miércoles, 29 de abril de 2020

En Un Instante: Capítulo 60

Algo estaba corroyéndola por dentro. La observó mientras se dirigía a su dormitorio con la cabeza agachada como si el cuello no aguantase el peso de lo que la agobiaba. No sabía cómo salvar la distancia que ella parecía dispuesta a poner entre los dos. Quizá debiera dejar de intentarlo. Su sentimientos eran cada vez más intensos, pero eso no quería decir que ella sintiese lo mismo. Cerró los ojos. No. Había captado algo en su mirada, algo delicado, cariñoso y real, como la estrella que había en lo más alto del árbol, pero ella se había alejado antes de que pudiera alcanzarlo. Colgó los dos calcetines con un suspiro y empezó a apagar las luces y a cerciorarse de que todo estaba bien cerrado, como hacía todas las noches, pero dejó encendidos los dos árboles de Navidad, otra tradición de los Alfonso. Su padre solía guiñar un ojo y decir que Santa Claus tenía que encontrar el camino, aunque sus hermanos y él ya fuesen bastante mayores. Quizá esa fuese la mayor carencia de Paula. Por lo que le había contado, había vivido una infancia dolorosa. Él era el más afortunado de los dos. Efectivamente, le habían arrebatado a sus padres de una forma atroz, pero también había vivido veinticuatro navidades muy felices, con ellos, bueno, veintitrés y una en la que había sido un majadero.  A juzgar por lo que le había contado y por cómo había disfrutado ese día, las fiestas durante la infancia de ella tuvieron que ser tristes y grises. Se prometió que ese año serían distintas. Al día siguiente haría todo lo que pudiera para que pasara el día alegre y lleno de esperanza que se merecía. Miró por última vez el árbol, pasó una mano por la Biblia de su padre, que seguía en la mesa, y se dirigió hacia la cama solitaria donde había dormido durante los últimos doce años. Deseó con todas sus fuerzas que las cosas pudiesen ser distintas.


Paula pensó que ver a Abril en la mañana de Navidad era un placer inmenso. Agradecía todos los regalos que abría, desde unos pintalabios que había elegido su padre, según había confesado él mismo, hasta un libro electrónico que, según ella, llevaba siglos esperando. Si se emocionaba tanto con doce años, ella podía imaginarse cómo habría reaccionado unos años antes.  Le encantaba ver la unión entre el padre y su hija. Pedro era un padre maravilloso, firme y cariñoso a la vez. Debería haber tenido más hijos. Sintió una punzada de compasión porque su vida había tomado una dirección muy distinta a la que él, seguramente, había esperado.

—Ya solo quedan unos pocos —comentó Abril.

La niña tomó la caja con un envoltorio precioso que ella sabía que contenía el regalo que Abril le había hecho a su padre.

—Toma, este es para tí—dijo Abril fingiendo sorpresa—. ¿Qué será?

 —No sé por qué, pero me parece que ya sabes la respuesta — replicó Pedro entre risas.

 —Es posible. ¡Ábrelo!

Pedro miró la caja.

—El envoltorio es precioso. Sea lo que se, alguien ha dedicado mucho tiempo a envolverlo.

 —Es mío, ¿De acuerdo? ¿Te importaría abrirlo?

 Él se rió otra vez. Evidentemente, disfrutaba fastidiando a su impaciente hija.

En Un Instante: Capítulo 59

—Ya está —dijo él dejando el cajón en el suelo—. Llenaré los calcetines mientras tú pones los otros regalos debajo del árbol.

Ella, con cierto asombro, pensó que los padres de todo el mundo estaban haciendo lo mismo. No tardó mucho en hacer su parte y miró a Pedro, más fascinada de lo que le gustaría, mientras él llenaba los calcetines con golosinas.

 —¿Has envuelto tú los regalos? —le preguntó ella mirando los preciosos regalos que había debajo del inmenso árbol.

—Algunos. Supongo que Luciana compró envueltos la mitad y yo envolví el resto. No sé cómo encontró tiempo para pensar en los regalos de Abril en medio de la vorágine de la boda, pero lo hizo. Suele empezar muy pronto y normalmente ha terminado en Acción de Gracias.

—Parece una persona asombrosa.

—Lo es. Creo que te pareces y sé que le encantarías.

El remordimiento le atenazó las entrañas. No tendría la ocasión de conocer a Luciana Alfonso. Cuando volviera de la luna de miel con su marido, ella solo sería un recuerdo para Pedro y su hija, y no sería uno muy agradable.

 —Con este ya está.

 Él colgó un calcetín de un gancho de latón que había puesto en la repisa de la chimenea y volvió a la mesa para rellenar los dos que quedaban, uno para él y otro para ella, supuso Paula.

 —¿Tienes un calcetín para mí?

—Naturalmente —contestó él con sorpresa.

Él lo levantó y ella vió que era un precioso calcetín color vino y tejido a mano.

 —¿De dónde lo has sacado?

—Del desván. Lo encontré en una caja con cosas de Navidad que había ahí. Por eso he tardado tanto —contestó él mirándola con una expresión que ella no supo descifrar—. Era de mi madre y me imaginé que a ella le encantaría compartirlo contigo.

 De su madre… De la mujer que había pintado esas obras tan preciosas que había encima de la chimenea y el retrato de Luciana que rebosaba amor hacia su hija. La madre que no había llegado a conocer a su primer nieto ni a todos los que lo siguieron, fuesen biológicos o adoptados. Se le formó un nudo en la garganta mientras miraba esas manos curtidas colgar el delicado objeto y se le empañaron los ojos. Él la miró con espanto.

—¡Eh…! No llores. No quería alterarte. No quería que te sintieras marginada si no tenías nada en la mañana de Navidad.

—Has sido maravilloso conmigo —replicó ella sollozando—. Nunca había pasado unas fiestas tan felices. Lo digo sinceramente. Gracias por pasarlas conmigo, Pedro. No sé cómo decirte lo bien que me lo he pasado todo el rato.

—Tiene gracia —él se rió—. Parece como si se te hubiese roto el corazón o algo así.

 Estaba haciéndose mil pedazos y él tendría que ver los trozos por el suelo.

—Es que… no me merezco tanta amabilidad y generosidad. Solo soy una desconocida.

—Ya no, Paula. ¿No lo entiendes? Siempre serás bien recibida en River Bow.

Cuánto le gustaría que fuese verdad. Debería contárselo todo en ese momento. El remordimiento de conciencia empezaba a pesarle más de lo que podía soportar. Sin embargo, ¿Cómo iba a estropearle la Navidad? Se lo contaría dentro de unos días y sería sincera con él por primera vez.

—Gracias, y por el calcetín también —ella esbozó una sonrisa forzada—. Has sido increíblemente considerado. Por eso se me han saltado las lágrimas, por tu amabilidad. Aparte, el brazo empieza a recordarme que ha sido un día largo y que debería acostarme.

Él la miró con detenimiento y ella puso un gesto que esperó que fuese de serenidad. Tenía que evitar como fuese que captara el amor y el cariño. Si supiese lo mucho que empezaba a quererles a él y a su hija,todo se complicaría mucho.

—Buenas noches. Feliz Navidad.

—Feliz Navidad.

Ella sonrió, reunió toda la fuerza que pudo y lo besó en un rincón de la boca con una despreocupación fingida. Luego, se retiró antes de que él pudiera abrazarla.

En Un Instante: Capítulo 58

Iba a dolerle abandonarlos, iba a dolerle tanto que no sabía cómo iba a soportarlo y ya estaba preparándose para ese dolor inevitable. Sin embargo, no habría desperdiciado esa oportunidad por nada del mundo, ese momento excepcional, que no tenía precio, de estar abrazada a él mientras tintineaban las luces del árbol de Navidad y el fuego crepitaba a su lado. Se besaron lentamente, fueron unos besos profundos y embriagadores que la dejaron anhelante y ávida de más. Entonces, él se separó y apoyó la frente en la de ella.

—No puedo creerme que te conozca solo desde hace unos días. Eres perfecta, la mujer más maravillosa que he conocido. Me siento como si hubiese estado toda la vida esperándote. Encajas perfectamente en nuestras vidas, como si llevaras toda la vida en River Bow.

 La voz ronca atravesó la deliciosa bruma que la rodeaba. Tuvo un arrebato de júbilo al creer que él también estaba empezando a quererla, hasta que la cruda realidad cayó como si el árbol de Navidad se hubiese derrumbado sobre ellos con sus luces y adornos. ¡No! ¿Cómo había podido ser tan egoísta? Había estado tan centrada en pensar lo que le dolería tener que marcharse que no había pensado en los sentimientos de él. Si también estaba empezando a quererla, se enfadaría más todavía cuando descubriera la verdad. Se apartó con el corazón desgarrado por las palabras que no podía decir y con la necesidad de poner espacio entre ellos. El cariño de su mirada se le clavó en la conciencia como unas garras afiladas. Estaba allí, en su casa y entre sus brazos, como una farsante. Cuando él descubriera la verdad, esos besos que le parecían de una dulzura mágica le parecerían de mal gusto. Estaba empeorándolo todo al meterse en sus vidas, al engañarlos para que empezara a quererla. Si hubiese pensado en las consecuencias, no habría llegado hasta ahí.

—¿No crees que ya deberíamos poner los regalos? —preguntó ella con la esperanza de que no captara la desesperación en su voz—. Me imagino que Abril ya estará dormida.

 Él la miró un rato con el ceño ligeramente fruncido.

—Sí. Tienes razón —concedió por fin—. Los tengo guardados en el desván. Tardaré un minuto en bajarlos.

 —¿Quieres que te ayude?

 —No hace falta.

Ella asintió con la cabeza y se sentó encima de las piernas. Mientras esperaba, miró fijamente el fuego y se planteó seriamente marcharse, recoger sus cosas y marcharse en coche en plena Nochebuena. Sin embargo, no podía hacerle eso a Abril. Después del día tan maravilloso que habían pasado, la niña se quedaría muy dolida por una desaparición tan abrupta. Por otro lado, ¿Cómo podía quedarse si cada minuto que pasaba con Pedro, se enamoraba más de él?  Era un lío. Deseó con toda su alma que las cosas pudiesen ser distintas.

Entonces, Pedro bajó las escaleras y entró con un enorme cajón de plástico lleno de regalos.

En Un Instante: Capítulo 57

—Estos días, has conocido algunas de las tradiciones navideñas de los Alfonso, ¿Qué me dices de las tradiciones navideñas de los Chaves?

Ella se quedó rígida y con la taza de chocolate a medio camino de la boca.

 —¿Qué puedo decirte? —preguntó ella en un tono defensivo que él no se había esperado.

 —Tengo curiosidad, nada más. Me he dado cuenta de que no sueles hablar de tí misma. Es difícil llegar a conocerte cuando no cuentas gran cosa.

 —Ya te he contado que mis padres se divorciaron cuando era pequeña y que… no tuve mucha relación con mi padre.

—Sí. Lo siento.

 —Yo he podido ver, por cómo has honrado la Biblia de tu padre, que lo echas mucho de menos. El mío murió solo hace unos meses y no lo echo nada de menos. ¿Eso me convierte en una persona espantosa?

—Eso te convierte en una persona normal, Paula. No lo conocías. No puedes llorar a alguien solo porque tengas su ADN.

Ella se quedó quieta y agarrando el borde de la manta que tenía sobre los pies.

—Si lloro alguna pérdida, es la de la fantasía de haber tenido un padre bueno y cariñoso que quería lo mejor para mí. El tipo de padre que tú eres para Abril.

 Se le formó otro nudo en la garganta por el conmovedor halago que acababa de hacerle y por todo lo que no había tenido en su infancia.

 —¿Y tu madre? —insistió él—. ¿Tenías algunas tradiciones con ella?

 —Íbamos a la iglesia todas las nochebuenas. No recuerdo mucho aparte de eso, pero sí puedo decirte que nunca me había emocionado tanto en un servicio religioso como me he emocionado cuando has leído ese fragmento del Evangelio.

 Ella lo miró con delicadeza y él notó que algo se despertaba en su pecho, como si alguien le hubiera encendido cien árboles de Navidad por dentro. Estaba enamorándose de esa mujer que trataba a su hija con tanta amabilidad. No temas. La breve frase escrita por su padre le apareció en la cabeza. No temas. Estaba seguro que eso no era lo que quería decir su padre, ni los ángeles en el portal de Belén, pero le daba igual. Tomó sin miedo la taza de ella, la dejó en la mesilla que tenía a su lado, y se inclinó para deleitarse con esa boca dulce y suave que lo había hipnotizado todo el día.


Ella sabía que no debería estar haciendo eso, pero besar a Pedro Alfonso era una felicidad irresistible y no podía reunir fuerzas para dejar de hacerlo.

