viernes, 31 de enero de 2020

Mi bella Embustera: Capítulo 25

 Aquella era la única ocasión en la que de verdad añoraba Arizona. Desde que salió del restaurante, la nieve no había dejado de caer y, aunque la había limpiado antes de irse a trabajar, había al menos quince centímetros en el camino de entrada a la casa. Lo que daría por ver un par de cactus delante de ella, pensó. Lo que daría por los marrones y grises del desierto. En lugar de eso, estaba rodeada de nieve y el viento helado se colaba por el anorak, helándola hasta los huesos. Durante tres días, la Madre Naturaleza había enviado toneladas de nieve a Pine Gulch. No una gran nevada que el Ayuntamiento limpiaría de inmediato con las palas quitanieves sino una lluvia de finos copos que caían a ratos y que había que limpiar continuamente. Paula ya estaba cansada de hacerlo y varios clientes del Gulch le habían recordado que el invierno acababa de empezar. Debía admitir que estaba deseando que llegaran los días de verano, que todo el mundo le había dicho eran espectaculares, y las noches frescas. Durante el verano, en Phoenix normalmente había treinta grados por las noches y era imposible dormir.

—Nosotros solemos pensar que si la gente se queja del invierno, no merece el verano —le había dicho Diana unos días antes.

Paula siguió apartando la nieve con una pala, deseando tener dinero para comprar una máquina quitanieves como la de sus vecinos. Pero tendría suerte si podía comprarle a Gabi un par de regalos por Navidad. Su presupuesto era más que limitado, aunque se las arreglaba, y su hermana estaba más entusiasmada por las navidades de lo que hubiera creído posible unas semanas antes. Para sorpresa de Paula, a Gabi le encantaba retirar la nieve con la pala… Tal vez debería esperar hasta que su hermana volviese del colegio, pensó. Pero si esperaba mucho habría tantos centímetros de nieve que tardarían horas en limpiar el camino. Cuando terminó, le ardían los bíceps y empezaba a dolerle la espalda. Estaba dándose la vuelta cuando vio que un vehículo se acercaba a la casa. Y al comprobar que era un coche patrulla, de repente sintió tanto calor como en pleno mes de julio en Phoenix. Pedro bajó del coche y se dirigió hacia ella. Llevaba un anorak marrón y un sombrero Stetson y tenía un aspecto duro y atractivo. Ella, en cambio, se sentía horrible con su gorro de lana y su viejo abrigo, que no era tan efectivo como debería con ese tiempo. Cuando él sonrió, de repente sintió que le faltaba el aire y no era por el esfuerzo de apartar la nieve. No lo había visto desde que se encontraron en la tienda, casi una semana antes, aunque habíam visto el coche patrulla pasando por delante del Gulch varias veces. Parecía cansado, pensó, sintiendo una punzada de simpatía por su duro trabajo en beneficio de la buena gente de Pine Gulch.

—¿Necesitas que te eche una mano?

Debería decirle que no porque cada momento que pasaba con él la hacía ansiar más. Pero el camino era largo, la nieve pesada y ella era básicamente una débil mujer. O eso se dijo a sí misma.

—Mientras tengas una pala, desde luego.

Pedro sacó una pala del coche y se puso a apartar nieve sin decir nada más.

Mi Bella Embustera: Capítulo 24

Ella intentó esbozar una sonrisa.

—Creo que te he visto en el Gulch un par de veces.

—Ah, sí, es verdad. Tú eres la nueva camarera, la nieta de Alfredo Chaves, ¿No? Me alegro de conocerte.

—¿Cómo estás, Cande? —preguntó Pedro.

—Genial —respondió ella, señalando su abdomen, del tamaño de una pelota de fútbol. Pedro sabía que esperaba un hijo para el mes de marzo—. Empezando a tener problemas para levantarme. Un par de semanas más y no podré montar a caballo. Augusto ya está empezando a decir que no puedo seguir trabajando en el rancho.

—Estás preciosa —dijo Pedro.

Y era la verdad. Easton siempre le había parecido muy guapa, pero no podía negar que desde que se casó con Augusto del Norte estaba radiante. Había temido que Augusto le rompiese el corazón marchándose otra vez del pueblo, pero afortunadamente había decidido sentar la cabeza. Le gustaba su familia, vivir en un pueblo pequeño y criar caballos en su rancho. Incluso lo había ayudado a él unos meses antes en un caso de tráfico de drogas con vínculos en Sudamérica, la especialidad de Cisco después de haber trabajado como agente encubierto. Unos años antes, Trace había querido mucho más que una amistad con Candela. Habían salido juntos varias veces y estaba seguro de que empezaban a formalizar su relación cuando Augusto volvió a Pine Gulch. Y al ver cuánto lo amaba Candela, Pedro había decidido apartarse. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al ver que eran tan felices no lo lamentaba, pero de vez cuando sentía una punzada de pena por lo que podría haber sido.

—Bueno, yo tengo que seguir comprando —dijo Paula—. Nos vemos más tarde.

—Siento haber interrumpido vuestra conversación —se disculpó Candela—. Encantada de conocerte.

Paula se despidió con una sonrisa y Pedro la observó mientras se alejaba. Cuando se volvió, encontró a Candela estudiándolo con curiosidad.

—Parece muy agradable.

—¿Cómo lo sabes? Apenas has intercambiado un par de palabras con ella.

Easton se encogió de hombros.

—Tengo buen ojo para estas cosas. He oído que tiene una hija. ¿Está casada?

—Cande… —empezó a decir Pedro, pero ella puso cara de inocencia.

—¿Qué? Solo era una pregunta.

—Que yo sepa no está casada.

—Ah, qué bien. Entonces, le diré a Leticia que la invite a la fiesta en el rancho McRaven, así podré charlar un rato con ella.

—No tienes que conquistar a una mujer por mí, Cande. Puedo hacerlo solo.

—¿De verdad? —se burló ella—. Sabes que te quiero mucho y solo deseo lo mejor para tí. Mereces ser feliz, Pedro.

Pero Pedro no sabía si una mujer como Paula Chaves, que evidentemente no confiaba en él, era el camino a la felicidad.

—Soy feliz —le dijo—. Tengo una vida estupenda llena de gente interesante y ladrones más interesantes aún —Pedro le quitó a Bella un paquete de chicles que había tomado de la estantería.

—¡Bella! —exclamó su madre.

—Me guzta el chicle.

Pedro soltó una carcajada.

—Seguro que sí, cariño. Pero debes tener cuidado o Rafael Ashton te meterá en la cárcel.

Mi Bella Embustera: Capítulo 23

De nuevo, Pedro se preguntó a qué se habría dedicado antes de mudarse a la casa de su abuelo. ¿Qué experiencias harían que una mujer se volviera tan cínica como para preguntarse constantemente si había algo oculto tras la amabilidad de la gente?

—No tienen ningún motivo oculto, te lo aseguro. Es que son así. A Luis y Diana les importa Pine Gulch. Cuando lleves algún tiempo aquí, descubrirás que en este pueblo a la gente le gusta cuidar de los demás.

—Estoy empezando a verlo —murmuró ella—. ¿Qué estás haciendo, por cierto?

Después de lo que acababa de decir sobre la buena gente de Pine Gulch, a Pedro le daba cierto apuro contarle la verdad.

—Bueno, no todo el mundo es tan honesto. Rafael Ashton, el propietario de la tienda, parece creer que es víctima de una conspiración de los niños del pueblo para robarle caramelos.

—¿Y estás tomando huellas? Eso me parece un poco exagerado.

—Lo hago para que el señor Ashton me deje en paz —admitió él—. Es un hombre mayor y muy testarudo. He intentado explicarle que no servirá de nada, pero tiene el corazón delicado y no quería estresarle más.

Paula lo miró como si fuera una especie extraña y, en aquel momento, Pedro se sentía como tal.

—Lo sé, es una estupidez.

Ella sacudió la cabeza, sonriendo.

—No, no creo que sea una estupidez. Creo que es un detalle muy tierno por tu parte.

Pedro no sabía si quería que ella pensara que era «tierno». Había sido policía durante la última década y policía militar durante cuatro años antes de eso. Había pasado el período «tierno» años atrás, si lo había sido alguna vez. Pero antes de que pudiese corregirla, escuchó un grito infantil:

—¡Pedro! ¡Pedro!

Los dos miraron a una mujer que se acercaba empujando un cochecito infantil. Iba sonriendo de oreja a oreja, como el querubín de enormes ojos castaños que lo saludaba desde el carrito.

—¡Hola, Trace!

Él sonrió al ver a Candela Springhill del Norte y a su hija adoptiva, Isabella.

—Vaya, dos de mis personas favoritas.

Bella alargó los bracitos hacia él, con ese gesto generoso de los niños.

—¿Cómo está mi chica? —le preguntó, sacándola del cochecito para tomarla en brazos. Y ella contestó con una deliciosa risita infantil.

—Mi mamá dice que puedo tomar un zumo en el carrito si soy buena.

—Tu mamá es muy valiente. Pero debes tener cuidado para no derramarlo.

—No, ya soy mayor —protestó la niña.

—Ya lo sé —después de dejarla en el cochecito, Pedro besó a Candela en la mejilla, notando que Paula los miraba—. Paula, te presento a mi niña favorita: la señorita Isabella del Norte. Y su madre, Candela.

Mi Bella Embustera: Capítulo 22

Pedro dejó escapar un nuevo suspiro.

—He dicho que tomaré huellas y lo haré. Usted sabe que los Alfonso siempre cumplimos nuestra palabra.

Rafael lo miró, pensativo.

—Sí, eso es verdad. Tu padre era uno de los hombres más honestos del pueblo. Si decía que te pagaría en una semana, lo hacía.

El recuerdo de su padre pareció convencerlo.

—Tengo mucho papeleo que solucionar. Avísame cuando hayas terminado.

Rafael se dirigió a la trastienda apoyado en su bastón y Pedro se volvió para mirar la estantería de los caramelos. Era absurdo tomar huellas cuando la mitad del pueblo compraba golosinas allí, pero lo haría para que a Ashton no le diese un ataque. Y luego, tal vez tendría una larga charla con Jimena sobre el presupuesto para seguridad de la tienda.

Estaba colocando los polvos para tomar huellas cuando Paula apareció a su lado, empujando el carrito de la compra. Sus ojos se iluminaron al verlo, pero enseguida intentó disimular. Nunca había conocido a una mujer que guardase tan bien sus emociones. ¿Por qué intentaba ocultarlas? ¿Era algo en él o reaccionaba así con todo el mundo? Le resultaba inquietante lo feliz que se sentía al verla o cuántas veces en la última semana había pasado por delante de su casa con la secreta esperanza de verla en la puerta. No había estado tan interesado en una mujer en mucho tiempo.

—¿Cómo estás? Hace días que no te veo.

—No has pasado últimamente por el Gulch. Al menos, durante mi turno.

—He pasado por allí un par de veces para cenar. «Pero tú no estabas allí».

—Afortunadamente, Luis y Diana permiten que solo trabaje durante el desayuno y el almuerzo, así puedo estar con Gabi cuando vuelve del colegio.

—Son buena gente.

Ella sonrió.

—Sí, ese es el calificativo: buena gente.

Pedro enarcó una ceja.

—Pareces sorprendida.

—No, no me sorprende, es que no estoy acostumbrada. Los Archuleta están siendo increíblemente amables conmigo.

—Son así.

—No dejo de pensar que tuve suerte —dijo Paula—. El Gulch fue el primer sitio en el que pedí trabajo cuando llegué al pueblo. Te habrás dado cuenta de que no tengo experiencia como camarera.

—Lo estás haciendo bien.

—No, no es verdad, pero lo intento. Me sorprende lo pacientes y amables que son conmigo. Busco algún motivo oculto, pero por el momento no he encontrado nada.

Mi Bella Embustera: Capítulo 21

—No pienso aceptarlo, ¿Me oyes? —exclamó Rafael  Ashton, fulminándolo con la mirada—. Yo pago impuestos en este pueblo, llevo sesenta y cinco años haciéndolo. Y cuando me roban, tengo derecho a esperar que el jefe de policía de Pine Gulch haga algo más que quedarse de brazos cruzados.

Pedro intentó tener paciencia. En la tienda de Ashton, donde se encontraba en ese momento, uno podía encontrar desde margarina a palas para la nieve. Rafael Ashton la llevaba desde que era un adolescente y, con ochenta años, debería haberse retirado, pero insistía en trabajar todos los días, para frustración de sus hijos y de los policías de Pine Gulch, que tenían que lidiar a menudo con sus quejas.

