lunes, 24 de junio de 2019

Indomable: Capítulo 10

–Dirijo una multinacional valorada en mil millones de dólares, no me dedico a trotar por el mundo, y no he abandonado a su suerte a mi abuela –inspiró profundamente para calmarse un poco antes de continuar. Aquella mujer era enfermera, se recordó, y su misión era asegurarse de que sus pacientes estuviesen debidamente atendidos–. Agradezco su preocupación, pero soy perfectamente capaz de cuidar de mi abuela.

–¿Ah, sí? –Paula enarcó las cejas con incredulidad–. Pues desde luego no se puede decir que salte a la vista. Su abuela lleva semanas teniendo que ocuparse de todo ella sola, y el accidente que sufrió en la cocina fue muy serio. No basta con que se presente aquí de Pascuas a Ramos sin avisar. Lo que su abuela necesita es que viva con ella aquí, en Nunstead Hall.

–Por desgracia eso es imposible; mi trabajo está en Italia.

–Bueno, pues algo hay que hacer –le dijo ella.

Al ir a levantar la bandeja del té, él alargó las manos para hacer lo mismo, y una ráfaga de calor la sacudió cuando sus dedos se tocaron.  Sorprendida por el inesperado contacto y por su reacción, apartó las manos como si se hubiera quemado. Justo en ese momento se abrió la puerta de la cocina y entró Sara, que no pareció reparar en las mejillas sonrosadas de Paula, ni en lo deprisa que se había apartado de su nieto.

–Ya me estaba preguntando qué habría pasado con el té –les dijo con una sonrisa.

–Íbamos a llevarlo ahora mismo al salón –le respondió Pedro tomando la bandeja.

Por suerte su voz no pareció delatar que hacía un segundo se había quedado hipnotizado por aquella criatura de cabello rubio rojizo y por el olor de su perfume, una delicada fragancia con olor a cítrico, un aroma sutil que nada tenía que ver con los caros y empalagosos perfumes que usaban las mujeres con las que acostumbraba a salir. En un intento por apartar esos pensamientos de su mente, miró a su abuela con severidad, y le preguntó:

–Nonna, ¿Dónde está la asistenta que contraté para que viviera aquí contigo?

–Oh, la despedí hace meses, cuando la descubrí quitándome dinero del monedero –respondió su abuela–. ¡Qué mujer más horrible! Estoy segura de que estuvo sisando cosas desde el momento en que llegó. Desde que se marchó me he dado cuenta de que faltan varias piezas de la cubertería de plata.

Pedro suspiró con pesadez.

–¿Y por qué no me lo dijiste? Sabías que no quería que estuvieses sola después de la caída que tuviste el año pasado.

A pesar de la exasperación que le causaba la terquedad de su abuela, Pedro sintió una satisfacción perversa al ver la expresión culpable en el rostro de Paula. Ahora que sabía que no había abandonado a su suerte a su abuela tal vez se lo pensase un poquito antes de juzgar a los demás tan a la ligera. Claro que, por otro lado, apuntó su conciencia, tenía razón en que no debería haber dejado pasar tres meses sin visitar a su abuela.

–No quería preocuparte –le explicó su abuela–. Bastante tienes ya con tu trabajo. Y perder a tu padre ha debido ser muy duro para tí –exhaló un suspiro–. Me cuesta hacerme a la idea de que mi yerno haya muerto. ¡Si no había cumplido siquiera los sesenta y cinco! Y acababa de terminar el rodaje de otra película cuando le diagnosticaron el cáncer, ¿No?

Pedro asintió.

–Por lo menos no sufrió mucho tiempo. No lo habría soportado –dijo.

No, su padre no había sido muy buen enfermo, recordó. Horacio Alfonso había sido uno de los actores más famosos de Italia. Acostumbrado a ser objeto de admiración, y constantemente tratado como una estrella, había esperado que su hijo, al que tan poco tiempo le había dedicado durante su infancia, se pasase las veinticuatro horas junto a su lecho. No se había podido hacer mucho por él, salvo administrarle calmantes para el dolor e intentar que estuviera lo más cómodo posible. Rocco se había sentido impotente, igual que cuando no había podido salvar la vida de su hermano, ni evitar el fatal accidente en el que su madre había perdido la vida años atrás.

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