 —He pasado todo el día pensando en besarte otra vez —dijo él en voz baja y sin apartar los labios de los de ella.

Ella se estremeció. El cariño hacia ese hombre sólido, inalterable, rudo y dulce a más no poder aleteó dentro de ella como un pájaro diminuto y frágil. Toda su vida había soñado con un hombre como él. Un hombre que la respetara, que apreciara sus puntos fuertes y que la amara a pesar de sus puntos débiles. ¿Cómo iba a haber podido imaginarse que lo encontraría allí y que tendría que marcharse antes de haber tenido la oportunidad de paladear plenamente esa maravilla inesperada? Le devolvió el beso y volcó en él todas las emociones que no podía decirle. Olía muy bien, a jabón y a algún tipo de loción para después del afeitado natural, y sabía mucho mejor, a chocolate y menta. El brazo con la escayola le molestaba, aunque él tenía mucho cuidado en no tocárselo, y deseó no tener que preocuparse por él. Se olvidó de ese pensamiento en cuanto lo tuvo. Nunca se había imaginado que se alegraría tanto de haberse roto un brazo. Si no se lo hubiese roto, habría dejado el cuadro y habría vuelto a San Diego para organizar la entrega del resto de la colección. Nunca habría conocido a Pedro o Abril más allá que como a unos desconocidos que se encuentran. Nunca habría descubierto lo atractivo que le parecía un hombre que se preocupaba profundamente por su hija y que intentaba hacer lo mejor por ella en unas circunstancias complicadas. El día que se presentó en la puerta, no pudo imaginarse ni remotamente que disfrutaría de la Navidad más feliz de su vida en compañía de un ranchero rudo y de su irresistible hija.

En Un Instante: Capítulo 56

Un instante después,  Abril entró con la Biblia de cuero negro que había visto leer a su padre todas las mañanas después de las tareas.

—Toma, papá.

Él tomó la Biblia con el nombre de Horacio Alfonso en letras doradas. La miró dominado por los recuerdos. Cuando iba a la escuela dominical y tenía que sujetar a los gemelos para que no se pelearan en el banco. Cuando iba en el tractor con su padre y lo escuchaba hablar de su respeto por la tierra y de su relación con Dios. Sin embargo, se acordaba sobre todo de aquellas palabras tan duras que le soltó a su padre unos días antes de que muriera; que estaba harto de que intentara dirigir su vida, que estaba hasta las narices de que lo tratara como si no tuviera ni cerebro ni agallas para hacer las cosas por su cuenta, que no podía respetar a un hombre que no consideraba a su hijo como una persona adulta que intentaba vivir su vida. Dejó a un lado ese recuerdo y se concentró en aquellos años de su infancia cuando la familia se reunía allí para leer sobre bebés, milagros y regalos llegados del cielo. Abrió la Biblia por la manoseada página de San Lucas que estaba subrayada en rojo por la mano de su padre. Había leído esa Biblia todos los años desde que volvió al rancho, pero nunca se había fijado en la breve nota que su padre había escrito al margen y había subrayado tres veces. ¡No temas!, decía la nota. Por algún motivo, le pareció como si su padre quisiera decirle algo. La miró un buen rato, hasta que Abril habló.

—Papá… ¿No vas a leer?

—Sí. Perdona —él se aclaró la garganta y empezó a leer.

Cuando terminó y levantó la mirada, Abril tenía un brillo de felicidad en los ojos.

—Nunca me canso de oírlo —comentó ella.

Paula también tenía los ojos brillantes, pero si no se equivocaba, era por la emoción.

 —Ha sido precioso. Creo que nunca lo había oído tan bien leído.

La sutil conexión pareció vibrar entre ellos.

—Tuve un buen ejemplo. Mi padre lo leía como si fuese uno de los pastorcillos maravillado por la aparición del ángel.

 Ella sonrió y él sintió un agradecimiento inmenso. Si ella no hubiese estado allí, ¿habría sentido él el más mínimo espíritu navideño ese año o habría hecho lo mismo de siempre para que su hija disfrutara de las fiestas? Abril bostezó y abrió tanto la boca que enseñó las muelas.

—Tienes que acostarte, y no te escondas para ver qué te ha traído Santa Claus.

—No lo haré —se acercó a él y le rodeó el cuello con los brazos—. Te quiero, papá. Feliz Navidad.

Él la abrazó con un nudo en la garganta.

—Yo también te quiero, cosita.

Ella hizo una mueca al oír cómo la llamaba desde que era muy pequeña y, para sorpresa de él, fue hasta Paula.

—Feliz Navidad. Me alegro mucho de que hayas estado este año. Todo ha sido más divertido.

Él vió que Paula abría los ojos como platos cuando Abril le rodeaba el cuello con los brazos, pero, después de un momento de asombro, también la abrazó.

 —Ha sido un día maravilloso. Buenas noches. Hasta mañana. Feliz Navidad.

 Cuando Abril empezó a subir las escaleras de troncos, él, de repente, se dió cuenta de que estaba solo con su invitada otra vez.

—Seguramente, también estarás agotada.

—No mucho. Esa cabezada me ha despejado. En realidad, no tengo nada de sueño.

—Yo tengo que esperar como una hora para cerciorarme de que está dormida y poder hacer de Santa Claus. ¿Quieres ayudarme?

—¡Ah! —exclamó ella con curiosidad—. Parece divertido.

—Tengo que reconocer que soy egoísta con esta parte de la Navidad. Antes, y este año a pesar de la locura de la boda, Luciana me comparaba casi todos los regalos. Incluso, envolvía la mayoría. Se le da bien y dejaba que lo hiciera, pero yo siempre le decía que me gustaba hacer de Santa Claus. Siempre me ha gustado llenar los calcetines y dejar los regalos alrededor del árbol. Gracias por acompañarme.

—De nada.

—¿Quieres beber algo?

—Llevo todo el día pensando en ese delicioso chocolate de frambuesa que Abril me hizo ayer.

—Hecho.

En realidad, a él también le apetecía un chocolate. Era perfecto para Nochebuena. Calentó el agua y mezcló los sobres que había dejado Luciana, de frambuesa para Paula y de menta para él. Una vez disueltos, llevó las tazas al salón y se la encontró mirando el reflejo de las luces del árbol en el ventanal. Esa vez sí se sentó a su lado. Se quedaron en un silencio sorprendentemente agradable, sobre todo, por las vibraciones que parecían surgir entre ellos.

lunes, 27 de abril de 2020

En Un Instante: Capítulo 55

—Papá… —ella puso los ojos en blanco—. ¡Tengo once años y medio!

 —¿Y…? ¿Crees que hay reglas distintas para niñas listillas que se creen muy mayores?

 —Eres bobo —replicó ella con una sonrisa y levantándose del sofá— , pero estoy cansada y creo que me acostaré. ¿Vamos a leer la historia de Navidad antes?

—¿Por qué no te pones el pijama y luego la leemos en el salón junto a la chimenea y el árbol?

 —Trato hecho.

 Salió corriendo del cuarto con la misma energía que ponía en todo.

—Siempre leemos la historia en el evangelio según san Lucas —le explicó él a Paula cuando se quedaron solos—. Era una tradición de mis padres. No tienes que quedarte si no quieres.

 —Abril y tú están creando sus propias tradiciones. Puedo irme a la cama si quieres leerla solo con tu hija.

—En absoluto. Ven, puedes ayudarme a echar unos leños al fuego.

Aunque sabía que tocarla no era una buena idea, la cortesía más elemental le obligó a tenderle una mano para ayudarla a levantarse. Cuando se levantó, se quedaron tan cerca que podía notar la caricia de su aliento. Ella lo miró y a él le pareció captar algo brillante y cariñoso.

 —Paula…

Fuera lo que fuese a decir, se le quedó en la garganta ahogado por el deseo de besarla. Ella se inclinó y le rozó el pecho con sus senos, con los labios levemente separados y con el pulso palpitándole en la base del cuello. Esa vez no iba a apartarlo. Podía llamarse arrogancia masculina o instinto, pero lo sabía con certeza. Fue a besarla, pero cuando sus bocas iban a encontrarse, oyeron unos pasos apresurados en el pasillo.  Se separó justo cuando Abril entró a toda velocidad.

—Ya estoy —anunció la niña con orgullo —. Me he cambiado en un tiempo récord, ¿Verdad?

—Dolorosamente deprisa —murmuró él—. Tanto que no he tenido tiempo de avivar la chimenea.

 Paula dejó escapar un sonido muy leve que podría haber sido burlón o de decepción.

—También tengo que ir a por la Biblia de mi padre, que está en la alacena del comedor —siguió él.

—Yo iré. Sé dónde está. La ví cuando ayudaba a Luciana a buscar unas cosas para la boda. Ustedes aviven el fuego —les ordenó Abril.

—A sus órdenes.

A él le parecía que eso era precisamente lo que habían estado haciendo y le gustaría retomarlo donde lo habían dejado, pero, evidentemente, no era el mejor momento. Fue al salón, donde las luces del árbol iluminaban la habitación con mil colores. Ella lo siguió y se sentó en el sofá mientras él añadía unos troncos al fuego que había encendido esa tarde.

—Según el guion de Abril, ¿Debería estar ayudándote con el fuego? —preguntó ella.

 —A ella le gustan las cosas de una manera concreta —él se rió—. No sé de dónde habrá sacado eso.

 —No puedo ni imaginármelo —murmuró ella.

Él volvió a querer sentarse al lado de Paula y que Abril ocupara el otro sofá, pero le pareció muy egoísta.

En Un Instante: Capítulo 54

Sin embargo, no había sabido elegir una mujer cariñosa que fuese su madre. Por su mala elección, ella siempre tendría un vacío donde debería haber estado su madre. Le gustase o no, ella había sufrido otro revés emocional por el matrimonio de Luciana ¿Cómo sobrellevaría otra pérdida, aunque fuese reciente, cuando Paula volviera a San Diego? Se acordó de esos momentos en el trineo, cuando la conexión vibraba entre ellos. Estaba empezando a quererla mucho y la idea lo aterraba. No lo había buscado. Si alguien se lo hubiese preguntado, le habría respondido que estaba contento con su vida y que no necesitaba a nadie.  Su matrimonio con Melina había sido un jaleo de tal calibre que había decidido que eso no estaba hecho para él, que prefería no tener pareja, criar a su hija y llevar el rancho, que quizá algún día, cuando Abril estuviese en el instituto o algo así, podría empezar a plantearse la posibilidad de tener una relación, algo sólido, fácil y cómodo. Hasta que Paula había irrumpido en su vida con esos ojos cálidos y esa sonrisa tan dulce. Lo tenía complicado. No podía estar en la misma habitación que ella sin querer besarla y acariciarla. Apartó su plato. Esa Nochebuena mágica con ella solo había servido para confirmarle lo vacía que era su vida el resto del tiempo.

—¿Y ahora? —preguntó Abril—. Podríamos ver Elf otra vez. Paula no llegó a ver el final.

A él le gustaba la película, pero no tanto como para verla dos veces en dos días.

—¿Qué te parece Qué bello es vivir? Es mi favorita.

—Bueno— contestó Abril—. A mí también me gusta. Voy a hacer palomitas de maíz.

 —Acabas de comerte una chuleta. ¿No podemos dejar las palomitas?

—Haré algunas por si nos apetecen más tarde.

Al cabo de un rato, estaban en el cuarto de estar sentados como la otra vez. Él en su butaca favorita y ellas dos en el sofá tapadas con una manta. Le habría gustado haberle pedido a Abril que le cambiara el sitio, pero le pareció que a ninguna de las dos le habría gustado la idea. La película era larga y Paula volvió a quedarse dormida durante la última parte. Era conmovedor ver cómo intentaba mantenerse despierta, pero los párpados se le fueron cerrando hasta que se quedó de costado con la boca ligeramente abierta.

 —Me parece que le cuesta quedarse despierta en las películas — comentó Abril con un susurro.

 —Eso parece —confirmó él.

Quizá ella tampoco hubiese dormido bien después de aquel beso. Era mezquino por su parte, pero eso esperaba. Sin embargo, esa vez se despertó justo antes del final. Él estaba mirándola y le gustó su manera de parpadear con una expresión somnolienta.

—Vaya —exclamó Paula con un bostezo y la voz ronca—. Me encanta esa parte —se frotó los ojos—. Creo que me he quedado dormida.

 —¡Desde luego! —afirmó Abril—. Intentaste no dormirte, pero creo que estabas demasiado cansada.

—¿Cuánto me he perdido?

—No me acuerdo. ¿Papá, tú sabes cuándo se quedó dormida?

Él sabía la escena exacta, pero si lo reconocía, ella se daría cuenta de que había estado observándola detenidamente.

