció a presentarle gente, y Lorena aceptó gustosa. Al cabo de nada, ya salían juntos. Poseía un encanto infantil e inocente que impresionó vivamente a Pedro y despertó su instinto de protección. No obstante, no tardó en hacerse evidente que ella también deseaba llegar más lejos de lo que él estaba dispuesto a ir. Al final, no tardaron en dejarlo. En aquellos momentos, Lorena era la esposa del hijo del alcalde, tenía tres hijos y conducía un mono volumen. Apenas habían intercambiado más que un saludo y algún comentario trivial desde su matrimonio.

Al cumplir los treinta, Pedro ya había salido prácticamente con todas las mujeres solteras de Edenton, y a los treinta y seis, ya no le quedaban demasiadas candidatas.

Melisa, la mujer de Matías, había intentado arreglarle algunas citas, pero todas acabaron por un estilo. Lo cierto era que nunca había estado verdaderamente interesado. Valeria y Lorena coincidían en que había algo dentro de él que les había resultado inalcanzable, algo acerca de la forma como se veía a sí mismo que ninguna de las dos había podido comprender.

Aunque a Pedro le constaba que habían obrado con la mejor intención, los intentos de las dos mujeres por franquear aquella distancia no habían cambiado las cosas.

Acabó y se levantó. Las rodillas le crujieron por haber estado tanto rato agachado. Antes de marcharse elevó una plegaria en memoria de su padre muerto. Luego se inclinó una vez más y acarició la lápida.

—Lo siento, papá —murmuró—. Lo siento tanto...

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 18

Tres días después del accidente y del afortunado rescate de Nicolás Chaves, Pedro Alfonso pasó bajo el arco de piedra que servía de entrada al cementerio de Cypress Park, el más antiguo de Edenton, y se encaminó hacia una de las lápidas. Sabía exactamente adonde se dirigía, así que tomó un atajo a través del prado cubierto de monumentos funerarios. Algunos eran tan antiguos que dos siglos de intemperie habían borrado casi todas sus inscripciones. Recordaba la cantidad de veces que se había entretenido intentando descifrarlas, aunque siempre le había resultado imposible. Aquel día, sin embargo, Pedro apenas les prestó atención mientras caminaba con paso firme bajo el cielo encapotado. Cuando llegó junto a un enorme sauce, en la parte oeste del cementerio, se detuvo. La lápida que había ido a ver tenía una altura de treinta centímetros. Se trataba de un simple bloque de granito con un sencillo epitafio en la cara superior.

Aparte de la hierba que había ido creciendo alrededor de la piedra, el resto del césped se veía bien cuidado. Justo delante de la losa, en un pequeño recipiente incrustado en el suelo, había un ramillete de claveles secos. No tuvo necesidad de contarlos ni de preguntarse quién los había depositado allí.

Su madre había dejado once flores, una por cada año de matrimonio. Solía hacerlo en mayo, con ocasión del aniversario de su boda. Así lo había hecho los últimos veintisiete años. En todo ese tiempo, nunca le había dicho a su hijo lo que hacía, y Pedro nunca se lo había mencionado: prefería dejar que ella disfrutara de aquel pequeño secreto si con ello él podía mantener el suyo.

Pedro no visitaba el cementerio el mismo día que su madre. Esa fecha le pertenecía a ella porque era cuando se habían declarado mutuamente su amor delante de la familia y los amigos.

Él, en cambio, iba un día de junio, el mes en que su padre había muerto, el día que nunca podría olvidar.

Como de costumbre, iba vestido con un pantalón vaquero y una camisa de trabajo de manga corta. Había llegado directamente de una obra en la que estaba trabajando, aprovechando el descanso de la hora de almorzar, y el sudor le pegaba al pecho y a la espalda algunas partes de la prenda. Nadie le había preguntado adonde se dirigía, y él no se había tomado la molestia de dar explicaciones. Era un asunto que sólo le incumbía a él.

Pedro se agachó y empezó a arrancar las hierbas más altas de los lados, agarrándolas a manos llenas y tirando bruscamente, hasta que consiguió dejarlas a la misma altura que el césped circundante. Se tomó su tiempo, mientras su mente se iba aclarando y él alisaba el terreno.

