lunes, 10 de junio de 2019

Recuerdos: Capítulo 57

Los pájaros cantaban alegremente al pasar por las copas de los árboles. Un perro ladraba con furia al otro lado del estanque.

—Bueno, ya estás, amigo —dijo Pedro cepillando la crin de su caballo.

El caballo dió un golpe a Pedro con su cola.

—Sí, ya sé que quieres que te dedique más rato, pero no puedo. Recuerda que tengo que ganarme el sustento.

El animal le miró con ojos solemnes. Pedro se rió.

—De acuerdo, de acuerdo. Un buen cepillado más y después te marchas al prado.

Pedro sabía que estaba malgastando tiempo del que no disponía, pero esa mañana no parecía poder funcionar bien. De hecho, no había podido concentrarse en el trabajo desde que estuvo aquella noche con Paula. Daría cualquier cosa por hacer el amor de nuevo con ella. El pensar en ello, le causaba dolor. Bueno, pues tendría que aguantarse y aprender a vivir con sus deseos. Incluso suponiendo que sacara grandes beneficios con la venta de su ganado, aún tendría poco que ofrecerle. Ella estaba acostumbrada a lo mejor de lo mejor, mientras que él se contentaba con ir tirando. Mientras pensaba se había quedado inmóvil. El sonido de una puerta de coche le hizo ponerse en acción. Se volvió, esperando ver a Paula. Pero en lugar de eso, vió a una mujer desconocida salir de un Cadillac y acercarse a él. El instinto le dijo que era la madre de Paula. No fue tanto el parecido, aunque la misma finura de facciones era inconfundible, lo que la delató, sino la forma altanera de levantar la nariz. Pedro dejó el cepillo a un lado, se puso su Stetson y esperó. Ella se detuvo a un metro de distancia.

—¿Es usted Pedro Alfonso? —preguntó con una voz perfectamente modulada.

Más de cerca, Pedro se dió cuenta de que su cara era demasiado delgada, incluso demacrada, igual que el resto de su cuerpo. Podía ver de dónde había sacado Paula su obsesión por la delgadez. Pero ahí era donde acababa el parecido. Paula era de cabello oscuro; esa mujer era rubia y no muy alta. Incluso su traje de diseño no podía esconder sus curvas huesudas. Pero su porte era como si llevara las joyas a la corona colgadas del cuello, atadas bajo su moño.

—Sí, señora —dijo Pedro al fin en respuesta a su pregunta.

Si ella advirtió el destello burlón en sus ojos, no lo demostró.

—Soy Alejandra Chaves, la madre de Paula.

Pedro podía leer su mente: no iba a darle la mano por miedo a pillar algo. Casi se rió en alto.

—Su hija no está aquí.

Alejandra alzó un poco más la nariz.

—¿Y dónde está?

—En la ciudad.

—¿En la ciudad? ¿Quiere decir que este lugar dejado de la mano de Dios tiene ciudad?

—Sí, señora —dijo sonriendo de forma cortante—. Y también tenemos retretes.

Se produjo el silencio. Alejandra arrugó los labios.

—No hay necesidad de ser ordinario.

—Lo que usted diga, señora.

Ella se puso colorada, y sus ojos echaban fuego, pero cuando habló, su tono fue frío y muy educado.

—Supongo que debo agradecerle lo que ha hecho por mi…

—Usted no me debe nada, señora.

Esa vez, Alejandra se echó hacia atrás tras su feroz interrupción.

—Bueno… puede que no, pero…

Pedro la cortó de nuevo.

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