 —Justo cuando George Bailey se da cuenta de que esa casa se habría desmoronado sin él.

 —Y se imagina a su querida esposa como una solterona —murmuró ella sonrojándose un poco.

 Él se preguntó por qué se habría sonrojado.

—Esa película me pone contenta —comentó Abril—. Ya no sé cuál es mi película favorita de Navidad, si Elf o Qué bello es vivir. Las dos son muy buenas.

—No hace falta que lo decidas esta noche. Es más, son casi las once. Deberías acostarte. Acuérdate de que Santa Claus no viene si estás despierta.

En Un Instante: Capítulo 53

Abril se montó en el trineo con una sonrisa deslumbrante.

—Es una mujer encantadora. Yo le he dado un plato de galletas y me he llevado esta cesta enorme. Hay una hogaza de pan, mermelada de moras hecha por ella, un trozo de ese queso que te gusta tanto… Me ha dicho que había pensado llevarla al rancho esta noche para darnos las gracias por quitarle la nieve.

—Entonces, me alegro de haberle ahorrado el viaje. Habría ido patinando por todos lados con ese coche tan viejo que tiene.

Abril se sentó otra vez entre ellos, tapada por la manta, y Pedro las miró.

 —Muy bien, señoras, ¿Volvemos a nuestra cena de Nochebuena antes de que se congelen los manjares de la señora Thatcher?

—Estoy muriéndome de hambre —contestó Abril—, pero, por favor, vuelve por el camino largo. Quiero pasar por delante de la casa de mi amigo Ramiro. Me ha mandado una foto del increíble muñeco de nieve que han hecho su hermano y él.

 —Allá vamos, muñeco de nieve —Pedro chasqueó la lengua—. En marcha, Bob.

 El caballo giró por la calle siguiente y las campanillas tintinearon. Paula se acurrucó debajo de la manta y se prometió que disfrutaría cada segundo de esa noche mágica.


 Estaban resultando las mejores navidades de su vida. Mejores que cuando cumplió diecisiete años y su padre le regaló una camioneta Chevrolet Silverado. Mejores incluso que las navidades posteriores a que naciera Abril, cuando todavía creía que quizá pudiera salvar su matrimonio. Las navidades siempre habían sido la época del año favorita de sus padres, sobre todo, de su madre. Decoraba toda la casa con árboles en todas las habitaciones, con guirnaldas en la repisa de la chimenea y en la escalera y con velas en todas las ventanas. La música navideña sonaba en la casa desde unas semanas antes del día de Acción de Gracias hasta el día después de Año Nuevo, hasta que nadie podía soportar un villancico más.

Después de que asesinaran a sus padres, las fiestas tuvieron un regusto amargo para todos ellos. Él creyó que Luciana sería la más afectada, y con motivo. Era una chica de dieciséis años y la única que no vivía por su cuenta. La noche de los asesinatos, estaba en casa y había acabado hecha un ovillo en el suelo de la despensa, donde la había metido su madre cuando notó que había entrado alguien y desde donde tuvo que oír cómo moría su madre. Durante mucho tiempo, todos fingieron por Abril que estaban dominados por el espíritu navideño.

Ese año, por primera vez desde aquellas navidades atroces, podía decir que su emoción era sincera. Esa tarde se habían reído y se habían divertido. Después del paseo, Abril y él se habían hecho cargo de Bob y el trineo y habían vuelto a la casa para terminar los preparativos. Hizo las chuletas mientras las chicas improvisaban un concierto de villancicos. Paula tocó el piano con una mano y Abril cantó. En ese momento, estaban sentados en el comedor con unas velas encendidas y oyendo la música navideña con aire de jazz que sonaba por los altavoces.

—La chuleta estaba deliciosa —le comentó Paula con una sonrisa—. Me ha encantado, aunque ha sido un poco humillante que Abril tuviera que cortármela.

—Cuando quieras —replicó su hija con una sonrisa.

Las dos se habían hecho amigas muy deprisa. Se habían reído durante toda la tarde igual que lo hacía Abril con Gabi. Le emocionaba, aunque con reservas. Su instinto paternal le decía que tenía que protegerla, aunque sabía y aceptaba que tenía que llevarse algunos golpes para que fuese una mujer fuerte y supiera sobrellevar los reveses naturales de la vida.

En Un Instante: Capítulo 52

—No conocí a tus padres, pero sí he conocido a algunos de tus familiares. Según lo que he llegado a saber de Ana y Horacio desde que llegué a Pine Gulch, creo que ellos sabían que los amabas. Me da la sensación de que eran unas personas dispuestas a perdonar. Estoy segura de que las cosas habrían acabado solucionándose.

Él tomó una bocanada de aire, lo soltó lentamente y le tomó la mano. Aunque llevaban guantes, el contacto le pareció profundamente íntimo.

 —Tienes razón. Habrían hecho un esfuerzo para aceptar la situación en cuanto se hubiesen enterado de que esperábamos un hijo.

 —¿No supieron nada de Abril?

 —No. Debería habérselo dicho, pero estaba muy furioso por su reacción contra Melina. No quería oírles decir que nos habíamos casado por el motivo equivocado. Había pensado venir en fiestas para decírselo, pero estaba demasiado enfadado después de la discusión, sobre todo, con mi padre. Abril nació seis meses después de que murieran. Me gustaría que hubiesen podido conocerla.

—Lo siento.

 Él la miró y un cariño suave y lustroso como una flor de Pascua brotó dentro de ella. Estaba enamorándose de él. Eso no cayó sobre ella como una avalancha devastadora y aterradora, fue como un copo de nieve esponjoso y delicado al que siguió otro y otro más. Tragó saliva. Eso era muy inesperado. No podía pensar ni respirar. Enamorada… ¿Cómo podía estar enamorada de él si acababa de conocerlo? El sentido común le decía que estaba loca, pero no podía debatir con ese cariño que se adueñaba de ella. El corazón se le haría mil pedazos cuando se marchara de Pine Gulch. Le gustaba su vida en San Diego, sus alumnos, salir a cenar con los amigos y montar en canoa por la bahía Mission, pero en ese momento, en esa Nochebuena gélida, la idea de volver a su vida le parecía desoladora.

 —¿Qué pasa? —le preguntó él con delicadeza.

—¿Por qué lo preguntas?

—No sé… Parecías abatida. ¿Es por el brazo? ¿Te duele con tanto frío?

—Un poco —contestó ella aprovechando la excusa.

—Hoy has hecho demasiados esfuerzos. Una persona que se rompió el brazo hace dos días no debería hacer galletas y envolver regalos.

 «Envolver regalos» era una exageración para describir que, torpemente, había envuelto unas cositas que había conseguido encontrar en su equipaje para regalárselas a los dos.

 —Ha sido un día maravilloso, Pedro. Gracias por permitirme pasarlo con ustedes.

 —Nosotros deberíamos agradecértelo a tí. Esas galletas de canela están buenísimas. Me alegro de que queden algunas. Volveremos al rancho en cuanto vuelva Abril. Las patatas que han metido en el horno ya estarán hechas y yo no tardaré nada en hacer las chuletas. Luego, podrás descansar un poco.

 Ella no quería descansar. Dentro de unos días estaría otra vez en la costa soleada del California del Sur y todo eso le parecería un sueño muy distante. Quería paladear cada instante. Como si lo hubiese preparado, Abril salió con una cesta llena de cosas y Pedro se rió.

—Así es Ruth. Seguramente, creerá que Abril y yo nos moriremos de hambre sin Luciana. No sabe que tenemos los restos de la boda y la comida que nuestra hermana nos ha dejado en el congelador, que nos durará tres meses.

En Un Instante: Capítulo 51

 —Me encanta cómo decoran sus casas sus vecinos.

—La verdad es que somos una comunidad bastante festiva — comentó él—. Abril, ¿Cuántos platos de galletas quedan?

Ella miró a la fila de asientos que tenían detrás.

—Uno. Estaba pensando que podíamos dárselo a la señora Thatcher. Siempre ha sido muy buena conmigo —le explicó Abril a Paula—. La última vez que despejé su camino, intentó darme cinco dólares aunque le dije que no quería nada a cambio. No acepté su dinero, pero ¿Sabes qué? Me mandó por correo electrónico una tarjeta de regalo por valor de quince dólares. ¿No te parece increíble?

 —Maravilloso —contestó ella conmovida por lo bien que se llevaban en Pine Gulch.

Ella conocía a algunos de sus vecinos del edificio de San Diego, pero ese espíritu de comunidad le resultaba completamente ajeno. Avanzaron un poco más y Pedro detuvo a Bob. Abril tomó el plato de galletas y se bajó.

—Ahora vuelvo.

Sin el parachoques de la niña, Paula y Pedro se quedaron en un silencio solo roto por el viento en los árboles. Observaron a Abril, que estaba llamando a la puerta, y, un instante después, una mujer mayor, de aspecto elegante y con el pelo cuidadosamente peinado abrió la puerta.

—Me temo que querrá que nosotros también entremos —comentó Pedro—. No te preocupes, buscaré alguna excusa.

 —No puedo imaginarme ser amiga de todos mis vecinos. Te encantará vivir aquí…

 Aunque quedaba el hueco de Abril entre los dos, ella notó que el aire vibraba cuando él se encogió de hombros.

—Sí, casi todo el tiempo. La verdad es que no he conocido otra cosa.

—¿De verdad? ¿No has estado en ningún sitio más?

—Bueno, iba y venía al colegio, aunque hice gran parte de los cursos por educación a distancia. Conocí a la madre de Abril mientras trabajaba en un rancho de Livingstone, Montana. Pasé un año allí.

Él miró las estrellas y ella se preguntó qué estaría pensando. ¿En amores de otros tiempos? ¿En personas que había conocido y perdido? ¿En otras noches estrelladas?

—No me habría quedado tanto tiempo, pero las cosas se complicaron con mis padres cuando me casé. A ellos nunca les gustó Melina. Era demasiado urbana y suponían que nunca sería feliz en un rancho. Tenían toda la razón.

 —Vaya, lo siento —dijo ella con delicadeza.

—Nos peleamos con acritud justo una semana antes de que murieran y… y dije cosas que todavía me obsesionan. Ellos querían que ese año pasáramos las fiestas aquí para que pudieran conocer mejor a Melina. Yo me negué y dije que ya era demasiado tarde para reconciliarse, que si no podían aceptar mi matrimonio, podían pasar las navidades en el infierno. Sí, fui un majadero.

 Él se quedó en silencio mirando las estrellas y ella dominó las ganas de taparlo con la manta para intentar darle algo de calor a esa expresión gélida.

—No puedo soportar saber que murieron con esa acritud entre nosotros, creyendo que los odiaba —añadió él en voz baja.

 Un dolor profundo y punzante le atravesó el pecho, por el dolor de él y por lo bien que lo entendía. Alargó una mano y se la colocó sobre el brazo. Pudo notar sus músculos en tensión a pesar del grueso forro del chaquetón.

viernes, 24 de abril de 2020

En Un Instante: Capítulo 50

-¿Tienes frío?

Paula dejó de mirar la preciosa escena invernal que tenían delante y miró a Pedro, quien sujetaba las riendas del trineo al otro lado del asiento. Él la miró fijamente y ella se sonrojó por algún motivo que no podría haber explicado.

 —No. Tenemos unas cinco mantas encima, ¿Verdad, Abril?

Su hija estaba sentada entre los dos, en el amplio asiento acolchado.

—No sé si tantas, pero no tengo nada de frío.

Aunque había espacio de sobra, a ella le gustaría estar sentada detrás, en la segunda fila de asientos. Lo había propuesto, pero Abril quería llevar las riendas un rato y ni el padre ni la hija habían querido que fuese sola detrás. Como lo más lógico era que compartieran las mantas y se apretaran para darse calor, se habían sentado todos juntos. Pedro llevaba su chaquetón forrado y un sombrero vaquero. Parecía sacado de un anuncio sexy de loción para después del afeitado y sentía un cosquilleo en la piel cada vez que lo miraba.

—¿Y tú? —preguntó ella—. No estás tapándote con las mantas.

—Estoy muy bien —contestó él con una sonrisa indolente que hizo que se le alteraran las entrañas—. Si quieres que te diga la verdad, no se me ocurre ningún sitio donde preferiría estar ahora.

Ella estaba de acuerdo. La noche era fría y despejada, con el cielo tachonado de estrellas y un gajo de luna. La tormenta de los días anteriores habría parecido un recuerdo muy lejano de no ser por la cantidad de nieve que se amontonaba a los lados del camino. Solo se oían los cascos de Bob, el fornido caballo, sobre la nieve, el zumbido de los patines del trineo y las campanillas que colgaban de los arneses. Parecían ser los únicos que habían salido esa gélida noche. Seguramente, todo el mundo estaba alrededor de sus chimeneas cantando villancicos y abriendo regalos. Ella, como Pedro, no se cambiaría por ninguno de ellos.