—Tiene toda la razón, señor Ashton. Siento mucho no haber descubierto quién está robando caramelos de su tienda. Seguramente será una broma de los críos…

—Es hora de que hagas algo, Pedro —lo interrumpió él—. Tal vez una redada.

—¿Una redada dónde, en el colegio?

—¿Por qué no?

Pedro suspiró de nuevo, irritado.

—Si dejase de borrar la cinta de seguridad cada doce horas tal vez podríamos averiguar algo.

—¿Tú sabes lo caras que son las cintas de vídeo?

Habían tenido esa discusión muchas veces y Pedro sabía que era una batalla perdida. Estaba a punto de decir algo cuando sonó la campanita de la puerta y Paula Chaves entró con su carro de la compra. Aunque era un frío y nevado día de diciembre, ella era como un soplo de aire primaveral en una pradera llena de flores y… Tan extraño pensamiento dejó a Pedro sorprendido. ¿De dónde había salido eso? Nervioso, se volvió hacia el señor Ashton.

—Si quiere acabar con los robos, tendrá que gastarse algo de dinero.

—Yo pago mis impuestos y tengo derechos, ¿No? Esos malditos niños me están arruinando y tú no te molestas en tomar huellas siquiera. Voy a llamar al alcalde ahora mismo.

El viejo empezaba a estar terriblemente agitado y Trace decidió calmarlo.

—Entiendo que se sienta frustrado, señor Ashton. Y de verdad lamento mucho no haber tenido más suerte. ¿Por qué no se sienta y descansa un rato? ¿Dónde está Jimena?

La nieta de Ashton solía ayudarlo en la tienda cuando Rafael la dejaba. El hombre hizo un gesto desdeñoso.

—Ha llevado a su madre al médico en Idaho Falls. Parece creer que la tienda puede llevarse sola.

A Pedro no le gustaba mucho Rafael Ashton, pero sintió compasión al ver que le temblaban las manos mientras colocaba unas latas de melocotón en almíbar.

—Tomaré huellas en la estantería de los caramelos si acepta ir un rato a la trastienda a descansar. Su ayudante lo llamará si necesita algo.

—Solo intentas librarte de mí. Luego te irás y mañana volverán a robarme.

miércoles, 29 de enero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 20

Paula no tenía ni idea. Ella era la última persona en la Tierra que podía dar consejos sobre una niña de nueve años.

—Tendrán que averiguar antes qué le pasa. ¿Qué dice Abril cuando le preguntan?

—Nada —respondió Pedro—. Dice que está bien.

—Yo puedo preguntarle a Gabi, si quieren. Si alguien puede sacarle la verdad, esa es Gabriela.

—Te lo agradeceríamos —dijo David.

Cuando miró los ojos verdes de Pedro, Paula sintió una oleada de calor…

—Perdone, señorita. ¿Podría traerme un vaso de agua?

Ella se volvió hacia el resto de las mesas.

—Perdonen un momento —murmuró, recordando que su obligación era atender a los clientes y que confraternizar con el sheriff de Pine Gulch no era buena idea.

No estaba estafando a nadie, pero sí estaba viviendo una mentira. Si Pedro descubría la verdad, que Gabi era su hermana y no su hija y que ni siquiera tenía su custodia legal, las autoridades podrían arrebatarle a la niña y ella no iba a dejar que eso pasara.

Los hermanos Alfonso parecieron tomarse su tiempo con el desayuno y Paula intentó no prestarles más atención de la necesaria. Los otros clientes la mantuvieron ocupada, especialmente un grupo de estudiantes que habían ido al pueblo a pasar el fin de semana. Eran exigentes, petulantes y tan ruidosos que casi esperaba que Lou saliera de la cocina para llamarles la atención. Coqueteaban descaradamente con ella y cuando uno de los más jóvenes intentó tocarla, instintivamente, lanzó un grito de alarma. Antes de que pudiese recuperar el aliento, Pedro había aparecido a su lado. Para ser un hombre tan grande se movía a gran velocidad, pensó, observando la expresión fiera con que miraba a los chicos. Había sido policía militar, recordó. Y, definitivamente, no era una persona de la que nadie pudiera reírse.

—Gracias por el desayuno, Paula —apenas la miraba mientras hablaba, mirando al grupo de chicos.

—De nada —dijo ella. Probablemente podría haber lidiado con aquellos patosos sin ningún problema, pero no podía negar que agradecía su presencia.

—¿Crees que podrías servirme otro café?

—Sí, claro, sheriff Alfonso.

Paula escapó para buscar la cafetera mientras Pedro hablaba con los chicos. No podía oír lo que decía, pero el que había intentado tocarla asentía vigorosamente con la cabeza, pálido como un cadáver.

—Yo podría haber lidiado con la situación, pero gracias —le dijo cuando volvió con el café.

—No volverán a molestarte, no te preocupes.

—Por curiosidad, ¿qué les has dicho? —le preguntó su hermano—. ¿Eso de que llevas en la camioneta el castrador de ganado?

Pedro sonrió y esa sonrisa aceleró el corazón de Paula un poco más.

—No, aunque habría sido buena idea. Solo les he dicho que en Pine Gulch nos portamos caballerosamente con las mujeres y que tengo una celda especial en la comisaría para macarras que vienen buscando problemas. No volverán a molestarte, Paula. Y si lo hacen, dímelo.

—Lo haré —murmuró ella, apartándose antes de hacer algo completamente ridículo como ponerse a llorar.

Estaba más agitada por el incidente de lo que le gustaría admitir, pero no por aquellos maleducados sino por la reacción de Pedro. Llevaba muchos años cuidando de sí misma, ya que Alejandra tenía el instinto maternal de una mosca, y a pesar de eso, o tal vez por eso, se había esforzado mucho en ser una adulta competente y segura de sí misma. Estaba sola desde que se emancipó a los dieciséis años y se había convencido a sí misma de que no necesitaba a nadie. Entonces, ¿Por qué le temblaban las rodillas cada vez que veía al sheriff? No tenía una respuesta para esa pregunta. Y, en aquel momento, debía concentrase en cuidar de su hermana pequeña como no lo había hecho nunca su madre.

Mi Bella Embustera: Capítulo 19

Cuando Luis anunció que tenía el pedido de Pedro, intentó calmarse. Pedro Alfonso era solo otro cliente, se decía a sí misma mientras dejaba el plato sobre su mesa.

—Gracias —dijo él, con una sonrisa de agradecimiento.

Una sonrisa que a Paula le pareció como un rayo de sol. Pero de inmediato intentó controlar tan absurda reacción.

—¿Más café?

Pedro asintió con la cabeza.

—Bueno, ya sabes cómo es Federico —estaba diciendo David—. Si no es algo que hace «mú», no le presta mucha atención.

—Oye, Paula, tú tienes una niña de nueve años —dijo Pedro entonces.

—Sí, claro —asintió ella.

—Es que estamos un poco preocupados por nuestra sobrina, Abril. Últimamente está un poco rara.

—¿En qué sentido?

—Reservada, callada.

—Tal vez esté haciendo un regalo especial para alguien. Al fin y al cabo, las navidades están a la vuelta de la esquina.

—Es posible, pero yo creo que hay algo más.

—Normalmente es la única de la familia que se emociona con las navidades. Nosotros no solemos celebrarlas —siguió David—. Pero este año no parece emocionada en absoluto. Me ofrecí a llevarla de compras este fin de semana y me respondió que no.

—¿Por qué?

—Ni idea —Trace dejó escapar un suspiro—. Por eso te pregunto. Tú tienes una niña de nueve años como ella…

—No, quiero decir por qué no tienen costumbre de celebrar las navidades —le aclaró Paula.

Los dos hombres se miraron.

—Nuestros padres murieron en Navidad hace diez años.

Cuando llevó el árbol a su casa la otra noche, Pedro había reído y bromeado, pero ella había creído ver una sombra en sus ojos. No sabía por qué, pero había intuido que llevaba sobre sus hombros una pesada carga. Y allí estaba.

—Lo siento, no lo sabía.

—Abril no había nacido entonces, pero desde que era pequeña hemos intentado que tuviese unas navidades alegres.

Algo que ella envidiaba porque nunca lo había tenido. De hecho, nunca había tenido nada. Pero Gabi sí, pensó entonces; Gabi la tenía a ella. Estaba segura de que su hermana no tenía recuerdos felices de otras navidades, pero sí tenía una hermana mayor que podría darle todo lo que le había faltado durante esos años: villancicos, árboles de Navidad, galletas caseras, regalos, una cena especial en Nochebuena… Había intentado meramente sobrevivir a las fiestas, pero Gabi merecía algo más. Le gustase o no, tenía que hacerlo por su hermana, como los Alfonso lo hacían por su sobrina.

—¿Alguna idea de qué podemos hacer por Abril? —preguntó David.

Mi Bella Embustera: Capítulo 18

—Un pequeño accidente —respondió su hermano—. No es nada. Probablemente ni siquiera será una quemadura de tercer grado.

—Llevaba toda la mañana haciéndolo tan bien —Paula suspiró—. ¿Por qué has tenido que venir para estropearlo todo?

No había querido decir eso y, al ver que los dos hombres la miraban con cara de sorpresa, respiró profundamente, intentando mantener la calma.

—Lo siento mucho.

—No pasa nada —dijo David—. Mis pantalones se han quemado un poco, yo no.

Luis la llamó entonces y fue un alivio para ella.

—¡El pedido!

—Es tu tortilla —murmuró, alejándose a toda prisa.

Pedro se sentó al lado de su hermano con una sonrisa en los labios.

—¿Cómo sabías que quería una tortilla?

—Pide una, esa es mía —replicó David.

—Ah, qué curioso, yo iba a decir lo mismo.

Paula no tuvo tiempo de descifrar el subtexto de la frase mientras volvía a la barra para recoger el plato. Ni entendía por qué delante de dos hombres guapísimos solo uno de ellos era capaz de hacer que le temblasen las rodillas.

—¿Y el sheriff? —le preguntó Luis.

Ella dejó escapar un suspiro.

—Tengo que preguntarle.

Después de dejar la tortilla frente a David, Paula se volvió hacia Pedro, intentando sonreír.

—¿Ya sabes lo que quieres tomar?

—Sí, creo que sí. Me apetece algo dulce… una tostada francesa. Y huevos revueltos.

—¿Café?

—Descafeinado.

Paula fue a la barra para hacer el pedido y, aunque no era su intención, escuchó parte de la conversación entre los dos hombres:

—¿Sabes algo? —preguntó David.

—No, pero sé que hay algo. Pasé por el rancho anoche para devolver un libro que Luciana me había prestado y Abril estuvo en la habitación todo el rato.

—Qué raro —murmuró su hermano—. A lo mejor está enferma.

Paula frunció el ceño mientras limpiaba una mesa. Esperaba que no estuviese enferma porque Gabi pasaba mucho tiempo con la sobrina de Pedro. Si Abril estaba enferma y se trataba de algún virus, seguramente su hermana enfermaría también tarde o temprano y no podía permitirse el lujo de perder días de trabajo.

—Luciana dice que no tiene fiebre y no le duele nada, pero lleva unos días muy callada y apenas come. Y ayer no quiso ir a dar un paseo en su poni después del colegio.

—Eso sí que es raro.

—He hablado con Lu esta mañana y dice que también ella está preocupada.

Paula no tenía más excusas para seguir por allí, especialmente cuando tenía otros clientes que atender, de modo que se alejó e hizo lo posible por ignorar a los Alfonso mientras tomaba pedidos y llenaba tazas de café.

Mi Bella Embustera: Capítulo 17

—Yo soy el más guapo —le dijo, con una sonrisa en los labios.

—Lo siento, había olvidado que Pedro tenía un hermano mellizo.

—Soy David Alfonso, el jefe de bomberos de Pine Gulch —se presentó, ofreciéndole su mano.

—Yo soy Paula Chaves.

—Sí, lo sé, eres nueva en el pueblo, la nieta de Alfredo Chaves. Y la amiga de nuestra Abril debe ser tu hija.

«Nuestra Abril». Paula debía admitir que la conmovía que todo el clan Alfonso se hubiera hecho responsable de la niña porque esa unidad familiar era algo que ella no había tenido nunca.

—Así es —Paula sonrió—. ¿Quiere tomarse un momento para mirar el menú o ya sabe lo que quiere?

Otra cosa que había aprendido durante aquellas semanas en el Gulch, que la gente generalmente ya sabía lo que iba a tomar antes de entrar por la puerta.

—Me apetece una tortilla de queso y jamón esta mañana. ¿Puedes convencer a Luis para que me haga una?