Cuando terminó, pasó el dedo por la escueta inscripción. Las palabras eran sencillas:

Horacio Alfonso

Amante esposo y padre

1936-1972

Año tras año, visita tras visita, Pedro había ido creciendo y, en aquel momento, tenía la misma edad de su padre cuando éste había fallecido. Había pasado de ser un muchacho asustado a convertirse en el hombre que era.

Sin embargo, los recuerdos que guardaba de su padre habían acabado bruscamente aquel terrible día. En esos momentos, no importaba cuánto se esforzara, le resultaba imposible imaginar la apariencia que habría tenido de haber estado vivo. Para Pedro, su padre siempre tendría treinta y seis años. Ni uno más ni uno menos. La memoria selectiva se ocupaba de eso, lo mismo que la foto.

Cerró los ojos y esperó a que la imagen acudiera a su mente. No le hacía falta llevarla consigo para saber exactamente cómo era. El retrato seguía descansando sobre la chimenea del salón. Allí la había visto a diario durante los últimos veintisiete años.

La instantánea había sido tomada una semana antes del accidente, una soleada mañana de junio, delante de la casa. Había captado el instante en que su padre estaba saliendo del porche con una caña de pescar en la mano, de camino al río Chowan. Pedro recordaba que había ido tras sus pasos y estaba todavía dentro de la casa, recogiendo los cebos y todo lo que iba a necesitar, cuando su madre había apretado el disparador.

Ana se había escondido tras la furgoneta y había llamado a su marido por su nombre:

«Horacio.» Él se dio la vuelta, y ella le tomó aquella fotografía. Luego, enviaron la película a revelar y por eso no se destruyó junto con las demás. Ana fue a recogerla después de los funerales y no pudo contener las lágrimas cuando la vió. Acto seguido, la guardó en el bolso.

Para los demás no tenía nada especial: era sólo Horacio, caminando, con el cabello revuelto y una mancha en la abotonada camisa; pero para Pedro  reflejaba la verdadera esencia de su padre.

Allí estaba el irrefrenable espíritu que había hecho de él alguien tan especial y por eso a su madre aquella imagen la había afectado tanto. Estaba en su expresión, en el brillo de sus ojos, en su actitud garbosa y despierta.

Un mes más tarde, Pedro la sustrajo del bolso de su madre y se metió en la cama, aferrándola con el puño. Cuando ella fue a darle las buenas noches, lo encontró dormido y con los dedos cerrados en torno a la imagen. La foto estaba empapada de lágrimas. Al día siguiente, Ana encargó una copia, y Pedro construyó un marco con cuatro palitos de helado, montó sobre ellos un trozo de cristal viejo y encajó allí la foto. En todo el tiempo que siguió, nunca consideró siquiera la posibilidad de cambiar el marco.

Treinta y seis años.

Horacio  parecía tan joven en aquella imagen... Tenía un rostro fresco y alegre, y apenas se distinguían en la frente y los ojos las arrugas que nunca llegarían a desarrollarse del todo. Si así era, ¿por qué, entonces, aparentaba ser mucho mayor de lo que el propio Pedro se sentía a la misma edad?

Su padre parecía tan sabio, tan seguro de sí, tan valiente... A los ojos de su hijo de nueve años había sido un hombre de unas dimensiones míticas, un hombre que entendía las complejidades de la vida y era capaz de explicar casi cualquier cosa. ¿Acaso se debía a que había vivido más intensamente? ¿Acaso su vida había quedado marcada por más amplias o excepcionales experiencias? ¿O era aquella impresión de Pedro sólo el producto de los sentimientos que unían a un muchacho a su padre, incluido el último instante que habían pasado juntos?

No lo sabía. De hecho, nunca lo sabría. Las respuestas quedaron enterradas junto con su padre mucho tiempo atrás.

Apenas podía recordar las semanas que siguieron a su fallecimiento. Era un período que se había descompuesto en una serie de fragmentos borrosos: el funeral; los días pasados en casa de sus abuelos, en el otro extremo de la ciudad; las asfixiantes pesadillas, cada vez que se iba a la cama.