—Es mágico —comentó Paula—. No dejo de pensar en lo que disfrutarían mis alumnos si estuvieran aquí en este momento.

—No creo que en este momento —replicó Abril—. Seguramente, estarán ansiosos de que llegue Santa Claus y querrán estar en sus casas. A mí me pasaba siempre cuando era pequeña.

—Sigues siendo pequeña para alguno de nosotros —bromeó Pedro llevándose un codazo de su hija—. Ten cuidado con el conductor o acabaremos todos en el suelo —se quejó él entre risas.

—Pues no digas que soy pequeña. ¡Tengo casi doce años!

—Lo sé. Eres una vieja. Vas a necesitar dentadura postiza antes de que te des cuenta.

 Paula sonrió por lo unidos que estaban y casi ni se dió cuenta cuando él se dirigió a ella.

 —Hablas todo el rato de tus alumnos. Parece que disfrutas con tu trabajo.

—Me encanta ser profesora —reconoció ella—. Incluso cuando no estoy en clase, una parte de mi cerebro siempre está pensando cómo puedo incorporar cierta vivencia o conocimiento a mis clases. Me encantaría que Bob y tú estuviesen más cerca, tú también Abril, claro, para que vinieras a clase a darnos una lección sobre caballos, o, mejor todavía, sería fantástico hacer una excursión a un rancho ganadero, ¿Verdad? Aprenderían cómo les dan de comer, cuánta agua necesitan, cómo ha cambiado una explotación ganadera desde que vuestra familia tiene River Bow.

—Estaría muy bien. ¿Conoces algún rancho ganadero en San Diego? —preguntó él.

—No. No sé si hay alguno.

—Los hay. Puedo consultar en alguna de las asociaciones a las que pertenezco para intentar encontrar a alguien por esa zona que esté dispuesto a recibiros.

 —Sería maravilloso. ¡Gracias!

 Vieron un coche que se acercaba en sentido contrario y él volvió a concentrarse en el camino. Ella observó su perfil firme y atractivo.

—Podías traerlos aquí —intervino Abril emocionada—. Sería muy divertido, ¿Verdad, papá?

—Mucho, aunque sería un viaje en autobús un poco largo.

Eso le recordó los alejados que estaban sus mundos, literal y figuradamente, y ella notó que se esfumaba parte de ese júbilo desbordante. Hizo un esfuerzo para concentrarse en lo bonitas que eran las luces de Navidad entre la nieve.

En Un Instante: Capítulo 49

Dentro de unos días, ella volvería a San Diego, a su vida y a sus alumnos, y él se quedaría con la cruda realidad de un invierno solitario en Idaho. Intentó convencerse de que la punzada que había sentido en las entrañas solo era el hambre que saciaría enseguida con un par galletas.

 Abril se quitó antes la ropa de abrigo y fue corriendo a la cocina. Cuando él llegó, las encontró, a su hija y a la mujer que estaba empezando a ser demasiado importante en su vida, en el mueble central con las cabezas juntas. Ella le sonrió vacilantemente, con una incertidumbre deliciosa. La punzada en las entrañas fue más intensa todavía. Quizá necesitara tres galletas.

—Hola. ¿Qué tal ha ido todo?

—Hemos derrotado a la tormenta, ¿Verdad, papá? —contestó Abril por los dos.

—Algunas veces parece que nunca vas a terminar de quitar nieve, pero creo que el trabajo está terminado por el momento. ¿Qué tenemos en el horno?

 —Galletas con canela. Las hago todos los años con mis alumnos y he tenido un arrebato. Espero que no te importe.

Él también tuvo muchos arrebatos de repente. Quiso dar vueltas con ella entre los brazos. Quiso besarla para quitarle la harina de la mejilla. Quiso besar sus labios cálidos y suaves…

—No —replicó él con la voz un poco ronca—. No me importa lo más mínimo.

 —¿Puedo comerme una? —preguntó Abril.

—Claro —contestó Sarah con una sonrisa.

Ella le dió una a la niña y luego tomo otra para él.

 —¡Está buenísima! —exclamó Abril.

 —¿Me ayudarás a terminar de hacerlas? —le preguntó ella—. Me temo que he hecho más masa de la que podemos comernos nosotros tres. Es posible que tengamos con congelar un poco.

—Podemos llevar unas galletas cuando vayamos mañana a casa de Iván —propuso él.

 —De acuerdo. Debería haber bastantes. Me temo que estoy acostumbrada a cocinar para veinticuatro niños y sus familias.

—También podríamos llevar algunas a casa de los Hall —intervino Abril—. Estoy segura de que este año estarán un poco tristes sin Ariel, ¿No crees, papá?

Él sonrió conmovido por la bondad de Abril. Luciana le había enseñado a pensar en los demás.

—El hijo único de nuestros vecinos está terminando su período médico residente en Utah —le explicó él—. Su esposa espera un hijo para dentro de unas semanas y no pueden viajar. Los Hall, por su parte, tienen problemas de salud y tampoco pueden viajar fácilmente, de modo que están esperando a que nazca el bebé para verse. Están tristes por tener que pasar las fiestas solos.

 —Entonces, les llevaremos unas galletas —afirmó ella tajantemente—. Les alegrará un poco.

 —¿Podemos llevar algunas a esa familia tan simpática que ha ido avivir a casa de Mario?

—Verás, este años hemos estado tan ocupados con la boda que no hemos hecho ningún regalo a nuestros vecinos. Estas galletas son una idea muy buena. ¿Qué os parece que lo hagamos todo a la vez? Podemos montar en trineo y repartir las galletas de paso.

 Paula y Abril lo miraron con unos ojos tan resplandecientes que se sintió como si midiera ocho metros.

—¡Eso sería perfecto! —exclamó Paula—. Me encanta.

—Papá, tú sí que tienes las mejores ideas.

 —Hago lo que puedo.

—¿Podemos ir cuando haya anochecido para ver las luces? — preguntó Abril.

 —Podemos ir con el crepúsculo. Dentro de un par de horas. Luego, podemos volver para asar las chuletas.

—¿Chuletas? —preguntó Paula.

—Es otra de las tradiciones familiares de los Alfonso. Mi padre siempre encendía la parrilla en Nochebuena. Mi madre asaba un pavo enorme para Navidad, pero siempre cenábamos chuletas en Nochebuena. Supongo que era una manera de celebrar que había pasado otro año con la explotación ganadera dando beneficios.

 —Ya se me está haciendo la boca agua —dijo ella.

A él también se le hacía la boca agua cuando ella le sonreía así de delicada y cercanamente.

En Un Instante: Capítulo 48

—Claro. Tengo a Trípode para que me haga compañía.

El perro ladró con alegría al oír su nombre y Abril y Pedro sonrieron.

—No se preocupen por el desayuno, Tri y yo lo recogeremos, ¿Verdad, amigo?

El perro la miró como si quisiera decirle que no pensaba levantarse de la zona del suelo donde daba el sol.

—Déjalo —replicó Pedro—. Ya lo haremos cuando volvamos.

Ella se limitó a recoger su plato y a tirar los restos al cubo de la basura.

 —Lo digo en serio, Paula. Ráscate la tripa o algo así.

—Será mejor que se den prisa. Esos caminos no van a despejarse solos.

 Él la miró fijamente, sacudió la cabeza y se puso el chaquetón. Oyó que murmuraban algo en el cuarto contiguo y luego miró por la ventana. Él ayudó a Abril a subirse en la cabina del tractor, lo rodeó, se montó y cerró la puerta.


 La emocionó más de lo que debería. El padre y su hija iban juntos a ayudar a los vecinos en medio de ese frío. Le encantaba verlo. Pensó en lo poco que sabía de su propio padre después de aquellas visitas cuidadosamente organizadas. No podía imaginarse a dos hombres más distintos que Pedro y Miguel. Para empezar, su padre no habría levantado un dedo para ayudar a un vecino. Salvo que quisiera robarle el tractor, claro. Además, si por una remotísima casualidad hubiese tenido el más mínimo espíritu de colaboración, jamás habría incluido a su hija. Siempre les había tratado de una forma distinta a Josef y a ella. De pequeña, le había dolido no poder ser lo que su padre quería, pero, con los años, se había dado cuenta de que Miguel estaba formando a Gonzalo para que siguiera sus pasos y se alegró de que su padre la considerara inútil.  Dejó a un lado esos recuerdos sombríos y limpió la encimera con una bayeta y un jabón que olía a granada. Era Nochebuena. Todavía podía volver al hotel. Lo más seguro sería escapar mientras tuviera la oportunidad de conservar medio corazón intacto. Sin embargo, en ese momento, cuando estaba en esa cocina con el único ruido de los troncos de la casa que crujían para adaptarse por el frío, podía reconocer la verdad. Quería estar allí. Había pasado muchas navidades tristes cuando su madre estaba viva, cuando se sentía obligada a quedarse con ella en vez de aceptar alguna de las muchas invitaciones que le habían hecho sus amigas. Esas serían sus primaras navidades realmente familiares. Le daba igual si estaba tomando prestadas las tradiciones de alguien. Una vez que había decidido quedarse, mejor dicho, una vez que Pedro la había chantajeado para convencerla, pensaba dejar a un lado sus reservas y disfrutar todo lo que pudiera. Ya se preocuparía más tarde por el precio.


 —Mmm… ¡Qué bien huele! —exclamó Abril en cuanto entraron al calor de la casa.

Él estuvo de acuerdo. Toda la casa olía a canela y vainilla, dos de sus olores preferidos.

 —Paula debe de estar cocinando —comentó él mientras se desabotonaba el chaquetón.

—Galletas. Apuesto a que son galletas —añadió Abril con entusiasmo.

—Es posible que tengas razón.

Él se quitó el sombrero y el chaquetón. ¿Cómo habría podido hacer galletas con un solo brazo? Todo tenía que ser el doble de complicado, desde medir los ingredientes a extender la masa. Una música navideña con aire de jazz llegaba desde la cocina. Hasta un gruñón recalcitrante como él podía apreciar la perfección de ese momento; fuera nevaba y dentro era una casa cálida, acogedora y que olía de maravilla. Se quitó las botas intentando no pensar en las ganas que tenía de volver a verla. No había dejado de pensar en ella ni un minuto en todo el día. Ese beso ardiente y sorprendente de la noche anterior lo había dejado inquieto y anhelante de cosas que sabía que no podía conseguir. Se recordó que ella era una parte efímera de sus vidas. Había conseguido convencerla de que se quedara un par de noches más, pero tenía la sensación de que eso no iba a durar mucho. Independientemente de lo mucho que él insistiera en que era bien recibida, ella parecía aferrarse a la idea de que se colaba en sus navidades familiares.

En Un Instante: Capítulo 47

Era una mentira enorme. La idea de pasar las navidades mirando las cuatro paredes de la habitación del hotel, por muy bien decoradas que estuvieran, le dejaba una sensación desoladora y dolorosa, más que por el brazo roto y la cabeza. El contraste entre esa imagen y la Navidad maravillosa y caótica que se imaginaba con la familia Alfonso era devastador. Sin embargo, ¿Qué otra cosa podía hacer?

—¿Es por lo que pasó anoche? —preguntó él.

 —¿Está acusándome de que quiero huir? —preguntó ella sonrojándose.

 —¿Cómo lo llamarías si no?

Ella puso la mano en la rodilla sin poder mirarlo.

—Intenta ponerte en mi lugar. De repente entras en la vida de unos desconocidos por accidente y tu propia torpeza. Abril y tú ya tenían sus planes para las navidades antes de que yo apareciera y lo he complicado todo. Creo que lo mejor sería que volviera al pueblo y los dejara con sus planes.

 Un músculo se tensó en sus mandíbulas y la silla crujió cuando se movió en ella.

—¿Y que nos besáramos apasionadamente hace unas horas no tiene nada que ver con tu repentina prisa para volver al hotel?

El recuerdo de ese beso apasionado fue deslumbrante. Había pasado media noche despierta y reviviendo ese beso; su boca firme y apremiante, sus dedos recorriéndole la piel, esos brazos poderosos que hacían que se sintiera segura y amparada… No se dió cuenta de que estaba mirándole la boca hasta que él separó los labios para tomar aliento. Ella volvió a mirarse las manos.

—De acuerdo. Antes, cuando me sentía una intrusa, ya estaba incómoda, pero ahora todo es más… engorroso.