Aparentemente,  David Alfonso lo conocía tan bien como para saber que a veces Lou estaba de mal humor y no quería hacer cosas que no estuvieran en el menú.

—Se lo preguntaré. Ha hecho muchas tortillas esta mañana, así que cruza los dedos.

David sonrió. Era tan guapo como su hermano y se preguntó por qué esa sonrisa no despertaba sus hormonas. Tal vez porque, a juzgar por la mujer que acababa de irse, el jefe de bomberos era un seductor. Pero tenía la impresión de que si Pedro la hubiese mirado así, se habría derretido.

—David Alfonso quiere una tortilla de jamón y queso, Luis.

El hombre frunció el ceño.

—Bueno, dile que sí.

Paula se dió cuenta entonces de que había olvidado preguntarle si quería café. Cuando volvió para remediar el error, él estaba hablando con un par de mujeres de mediana edad en la mesa de al lado, que reían y se ruborizaban con sus coqueteos.

—¿Café?

David sonrió.

—Sí, gracias. Y que sea del fuerte.

Paula estaba sirviéndole una taza cuando la puerta se abrió y el otro Alfonso entró en el restaurante. ¿Cómo podía haberlos confundido? En realidad, no se parecían nada. Su estómago dió un saltito al pensar eso.

—¡Oye!

Paula dió un respingo al ver que había derramado un poco de café sobre la pernera del pantalón de David.

—Lo siento, deja que… —nerviosa, sacó el paño que llevaba en el delantal y empezó a secarlo mientras Pedro se acercaba.

—¿Qué tenemos aquí?

Mi Bella Embustera: Capítulo 16

—¿Alguien quiere más café? —con la cafetera de descafeinado en una mano y la de café normal en la otra, Paula  sonreía a un grupo de clientes habituales. Le gustaba oírlos charlar y bromear. Aunque era evidente que provenían de estratos sociales diferentes, parecían una familia.

—Yo sí —respondió Mario Malone.

Y Paula le sirvió un descafeinado sin derramar una gota, algo de lo que se sentía muy orgullosa porque significaba que había aprendido mucho en las dos semanas desde que empezó a trabajar allí.

—¿Más tortitas, Osvaldo?

—No, cariño, con estas tengo suficiente —respondió el hombre.

Paula sonrió. El viejo vaquero debía tener setenta años y era tan flaco que probablemente debía sujetarse los pantalones con tirantes, pero tenía el metabolismo de un picaflor y podía comer tanto como un chico joven.

—¿Alguien necesita algo?

—Yo quiero una de esas bonitas sonrisas tuyas —respondió Jesica Redbear, a quien le faltaba un diente—. Esa misma —dijo al verla sonreír—. Ya no necesito nada más.

Paula sacudió la cabeza.

—Volveré dentro de unos minutos.

No lamentaría dejar su trabajo de camarera cuando por fin recibiese la acreditación para ejercer como abogada en Idaho, pero desde luego había aprendido mucho en ese tiempo. Había aprendido que a veces los clientes que parecían más avaros daban las mejores propinas, por ejemplo. O que a veces una sonrisa podía hacer que hasta el cliente más malhumorado le perdonase alguno de sus frecuentes errores.

—¡Un pedido! —la llamó Luis.

Cuando sonó la campanita de la puerta, Paula miró hacia allí, como todos los demás. El sheriff entró en el restaurante, tan guapo como siempre, y se le encogió el estómago al ver a la mujer que lo llevaba del brazo, como si fuera una cazadora de recompensas y él un preso a punto de escapar. Se quedaron en la barra un momento y Paula vió que Pedro le daba un beso. Era evidente que acababan de pasar la noche juntos y pensó que había sido una tonta por emocionarse tanto con el beso que le dió en la puerta de su casa una semana antes, cuando fue a llevarles el árbol.

—No puedo quedarme —oyó que decía la mujer—. Llego tarde a trabajar. Te veo luego.

—Desde luego que sí —Pedro volvió a besarla y ella salió del restaurante lanzando un suspiro.

Enfadada consigo misma por sentir celos, Paula se acercó cuando Pedro se sentó a una mesa.

—Buenos días. ¿Quieres un café?

Ella misma notó la frialdad que había en su voz y también él pareció darse cuenta porque la miró con cara de sorpresa. Y Paula también se llevó una sorpresa porque no era Pedro Alfonso. Debía ser su hermano mellizo, pensó, mortificada.

—Ah, lo siento, pensé que eras el sheriff.

Mirándolo de cerca, podía ver algunas diferencias: aquel Alfonso tenía los hombros más anchos, el pelo un poco más largo y una expresión más risueña. Y, aparentemente, era el donjuán de la familia.

viernes, 24 de enero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 15

—Voy a buscar una silla.

—¿Para qué? —sonriendo, Pedro levantó a Gabi en brazos y sonrió mientras colocaba el ángel en la última rama.

—¡Perfecto! —exclamó la niña.

Apagaron la luz para ver el efecto y, mientras estaban a oscuras, con la música de fondo y la nieve cayendo al otro lado de la ventana, Pedro se sintió imbuido por espíritu navideño.

—Es mágico —murmuró Gabi.

Paula abrazó a su hermana.

—¿Sabes una cosa? «Mágico» es la palabra adecuada.

Todos se quedaron callados un momento, pero ella fue la primera en romper el hechizo:

—Siento haberte retenido aquí tanto tiempo, Pedro. No tenías que quedarte para ayudarnos a adornar el árbol.

—No me has visto salir corriendo, ¿No? Si no estuviera pasándolo bien, me habría ido. Normalmente no me interesa la Navidad, pero esto ha sido divertido.

Ella lo miró con curiosidad, como si le sorprendiera que pudiese disfrutar de algo tan simple. Y Pedro no sabía cómo explicarlo cuando ni él mismo lo entendía.

—¿Quieres un chocolate caliente? —le preguntó.

Y él tuvo la impresión de que la invitación no había sido planeada. La oferta era tentadora, más de lo que debería, pero empezaba a pensar que distanciarse un poco sería lo más inteligente.

—En otro momento, mañana tengo que levantarme muy temprano. He dejado a mi perro solo en casa y seguramente tendré que sacarlo un rato.

Pedro tomó su impermeable y Paula lo acompañó a la puerta.

—Gracias otra vez. Ha sido muy amable por tu parte. Por favor, dile a tu sobrina que se lo agradecemos mucho.

—Lo haré —Pedro se puso el impermeable y luego, por impulso, se inclinó para darle un beso en la mejilla.

Su perfume era tan agradable, dulce y femenino, y su piel tan cálida. Era un gesto absurdo, totalmente inesperado en él. No sabía qué lo había empujado a hacerlo. Debía ser cosa de las fiestas, pensó. Pero cuando se apartó, Paula lo miraba con los ojos como platos.

—Buenas noches —se despidió Pedro, saliendo de la casa antes de que ella pudiese decir algo.

¿Qué había pasado?, se preguntó mientras subía a la camioneta. Su intención había sido dejar el árbol y marcharse. En lugar de eso, se había quedado más de una hora ayudándolas a colgar los adornos… y luego lo había complicado todo dándole ese ridículo beso. Sentía lástima por ella, se dijo. Eso era todo. Estaba sola en un pueblo que no conocía, sin amigos, sin familia. Él era el único que la ayudaba, como haría un buen vecino. Se negaba a pensar que hubiera otro motivo. Él no estaba dispuesto a arriesgar su corazón otra vez y, aunque así fuera, desde luego no lo arriesgaría con una mujer como Paula, que tan claramente escondía algo. Había aprendido la lección y no pensaba volverse a dejar engañar por una mujer.

Mi Bella Embustera: Capítulo 14

Le pareció ver un brillo de precaución en sus ojos pardos, pero desapareció rápidamente.

—Sí, muy joven. Tenía dieciocho años cuando nació. ¿Y tú? — le preguntó Paula—. ¿Tienes hijos?

De nuevo, intentaba desviar la conversación hacia él.

—No estoy casado. Pero sí tengo familia: dos hermanos y una hermana.

—¿Y vivís cerca unos de otros?

—Yo vivo en el pueblo, pero mi hermano mayor dirige el rancho familiar, el River Bow, que está a las afueras. Mi hermana pequeña lo ayuda con Abril, su hija. Y luego está mi hermano mellizo, David, el jefe de bomberos. Puede que lo hayas visto por el pueblo, es fácil reconocerlo porque es igual que yo.

—¿En serio? ¿Hay dos como tú?

—No, uno solo, David es su propia persona.

Ella sonrió mientras se ponía de puntillas para colgar una bola de Navidad en el árbol. Las suaves curvas femeninas rozaron su hombro por accidente y a Pedro se le encogió el estómago. No había sentido una atracción así en mucho tiempo y quería saborear el momento, a pesar de que el instinto le recordaba que sabía muy poco sobre aquella mujer y a pesar de intuir que no estaba siendo sincera del todo. Ella se apartó un poco para sacar un adorno de la caja y le pareció que se había puesto colorada, pero podría ser reflejo de las luces.

—¿Nunca has sentido la tentación de irte de Pine Gulch?

—Lo hice una vez. Estuve cuatro años en la Armada, viajando por Oriente Medio, Alemania y Japón. Después de eso, me apetecía volver a casa.

No quería pensar en lo que pasó cuando regresó a Pine Gulch, inquieto y buscando problemas. Y los había encontrado, más de los que imaginaba, en forma de una pequeña mentirosa llamada Lila Bodine.

—¿Te gusta vivir en un pueblo pequeño?

—Pine Gulch es un sitio muy agradable. No encontrarás uno más bonito en primavera y, además, aquí todos cuidamos unos de otros.

—No sé si eso es tan bueno. En los sitios pequeños, la gente suele meterse en la vida de los demás.

¿Qué habría en su pasado que la había vuelto tan cínica?, se preguntó Pedro. ¿Y qué era lo que deseaba esconder de los demás?

—Imagino que esa es una forma de verlo. A algunas personas les consuela saber que siempre hay alguien a quien acudir cuando las cosas se ponen feas.

—Yo estoy acostumbrado a contar solo conmigo mismo.

Antes de que Paula pudiese responder, Gabi asomó la cabeza por detrás del árbol, con un ángel de porcelana en la mano.

—Este es el último adorno de la caja. ¿Dónde lo pongo?

—No tenemos nada en la punta. ¿Por qué no lo pones allí?

—Sí, yo creo que es lo mejor —asintió él—. Un árbol tan bonito como este merece tener un ángel que lo guarde.

Mi Bella Embustera: Capítulo 13

Mujeres con secretos. Pedro había conocido a muchas en su vida, pensó, mientras colocaba las luces entre las ramas del árbol y Paula y Gabi hablaban en voz baja. Había algo raro, estaba seguro. No podría decir qué era, pero las había visto haciéndose señas, como advirtiéndose la una a la otra. ¿Qué secretos podrían tener? ¿Un ex celoso? ¿Una disputa legal por la custodia de Gabi? Esa era la conclusión más lógica, pero no le gustaba pensar que Paula podría estar haciendo algo ilegal y mucho menos que estuviese en peligro. Pero no sabía por qué seguía allí. Cuando Abril le suplicó que llevase el árbol, su plan había sido dejarlo allí y volver a casa para ver un partido de baloncesto tumbado en el sofá, con su perro… o más bien el perro de Alfredo, a sus pies. Pero al ver su cara de sorpresa cuando apareció en el porche, había decidido que pasar un rato allí sería más fascinante que cualquier batalla en la cancha. Y no lo lamentaba. Gabi era una niña estupenda, inteligente y divertida que hacía observaciones muy agudas. Ella, al menos, se había mostrado encantada con el árbol, casi como si nunca antes hubiera visto uno. Incluso había buscado una emisora de villancicos en la radio. Aunque él no era un gran fan de las navidades, no podía negar que era muy agradable adornar un árbol escuchando viejas canciones de Nat King Cole mientras fuera caían gruesos copos de nieve. Le recordaba épocas felices de su vida, cuando era un niño, antes de las navidades que lo cambiaron todo.

—Bueno, ya está. ¿Encendemos el interruptor?

—¿Puedo hacerlo yo? —preguntó Gabi, con los ojos brillantes.

—Sí, claro.

La niña pulsó el interruptor y las luces rojas, verdes y amarillas se reflejaron en sus ojos.

—¡Es precioso!

—Sí, es verdad —asintió Paula—. Gracias por tu ayuda, Pedro.

Sus palabras parecían una despedida, pero él decidió pasarlas por alto. No le apetecía marcharse tan pronto.

—Ahora podemos colocar los adornos.

Paula se mordió los labios, claramente molesta, pero Pedro sonrió mientras sacaba un par de bolas rojas de la caja.

