viernes, 11 de enero de 2019

Rendición: Capítulo 61

–Tu madre hizo una labor admirable contigo. ¿Pero qué pasó cuando cumpliste veinte años? ¿No querías mudarte de casa?

–Podría haberlo hecho. Tenía dinero de sobra. De hecho, mi madre me lo sugirió en una ocasión. Creo que temía que no pudiera tener una relación normal con un chico a causa de lo que pasó.

–¿Salías con alguien entonces?

–Claro. Salía todo el tiempo y me divertía. Pero conocía mis límites y no quería entregarme a cualquiera. Tomé lecciones de defensa personal y evitaba las drogas a toda costa para no perder el control. El vicio abunda en mi campo de trabajo.

Pedro se quedó callado, como si necesitara digerir su historia.

–¿Y por qué yo? –inquirió él, sin andarse por las ramas–. ¿Por qué ahora?

Ese había sido el momento que Paula había estado temiendo. No podía decirle que lo amaba. Si lo hacía, su rígido código de honor le dictaría que se quedara con ella por haberse llevado su inocencia. Y eso era lo último que ella quería. Se tragó las lágrimas y reunió fuerzas para representar el papel más difícil de su vida.

–Ya era hora. No quería ser un bicho raro. Me has resultado útil, no te ofendas –afirmó ella con tono desapegado–. Y sabía que podía confiar en tí. Además, no me has decepcionado.

–Bueno, algo es algo –repuso él, malhumorado, y se levantó de la cama–. ¿Te importa pedir el desayuno al servicio de habitaciones? Voy a prepararme. No quiero llegar tarde a las horas de visita.

Pedro intentó actuar con normalidad el resto del día, aunque sus sentimientos eran un caos desmadejado. La señora Chaves fue trasladada a una habitación en la planta normal e insistió en que su hija volviera al trabajo. Al fin, Ariel decidió hacerlo. El jet los llevó a Antigua para la hora de la cena. No estaba seguro de qué pasaba, pero notaba algo extraño en Paula. Quizá, solo estaba preocupada por su madre. O, tal vez, se arrepentía de los momentos de intimidad con él.

Nada más llegar, Paula tuvo que dedicarse por completo al rodaje. El tiempo apremiaba, pues había que terminar antes de que la temporada de lluvias arreciara.

Una tarde Pedro quedó impresionado por la actuación de Paula. En la escena, un marinero borracho la acosaba en el puerto, acorralándola en un callejón. Ella tenía que luchar y, al final, ser rescatada por el oficial del que estaba enamorada.

–No grites, zorra –le amenazaba el borracho, agarrándola del pelo–. Ven aquí o te haré callar para siempre.

A Pedro se le aceleró el pulso, aunque fuera solo ficción. Ella parecía tan frágil, tan desvalida… De pronto, aparecía su amante y golpeaba al atacante, dejándolo inconsciente.

–¡Corten! –gritó Rafael, satisfecho–. Fabuloso. Ya está. Vayan a tomar un poco el sol.

Paula se acercó a Pedro con el pelo enredado y las mejillas sucias de barro.

–Estoy destrozada –dijo ella, pálida y con ojeras–. ¿Te importa si cenamos en la habitación?

–Claro que no.

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