lunes, 24 de junio de 2019

Indomable: Capítulo 6

El salón parecía un horno; al menos Sara no escatimaba en gastos a la hora de calentar la casa, pensó Paula mientras observaba a Pedro, que había entrado detrás de ella, quitarse el abrigo. Era como si aquel hombre ejerciese sobre ella una fuerza magnética que le impidiese apartar la vista. Era guapísimo. Los vaqueros negros y el fino suéter de lana que llevaba se amoldaban como una segunda piel a su cuerpo esbelto y musculoso. Llevaba el cabello, negro como el azabache, peinado hacia atrás, lo que resaltaba la perfecta simetría de sus rasgos esculpidos. Cuando los ojos de él se posaron en ella se dió cuenta, azorada, de que la había pillado mirándolo, y se le subieron los colores a la cara. Aquellos inusuales ojos ambarinos recorrieron brevemente su figura antes de mirar a otra parte. Era evidente que no la consideraba merecedora de una segunda mirada. Aunque, ¿Por qué debería? No se parecía en nada a Candela Pascal, la delgada y deslumbrante modelo francesa de la que se decía que era su actual amante. Hacía mucho tiempo que Paula se había hecho a la idea de que por más dietas que hiciese nunca tendría tanto estilo como esa clase de mujeres, y no pudo evitar sentirse incómoda en ese momento, pensando que el anorak acolchado que llevaba seguramente la hacía parecer un luchador de sumo.


Pedro estaba que echaba chispas. La gratitud que había sentido hacia aquella mujer por rescatarlo se había desvanecido cuando le había hecho saber que consideraba que no se ocupaba debidamente de su abuela. No sabía nada de su relación con ella y no tenía derecho a juzgarlo, pensó furioso. Adoraba a su nonna, y no podía ser más ridículo que lo acusara de estar demasiado ocupado con su vida como para prestarle la atención que merecía. Por muy ocupado que estuviese, siempre la llamaba una vez por semana. Aunque sí era cierto que hacía ya una temporada que no había podido ir a verla, desde su breve visita en navidades, y de eso hacía ya casi tres meses, pensó con una punzada de culpabilidad. Sin embargo, su abuela no vivía sola; en eso se equivocaba aquella mujer. Antes de regresar a Italia había contratado a una asistenta para que se ocupase de las tareas de la casa y de cuidar a su abuela. Miró con fastidio a Paula, cuyo rostro estaba aún medio oculto por la gruesa bufanda. ¿Y qué decir del gorro de lana? Nunca había visto a una mujer con un gorro tan feo, y como le quedaba grande se le caía hacia delante, y en ese momento le cubría hasta las cejas.

–Sara, ¿Por qué tienes nieve en las zapatillas? –le preguntó de repente Paula a su abuela–. ¿No me digas que has salido al jardín? Hace un frío espantoso, y podrías haberte resbalado.

–Solo he andado unos pasos –respondió la anciana–. Tom ha desaparecido y no lo encuentro por ninguna parte –añadió con expresión preocupada.

–No te preocupes, iré a buscarlo y también prepararé un poco de té. Tú siéntate junto al fuego –le dijo Paula con firmeza.

Fue a la cocina, llenó la hervidora de agua, y abrió la puerta por la que se salía al jardín. Este estaba cubierto por un inmaculado manto de nieve e iluminado por la luz de la luna. Apretó los labios al ver las huellas de Sara en el césped. Gracias a Dios que no se había caído. Estando como estaban a varios grados bajo cero le habría entrado hipotermia. Unos ojos verdes que brillaban en la oscuridad llamaron su atención.

–¡Tom! Anda, ven aquí, pequeño diablillo.

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