 —Lo siento —él suspiró con fuerza—. Me considero plenamente responsable, Paula. No debería haberte besado. Eres una invitada en mi casa y, encima, te has lesionado aquí. Me he excedido y lo siento. No deberías sentirte mínimamente incómoda, yo tengo la culpa de todo.

 —No te aparté precisamente… —murmuró ella.

Algo tan brillante como el reflejo del sol en la nieve resplandeció en sus ojos.

 —No, no lo hiciste.

Ella volvió a notar ese calor en las mejillas y supo que tenía que estar tan roja como los adornos del árbol de Navidad.

—Estoy segura de que estarás de acuerdo en que lo mejor para los dos es que vuelva al hotel.

—Es posible que lo sea para tí y para mí, pero ¿Qué me dices de Abril?

—¿Qué pasa con Abril? —preguntó ella con el ceño fruncido.

—Son las primeras navidades que pasa sin su tía. Ya está muy sentimental. Te aprecia y te considera su amiga. Las dos se llevan muy bien, ¿O estoy imaginándomelo?

—No. Es… una joven maravillosa. Lo has hecho muy bien como padre.

 —No puedo atribuirme ese mérito. Una parte es intrínseca a ella y mi familia me ha ayudado con el resto, pero gracias. Las primeras navidades sin Luciana van a afectarle mucho. Si tú también te marchas, ¿Quién sabe? Es posible que la pobre vuelva a sentirse abandonada, y estoy seguro de que no querrías eso.

—Eres rastrero, Pedro Alfonso—replicó ella con los ojos entrecerrados.

Súbitamente, él sonrió y pareció muchísimo más joven.

—¿Quién te lo ha dicho? Estoy seguro de que no han sido mis hermanos.

Ella suspiró y aceptó la derrota. Si bien estaba segura de que él estaba exagerando la reacción de su hija, también reconocía que la niña echaba de menos a su tía en cien maneras distintas. Podría pasarlo mal en las fiestas. Si ella podía hacer algo para distraerla, ¿cómo iba a marcharse?

—Muy bien. Me quedaré unos días más, pero que conste que solo lo hago por Abril.

—Entendido.

Ella quiso añadir que no se besarían ni una vez más, pero no tuvo valor. Antes de que pudiera echarse atrás o preguntarse cómo podría soportar el pasar unas horas más con ellos cuando ya estaban entrando en su corazón, Abril volvió enfundada en unos pantalones para la nieve, un chaquetón, un gorro, una bufanda y unos guantes muy gruesos.

—Preparada. Vamos a darnos prisa antes de que tenga que ir al cuarto de baño o algo así.

—Vaya, menos mal que he terminado de desayunar —comentó Pedro levantándose—. ¿Te apañarás sola? —le preguntó a Paula—. Tardaremos como una hora. Ayer hice lo más gordo.

En Un Instante: Capítulo 46

Abril y ella estaban terminando las tortitas cuando oyeron unos pasos y la puerta del cuarto contiguo que se abría.

—Es papá. Será mejor que haga algunas tortitas más, le gustan calientes.

Abril se levantó de un salto y ella hizo un esfuerzo por mantener la calma. Un segundo después, él entró con una camiseta verde de manga larga y unos vaqueros desgastados que le colgaban de las delgadas caderas. Además, debía de haber salido con prisa porque no se había afeitado y la sombra de una barba incipiente hacia que estuviera desaliñada y amenazadoramente atractivo.

 —¡Hola, papá! No te esperaba hasta la hora del almuerzo. ¿Ya has terminado?

 Él sonrió a su hija, una sonrisa que podría haberla incluido a ella, pero no fue una sonrisa tan cariñosa como podría haberlo sido el día anterior.

—No. He terminado aquí, pero me ha parecido que era un buen momento para tomarme un descanso. He venido a beber un café y a ver si estabas preparada para ayudarme con los caminos de los vecinos.

—¡Claro! —exclamó Abril con un entusiasmo que a Paula le pareció increíble—. ¿Quieres tomarte unas tortitas y una salchicha antes?

—¿Acaso tienes que preguntarlo?

 Abril se rió y vertió más masa en la plancha caliente. Ella se imaginó el combustible que se necesitaría para conservar las fuerzas durante todo un día haciendo un trabajo tan físico como el de ranchero.

—¡Casi se me olvida! ¡Feliz Nochebuena! —le felicitó él a su hija.

Destry sonrió mientras daba la vuelta a las tortitas.

—Es lo mismo que iba a decir yo. Creo que me gusta más Nochebuena que Navidad. Me paso todo el día muy emocionada. Vamos a ir a montar en trineo, ¿Verdad?

 —Eres implacable, cariño. No he tenido tiempo de ver cómo está el trineo, pero te prometo que veré qué puedo hacer. Eso sí, después de que hayamos quitado la nieve.

 —Lo sé. Trabaja mucho y podrás jugar mucho. Me lo dices todos los días.

 —Y tengo que decírtelo el doble en Nochebuena.

Abril resopló y puso las tortitas en un plato.

—Toma.

Él le sonrió con cariño cuando se acercó con el plato.

—Tengo que ponerme la ropa interior larga —comentó su hija.

—Puedes terminar el desayuno antes. No voy a marcharme sin tí.

—Estoy llena —replicó Abril—. Me he comido como cuatro tortitas y tres trozos de salchicha. Tendré suerte si entro en los calzones largos. Además, quiero terminar el trabajo para que podamos pasar a la parte divertida cuanto antes.

Abril dió un sorbo de leche, se limpió la boca con una servilleta y se marchó corriendo de la cocina. Entonces, cuando desapareció con toda su energía y dulzura, se hizo un silencio sepulcral. Era la primera vez que lo veía desde el beso y no sabía qué decir ni a dónde mirar.

 —Mmm, ¿Has tenido la ocasión de quitarle la nieve a mi coche de alquiler?

Él se quedó con la taza de café a medio camino de la boca.

 —Sí. ¿Vas a ir a alguna parte?

Ella se dió cuenta de que estaba dándole vueltas a la servilleta e hizo un esfuerzo para parar.

—El cielo está despejado y no parece que vaya a nevar. No veo ningún motivo para que no vuelva al hotel durante el resto de mi estancia, ¿Y tú?

 Él dejó la taza con mucho cuidado y la miró con detenimiento. Ella notó que las mejillas le abrasaban, pero esperó que no estuviese ruborizándose.

 —Creía que te habíamos convencido para que te quedaras.

—Fue una invitación maravillosa y la agradezco sinceramente, pero es que… Es que es Nochebuena. Estoy metiéndome donde no me llaman, Pedro. Han sido más que hospitalarios, pero no puedo evitar pensar que sobro en sus celebraciones de Navidad.  Tenía pensado pasar sola las fiestas. No me importa. Estaría más cómoda en el hotel.

miércoles, 22 de abril de 2020

En Un Instante: Capítulo 45

—Sí. Además, Iván me llevó al hospital después de que me cayera.

—Es verdad. Brenda y Laura son superbuenas y tienen los hijos más monos del mundo. Agustín y Sofía son los de Iván y Laura. Agustín puede llegar a ser un poco revoltoso, pero aunque esté volviéndonos locos, nadie puede dejar de sonreírle. Sofía es muy dulce. Tiene el síndrome de Down, pero eso no impide que persiga a Alex por todos lados.

—Parecen encantadores.

—Lo son. David y Brenda tuvieron un hijo a principios de este año. Se llama Manuel Horacio, como mi abuelo. El pequeño Manu tiene unos mofletes que besarías sin parar. Todos nos peleamos para tenerlo en brazos.

Todo parecía maravilloso y perfecto. Sofocó una oleada de envidia hacia esa niña que sabía perfectamente cuál era su sitio en el mundo, que estaba rodeada de personas que la querían. Ella no sabía cómo decirle a Abril que no iba a conocer a ningún bebé con mofletes ni a sus primos monos y traviesos. Esa noche había decidido que le pediría a Pedro que le quitara la nieve a su coche de alquiler para que pudiera volver al hotel. Había dejado de nevar y el sol brillaba. Aunque la nieve parecía impenetrable, suponía que los quitanieves habrían despejado el camino hasta el pueblo. Si conducía despacio, sería capaz de llegar. Tendría que ser insistente, pero si no lo conseguía, quizá pudiera encontrar un taxi o algo así. En ese momento, estaba dispuesta a ir andando. Había ensayado una docena de argumentos durante la noche en vela. Si bien la verdad era que no quería marcharse de esa casa cálida y cómoda, sabía que era lo mejor que podía hacer. Efectivamente, tenía la extraña sensación de que River Bow era casi como su casa, pero también sabía que solo era una ilusión. Era una intrusa en las navidades de la familia Alfonso y si ellos supieran la verdad sobre sus orígenes, ninguno querría que estuviera cerca de sus hijos ni en sus fiestas. Eso era motivo suficiente para que quisiera marcharse. Si a eso le añadía la inevitable incomodidad entre Pedro y ella, ya no tenía ninguna duda de que tenía que volver a Pine Gulch.

 —Ya está. Tortitas con sirope de arándanos.

Abril dejó las tortitas en una fuente y sacó del microondas una jarra de cristal llena de sirope rojo.

—Todos los años recogemos los arándanos y Luciana y yo hacemos mermelada y sirope. Supongo que seguiremos haciéndolo en su casa nueva con Valentina y Franco. Son los hijos que tuvo Julián en su primer matrimonio. También son increíbles, pero no te había hablado de ellos porque sabía que no van a estar aquí. Han ido con ellos en su luna de miel.

—¿Se han llevado a sus hijos en su luna de miel?

—Y a la señora Michaels, su ama de llaves. Han ido a Hawái y Luciana y Julián no querían pasar las navidades sin los niños. Luego, la señora Michaels traerá a Valentina y Franco mientras ellos irán a otra isla, a Kauai, creo. No lo sé, no he estado en Hawái. ¿Tú?

—Fui con unas amigas cuando estaba en la universidad —contestó ella.

Florencia, un par de amigas y ella habían pasado cuatro días como sardinas en lata en una habitación diminuta de un hotel de Waikiki. Había sido disparatado y caótico, por no decir nada de lo caro que había sido, pero tenía muy buenos recuerdos de ese viaje.

 —Es precioso —añadió ella—. Seguro que lo pasan muy bien.

—Supongo. Valentina estaba deseando ir de compras.

Los Alfonso eran una familia extensa, maravillosa y llena de personajes interesantes. En otras circunstancias, habría disfrutado mucho con ellos, pero había cosas que no podían ser.

En Un Instante: Capítulo 44

La había besado, pensó Pedro mientras removía los rescoldos de la estufa y de la chimenea del salón antes de comprobar los pestillos y el sistema de seguridad. Era una mujer preciosa y sin compromiso. Él era un hombre sano que llevaba una eternidad sin estar con una mujer. Besarse apasionadamente con ella no era el fin del mundo ni mucho menos. Estaba tomándose ese rechazo peor de lo que debería. Tenía todos los motivos del mundo para que fuese correcto. Paula era su invitada. Además, les había hecho un regalo de un valor inconmensurable para su familia. Podía ser educado e, incluso, afable con ella a pesar de su decepción… y de lo furioso que estaba. Ella no le había pedido que la besara. Él había tomado la iniciativa por su cuenta y riesgo. Aunque ella le había correspondido con un entusiasmo innegable, él no podía molestarse porque hubiese vuelto a levantar las barreras entre ellos. Si bien a su vanidad herida le gustaría ayudarla a hacer el equipaje y llevarla al hotel Cold Creek para que pasara allí la Navidad, sabía que no podía hacerlo. Era un hombre adulto que podía sobrellevar un ligero rechazo. Prefería soportar cierta incomodidad entre ellos a tener que sufrir el remordimiento de pensar que estaba pasando las fiestas sola en la habitación de un hotel porque él se había enfadado. Apagó el árbol de Navidad antes de irse a la cama y la casa le pareció gélida en ese mismo instante, igual que se sentía él por dentro.

-Nunca había visto tanta nieve! —exclamó Paula la mañana de Nochebuena.

Era un mar blanco que cubría vallados, arbustos y todo lo que se encontraba por el camino. Justo enfrente, la nieve se había amontonado hasta el alero de una de las construcciones.

—La nieve amontonada hace que parezca peor de lo que es — comentó Abril con mucha más experiencia de la que debería tener una niña de once años.

 —¿Crees que tu padre estará bien por ahí?

Abril pareció sorprendida por la pregunta, como si nunca se lo hubiese planteado antes.

 —Claro. ¿Por qué no iba a estarlo?

A Paula se le ocurrieron una docena de motivos. Congelación, una avería del tractor, una repentina avalancha… Se estremeció y no quiso seguir pensando en las posibilidades.

 —Supongo que no tienen tormentas de nieve en San Diego —siguió Abril.