—¿Dónde vivías antes de mudarte a Pine Gulch? —le preguntó mientras las colgaba del árbol.

Aunque lo había preguntado con aparente despreocupación, no parecía haberla engañado porque Paula intercambió una mirada con su hija y esperó un momento antes de responder:

—Arizona —dijo por fin, con gesto tenso.

—¿Allí también eras camarera?

—No, antes hacía otras cosas —respondió ella, evasiva—. ¿Y tú? ¿Desde cuándo eres el sheriff de Pine Gulch?

Estaba claro que quería desviar la atención de sí misma. También él hacía eso cuando estaba interrogando a un sospechoso. Claro que aquello no era un interrogatorio, solo una conversación.

—Llevo diez años en el cuerpo. Tres como sheriff de Pine Gulch.

—Pareces muy joven.

—Tengo treinta y dos años, no soy tan joven. Y tú debías ser una cría cuando tuviste a Gabi, ¿No?

Mi Bella Embustera: Capítulo 12

—Genial, entonces vamos a empezar —Pedro salió de la casa y volvió poco después con una caja en la que alguien había escrito Luces Navideñas en rotulador negro.

No estaba casado, eso seguro. Entonces, ¿De quién era esa letra? No parecía la de un hombre. Tal vez su ex o alguna novia. Aunque no era asunto suyo, se recordó a sí misma. Él empezó a desenrollar las luces mientras Paula miraba sus largos y bien formados dedos… pero giró la cabeza al darse cuenta de que estaba mirándolo como una tonta.

—Gabi, ven a ayudarme a buscar los adornos.

La niña hizo un gesto de impaciencia, como si quisiera quedarse con Pedro, pero siguió a Paula por la estrecha escalera hasta el abarrotado ático. El sitio olía a polvo y estaba lleno de cajas y baúles que Paula no había tenido tiempo de investigar en las semanas que llevaba en Pine Gulch. Cuando tiró de la cadenita que encendía la bombilla le pareció oír algo moviéndose a sus pies. Necesitaban un gato, pensó. Uno al que le gustasen los ratones.

—Creo que ví una caja con adornos navideños al lado de la ventana. Ayúdame a buscar.

Empezaron a buscar entre las cajas, llenas de los recuerdos de un hombre solitario del que Paula no había sabido nada en toda su vida. Le entristecía pensar en el abuelo al que no había conocido. Alejandra le había contado muy poco sobre su familia, solo que su padre había muerto cuando ella era un bebé. No le había dicho que tuviese otros parientes y, como de costumbre, había mentido. Una cosa más que su madre le había robado.

—Es agradable, ¿Verdad?

Paula se volvió hacia Gabi, que estaba mirando hacia la puerta. Y no tenía que preguntarle a quién se refería.

—Es el sheriff de Pine Gulch y tú sabes lo que eso significa.

—Pero nosotras no hemos hecho nada malo.

—Salvo contarle a todo el mundo que soy tu madre.

No debería haberlo hecho, pero cuando intentó matricular a Gabi en el colegio se dio cuenta de que no tenía ninguna documentación que la acreditase como su tutora legal, ni siquiera tenía la partida de nacimiento de la niña. Temiendo que los Servicios Sociales se hicieran cargo de Gabi al saber que su madre la había abandonado, Paula convenció a la directora del colegio de que había perdido la partida de nacimiento durante la mudanza. La mujer se había mostrado muy comprensiva, pidiéndole que la llevara a la oficina cuando la encontrase, y a partir de ese momento había tenido que seguir con la mentira. No quería pensar en la reacción de Pedro Alfonso si supiera que estaban perpetrando un fraude en el colegio y en la comunidad. Ella no era una madre soltera intentando ganarse la vida; estaba en una situación inesperada que parecía complicarse por minutos.

—Sigo pensando que es agradable —insistió Gabi—. Nos ha traído un árbol de navidad.

—Tienes razón, ha sido un detalle por su parte —dijo Paula—. Abril Alfonso debe tenerte mucho aprecio.

—Es maja —asintió Gabi, apartando la mirada—. ¿Dónde crees que está la caja de los adornos?

Ah, una reacción interesante. Paula frunció el ceño, pero no dijo nada; especialmente cuando su hermana encontró la caja un momento después, al lado de otra llena de ropa de los años cincuenta. ¿De su abuela quizá? Según el abogado que le había notificado la herencia, su abuela había muerto años antes de que ella naciera, pero no sabía nada más. En realidad, era surrealista vivir en casa de un abuelo del que no sabía nada. Según Diana, su padre y su abuelo se peleaban a menudo. No conocía toda la historia y no estaba segura de que fuese a conocerla nunca pero, según la dueña del restaurante, su padre había jurado no volver a hablar con su abuelo después de una violenta discusión. Y probablemente Alejandra tenía algo que ver porque era una experta en destruir relaciones. Miguel Chaves, su padre, había muerto en un accidente de motocicleta cuando Paula era un bebé. Sus padres nunca estuvieron casados y su único recuerdo de él era un bigote, unas patillas largas y una voz cálida y profunda. Pero cuando el abogado le dijo que había heredado una casa en un pueblo de Idaho le había parecido un regalo del cielo. Después de que Alejandra se llevase sus ahorros, había creído que Gabi y ella acabarían en la calle y, de repente, descubría que tenía una casa en un pueblo en el que no había estado nunca. Era un sitio oscuro y muy descuidado, pero ella sabía cómo decorar un hogar. Mientras el sheriff las dejase en paz, claro.

Mi Bella Embustera: Capítulo 11

—Gabriela, ¿Te importaría ir a buscar la sujeción para el árbol? La he dejado en el porche.

Gabi corrió a buscarla y volvió unos segundos después.

—Muy bien, yo voy a levantar el árbol, tú solo tienes que colocar ese aparato debajo, ¿de acuerdo?

Ella asintió solemnemente y cuando Pedro levantó el grueso árbol con aparente facilidad, colocó debajo la sujeción como le había indicado. Y Paula no pudo dejar de comparar esa actitud tan activa con la desgana que mostraba cada vez que ella le pedía algo. Pedro sujetó el árbol mientras le daba instrucciones a Gabi para que colocase los tornillos de sujeción alrededor del tronco y ella observaba la escena divertida. Aunque no debería. Pedro era el sheriff de Pine Gulch, se recordó a sí misma. Pero resultaba imposible recordarlo mientras lo veía reír con Gabi porque el árbol parecía decidido a inclinarse hacia un lado.

—Estoy empezando a entender por qué la gente prefiere los árboles artificiales.

—¡Qué blasfemia! —exclamó él, burlón—. ¿Y qué pasa con ese aroma tan maravilloso?

—Un ambientador te da el mismo olor por noventa céntimos y sin que caigan agujas por el suelo.

Pedro sacudió la cabeza sin dejar de sonreír y Paula tuvo que apartar la mirada. Era un hombre extraordinariamente guapo, con esos preciosos ojos verdes… Evitarlo sería más fácil si no despertase en ella sentimiento alguno.

—Yo limpiaré las agujas, te lo prometo.

Para sorpresa de Paula, Gabriela parecía más contenta que nunca. O, al menos, desde que conoció a aquella curiosa extraña dos meses antes, cuando Alejandra la dejó en sus manos.

—Bueno, llega el momento de la verdad —Pedro dió un paso atrás para mirar el árbol—. ¿Está recto?

Gabriela inclinó a un lado la cabeza para tener mejor perspectiva.

—A mí me parece que está muy bien. ¿Verdad, Pa… mamá? Gabi había estado a punto de llamarla por su nombre y era una sorpresa porque a su hermana se le daba muy bien engañar; algo lógico ya que su madre la había enseñado desde niña.

Paula miró al amable sheriff, pero él no parecía haberse dado cuenta.

—A mí me parece que está recto.

—Sí, es verdad. ¡Asombroso! No hemos tardado nada. Parece que se te da muy bien colocar árboles, jovencita.

Su hermana soltó una risita. Una risita, algo que no hacía nunca. Hasta la propia Gabriela parecía sorprendida.

—¿Cómo vamos a decorarlo? —preguntó.

—Tengo luces navideñas en la camioneta. Podemos empezar con eso.

—Seguramente encontraré algo por aquí —se apresuró a decir Paula—. Si no, puedo comprarlo mañana.

No quería que siguiera allí, era demasiado peligroso. Cuanto más tiempo estuviera allí, más posibilidades había de que Gabi volviera a equivocarse y él podría empezar a sospechar.

—Yo tengo luces de sobra en la camioneta. ¿Para qué vas a molestarte en comprar más?

—Ya has hecho más que suficiente.

—Lo bueno de mí es que soy el tipo de hombre al que le gusta terminar las cosas.

Por un momento, Paula imaginó cómo besaría a una mujer: con meticulosidad, sin dejar nada a la casualidad. Sus ojos verdes se oscurecerían mientras exploraba cada centímetro de su boca hasta que se rindiera, dispuesta a dárselo todo… Parpadeó, sorprendida por tales pensamientos. Sus ojos verdes no se habían oscurecido, pero la miraban con curiosidad, como preguntándose qué estaba pensando, y eso hizo que se pusiera colorada, algo que no le había pasado en mucho tiempo. Gabi estaba encantada de tenerlo allí y sería una grosería por su parte insistir en que se fuera. Además, ¿Cuánto podrían tardar en colocar las luces?

—Bueno, de acuerdo. Creo haber visto una caja de adornos en el ático.

miércoles, 22 de enero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 10

—Mi sobrina es una buena chica que siempre se preocupa por sus amigas.

Parecía incómodo. Incluso le pareció detectar cierto color en sus mejillas y tuvo que aclararse la garganta antes de hablar de nuevo:

—En fin, según Abril, Gabriela no iba a tener un árbol de Navidad este año…

Paula miró a Gabi, que le devolvió la mirada con una expresión totalmente inocente. E igualmente falsa. Habían hablado de poner un árbol y ella le había prometido hacerlo la semana siguiente, cuando le pagasen en el Gulch.

—Había pensado comprar uno, pero entre la mudanza y el nuevo colegio no hemos tenido mucho tiempo. Además, aún no estamos en diciembre.

—Intenté convencer a Abril de que era demasiado pronto, pero hemos subido a la montaña a cortar un árbol para nosotros y hemos aprovechado la oportunidad para cortar otro. Una cosa menos de la que tendrás que preocuparte, ¿No? —por fin, Pedro le mostró un abeto recién cortado, verde y fragante, que había escondido a un lado del porche—. No lo encontrarás más fresco que este. Acabamos de cortarlo hace una hora.

¿El jefe de policía de Pine Gulch le llevaba un árbol de Navidad? ¿Qué clase de pueblo era aquel? Hacía siglos que Paula no ponía un árbol. Cuando vivía sola le parecía demasiada molestia y, además, ocupada con clientes, contratos y visitas al Juzgado, nunca había tenido mucho tiempo para celebraciones. Por un momento, se vio transportada a su mejor recuerdo de Navidad, cuando tenía siete u ocho años y Alejandra se dedicaba a vaciar la cuenta corriente de un viudo que o la  quería mucho o lo fingía muy bien. El hombre había llenado su casa de regalos y adornos, incluso calcetines llenos de caramelos colgando de la repisa de la chimenea… También sentía un gran afecto por él, hasta que llamó a la policía para denunciar a Alejandra al sospechar que estaba robándole y Paula y su madre tuvieron que salir huyendo para que no acabase en la cárcel. Y allí estaba el jefe de policía de Pine Gulch, con aquel precioso árbol de Navidad.

—Yo…

No sabía qué decir y su evidente malestar pareció contagiársele a él.

—Si no lo quieres…

—Sí, por favor —intervino Gabriela, llevándose las manos al corazón como si fuera la protagonista de un melodrama.

Paula no tuvo más remedio que admitir que la niña era una buena actriz. Más tarde se preguntaría de dónde iba a sacar dinero para comprar adornos.

—Te lo agradecemos mucho, por supuesto.

Y era cierto. Melodramática o no, su hermanastra seguía siendo una niña y merecía unas navidades lo más bonitas posibles.

—No sabía si tendrías una sujeción para el árbol, así que he traído una del rancho. Si me dices dónde lo quieres, yo mismo lo colocaré.

—No hace falta, lo haré yo —se apresuró a decir Paula.

—¿Lo has hecho alguna vez?

—No, la verdad es que no.

—Pues es más difícil de lo que crees. Considera el montaje parte del servicio —dijo Pedro.

Sin esperar que le diera permiso, sencillamente entró con el árbol, llevando con él un aroma a resina y a recuerdos de tiempos más felices que casi había olvidado.

