viernes, 4 de enero de 2019

Rendición: Capítulo 47

–Yo prefiero hablar menos y actuar más –señaló ella y cerró la puerta de un portazo, después de sentarse.

–¿Te importa si damos una vuelta? –preguntó él sin sonreír, con gesto sombrío.

–Claro que no.

La conversación languideció. Pedro condujo con calma y con eficiencia. Cuando ella estaba a punto de perder la paciencia por su silencio, Pedro se metió en un camino de arena que llevaba a una pequeña cala desierta. Paró debajo de una gran palmera. Sin decir palabra, salió del coche, abrió el maletero, rebuscó algo y, luego, le abrió la puerta a Paula con una manta blanca en la mano.

–Vamos –dijo él y, antes de ayudarla a salir del coche, se agachó y le quitó los zapatos.

A continuación, le dió la mano y, cuando Paula estuvo de pie, la besó. Fue un beso lleno de promesas que hizo que a ella le temblaran las rodillas. Caminaron hasta un extremo de la cala.

–Aquí está bien. Siéntate, princesa –indicó él, extendiendo la manta junto a la orilla.

Lo cierto era que Pedro la intimidaba un poco, reconoció Paula para sus adentros. No en el sentido físico, sino porque era casi imposible adivinar sus pensamientos. Se sentaron pegados el uno al otro. Ella dobló las rodillas, llevándoselas al pecho, tiritando un poco. Por supuesto, él se dió cuenta de inmediato, se quitó la chaqueta y la cubrió con ella.

–Gracias.

El rostro de él seguía siendo impenetrable.

–¿De qué querías hablarme? –quiso saber ella.

–Mírame. Estoy aquí, en una playa del trópico, con la actriz más deseada de América. ¿Cómo he llegado a esto?

Ella se encogió de hombros.

–Yo te obligué. Y me disculpo por eso, por cierto. No he estado enferma en ningún momento. Podrías haberte quedado en tu montaña con tus probetas y tus libros.

Pedro rió.

–No quiero que haya secretos entre nosotros –señaló él, tras una pausa–. Si nos convertimos en amantes, te mereces que sea sincero contigo, al menos.

–Por favor, no me digas que el castillo tiene una mazmorra llena de cadáveres.

–No tengas miedo. No es tan malo.

Pedro se tumbó de espaldas, mirando al cielo.

–Cuando crecí, me sentía prisionero. Después de que mi madre y mi tía hubieran muerto, mi padre y mi tío nos ocultaron del mundo. Tuve muchos tutores y tomé el primer curso de medicina a distancia antes de que me saliera pelo en la cara. Un día, me miré al espejo y me dí cuenta de que tenía dieciocho años y nunca había salido con una chica.

Paula guardó silencio, sin querer interrumpirlo.

–Solo pudimos convencer a nuestro padre y nuestro tío de que nos dejaran salir a estudiar en la universidad si adquiríamos un nombre falso –prosiguió él–. Ellos temían que nos secuestraran si sabíamos quiénes éramos.

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