—No —Paula se rió— Que yo recuerde, nunca ha nevado, y he vivido allí desde que era muy pequeña. Creo que una vez leí que ha nevado unas cinco veces en ciento cincuenta años. Si llueve dos centímetros en veinticuatro horas, a la gente le entra un ataque de pánico.

 —A mí me encantan las tormentas como esta, sobre todo, en Navidad —comentó Abril dando la vuelta a una tortita como si fuese una profesional.

Esa niña era sombrosa. Ella conocía a más de una profesora que se defendía peor en la cocina que esa niña de once años.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Me parece que papá se toma más tiempo para divertirse. Montamos en trineo, en la moto de nieve y nos tiramos bolas de nieve. Me gusta cuando puede relajarse un poco más —su expresión se entristeció un poco—. Aunque, claro, este año no será lo mismo sin la tía Luciana. Julián y ella no volverán hasta el día de Año Nuevo.

—Estoy segura de que, aun así, pasarás unas navidades fantásticas —replicó Paula intentando poner un tono jovial.

—Seguramente tengas razón. Serán distintas, nada más. Siempre pasamos la Nochebuena juntos y mañana, el día de Navidad, vamos a cenar con los primos. Estoy segura de que todos te caerán bien. Ayer ya conociste a Gabi y a David.

En Un Instante: Capítulo 43

Su boca rozó la de ella un par de veces. Sabía a chocolate, a palomitas de maíz… y a Paula. Ella no se movió durante un rato y él tuvo miedo de haberse olvidado de cómo se hacía eso, pero, entonces, ella dejó escapar un sonido leve y sexy y también lo besó.

Ella no conseguía hacerse a la idea de que estaba besando a Pedro Alfonso. Tenía la piel fría y no le extrañó porque se había pasado casi todo el día en medio de esos elementos atroces. Quiso transmitirle su calor, estrecharlo contra ella hasta que absorbiera algo de ese calor. Todo rastro de sueño había desaparecido hacía mucho tiempo, arrastrado por la maravilla de ese momento. Estaba segura de que nunca la habían besado así, como si él no pudiese contentarse, como si él se hubiese pasado toda la vida preparándose para el momento en el que sus bocas se encontrasen por fin. Ella quería paladear cada instante y cada sabor.

 —Me he pasado todo el día pensando en besarte —comentó él con la voz ronca.

 Sus palabras le reverberaron hasta lo más profundo de su ser.

—¿De verdad? —consiguió preguntar ella.

 Se alegró de que sus brazos fuesen firmes como el acero porque si no, seguramente se habría derretido y habría acabado formando un charco de hormonas palpitantes. Aunque la pasión entre ellos era abrasadora, una diminuta parte de su cerebro todavía podía articular un pensamiento coherente y se conmovió por el cuidado que tenía él para no tocarle el brazo roto.

—Eres lo más dulce que he visto en mi vida. No puedo quitarte de la cabeza. Es un disparate, ¿Verdad?

—Sí…

Ella no sabía si lo había contestado porque estaba de acuerdo o para pedirle que volviera a besarla, que volviera a abrazarla con sus poderosos músculos y que no la soltara jamás… Él debió de entenderla instintivamente y volvieron a besarse un buen rato en el acogedor cuarto de estar con el pequeño árbol de Navidad encendido. Se encontraba tan bien que no quería parar. Sin embargo, la realidad empezó a abrirse paso entre los brazos de Pedro. Eso no era real. Era tan frágil e ilusorio como una lentejuela de plata. Quizá ella lo atrajera en ese momento, pero eso se acabaría en cuanto él supiera todo lo relativo a su familia. Sería muy injusto que le dejara seguir hasta que ella reuniera valor para contarle la verdad. Estaban en las orillas opuestas de un río enorme y caudaloso… y ella era tan cobarde que ni siquiera se lo decía. Se despreció a sí misma, reunió la poca fuerza que le quedaba y se apartó de él.

—Yo… Es tarde. Creo que deberíamos dormir un poco.

Él se quedó helado un instante y con una expresión de avidez, pero tomó aliento y puso un gesto inexpresivo, como si hubiese cerrado una puerta.

—Sí, ha sido un día muy largo.

Lo dijo con una cortesía rígida y ella se avergonzó para sus adentros porque sabía que creía que estaba rechazándolo y que no quería que la besara. ¿Cómo podía sacarlo de su error sin contarle todo lo demás? No podía contarle que nunca había deseado algo tanto como estar en esa habitación cálida y acogedora besando a ese ranchero rudo que la derretía por dentro con su sonrisa indolente y que trataba a su hija con tanta delicadeza. Si decía algo de todo eso, él le preguntaría por qué había parado y ella tendría que contestarle.

—Descansa —siguió él—. Intentaré no despertarte cuando salga esta mañana temprano. También le dejaré una nota a Abril para que no haga ruido en la cocina.

—Gracias —dijo ella sin saber qué decir.

Él parecía un desconocido distante y no el hombre apasionado que la había besado como si no pudiera cansarse. Entró en el dormitorio y cerró la puerta. Esperó con el corazón acelerado a que él se alejara, pero pasó un rato bastante largo hasta que oyó sus pasos que se alejaban por el pasillo.

En Un Instante: Capítulo 42

Ella se sentó y se frotó el cuello.

—Vaya, supongo que eso quiere decir que me he perdido el final de la película.

—Sí, pero a mí no me preocuparía. Abril volverá a verla mañana si quieres ver la parte que te has perdido. Te aseguro que no le importará lo más mínimo.

 Ella se rió ligeramente y estiró el brazo que no tenía en cabestrillo por encima de la cabeza. Él tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse deque tenía que respirar.

—Vamos. Te llevaré a la cama. Bueno, te ayudaré a que llegues a la cama.

 Él esperó que ella no se hubiese dado cuenta del desliz, pero se sonrojó muy atractivamente para indicar lo contrario.

—No hace falta —le tranquilizó ella—. Estoy segura de que puedo recorrer los ocho metros que hay hasta el dormitorio de tu hermana.

Él consiguió sonreír cuando, en realidad, quería tumbarla sobre los almohadones del sofá.

 —Obedéceme. Solo quiero cerciorarme de que no vas a tambalearte por la conmoción cerebral.

 —De acuerdo —ella suspiró y se levantó—. Puedes acompañarme hasta el dormitorio si eso va a conseguir que te sientas mejor.

Efectivamente, él sabía cómo se sentiría mejor y sería en un dormitorio. Apretó los dientes para intentar alejar de su cabeza esos pensamientos y la siguió al recibidor.

—Parece que tienes frío —comentó ella—. ¿Has vuelto a salir con este tiempo?

Perfecto. La ventisca era un tema de conversación que le enfriaría los ardientes pensamientos.

—Sí. He salido a comprobar cómo estaba todo antes de acostarme. Ha sido una buena idea. Una rama había roto una ventana del establo y he tardado un rato en arreglarla.

—¿Sigue nevando? —preguntó ella con incredulidad.

 —Eso me temo. Ya hay unos sesenta centímetros. Espero que la gente ya haya hecho las compras de Navidad porque creo que la tormenta va a azotar Pine Gulch durante unos días —contestó él mientras abría la puerta—. ¿Necesitas algo? ¿Un vaso de agua? ¿Algo de comer? ¿Más analgésicos?

 —No, estaré bien. Sobre todo, porque tu hermano me ha traído mi ropa.

 —Perfecto.

Su piel tenía que ser la piel más suave que había visto, tan blanca como la nata y que pedía a gritos que la boca de un hombre la recorriera…

—Mmm… Buenas noches —dijo ella con la voz ronca otra vez.

—Buenas noches.

La miró. Era una mujer cálida y somnolienta y esa conexión ardiente brotó entre ellos. Inclinó la cabeza hacia abajo sin darse cuenta y ella la inclinó hacia arriba. Un solo beso, se dijo a sí mismo. Solo quería comprobar si podía tener un sabor tan delicioso como parecía.

En Un Instante: Capítulo 41

Entró en el cuarto de estar con un bostezo y vió a Paula dormida, aunque se había levantado en algún momento y se había tapado con una manta. Estaba serena y preciosa a la luz de la chimenea y de las lucecitas de colores del pequeño árbol de Navidad que Luciana había puesto en ese cuarto. Por un momento disparatado, se sintió abrumado por lo bien que se sentía al mirarla, como si ella perteneciese a ese lugar. Tenía que calmarse. La dirección que habían tomado sus pensamientos lo alteraron. Que Paula Chaves estuviese en River Bow no tenía nada de bueno. Ella no pertenecía a ese lugar, como no había pertenecido Melina. Era una huésped, una invitada, y nada más. Tenía que recordarlo. Su presencia allí  era efímera, era alguien que saldría de sus vidas en cuanto quisiera. Sin embargo, lo atraía muchísimo. Sentía una punzada en las entrañas cada vez que la miraba, era lo mismo que sentía cuando miraba una de las obras de su madre que le gustaba especialmente. No lo había buscado y no acababa de entender que una mujer a la que no conocía bien lo atrajera tanto y tan deprisa. Sin embargo, así era y su anhelo aumentaba cada vez que estaban juntos. Volvió a recordarse que ella no era para él. Tenía que tenerlo muy claro en la cabeza independientemente de lo que sus entrañas, y otras partes del cuerpo, intentaran decirle. Se acercó al sofá. Le fastidiaba molestarla, pero estaría mucho más cómoda en la cama, donde podría colocar bien el brazo.

—Paula. Despierta.

Ella parpadeó un poco, pero resopló levemente y volvió a cerrar los ojos. Estuvo tentado de tomarla en brazos para llevarla a su dormitorio, como hacía con Abril cuando era pequeña, pero tuvo la sensación de que eso no acabaría de gustarle a su invitada.

—Paula… Es tarde. Despiértate un minuto. Estarás muy a gusto ahí, pero el fuego se apagará enseguida y te congelarás. Te prometo que estarás mejor en la cama.

 —Cansada… —farfulló ella sin abrir los ojos.

Él sonrió por lo mucho que se parecía a Abril en ese momento. Se agachó para estar a su altura.

 —Vamos, despierta. Vete a la cama.

 No pudo resistir el atractivo de esa piel sedosa y le pasó el dorso de la mano por la mejilla. Ella parpadeó un par de veces y esos ojos azul grisáceo se abrieron. Lo miró desorientada, pero lo reconoció, separó los labios como si quisiera tomar aliento y los ojos se suavizaron.

 —Hola, Pedro.

Ella lo dijo con una dulzura que lo dejó atónito y, por un instante, sintió tal alegría que quiso acurrucarse a su lado. Ese arrebato lo desconcertó y lo dejó temblando.

—¿Qué hora es? —preguntó ella con una voz ronca y tan sexy que lo estremeció.

—Son casi las doce —contestó él con la voz también ronca—. Abril se acostó hace más de una hora.

lunes, 20 de abril de 2020

En Un Instante: Capítulo 40

—Solo nosotros con Paula. A ella le gustará, ¿No crees?

Se la imaginó en el trineo con la nariz roja por el frío y los ojos brillantes.

 —Es posible que podamos organizarlo. Veré en qué estado está el trineo.

Normalmente, cuando llevaba a Abril y a sus amigas, utilizaba un carro con ruedas por caminos despejados. Cabía más gente y era más fácil para el caballo. Hacía años que no utilizaba el trineo con patines. Seguramente, a ella le encantaría.

 —¡Gracias! —exclamó ella abalanzándose sobre él para abrazarlo.

Ya tenía casi doce años y estaba muy mayor. Ya era casi una señorita. Antes de que se diera cuenta, estaría en el instituto y todos los chicos empezarían a perseguirla como moscones.

—¿Despierto a Paula? —preguntó ella.

—Parece muy cómoda junto a la chimenea. Déjala que duerma. Voy a dar una vuelta por el rancho para cerciorarme de que todo está bien seguro para este viento. La despertaré cuando vuelva.

—De acuerdo. Buenas noches, papá.

Empezó a dirigirse hacia las escaleras con Trípode en brazos y él, al verla en el sitio exacto donde había aterrizado Paula, se acordó de algo.

—Por cierto, quería preguntarte una cosa. ¿Qué te parecería que Paula pasase las fiestas con nosotros? No tiene a nadie más y me siento fatal si me la imagino pasando sola la Navidad en el hotel. Sobre todo, con el brazo roto.

—Me parecería fantástico —contestó ella con una sonrisa—. Me cae muy bien. Es estupenda.

A él también le caía muy bien, quizá, un poco demasiado bien.

—Estoy intentando convencerla, pero ella parece pensar que se mete donde no la llaman. A lo mejor podrías ayudarme a convencerla de que tenemos mucho sitio y de que nos encantaría su compañía. Solo estaremos los tres durante casi todas las fiestas, hasta la cena en casa de Iván el día de Navidad. Además, sé que a Laura no le importa poner otro plato.