—¡Es precioso! —exclamó Gabi—. Es el árbol más bonito que he visto en toda mi vida.

Paula estudió a su hermana. No podría decir que la conociera bien en tan poco tiempo, pero desde luego parecía encantada.. Tal vez ella era demasiado cínica, pensó. Al fin y al cabo, se trataba de la Navidad y Gabi tenía derecho a emocionarse un poquito.

—Es un árbol muy bonito. ¿Dónde quieres que lo pongamos?

Pedro lo colocó al lado de la ventana, en una esquina.

—¿Aquí mismo?

—Tal vez un poquito más a la izquierda —dijo Gabi.

Esbozando una sonrisa, Pedro colocó el árbol un poco más a la izquierda y Gabi asintió con la cabeza mientras Paula se encogía de hombros. Colocar un árbol de Navidad no estaba entre sus habilidades, como no lo estaba servir mesas o cuidar de una niña de nueve años.

Mi Bella Embustera: Capítulo 9

¿Cómo sobrevivían los padres a la batalla diaria con sus hijos? Paula respiró profundamente para no lanzar un grito de frustración mientras señalaba el cuaderno de su hermana. Solo le quedaban cuatro problemas de matemáticas, pero Gabi se mostraba tan remolona como si le estuviera pidiendo que se arrancase las pestañas una a una.

—Casi hemos terminado, Gabi. Venga, tú puedes hacerlo.

—Pues claro que puedo hacerlo —replicó su hermana. Aunque medía medio metro menos que ella, Gabi siempre conseguía mirarla por encima del hombro—. Es que no veo por qué tengo que hacerlo.

—Porque son tus deberes, cariño. Si no los terminas, te suspenderán en matemáticas.

—¿Y qué?

Paula apretó los puños bajo la mesa. Su hermana era increíblemente inteligente, pero no estaba motivada en absoluto y, considerando cuánto se había esforzado ella las pocas veces que su madre la envió a un colegio cuando era niña, eso la frustraba sobremanera. En esos días, ella misma se hubiera arrancado las pestañas antes de dejar de hacer los deberes. Miró la vieja casa, con su antiguo papel pintado y las manchas de humedad en el techo. Recordó entonces su elegante casa en Scottsdale, con su puerta pintada de rojo, su cuidado jardín… de repente, la echaba tanto de menos que era desesperante. Su madre se la había robado, como le había robado tantas cosas, pero intentó apartar de sí la amargura. Ella había tomado sus propias decisiones. Nadie la había obligado a vender la casa para pagar a las víctimas de los fraudes de Alejandra… En fin, estaba haciendo lo mismo que hacía Gabi, pensar en cosas que ya no podía cambiar.

—Si suspendes tendré que darte clases yo misma y las dos sabemos que eso será mucho peor para ti que ir al colegio. Venga, cuatro divisiones más.

Gabi tomó el lápiz, suspirando pesadamente. Unos minutos después había terminado de hacer los deberes y dejó el lápiz sobre la mesa.

—Ya está.

—No ha sido tan difícil, ¿Verdad?

Como Paula había esperado, Gabi hacía las divisiones sin el menor problema. La niña abrió la boca para responder, pero antes de que pudiese decir una palabra sonó el timbre y las dos dieron un respingo. La repentina esperanza que brilló en los ojos de Gabi rompió el corazón de Paula. Le gustaría abrazarla, decirle otra vez que Alejandra no iba a volver.

—Yo iré a abrir —dijo la niña. Y, sin hacer caso de sus órdenes, se levantó para abrir la puerta.

Si alguna vez había necesitado cuidarse del peligro era aquel momento, pensó Paula, asustada al ver al sheriff de Pine Gulch en la puerta. Pedro Alfonso tenía un aspecto peligroso y su instinto de supervivencia se puso en marcha de inmediato. Gabi pareció decepcionada por un momento, pero escondió sus emociones tras una máscara impasible.

—Hola, sheriff —dijo Paula por fin—. Qué visita tan inesperada.

Por no decir desafortunada y poco bienvenida.

—Siento haber venido sin avisar, pero me han encargado una misión importante.

Paula miró a Gabi y vió un brillo de curiosidad en los ojos de su hermana. El jefe de policía parecía estar escondiendo algo en el porche, pero desde allí no podía ver lo que era.

—¿Qué clase de misión? —le preguntó.

—Es una historia muy simpática. Mi sobrina, Abril, está en la misma clase que tu hija.

Paula miró a Gabi, diciéndole con los ojos que no abriese la boca. Sabía que estaba siendo muy antipática con el sheriff al no invitarlo a entrar, pero no quería que invadiera su espacio.

—Sí, Gabi ha mencionado a Abril más de una vez.

Mi Bella Embustera: Capítulo 8

Había intentado convencerse a sí mismo de que estaba enamorado de ella, pero en realidad solo había sido una vana esperanza. Probablemente se hubiera enamorado de ella con el tiempo. Candela era una chica estupenda, cálida, compasiva y bellísima. Podrían haber sido felices, pero la suya nunca habría sido la ardiente pasión que había entre Augusto y ella. Una pasión que Pedro envidiaba. Tal vez siempre sería un solterón y eso no era nada malo, pensó, mientras Abril espoleaba a su poni para ir más aprisa.

—¡Ya casi hemos llegado! —exclamó, radiante.

Unos minutos después, llegaban a la parte más espesa del bosque y la niña los llevó al árbol que había elegido meses antes, marcado con una cinta de color naranja como solía hacer su madre. Federico taló el árbol con su sierra mientras Abril miraba, encantada, y Luciana acariciaba a los perros que habían ido con ellos. Pedro había dejado en el rancho a Bobby, el viejo y feo bulldog francés que había heredado de Alfredo Chaves, ya que el pobre no podía seguir el paso de los caballos con sus cortas patitas.

—¿Y tú qué? —le preguntó su hermano—. ¿Quieres que cortemos un árbol para tí?

Su hermano le hacía esa pregunta todos los años y Pedro le daba la misma respuesta:

—Viviendo solo no tiene mucho sentido. Además, estas navidades tendré que trabajar.

Como él no tenía familia, siempre hacía turnos dobles en esas fechas para que sus hombres pudieran estar con sus hijos. Luciana lo miró entonces y en sus ojos vió un reflejo de su propia melancolía. Las navidades eran un momento difícil para la familia Alfonso. Probablemente siempre sería así, pero le apenaba que su hermana se escondiera de la vida allí, con los caballos y los perros que entrenaba.

—Oye, ¿Podrían cortar un árbol para una amiga mía? — preguntó Abril entonces.

—Ningún problema —respondió su padre—. Tenemos muchos árboles. ¿Seguro que tu amiga quiere uno?

Abril asintió con la cabeza.

—No tienen mucho dinero. Acaban de mudarse a Pine Gulch y me parece que no le gusta vivir aquí.

Pedro sintió el cosquilleo en los dedos que solía sentir cuando estaba a punto de resolver un caso.

—¿Cómo se llama tu amiga?

—Gabi. Bueno, Gabriela Chaves.

Por supuesto. Lo había intuido: la hija de la bonita camarera del Gulch.

—Las conocí el otro día. Su madre y ella viven cerca de mi casa.

Tanto Federico como Luciana lo miraron con curiosidad.

—Aparentemente, es la nieta del viejo Alfredo Chaves. Le ha dejado su casa en el testamento, aunque no tenían mucha relación.

—Está claro que sabes lo que pasa en Pine Gulch —dijo su hermana.

—Lo intento —asintió Pedro—. Bueno, la verdad es que me lo contó Diana. Un buen policía sabe encontrar fuentes de información.

Pedro había pensado en ella varias veces desde que la conoció y, aparte de la curiosidad sobre su repentina aparición en Pine Gulch, se había prometido a sí mismo ser un buen vecino. ¿Y qué mejor gesto de buena vecindad que regalarle un árbol de Navidad?

—¿Podemos cortar un árbol para Gabriela? —insistió Abril.

—Muy bien, de acuerdo —respondió Pedro—. Yo mismo puedo llevárselo.

—He visto uno perfecto —se apresuró a decir la niña, tomando su mano para llevarlo frente a un grueso abeto—. ¿Qué te parece este?

El árbol debía medir más de dos metros y era igual de grande en circunferencia.

—Lo siento, cariño, pero es demasiado grande para el salón de su casa. ¿Qué tal ese otro? —Pedro señaló uno más pequeño, pero de buen aspecto.

—También es bonito —asintió su sobrina.

—Entonces, puedes ayudarme a cortarlo —Pedro encendió la sierra y, después de talar el árbol con ayuda de Abril, lo ató a la silla de su caballo.

—Espero que a Gabriela le guste. ¿Vas a llevárselo esta noche?

—Te lo prometo.

Mientras volvían al rancho, con el sol escondiéndose tras las montañas, Pedro experimentó una ridícula burbuja de felicidad, como si fuera un niño a punto de ver a Santa Claus. Intentaba decirse a sí mismo que lo emocionaba la generosidad de Abril, pero en su corazón sabía que había algo más. Quería volver a ver a Paula Chaves porque era un misterio para él, nada más. Quería saber por qué estaba en Pine Gulch y comprobar que no iba a causar problemas en el pueblo. Si alguien le preguntaba, esa era la historia que pensaba contar.

Mi Bella Embustera: Capítulo 7

—Y siempre lo tenía elegido desde el verano —dijo Luciana, con una sonrisa triste.

—Por favor, papá, ¿Podemos ir ahora? —insistió Abril.

Pedro tuvo que sonreír ante la persistencia de su sobrina. Abril era una niña feliz, algo asombroso considerando que su madre la había abandonado cuando era casi un bebé.

—Sí, bueno, imagino que tienes razón —dijo Federico por fin—. ¿A alguno de ustedes le apetece subir a la montaña para ayudarme a cortar un árbol? Podemos cortar otro para ustedes.

David se encogió de hombros.

—No, yo tengo una cita. Lo siento.

—¿Una cita un domingo por la noche? —exclamó Luciana, enarcando las cejas.

—Bueno, no es una cita. Voy a casa de una amiga a tomar una pizza y a ver una película.

—¡Pero si acabas de cenar!

David sonrió.

—Eso es lo bueno de la comida… y de otras cosas. Que siempre estás dispuesto a intentarlo otra vez después de un par de horas.

—¿Cuántos añitos tienes? —bromeó Federico, poniendo los ojos en blanco.

—Soy lo bastante mayor como para disfrutar de la pizza y de todo lo que va con ella —bromeó David—. Pero ustedes pasenlo bien cortando abetos.

—¿Te apuntas, Pedro? —le preguntó Federico.

Como él no tenía una amiga con la que compartir una pizza, o ningún otro eufemismo, Pedro decidió que no era mala idea.

—Venga, vamos a buscar un árbol.

Le sentaría bien cabalgar un rato por la montaña. Eso aclararía las telarañas de su cabeza después de hacer tantos turnos. Y fue una buena decisión, pensó media hora después, mientras montaba una de sus yeguas favoritas, Jenny, por el camino que llevaba al bosque. Debería hacerlo más a menudo, pero en la comisaría siempre había mucho trabajo y poco personal. Debería buscar tiempo, se dijo. En aquel momento, con los copos de nieve cayendo sobre su cabeza y ese aire tan limpio y fresco, no querría estar en ningún otro sitio. Le encantaba el rancho River Bow. Aquel era su hogar a pesar de los malos recuerdos. Contando con Abril, cinco generaciones de Alfonso habían vivido allí desde la I Guerra Mundial, cuando su bisabuelo lo levantó. Era un sitio precioso al lado de Cold Creek, el arroyo que en verano se llenaba de ocas y cisnes. Desde allí podía ver las luces de Pine Gulch, su pueblo. Sí, podía sonar como algo de una vieja película del Oeste, pero le encantaba aquel sitio. Había recibido ofertas de otras comisarías de Idaho e incluso de fuera del estado y algunas tentadoras, no podía negarlo. Pero cada vez que pensaba en irse de Pine Gulch pensaba en todas las cosas que tendría que abandonar: su familia, el rancho, el confort de las pequeñas tradiciones, como el desayuno en el Gulch después de un turno de noche… los sacrificios le parecían demasiado grandes.

—Gracias por venir con nosotros —dijo Abril, sujetando las riendas de su poni.

—De nada. Gracias a tí por pedírmelo, renacuaja —respondió él, pensando que su sobrina estaba convirtiéndose en una buena amazona. Federico la había subido a la grupa de un caballo casi desde que empezó a andar y se notaba.

—¿Vas a poner un árbol este año, tío Pepe?

—No lo sé. La verdad es que no tiene mucho sentido viviendo solo.