—Intentaré convencerla. Sería muy divertido que se quedara. A mí no me gustaría quedarme sola en Navidad…

—¿Con quién hablarías si estuvieses sola? —bromeó él.

—Ja, ja —ella hizo una mueca—. Buenas noches, papá. Te quiero.

—Yo también te quiero.

La observó subir las escaleras con sus absurdas zapatillas del reno Rudolph y volvió al cuarto contiguo a la cocina para ponerse otra vez la ropa de abrigo.


 Lo que había esperado que fuese un paseo de quince minutos para cerciorarse de que todas las puertas y contraventanas estaban bien atrancadas, se convirtió en una hora cuando tuvo que clavar unos tablones de la ventana del establo que había arrancado una rama caída.  Agradeció el calor de la casa y el olor a chimenea cuando volvió. Le dolían los huesos por el frío y el día interminable. Le encantaba River Bow y siempre había querido ser un ranchero como su padre, pero esos días eran muy arduos y, desgraciadamente, bastante habituales. Aun así, no podía quejarse. Hacía exactamente lo que quería con su vida, algo que muy poca gente podía decir. Estaba muy orgulloso de lo que había logrado con River Bow durante los doce años anteriores. El rancho siempre había sido próspero, algo muy meritorio en la inestable economía agrícola, pero su padre había sido tradicional, incluso un poco comedido. Él, mediante algunos cambios innovadores, había conseguido doblar las cabezas de ganado y triplicar los beneficios. El rancho era suyo a todos los efectos. A sus hermanos les encantaba River Bow, pero ninguno estaba interesado en llevarlo. Luciana, antes de que conociera a Julián el año anterior y hubiese empezado a prepararse para ser veterinaria, había adiestrado caballos y perros y había ayudado siempre que había hecho falta, pero nunca había sido su pasión. Él era el responsable del éxito o del fracaso y eso era lo que le gustaba, aunque supusiera días tan agotadores como ese.

En Un Instante: Capítulo 39

Su huésped se durmió en el último tercio de la película. Se quedó con la cabeza apoyada en el respaldo y la boca un poco abierta. Pobrecilla. Se preguntó si habría podido echar una cabezada mientras él estaba quitando la nieve y preparándose para la próxima tormenta. No lo creía. A juzgar por la animada charla durante la cena, Abril no había callado durante todo el día. Las dos parecían llevarse muy bien. Quizá fuese porque era profesora, pero trataba a Abril con respeto y su hija parecía crecerse por el sincero interés que mostraba. Tenía que acordarse de darle las gracias por haber tapado provisionalmente el hueco dejado por Luciana. Tenía la sensación de que su hija iba a echar de menos a su tía, a su madre suplente en realidad, más de lo que quería reconocer. Sin embargo, se recordó que Luciana no iba a irse muy lejos. Julián y ella tenían una casa a pocos kilómetros, con los dos hijos que Julián había tenido en su matrimonio anterior, y suponía que Abril pasaría tanto tiempo allí como en el rancho. Su hermana quería a Abril de todo corazón y siempre sería parte de sus vidas, pero él sabía que esa etapa nueva en la vida de Luciana iba a ser difícil para su hija. Al menos, gracias a la compañía de Paula, Abril podría pasar las fiestas sin demasiado trauma emocional, hasta que ella también se marchara de River Bow y volviera a San Diego con su dulce sonrisa. No quería pensar en eso, sobre todo, porque la idea de que se marchara le dejaba un vacío en las entrañas que no quería sentir.  La película terminó y Abril se sentó estirando los brazos por encima de la cabeza.

 —Me encanta. ¿A ustedes no? —preguntó su hija en general.

Él se llevó un dedo a los labios y señaló a su huésped, que estaba hecha un ovillo al lado de ella y con los ojos cerrados.

—Ah… —susurró ella con una mueca de arrepentimiento—. Lo siento. No sabía que estaba dormida.

—Ha pasado un par de días complicados —murmuró él—. Se ha encontrado lesionada entre desconocidos y eso tiene que ser bastante agobiante para ella.

Abril la miró pensativamente mientras recogía el cuenco de palomitas y los vasos para llevarlos a la cocina. Él la siguió.

—Me cae muy bien, papá. Está superbién. Nos hemos divertido mucho mientras tú estabas quitando la nieve.

—Gracias por preparar la cena. Ha sido fantástico no tener que pensar qué hacía.

—Paula hizo el guiso. Yo solo he hecho los palitos de pan para acompañarlo.

—Gracias en cualquier caso —Pedro miró el reloj de la cocina—. Caray, no me había dado cuenta de que fuese tan tarde. También tienes que irte a la cama.

—Solo son las diez y media y mañana no tengo colegio —replicó ella con una mueca de fastidio.

—No, pero es posible que necesite que me ayudes a despejar los bordillos de aquí y, a lo mejor, de los Turner y los Hansen —le explicó él refiriéndose a los vecinos ancianos.

Abril manejaba muy bien la pala y, normalmente, le divertía.

—De acuerdo —aceptó ella inmediatamente—. Oye, como mañana es Nochebuena, ¿Podríamos ir a montar en trineo si deja de nevar?

 —Ya te llevé con tus amigas el fin de semana pasado. ¿De verdad quieres volver?

En Un Instante: Capítulo 38

—Desde luego, eres la mejor hija del mundo.

Se inclinó, la besó en la mejilla y ella soltó un alarido.

—¡Ay! ¡Eres un bloque de hielo! ¡Tienes heladas hasta las pestañas!

—Está formándose una tormenta de mil pares de demonios.

Él fue hasta el fregadero y abrió el grifo de agua caliente para lavarse las manos.

—¿Has conseguido arreglar la calefacción del tractor? —le preguntó Paula.

—No funciona al cien por cien, pero tampoco suelta aire frío. ¿Qué tal tu brazo?

 —Está mejor.

—¿Y la cabeza?

 —Lo mismo. Creo que podría arreglármelas sola.

—Lo siento, pero me temo que esta tarde no vamos a ir a ningún lado salvo que enganche un trineo o te lleve en una moto de nieve, y nada de eso sería muy agradable con esta ventisca.

—¡Quédate a dormir! —exclamó Abril—. Después de cenar podemos tostar malvavisco en la chimenea, comer palomitas y ver una película de Navidad con el pijama puesto.

La idea era muy tentadora con esa tormenta que aullaba fuera. Tenía que reconocer que la presencia de Abril había conseguido que se sintiera menos atrapada.

 —Los Alfonso pueden ser muy insistentes —comentó ella entre risas.

Pedro le sonrió y ella se alegró de ver que sus mejillas empezaban a recuperar el tono bronceado. Era increíblemente guapo. Tenía unas pestañas muy largas y unos surcos en las mejillas que nunca llamaría hoyuelos. Le fascinaba la firmeza de su mentón y su boca expresiva. Volvió a mirarlo y vio que la miraba con una expresión que solo podía ser de voracidad. Se estremeció y miró hacia otro lado.

 —La cena está casi preparada, pero tienes tiempo para ducharte y entrar en calor.

Su hija lo dijo como una pequeña gallina clueca y Sarah tuvo que sonreír.

 —Es lo que haré. Gracias, cariño.

Pedro dió un beso en la coronilla a Abril, sonrió a Paula y salió de la cocina dejándola con la cabeza llena de todo tipo de imágenes muy inadecuadas.  Agua humeante… Piel… Músculos… Dió un sorbo de chocolate, pero no consiguió enfriar su imaginación calenturienta.  Él no recordaba habérselo pasado mejor. Primero comieron un guiso delicioso con palitos de pan crujientes y recién hechos con queso parmesano. De postre tomaron helado y algunos pasteles que habían sobrado de la boda. Luego, mientras la tormenta aullaba y la nieve golpeaba en las ventanas, lo cual solía ser una auténtica pesadilla, Abril, Paula y él, con el perrito de Julián Cladwell, se sentaron en el cuarto de estar con la estufa llena de leños crepitantes para ver Elf, la película navideña que más le gustaba a Abril. Él siempre había preferido Milagro en la calle 34 o Una historia de Navidad si quería reírse, pero su hija se había empeñado en ver Elf aunque ya la había visto tres veces, como mínimo, durante esas vacaciones. A él le daba igual. En ese momento, estaba feliz de estar caliente, con un cuenco de palomitas y con dos mujeres preciosas. Se puso a ver la absurda y encantadora película de un elfo enorme que quería inspirar un poco de espíritu navideño al aguafiestas de su padre en medio del ajetreo de Nueva York. Como siempre, tuvo que sonreír cuando Abril  repetía sus diálogos favoritos y se reía siempre en las mismas escenas. Aunque hizo lo posible, tampoco pudo dejar de mirar de soslayo a Paula durante toda la noche. Estaba sentada en el sofá al lado de su hija y con el brazo roto encima de un almohadón. Cuando sonrió por la película, él sintió como si un rayo de sol hubiese entrado por la ventana y hubiese ido a parar sobre sus hombros. Notaba una inesperada sensación de satisfacción. Las noches de invierno estaban hechas para los momentos como ese; la tranquilidad cálida y acogedora de estar seco, cómodo y a salvo mientras los elementos rugían y se desataban fuera. Era un hombre increíblemente afortunado.

En Un Instante: Capítulo 37

Dió un sorbo del delicioso chocolate e intentó sofocar la envidia que le daba esa niña. Conocía a muchos adultos que no estaba tan contentos con su vida como ella.

—Además —siguió Abril—, tengo la mejor familia del mundo. Mi papá es el papá más fantástico del mundo. Es increíble, ¿No te lo parece?

 De repente, solo pudo pensar en el momento en el que estuvo a punto de besarla allí, en la mesa de la cocina.

 —Sí, es increíble —murmuró ella.

Abril revolvió su taza de chocolate antes de sentarse enfrente de ella.

—Cuando era pequeña, estaba triste porque no tenía una mamá como tenían mis amigas. Tenía a la tía Luciana que era estupenda y me quería y todo eso, pero, algunas veces, echaba algo de menos, ¿Lo entiendes?

 Miró a esa niña encantadora con ojos verdes, pecas y capacidad para amar.

—Lo entiendo perfectamente. Mis padres se divorciaron cuando era pequeña y solo ví a mi padre algunos fines de semana.

—Yo no tuve ni eso. Mi madre se marchó y luego se murió. No lo supimos hasta más tarde. Creo que no me quería y se largó.

—Cariño, estoy segura de que eso no es verdad.

—Mi tía Luciana cree que habría acabado volviendo si no se hubiese muerto. ¿Quién lo sabe? —Abril dió un sorbo de chocolate caliente—. Creo que no era una persona buena. Sé que a la tía Luciana no le gustaba y mi papá no habla de ella.

Se preguntó si su ex esposa le habría roto el corazón a Pedro, pero era algo que no podía preguntarle a la hija de ese hombre.

—Espero que yo no sea como ella —siguió Abril con un atisbo de inseguridad que conmovió a Paula.

—Tenemos algo más en común —comentó ella en voz baja—. Mi padre tampoco era bueno. He tardado mucho en comprenderlo, pero, poco a poco, estoy dándome cuenta de que no puedo permitir que sus decisiones y su debilidad me definan a mí.

La verdad le retumbó por dentro. Hubieran hecho lo que hubiesen hecho su padre o Gonzalo, ella no tenía la culpa. Lo sabía, pero seguía sin querer contarle a Pedro sus orígenes ni sus sospechas. Abril dió un sorbo de chocolate y lo paladeó como si estuviese catando un vino.

 —¿Quieres saber algo gracioso? Algunas veces me sentía fatal porque nos había abandonado, como si yo no valiese lo suficiente para que me amara y se quedara.

El corazón se le encogió otra vez por esa confesión y porque había querido contársela.

—Cariño, sabes que eso no es verdad.

—Sí, lo sé. Se marchó por ella misma, no por mí. Además, también sé que podría haber sido mucho peor. Gabi vivió catorce años con su madre y fue una pesadilla. Está muchísimo mejor desde que su madre la dejó con Brenda y el tío David, y si no lo hubiese hecho, Gabi no sería mi mejor amiga y parte de nuestra familia.

—Es una buena manera de verlo.

—De verdad, soy afortunada. Es posible que no haya tenido una madre, pero he tenido a papá y a la tía Luciana, que es más de lo que tienen muchos niños.

Ella sonrió. Ya estaba loca por la hija de Pedro.

—Eres una jovencita asombrosa, Abril. Tus familiares sí que son afortunados por tenerte.

—Entonces, supongo que somos una familia grande, feliz y afortunada, ¿No? —preguntó Abril con una sonrisa.

Lo eran, y ella tendría que volver a su vida más bien solitaria. Intentó que eso no la deprimiera.

—Gracias otra vez por tu ayuda —siguió Abril—. Nunca habría podido terminarla para Navidad. Ahora entiendo por qué eres profesora, lo haces muy bien.

 —Es el mejor cumplido que me han hecho desde hace mucho tiempo. Gracias.

—Creo que los palitos de pan ya habrán fermentado bastante — comentó Abril mirando el reloj—. ¿Los meto ya o esperamos a papá?

—Tú lo sabrás mejor que yo.

—Creo que los meteré. Seguramente, él llegará cuando los saque del horno. Siempre parece saber cuándo está preparada la cena.

Efectivamente, la puerta trasera se abrió cuando faltaban dos minutos según el reloj del horno.

—¿Lo ves? —Abril se rió—. Te lo dije.

Un momento después, Pedro entró en la cocina sin las botas puestas y llevando consigo el olor del frío. Tenía las mejillas rojas por el viento y ella quiso envolverlo en la manta que su hija le había tejido y acurrucarlo junto a la chimenea.

—Mmm, ¿Huele a palitos de pan?

—Sí. Ya están casi hechos. Has llegado justo a tiempo, como de costumbre.

En Un Instante: Capítulo 36

 Unas horas más tarde, estaba sentada a la mesa de la cocina, con Trípode a sus pies, y observaba a Abril que hacía palitos de pan con una masa que había mezclado ella misma. Al parecer, era una de las especialidades que había aprendido de su tía.

—Nunca puedo hacerlos regulares —se lamentó Abril—. Mi tía Luciana los hace muy bien, pero a mí siempre me quedan más gordos por un extremo aunque los haga con todo el cuidado del mundo. Pero da igual, papá se los come estén gordos o no.

Ella sonrió, pero no pudo evitar mirar por la ventana para intentar verlo. Llevaba mucho tiempo fuera. Abril no parecía preocupada, pero ella no podía evitar buscarlo, aunque no podía ver a más de un par de metros. Naturalmente, había visto noticias de tormentas que asolaban Estados enteros y lo había leído en libros, pero se había criado en el clima templado y constante de San Diego y no estaba preparada para la inclemencia de un sistema de bajas presiones. Lo que siempre le había parecido algo abstracto, estaba convirtiéndose en una realidad cada vez más gélida y ventosa. No podría volver al pueblo esa noche ni, probablemente, la siguiente. Eso debería molestarle, pero, a pesar de la preocupación por Pedro, había disfrutado mucho la tarde que había pasado en la cálida y acogedora casa del rancho. Abril y ella, con la chimenea del salón crepitando alegremente, habían trabajado juntas hasta que terminaron la manta. Ella no era una experta, ni mucho menos, pero había disfrutado enseñando a la niña. El resultado había sido una manta muy bonita que le encantaría a Pedro, sobre todo, cuando supiera que su hija había trabajado tanto para hacerla.

—Ahora, solo tenemos que dejar que fermenten media hora y luego podemos meterlos en el horno —comentó Abril.

 —Tienen una pinta buenísima. Estoy deseando probarlos.

 La niña sonrió y dejó la fuente con los palitos de pan en la encimera.

—¿Te apetece un chocolate caliente? Mi tía Luciana tiene como veinte mezclas distintas y creo que ha dejado casi todas. Chocolate con menta, con naranja, con caramelo… Lo que quieras. Los pide a una tienda gourmet de Jackson Hole.

—¿Cuál es el mejor?

—Todos son muy buenos, pero creo que el de frambuesa es mi favorito.

—Perfecto. El de frambuesa me parece muy bien. ¿Puedo ayudarte?

—No —contestó Abril haciendo una mueca—. Si fuese a hacerlo con nata batida y esas cosas, quizá necesitase ayuda, pero si no, es super fácil. Solo hay que calentar el agua en el microondas y añadir la mezcla.

El sistema complicado le pareció maravilloso y esperó conseguir que Abril le diese la receta antes de que volviera a San Diego, pero, en ese momento, el chocolate con frambuesa le pareció fantástico. Se levantó para tomar cuatro ibuprofenos del frasco que había junto al fregadero, se sirvió un vaso de agua y se los tragó justo cuando una ráfaga de viento hizo que los copos de nieve golpearan con mucha violencia contra el cristal de la ventana. Se estremeció.

—¿Crees que no la pasará nada a tu padre?

Abril miró hacia la ventana y la ventisca.

—Es un ranchero. Está acostumbrado al mal tiempo. Es parte de su vida.

A ella le pareció un comentario muy juicioso para una niña que todavía no tenía doce años.

 —¿Podrá volver para la cena?

—Sí. Estoy segura de que volverá enseguida. Algunas veces vuelve a salir después de cenar, pero, con tanta nieve, es posible que lo deje hasta mañana temprano.

Esa forma de vida le parecía tan desconocida como la de la una bailarina de kabuki, pero tenía un ritmo y una tranquilidad que la atraían.

—¿Te gusta vivir en un rancho?

Abril arrugó la frente como si no lo hubiese pensado jamás.

—Claro. Quiero decir, ¿Qué hay que no pueda gustarme? Llevo montando a caballo desde los tres años. Tengo uno mío y todo. Me encanta ir a reunir el ganado en primavera y otoño y siempre hay perritos y gatitos nuevos en el establo para jugar con ellos. Es difícil aburrirse cuando hay que hacer tantas cosas.

 Esa niña competente y adulta para su edad le dejó delante una taza con chocolate caliente.

—Quiero decir, sería fantástico tener un centro comercial más cerca que el de Idaho Falls, y más grande que ese. Y es posible que también me gustara poder ir a la playa de vez en cuando, pero no cambiaría esto por nada.

viernes, 17 de abril de 2020

En Un Instante: Capítulo 35

—¡Caray! —exclamó ella por la impresión—. ¿La has hecho tú? ¿De verdad?

 —Mi tía Brenda me enseñó a tejer. Todavía no lo hago muy bien, pero llevo semanas haciéndola. La semana pasada me dí cuenta de que no la tendría para Navidad si no le daba un buen empujón y eso es lo que hemos estado haciendo. Tengo los dedos que parece que se me van a caer.

—Va a encantarle —le aseguró Paula—. Sobre todo, porque te has tomado tanto interés en hacerla.

—Eso espero. Me he saltado muchos puntos. La tía Brenda iba a enseñarme cómo terminarla, pero este fin de semana el bebé estaba muy gruñón y no ha podido.

Paula dudó. Se debatió entre su instinto natural de profesora y el deseo de ayudarla y el miedo a que cuanto más se metiera en la vida de los Alfonso, más le costaría despedirse de ellos. Si fuese lista, le pediría a David Alfonso que la llevara otra vez al hotel Cold Creek, pero, por otro lado, no quería pasar más tiempo con el jefe de policía que el estrictamente necesario. Podía pasar otra noche allí y a la mañana siguiente volvería por sus propios medios.

—Yo sé tejer. Tampoco lo hago de maravilla, y ahora solo tengo una mano, pero es posible que consigamos resolverlo entre las dos.

—¿De verdad? ¡Sería fantástico! ¡Gracias!

—De nada.

Se oyeron las voces de Pedro y su hermano y las niñas cerraron inmediatamente la caja de plástico. Cuando llegaron los hombres, Paula se puso en tensión y esperó a que el jefe de policía empezara a interrogarla otra vez. Si lo hacía, tendría que contarles la verdad mucho antes de lo que había esperado. Ella, al revés que el resto de su familia, nunca había sabido mentir o disimular. Sin embargo, para su alivio, el jefe Bowman no comentó nada del cuadro.

—Está empezando a nevar otra vez y deberíamos volver, Gabi. Será mejor que no nos quedemos atrapados en el rancho. No sé tú, pero yo no quiero que Brenda descargue toda su ira sobre mí si le dejo sola con un bebé irritable.

—De acuerdo —la niña se levantó—. Hasta luego, tío Pedro. Adiós, Abril. Señorita Chaves, me ha encantado conocerla. Siento lo de su brazo.

—Gracias.

Cuando los dos se marcharon, Paula se acordó de repente de la comida que dejó en la olla de cocción lenta antes de que se quedara dormida delante de la chimenea.

—¿Tienen hambre? —preguntó—. Estoy haciendo un guiso.

—Huele muy bien. ¿Te importa si espero un poco? Tengo que echar una ojeada a la calefacción del tractor mientras haya luz. ¿Les importa que los deje aquí un rato?

Abril miró de reojo a Paula.

—No te preocupes, estaremos bien —contestó su hija quizá con demasiado entusiasmo.

Pedro se quedó un poco perplejo, pero decidió no darle importancia.

 —Llamenme si tienen algún problema. No sé cuánto tardaré, pueden cenar sin mí.

 —Claro —comentó Abril.

Él se dirigió hacia la salida y Abril y ella se pusieron a trabajar en cuanto oyeron que cerraba la puerta.  Al parecer, había vivido una vida muy tranquila y segura en San Diego. No había podido imaginarse que la nieve pudiese llegar a caer con tanta insistencia.

En Un Instante: Capítulo 34

Paula dominó la angustia y el miedo mientras Pedro y su hermano salían de la habitación. No sabía cómo lidiar con un jefe de policía rudo que la miraba con recelo y desconfianza. ¿Podrían acusarla de posesión de un artículo robado? Tendría que comentárselo al abogado que se encargaba del patrimonio de su padre. Súbitamente, la rabia superó al pánico. Súbitamente, se puso furiosa con su padre porque le había dejado que aclarara todo ese embrollo. Debería decírselo todo a Pedro. Debería hablarle de su padre y de Gonzalo. No quería creerlo, pero cada vez estaba más convencida de que su hermano tenía algo que ver con los asesinos de los Alfonso. No podía ser casualidad que hubiese muerto a unos cientos de kilómetros de allí y unos días después del asesinato. El almacén lleno de cuadros era otra prueba. Su padre debió de estar mezclado de alguna manera. Los Kozlov, una familia de delincuentes, debieron de organizarlo todo, pero ella todavía se preguntaba por qué su padre no había intentado vender las obras de arte. ¿Cómo podía contarle a Pedro el historial de su familia? La despreciaría si se enteraba de lo más mínimo, la consideraría la hija de un jefe del crimen organizado ruso. Se lo contaría antes de marcharse, cuando no tuviera que ver el reproche en sus ojos verdes. El engaño por omisión era impropio de ella, pero no pensó en eso y se volvió hacía las dos jóvenes que la miraban con una curiosidad cautelosa.

 —Tengo que reconocer que este árbol de Navidad es el más bonito que he visto, Abril. ¿Ayudaste a decorarlo?

—Sí. Mi tía Luciana y yo tardamos dos días en colgar todos los adornos. Eso sin contar lo que tardamos en hacer algunos y en comprar los demás.

—Es precioso. Toda la casa es la casa perfecta de Navidad.

—Está muy bonita durante las fiestas —reconoció Abril—. Nos cortaron el árbol de la montaña justo antes de Acción de Gracias. Además, mi padre engancha el caballo al trineo algunas veces y subimos y bajamos por el camino cantando villancicos.

—Qué bonito…

—Siento que te hicieras daño en nuestra casa. ¿Cómo te caíste?

—No me fijé en dónde ponía el pie, me tropecé y perdí el equilibrio.

—A mí me pasa todo el rato —intervino Gabi—. David dice que siempre voy demasiado deprisa y que tengo que ir con más calma.

—Es un buen consejo, intentaré seguirlo, pero estoy bien, de verdad. Abril, he intentado convencer a tu padre de que puedo volver al hotel donde estoy alojada, pero no he tenido mucha suerte.

 —Puede ser muy cabezota —replicó la chica con comprensión—. Llevo siglos queriendo empezar a ponerme maquillaje y a hacerme los agujeros en las orejas, pero le da igual. Creo que le gustaría que fuésemos amish o algo así. Brenda la deja a Gabi que se pinte los labios y se ponga sombra en los ojos. No sé por qué yo no puedo.

No se sintió autorizada para comentar nada y decidió excluirse de la insurrección antes de que llegara más lejos.

—¿Qué hay en la caja?

—Un regalo para papá —contestó Abril con un brillo en los ojos—. Tendrías que verlo. Va a ser increíble.

—Estoy segura.

 —Enséñaselo —le propuso Gabi.

Abril dudó.

—No tienes que enseñármelo si no quieres —le tranquilizó Paula.

—No puedes decir nada, quiero sorprenderlo.

—Seré una tumba, lo juro.

Abril dejó la caja en el sofá, al lado de Paula, levantó la tapa y, con un gesto reverencial, sacó una manta de viaje casi terminada en tonos marrones y verdes.