Odiaba admitirlo, pero era cierto: ya no le gustaba estar solo. Un año antes había decidido sentar la cabeza saliendo con Candela Springhill, del rancho Winder. Pero Candela no era para él. Lo había sabido desde el principio, aunque intentó convencerse a sí mismo de lo contrario, pero había quedado claro cuando Augusto del Norte volvió al pueblo y vió por sí mismo lo enamorada que estaba de él. Después de casarse habían adoptado a una niña preciosa y, además, Candela esperaba otro hijo para la primavera. Aunque Pedro y Augusto no eran amigos, debía admitir que hacía feliz a Candela y eso era lo importante.

Mi Bella Embustera: Capítulo 6

Pedro se arrellanó en la silla, dejando la servilleta al lado de su plato vacío.

—Una cena estupenda, Luciana, como siempre. El asado estaba particularmente rico.

Su hermana pequeña sonrió, sus transparentes ojos azules brillando bajo las luces de Navidad que había colocado por toda la casa.

—Gracias. He probado una receta nueva que lleva salvia, romero y un toque de pimienta.

—Sabes que la pimienta no me sienta bien, ¿Verdad?  — protestó su hermano mellizo, David.

—La pimienta te sienta perfectamente, tonto. Y solo por eso, te toca fregar los platos.

—Apiádate de mí. Llevo todo el día trabajando.

—Llevas todo el día de servicio, no es lo mismo —lo corrigió Pedro.

—¿Cómo que no es lo mismo?

—¿Has tenido salidas o te has pasado toda la noche en el cuartel de los bomberos, jugando a las cartas?

—Jugando a las cartas o no, estaba dispuesto a lanzarme de cabeza si mi comunidad me necesitaba.

Sus respectivos trabajos siempre habían sido objeto de bromas entre los dos hermanos porque mientras Pedro hacía turnos de noche patrullando, respondiendo llamadas o atendiendo el papeleo en la comisaría, como jefe de bomberos de Pine Gulch, el trabajo de David era muy tranquilo porque afortunadamente no había demasiados incendios en el pueblo. Bromeaban y se peleaban, pero Pedro sabía que nadie mejor que su hermano cuidaría de él. Aunque también podía contar con Luciana y su hermano mayor, Federico.

—Dejenlo ya, pesados —los regañó Federico, el patriarca de la familia, con una voz de trueno que les recordaba a su padre—. Van a estropear el postre tan estupendo que ha hecho Abril.

—Solo es un pastel de bayas —dijo la niña—. Es muy fácil de hacer.

—Pues a mí me parece que está riquísimo —comentó David—. Eso es lo importante.

La cena en el rancho de la familia, el River Bow, era una tradición. Por muy ocupados que estuvieran, los Alfonso se reunían todos los domingos. Aunque si no fuera por Luciana, esas cenas dominicales probablemente habrían desaparecido mucho tiempo atrás, otra víctima del brutal asesinato de sus padres. Habían retomado la tradición cuando la mujer de Federico lo dejó y Luciana terminó sus estudios y empezó a cuidar de la casa y de Abril, su sobrina. Era una manera de estar en contacto a pesar de lo ocupados que estaban todos y a Pedro le encantaban esas cenas, peleas incluidas.

—Yo también he trabajado toda la noche, pero no soy tan flojo como para no fregar los platos —le dijo—. Tú quédate aquí descansando, no quiero que te agotes.

Por supuesto, su hermano no iba a pasar por alto ese insulto, como Pedro había esperado, de modo que David fregó los platos mientras él los secaba y Abril y Federico limpiaban la mesa. La niña entró en la cocina detrás de su padre, mirándolo con la misma expresión que los cachorros a los que Luciana rescataba.

—Por favor, papá. Si esperamos mucho más, será demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? —preguntó David inocentemente.

—¡Para Navidad! —exclamó Abril—. Es el último domingo de noviembre y si no cortamos pronto el árbol las montañas se cubrirán de nieve. Por favor, papi.

Federico dejó escapar un suspiro y Pedro tuvo que contener uno propio. Sus padres habían muerto un día antes de Nochebuena diez años atrás y a ninguno de ellos le entusiasmaban las navidades.

—Iremos a buscar uno —le aseguró su hermano, sin embargo.

—Pero no podemos esperar —insistió Abril—. ¿Para qué vamos a poner un árbol cuando estén a punto de terminar las fiestas?

—¡Pero si aún no estamos en diciembre!

—Estamos casi en diciembre.

—Es como mamá —dijo David—. ¿Se acuerdan que solía pedirle a papá que pusiera el árbol en noviembre?

lunes, 20 de enero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 5

Gabi se levanto de la silla.

—Sí, es perfecto para aburrirme de muerte.

—Esconde el libro entre los de texto —le aconsejó Paula. A ella siempre le había funcionado durante su propia auto educación.

Suspirando, Gabi guardó el libro en la mochila, se puso el abrigo y salió del restaurante, abriendo el paraguas que Paula le había dado. Le habría gustado llevar a su hermana al colegio, pero sabía que no podía pedir quince minutos libres a esa hora de la mañana, especialmente cuando los Archuleta le habían hecho un gran favor contratándola sin referencias. Mientras limpiaba una mesa frente a la ventana, miraba a Gabi. Entre el paraguas y las botas rojas, la niña tenía un aspecto incongruentemente alegre en medio de aquel día tan gris. Pero no sabía qué iba a hacer con ella. Después de doce años separada de su madre había descubierto de repente que tenía una hermana de nueve años a la que no entendía. Gabi era antipática a veces, introspectiva y seria otras. En lugar de sentirse herida o traicionada cuando Alejandra la dejó con ella, la niña se negaba a abandonar la esperanza de que su madre volviese a buscarla. Pero estaba enfadada por las dos. Unos meses antes, había pensado que su vida iba de maravilla. Tenía su propia casa en Scottsdale, un trabajo como abogado que le encantaba, un buen círculo de amistades y salía con otro abogado con el que estaba apunto de comprometerse. Gracias a su trabajo y a sus sacrificios, tenía la seguridad que había anhelado a la edad de Gabi, siendo llevada caprichosamente de un lado a otro por una madre irresponsable y estafadora. Y entonces, un día de septiembre, Monica había vuelto a aparecer en su vida después de una década de silencio.

—El pedido —oyó la voz de Luis desde la barra.

Paula volvió a la realidad de su vida en ese momento: sin dinero, con su carrera destrozada y a punto de perder su licencia para ejercer como abogado. El hombre con el que salía había decidido que tantos problemas eran demasiado para él y la había dejado plantada. Además, se había visto obligada a vender su casa para solucionar los problemas de Alejandra y se veía obligada a vivir en un pueblo diminuto en Idaho, al cuidado de una niña de nueve años que querría estar en cualquier otro sitio. Y, para colmo de males, el sheriff de Pine Gulch se había fijado en ella. Suspiró mientras tomaba un menú. Las cosas no podían empeorar, ¿No? Aunque Pedro Alfonso era el hombre más apuesto que había visto en mucho tiempo, tendría que hacer lo posible para mantener las distancias. Por el momento, Gabi y ella tenían un sitio en el que vivir y el salario y las propinas en el restaurante le permitirían comprar comida y pagar las facturas. Pero estaban pendiendo de un hilo y el sheriff Alfonso  parecía el tipo de hombre que podría aparecer con un par de tijeras para cortarlo.

Mi Bella Embustera: Capítulo 4

El sheriff de Pine Gulch. Justo lo último que necesitaba, pensó Paula mientras iba de mesa en mesa, llenando tazas de café, sirviendo platos, haciendo todo lo posible para no hablar con el hombre guapísimo que se encargaba de mantener el orden en Pine Gulch. ¿Por qué no podía Pedro Alfonso ser el estereotipo del sheriff gordo con un palillo entre los dientes? En lugar de eso era un hombre joven, de unos treinta o treinta y cinco años, con el pelo castaño, penetrantes ojos verdes y sonrisa seductora. Era masculino, duro y peligroso, al menos para ella. No debería sentir ese cosquilleo cada vez que lo miraba. Era el sheriff de Pine Gulch. ¿Necesitaba otra razón para alejarse de él? Pero no podía dejar de mirarlo. Tenía los ojos enrojecidos y las botas manchadas de barro, de modo que debía volver del trabajo. Probablemente no estaba casado… o al menos no llevaba alianza. No, seguro que estaba soltero. Si estuviera casado, desayunaría en su casa y no en el restaurante. Por el comentario sobre su abuelo, parecía pensar que debería haberlo visitado más a menudo y le habría gustado decirle que eso era imposible, ya que nunca había oído hablar de Alfredo Chaves hasta que recibió la notificación de su sorprendente herencia.

Un cliente le hizo una pregunta sobre el especial del día, distrayéndola de sus pensamientos, y Paula hizo un esfuerzo por sonreír. Pedro Alfonso la miraba mientras dejaba unos billetes sobre la barra y salía del restaurante. En cuanto desapareció, Paula respiró profundamente. Aunque ella no había hecho nada malo, se recordó a sí misma. No había sido sincera del todo con la directora del colegio sobre la identidad de Gabi, pero no había tenido más remedio. Incluso sabiendo que no había razón para que estuviera nerviosa, la policía la asustaba. Una vieja costumbre. Los representantes de la ley eran los últimos en la lista de amigos de su madre y ella haría bien en seguir su ejemplo y alejarse de Pedro todo lo posible. Miró su reloj, una de las pocas joyas que no había empeñado, e hizo una mueca. De nuevo, había perdido la noción del tiempo. Sentía como si hubiera estado todo el día de pie cuando apenas llevaba una hora y media trabajando. Se acercó a Gabriela, que estaba concentrada en su libro: Matar a un ruiseñor. Le parecía demasiado maduro para la niña, aunque también ella lo había leído a su edad.

—Son casi las ocho, deberías irte al colegio.

Su hermanastra levantó la mirada y suspiró mientras cerraba el libro.

—Para que lo sepas, no me parece justo.

—Ya lo sé: odias este sitio y el colegio te parece horrible.

—Es una pérdida de tiempo. Puedo aprender más sola, como he hecho siempre.

Gabi era muy inteligente para su edad y tenía una buena formación. Paula no sabía cómo, ya que su educación había sidoun desastre.

—Pero te irá bien en el colegio, ya verás. Allí podrás hacer amigos y participar en actividades. Además, así no estarás sola todo el tiempo y yo no tendré que pagar a una niñera mientras estoy trabajando.

Habían discutido eso antes, pero sus argumentos no parecíanconvencer a Gabi.

—Yo puedo encontrarla.

Paula miró alrededor para ver si alguien estaba escuchando la conversación. Se refería a Alejandra, su madre.

—¿Y luego qué? Si te quisiera a su lado no te habría dejado conmigo.

—Pensaba volver. ¿Cómo va a encontrarnos ahora si nos hemos mudado al otro lado del país?

Mudarse de Arizona a Idaho no era irse al otro lado del país, aunque a una niña de nueve años debía parecérselo. Pero no había tenido alternativa.

—Mira, Gabi, no puedo hablar de eso ahora. Tú tienes que ir al colegio y yo tengo que volver con los clientes. Te dije que intentaría localizarla después de las navidades.

—Eso es lo que has dicho.

Paula suspiró. Gabriela llevaba nueve años de decepciones, disgustos y promesas vacías. ¿Cómo iba a culparla por no confiar en que su madre hiciese lo que había prometido?

—Estamos bien aquí, Gabi. Y el colegio no es tan horrible, ¿No?

Mi Bella Embustera: Capítulo 3

Tan cerca, notó el olor de su colonia, algo fresco y floral que lo hizo pensar en una pradera soleada una mañana de junio. Tenía una boca suave, de labios generosos, y pensó que le gustaría apartar ese mechón de pelo de su frente y besarla… Debería pasar menos tiempo trabajando y más disfrutando del sexo opuesto si su mente creaba esas fantasías sobre una mujer por la que no sentía inclinación alguna, guapa o no.

—Soy Pedro Alfonso. Y tú debes ser nueva en el pueblo.

Ella no respondió inmediatamente y Pedro casi podía ver las ruedas girando en su cerebro. ¿Por qué dudaba? ¿Y por qué esa nube de preocupación en sus ojos? Evidentemente, su presencia la incomodaba y no podía dejar de preguntarse por qué.

—Llevamos aquí un par de semanas —respondió por fin.

—Tengo entendido que eres nieta de Alfredo Chaves.

—Aparentemente —su voz era tan fría como el tiempo.

—El viejo Alfredo era un tipo interesante. Muy reservado, pero me caía bien. Era de los que siempre decían las cosas bien claras.

—No tengo ni idea —ella evitaba su mirada y Pedro inclinó a un lado la cabeza, preguntándose si habría imaginado cierta tristeza en su tono.

¿Qué pasaba allí? Había oído decir que Alfredo no se hablaba con su hijo. Y, si ese era el caso, no sería justo culpar a su nieta por no mantener relación con él. Tal vez no debería juzgarla tan rápidamente hasta que conociera los detalles de la situación. Y debería mostrarse tan amistoso con ella, como con cualquier otra persona del pueblo.

—Yo vivo a unas manzanas de aquí, en la casa blanca con el techo de pizarra… por si tu hija o tú necesitan algo.

Ella miro a la niña, que seguía concentrada en su libro.

—Gracias, sheriff, lo tendré en cuenta. Y gracias por su ayuda.

—De nada —Pedro sonrió y, aunque ella no le devolvió la sonrisa, quería pensar que no se mostraba tan reservada como antes.

Definitivamente, ocurría algo. Tal vez debería investigar por qué alguien con buena ropa y buenas joyas, que evidentemente no tenía experiencia como camarera, estaba sirviendo cafés en el Gulch. ¿Estaría huyendo de alguien, un marido abusivo tal vez? No le gustaría que una niña tuviera que pasar por algo tan terrible. Ni su madre. Paula Chaves, Pau, no Pauli, era una mujer intrigante. Y había pasado mucho tiempo desde que hubo una mujer intriganteen Pine Gulch. Pedro tomó un sorbo de zumo de naranja mientras la veía llevar un plato de huevos revueltos a Graciela Marlow. Pero poco después volvía a la barra para decirle a Luis que la cliente había pedido salchichas y se le había olvidado anotarlo en el pedido.

—¿Ha trabajado antes de camarera? —le preguntó a Diana.

—No, no lo creo —respondió la mujer—. Pero está aprendiendo. Y trátala bien, tengo la impresión de que está pasando por un mal momento.

—¿Por qué dices eso?

Diana miró a Paula y luego se volvió hacia él.

—Llegó hace tres días —le dijo en voz baja— prácticamente suplicando que le diésemos un trabajo. Y es lista porque habló con Luis en lugar de hacerlo conmigo. Debió ver enseguida que él era el blando.

Pedro decidió que sería mejor no decir nada. Diana no necesitaba que le recordase las comidas gratis que daba acualquiera que estuviera pasando un mal momento o las que donaba a la residencia de mayores y al comedor benéfico de Pine Gulch.

—Sé amable con ella, ¿De acuerdo? Eras muy amable con Alfredo, el único del pueblo que le prestaba atención.

—El pobre murió solo con ese perro tan feo por toda compañía. ¿Dónde estaba su nieta entonces?

Diana suspiró.

—Sé que Alfredo y su hijo tuvieron una pelea hace muchos años, pero no puedes culpar a su nieta por ello. Si Alfredo estuviese enfadado con ella no le habría dejado su casa, ¿No te parece? Además, nosotros no somos quién para juzgar a nadie.

Diana tenía razón, como de costumbre. Debería portarse como un buen vecino y dejar de pensar en sus labios. De hecho, debería irse a casa a dormir si estaba fantaseando sobre una mujer que podría estar casada.

Mi Bella Embustera: Capítulo 2

Y no lo hacía nada bien, pensó, al ver que derramaba un poco de café mientras servía a Rodrigo Haskell. Aunque a él no pareció importarle en absoluto porque la miraba con una sonrisa en los labios.

—¿Quieres beber algo? —le preguntó Diana.

—Lo único que necesito es dormir, pero me vendría bien unzumo de naranja.

—Ah, muy bien. Marchando un zumo de naranja.

La mujer entró en la cocina para prepararlo y volvió unos minutos después con un vaso de zumo. Le temblaba un poco la mano mientras lo dejaba sobre la barra y Pedro pensó que tanto Diana como Luis empezaban a hacerse mayores. Tal vez por eso habían contratado a aquella chica.

—Una mañana muy ajetreada —comentó.

—Deja que te diga una cosa: he sobrevivido a muchos inviernos en Pine Gulch —anunció Diana, apoyando los codos en la barra—. En mi experiencia, días grises como el de hoy hacen que la gente se quede en casa frente a la chimenea o que busque a otros para no estar solos. Parece que hoy ocurre esto último. La nueva camarera entregó un pedido a Luis antes de volver a las mesas para atender a una pareja que acababa de entrar en el restaurante.

—¿Quién es la nueva chica?

Diana suspiró.

—Se llama Paula Chaves, pero no se te ocurra llamarla Pauli. Es Pau. Ha heredado la casa del viejo Alfredo Chaves. Por lo visto, es su nieta.

Eso era noticia para Pedro. Alfredo jamás había hablado de una nieta y ella no parecía haberse preocupado mucho por el anciano. En los últimos años, él había sido el único que lo visitaba de vez en cuando. Si no hubiera pasado por su casa un par de veces por semana, Alfredo habría estado semanas sin ver a nadie. Pedro había sido el primero en descubrir que había muerto. Cuando no lo vió en el jardín con su viejo perro, Bobby, entró en la casa y lo encontró muerto en un sillón, con la televisión encendida y Bobby a sus pies. Aparentemente, su nieta estaba demasiado ocupada como para visitarlo, pero en cuanto murió se había mudado a su casa.

—¿Esa es su hija?

Diana miró hacia la mesa donde la niña leía un libro.

—Sí, se llama Gabriela. Le he dicho a Pau que podía estar un par de horas aquí antes de ir al colegio mientras se portase bien. Es la segunda mañana que viene y no ha levantado los ojos del libro. Yo creo que le pasa algo.

—La tortilla del jefe está lista —anunció Luis.

Diana tomó el plato y lo colocó sobre la barra.

—Ya sabes dónde están la sal y la pimienta —murmuró, antes de alejarse para atender a otro cliente.

Por el espejo que había encima de la barra pudo ver a la nueva camarera equivocarse en dos pedidos y servir café normal en lugar de descafeinado a Eduardo Whitley, a pesar de las órdenes del médico de que dejase la cafeína. Curiosamente, parecía estar haciendo un esfuerzo para no mirarlo, aunque Pedro creía haber interceptado un par de miradas furtivas en su dirección. Debería presentarse, pensó. Era lo más lógico. Por no decir que le gustaba hacerle saber a los recién llegados que el sheriff de Pine Gulch estaba al tanto de todo lo que pasaba en el pueblo. Aunque no se sentía inclinado a ser amable con alguien que había dejado morir solo a su abuelo. El destino le quitó la decisión de las manos unos minutos después, cuando a la camarera se le resbaló la bandeja de las manos y dos vasos se rompieron en pedazos contra el suelo.

—Porras —murmuró.

La infantil expresión hizo sonreír a Pedro. Pero solo porque estaba cansado, se dijo a sí mismo.

—¿Quieres que te eche una mano? —le preguntó, saltando del taburete.

—Sí, gracias —ella levantó la mirada del suelo, pero cuando lo identificó sus ojos pardos se volvieron fríos. Pedro creyó ver un brillo de miedo y eso despertó su curiosidad—. No hace falta, sheriff. Pero gracias —su voz era notablemente más fría que unos segundos antes.

A pesar de sus protestas, Pedro se inclinó para ayudarla a recoger los cristales.

—No pasa nada. Esas bandejas son resbaladizas.

Mi Bella Embustera: Capítulo 1

Aunque le gustaba mucho Pine Gulch, Pedro Alfonso debía reconocer que aquella mañana fría, lluviosa y gris, el pueblo no daba la mejor impresión. Incluso las luces navideñas, colocadas una semana después del día de Acción de Gracias, tenían un aspecto triste mientras estacionaba el coche patrulla frente al Gulch, el restaurante que servía como centro de reunión para todo el pueblo. Las gotas de lluvia que caían de las hojas de los árboles y los toldos de las tiendas se convertirían en nieve por la tarde, tal vez incluso antes. A finales de noviembre, en Pine Gulch, Idaho, al oeste de la cordillera Teton, la nieve era más la norma que la excepción.

Bostezando, Pedro movió el cuello a un lado y a otro. Después de tres días haciendo doble turno, lo único que quería era ir a su casa, echar un enorme tronco en la chimenea y meterse en la cama para dormir durante horas. Pero antes debía comer algo. Había comido un sándwich a la seis de la tarde, trece horas antes, y lo único que quería era uno de los rollitos de canela de Luis Archuleta. Cuando entró en el restaurante, fue recibido por un agradable calorcito y un más agradable aún olor a beicon y café. Desde los taburetes redondos a la barra de formica, el Gulch era el estereotipo de un restaurante de pueblo, un sitio lleno de tradición, y estaba seguro de que en veinte años seguiría siendo exactamente igual.

—Buenos días, sheriff —lo saludó Jesica Redbear, desde la mesa reservada a los clientes habituales.

—Hola, Jesica.

—Hola, sheriff.

—Hola.

La gente lo saludaba desde todas las mesas, desde Mario Malone o Adrián Martinez y Sandra Halliday. Podría haberse sentado con alguno de ellos, pero prefirió ocupar un taburete vacío frente ala barra. Pedro devolvía los saludos mientras miraba alrededor, una vieja costumbre de su época de policía militar. Reconocía a todo el mundo en el restaurante salvo a una pareja que debía alojarse en el hostal y a una niña de unos nueve o diez años que estaba leyendo un libro en una esquina. ¿Qué hacía una niña sola en el Gulch a las siete y media de la mañana un día de colegio? Luego se fijó en una mujer esbelta con un cuaderno de pedidos en la mano. ¿Y desde cuándo había una nueva camarera en el Gulch? Había estado muy ocupado haciendo dobles turnos desde que la mujer de uno de sus hombres dio a luz dos semanas antes, pero que él supiera, Diana Archuleta, la mujer del propietario, siempre se había encargado de los clientes sin el menor problema. Tal vez por fin había decidido relajarse un poco después de cumplir los setenta.

—Hola, sheriff —lo saludó Luis Archuleta—. Una noche muy larga ¿Eh?

¿Cómo sabía Luis que había estado trabajando toda la noche? ¿Llevaba un cartel o algo así? Tal vez lo había adivinado por susbotas llenas de barro o por su cara de agotamiento.

—No ha sido fácil, no. Ha habido un par de accidentes en la autopista y he estado ayudando a la policía estatal.

—Debería irse a la cama a descansar —intervino Diana, mientras le servía un café. Lo último que necesitaba era cafeína cuando lo que quería era dormir, pero decidió no decir nada.

—Ese era el plan, pero he pensado que sería mejor dormir con el estómago lleno.

—¿Quiere lo de siempre? ¿Tortilla de verduras y tortitas?

—No, nada de tortitas —dijo Pedro—. Pero sí me apetece uno de tus rollitos de canela. ¿Te queda alguno?

—Creo que puedo encontrar alguno para nuestro sheriff favorito —bromeó la mujer.

—Gracias.

Pedro giró la cabeza para mirar a la nueva camarera. Era guapa y esbelta, con el pelo oscuro sujeto en una coleta. Con más curiosidad de la que probablemente debería sentir, se fijó en su blusa blanca que parecía cara, en la elegante mano de uñas cuidadas que sujetaba la cafetera…¿Qué hacía una mujer con vaqueros de diseño sirviendo cafés en el Gulch?

Mi Bella Embustera: Sinopsis

Decía ser camarera y madre soltera, pero Paula Chaves no se parecía a ninguna camarera que Pedro Alfonso hubiera visto en su vida. Y tampoco parecía particularmente maternal con la niña que, supuestamente, era su hija. Aun así, una mirada a sus vulnerables ojos y el instinto protector de Trace se puso en acción.

Paula haría lo que fuera para proteger a su hermana pequeña, Gabi, de su estafadora madre, incluso mentir sobre su identidad. Llamar la atención del sheriff de Pine Gulch era lo último que necesitaba, pero cuando Pedro apareció en su casa con un árbol de Navidad deseó rendirse a la magia de las fiestas con él. Sin embargo, el pasado de Paula se acercaba a toda velocidad, dispuesto a destrozar de nuevo su vida.


Esta es la historia de David y Brenda en la piel de Pedro y Paula.

viernes, 17 de enero de 2020

Destino: Epílogo

La novia llegaba tarde. Pedro se miró el reloj en la entrada de la pequeña capilla de Pine Gulch.

—Esta vez vendrá. Está loca por tí. Relájate.

Él miró a David, que iba vestido de esmoquin porque era su padrino. Estaba tan tranquilo que a Pedro le entraron ganas de darle un puñetazo.

—Lo sé —respondió.

Estaba nervioso, pero no le cabía la menor duda de que Laura iba a casarse con él. En los últimos meses, su amor no había hecho más que aumentar.

—Solo espero que no haya tenido ningún problema. No tienes la radio aquí, ¿Verdad?

David arqueó una ceja.

—Pues no. Esto es una boda, por si se te ha olvidado. No necesito la radio.

—Supongo que no habrá tenido un accidente ni nada parecido.

—No. Seguro que el retraso tiene una explicación. ¿Quieres que le preguntemos a Luciana?

—Sí, buena idea. Dame tu teléfono.

—Ya la llamo yo, para eso está el padrino.

—Que me des tu teléfono. Por favor —añadió él.

—Espera que lo encienda —le dijo David, sacando el teléfono—. Tampoco quería que una llamada interrumpiese la ceremonia.

Antes de que les diese tiempo de llamar a Luciana, el teléfono sonó.

—¿Dónde están? —le preguntó Pedro.

—¿Qué haces tú con el teléfono de David?

—Iba a llamarte. ¿Qué ocurre? ¿Paula está bien?

—Estamos llegando a la iglesia. Te llamaba para decirte que vamos a tardar unos minutos. Sofía se ha levantado con dolor de estómago y se ha vomitado en el vestido, así que hemos tenido que cambiarla.

—¿Y ya está bien?

—Bueno, regular. Laura está intentando calmarla. Saldremos del coche en cuanto lo consiga.

Vió aparecer por la curva la limusina que habían alquilado para la novia.

—Ya los veo, gracias por llamar.

Colgó el teléfono y se lo devolvió a David. Federico se acababa de acercar a ellos.

—¿Todo bien? —preguntó con preocupación.

—A Sofía le duele el estómago. Voy a ver cómo está.

—¿Y la superstición de no ver a la novia antes de la boda? — preguntó David.

—Este caso es especial —respondió Pedro antes de alejarse de sus hermanos para ir hacia la limusina.

Las mujeres acababan de salir del coche y estaban junto a la puerta. Lo primero que vió Pedro fue a Paula, preciosa con un vestido de color crema y el pelo recogido de manera elegante. Sofía estaba en sus brazos, vestida solo con unas braguitas blancas. La niña lo vió y gimoteó:

—Jefe.

—¿Qué te pasa, cariño?

—Me duele la tripa.

—Sofi, ¿Cuántos trozos de tarta te comiste anoche en la cena?

Taft recordó haberla visto dos veces con un plato de tarta. La niña se encogió de hombros y sacó dos dedos.

—¿Estás segura?

Ella miró a su madre, luego otra vez a él, y levantó otros dos dedos.

—No me extraña que le duela la tripa esta mañana.

—Me gusta la tarta —anunció Sofía.

Pedro sonrió.

—A mí también, cariño, pero no comas demasiada o te dolerá la tripa.

—De acuerdo.

Pedro le dió un abrazo.

—¿Estás mejor?

Sofía asintió y se limpió un par de lágrimas de las mejillas. Era adorable y Pedro no podía creer que él tuviese la suerte de poder ser su padre.

—Mi vestido está sucio.

—Vamos a lavarlo y a lo mejor para la hora de la cena ya está seco —le dijo su abuela—. Ahora puedes ponerte este rojo que te había comprado para Navidad.

—Muchas gracias, mamá —dijo Paula.

Alejandra sonrió y tomó a la niña en brazos para ayudarla a ponerse el vestido y peinarla otra vez.

—¿Crisis superada? —le preguntó Pedro a Paula.

—Eso parece —respondió ella sonriendo—. ¿Estás seguro de que estás preparado para tantas emociones?

Él la abrazó.

—Por supuesto que sí.

Quería besarla, pero tuvo la sensación de que a su madre y a su hermana no les gustaría el gesto. La puerta del otro lado del coche se abrió y Agustín salió corriendo.

—¿Cuándo empieza la boda? Estoy cansado de esperar.

—Te comprendo, hijo —le respondió él sonriendo antes de darle un abrazo.

Eran su familia. Había esperado más de diez años para aquello, y no sabía si iba a tener paciencia para esperar ni un minuto más para que sus sueños se hiciesen realidad.

—Bueno, yo creo que ya estamos —aseguró Luciana—. Mirad qué guapa está Sofía.

—Preciosa —dijo él.

Sofía le sonrió y le dió la mano.

—Vamos a la boda.

—Buena idea, cariño —dijo. Luego miró a Paula—. ¿Estás lista?

Paula le sonrió y Pedro la miró y supo que tenían el resto de sus vidas por delante para ser felices y amarse.

—Sí, por fin lo estoy —respondió ella, dándole la otra mano.

Y así caminaron juntos hacia su futuro.






FIN

Destino: Capítulo 70

—No quería hacerte llorar —murmuró él, también con los ojos húmedos.

—Te quiero, Pedro. Te quiero tanto...

Y entonces volvió a besarlo y a abrazarlo con fuerza. Después de unos segundos, Pedro se apartó.

—¿Quieres entrar a ver la casa?

Ella se preguntó si sería una manera sutil de hacerla entrar para hacerle el amor. No sabía si estaba preparada, pero quería ver su casa. Además, confiaba en él y sabía que si le pedía que esperase, no pondría ninguna objeción.

—Sí —le respondió.

Pedro sonrió y la agarró de la mano. La guió hasta el porche y luego entraron al salón, que tenía unas ventanas enormes. La casa tenía cosas en común con el rancho de la familia de él, pero otras eran distintas. Se preguntó cuántas habitaciones tendría y para qué querría un hombre soltero una casa así. Algunas cosas le resultaron familiares. Como la chimenea, los detalles en madera. Pero tuvo que entrar en la cocina para darse cuenta de lo que ocurría.

—Es mi casa —exclamó.

—Nuestra casa —la corrigió él—. ¿Te acuerdas de cuando comprabas revistas de decoración? Empecé a construirla hace seis meses, pero no me he dado cuenta hasta hace muy poco de que la estaba haciendo para tí. ¿Te gusta?

—Me encanta, Pedro. Es perfecta. Más que perfecta.

Él volvió a abrazarla y allí, en la casa que Pedro había construido para ella, Laura se dio cuenta de que el amor no era siempre algo lineal. A veces tenía curvas y baches, pero a pesar de todo el dolor del pasado, Pedro y ella habían vuelto a encontrar su camino juntos. Y en esa ocasión, iba a funcionar.

Destino: Capítulo 69

Paula lo abrazó con fuerza y se quedaron así mucho rato. Y se acordó de la primera vez que Pedro la había besado, en aquella roca desde la que se veía el rancho River Bow. Aquel día, algo había cambiado para siempre. Pedro tomó su rostro con ambas manos y la besó con semejante ternura que a ella le entraron ganas de echarse a llorar otra vez. Fue un momento perfecto, allí con él, mientras caía la noche. Un momento que no quería que terminase jamás. Quería saborearlo todo, el suave algodón de su camisa, los fuertes músculos que había debajo, su boca. Apoyó las manos en su espalda y lo apretó contra ella. Pedro metió la mano por debajo de su camiseta y le acarició la cintura, haciendo que se estremeciese de deseo.

—Me pediste que no te volviese a besar. Lo siento, Paula. Te prometo que lo he intentado.

—Pero yo sí que te puedo besar a tí, ¿No? —le dijo ella muy seria.

Pedro la miró confundido y ella le agarró las manos, se puso de puntillas y le dió otro beso.

—No puedo seguir así, Paula —le dijo él—. Tienes que decidirte. Te quiero. Nunca he dejado de quererte y creo que una parte de mí siempre ha estado esperando que volvieses a casa.

Apartó las manos de las de ella.

—Sé el daño que te hice hace diez años. No puedo cambiar eso, si pudiese, lo haría, pero no puedo.

—Yo no cambiaría nada —le respondió ella—. Si no, no tendría a Agustín y a Sofía.

Pedro suspiró.

—Me dí cuenta de que había sido un idiota en cuanto te marchaste. Fui un egoísta y un testarudo al no querer admitir que estaba mal. Y, después, lo rematé no yendo a buscarte.

—Te esperé. Estuve dos años sin salir con nadie a pesar de saber lo que tú hacías en el Bandito. Si me hubieses llamado o escrito, habría vuelto a casa sin dudarlo.

—Ahora soy otro hombre. Quiero pensar que me he convertido en un hombre mejor, pero también tengo más cicatrices que entonces.

—Todos las tenemos —murmuró ella.

—Tengo que decirte que lo quiero todo, Paula. Quiero un hogar, una familia. Y quiero tenerlo contigo.

Paula se sintió feliz. Él le tomó la mano y continuó:

—Y espero que sepas que también quiero a tus hijos. Agus es un niño increíble. Se me ocurren cientos de cosas que quiero enseñarle. A montar en bici, a jugar al béisbol, a ensillar su propio caballo. Creo que podría ser un buen padre para él.

Pedro se llevó la mano de Paula al corazón.

—Y Sofía. Sofi es un regalo del cielo, Paula. No sé qué es exactamente lo que va a necesitar en la vida, pero te prometo que intentaré dárselo. Te prometo que la cuidaré y la protegeré, y la ayudaré a volar todo lo alto que pueda. Quiero darle un hogar. Un hogar en el que sepa que se la quiere.

Si no hubiese estado locamente enamorada de él, aquellas palabras la habrían terminado de convencer. Lo miró y volvió a ponerse a llorar.

Destino: Capítulo 68

—Hola, Paula.

—Hola.

—Espera un momento.

Se quitó los cascos, apagó el compresor y entonces se hizo el silencio. Pedro tomó una camisa que tenía colgada de un clavo cercano y se la puso. Paula no pudo evitar sentir cierta decepción.

—Te he traído una tarta. La ha hecho mi madre —le dijo ella, estirando los brazos.

—¿Una tarta?

—Sé que no es nada. No es suficiente para agradecerte lo que has hecho, pero…

—Gracias. Me encantan las tartas. Y todavía no he cenado, así que me viene estupendamente. Hoy cenaré tarta.

Llevaba un pequeño trozo de venda en la frente, el color blanco contrastaba con su pelo moreno y su rostro bronceado por el sol.

—Te has hecho algo en la cabeza durante el rescate, ¿Verdad?

Él se encogió de hombros.

—No es nada. Solo un pequeño corte.

De repente, Paula sintió ganas de llorar.

—Lo siento.

—¿Estás de broma? No es nada. Me habría roto una pierna conm tal de salvar a los niños.

Ella lo miró fijamente y pensó que no podía quererlo más. Aquel era Pedro. Su mejor amigo. El hombre al que siempre había querido, que siempre la hacía reír, que la hacía sentirse fuerte y capaz de cualquier cosa. Supo que debía marcharse si no quería perder el control y hacer una tontería.

—Solo… solo quería darte las gracias. Otra vez. Sé que no es suficiente, nunca lo será, pero gracias. Te lo debo… todo.

—No. No me debes nada. Solo he hecho mi trabajo.

—¿Que solo has hecho tu trabajo? ¿De verdad?

Él la miró durante unos segundos antes de responder:

—Bueno, no. Si me hubiese limitado a hacer mi trabajo habría seguido el protocolo y habría esperado a que el equipo llegase antes de meterme en el agua. No he hecho mi trabajo, es verdad.

A Paula se le escapó una lágrima, pero la ignoró. Tenía que marcharse.

—Bueno… te debo una. Ya sabes que tienes una habitación a tu disposición en el hostal siempre que quieras.

—Gracias. Te lo agradezco.

Ella suspiró y asintió.

—No, gracias a tí. Espero que te guste la tarta. Hasta luego.

Se giró y fue en dirección a su coche mientras las lágrimas que había luchado por contener corrían por sus mejillas. No sabía por qué estaba llorando. Probablemente por muchas cosas. Por el estrés de haber estado a punto de perder a sus hijos, por la felicidad de tenerlos en casa. Y porque, de repente, sabía que quería a Pedro más de lo que lo había querido nunca.

—Paula, espera.

Ella negó con la cabeza, incapaz de girarse, pero él la alcanzó e hizo que lo mirase.

—Paula… —murmuró al verla llorando. Y entonces la abrazó.

Ella se relajó y lloró por todo lo que había ocurrido ese día.

—He podido perderlos.

—Lo sé. Lo sé —le dijo él sin dejar de abrazarla.

Y Paula se dió cuenta de que aquel era su sitio. Todo lo demás daba igual. Quería a Pedro Alfonsoy, sobre todo, confiaba en él. Era su héroe en todos los aspectos posibles.

—Y tú… has arriesgado tu vida para salvarlos.

—Pero los tres estamos bien.