lunes, 29 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 50

Gabriel y Paula estallaron en una carcajada y Pedro los miró con ira antes de levantarse con toda la dignidad que pudo. Salió y el día era radiante. Un día perfecto para hacer las malditas fotos del verano. Se temió que las oraciones para que lloviera no iban a ser atendidas después de que esos depravados hubieran decidido ponerse en contacto con Dios. Sin embargo, si él ya creía que Paula había disfrutado con su venganza, eso no era nada comparado con la ocasión que tuvo unas horas más tarde mientras Pedro temblaba de frío junto al neumático que colgaba sobre la poza. Se había levantado un viento del norte y aunque el día era maravilloso, hacía un frío realmente helador.

Pedro solo llevaba puesto unos vaqueros recortados. En principio le llegaban justo hasta encima de la rodilla, pero sus condenados ayudantes habían decidido que sería mucho más erótico si llegaban más arriba y los habían cortado con sus navajas hasta medio muslo. Cuando se quejó, le recordaron que era por una buena causa y Gabriel le había apuntado con la navaja, de modo que decidió que sería mejor tener la boca cerrada. Paula disfrutaba a conciencia con lo mal que lo estaba pasando.

—Esa sombra morada que tienes en los labios no va a quedar muy bien en la foto, jefe.

—Venga, date un chapuzón. Sería una foto preciosa.

—Deja de temblar, las fotos van a salir movidas.

Sin embargo, Pedro notó, sin que ello le gustara, que Paula no disfrutaba tanto como los muchachos.

—Hoy hace demasiado frío —decidió ella mientras se abrigaba mejor con la chaqueta—. Pedro, vamos a dejarlo.

—Sigamos.

Demostrar que uno era duro como el que más debía ser una muestra de pavoneo masculino, pero él no estaba dispuesto a desaparecer de allí. Hacerlo supondría otro día más de fotos en cualquier otro sitio.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 49

Ella tomó aire como si tener a Alberto dando vueltas a un puchero fuera el fondo con el que había soñado toda su vida.

—¿Yo también podría estar en el fondo? —preguntó tímidamente Javier.

—Claro —dijo ella—. Tú también, Gabriel.

Pedro los miró con ira reconcentrada.

—Es el quinto día y preparar una escena como esa llevaría tiempo y no queremos que Paula se salga de los plazos.

—La verdad es que voy adelantada sobre el plazo previsto —dijo ella inexpresivamente—. En dos días podría haber terminado. Mañana por la noche podría estar fuera de aquí si consigo imaginarme las fotos de invierno.

Alberto le llevó un plato a la mesa. Eran huevos revueltos, que a Pedro le espantaban, y el beicon no estaba crujiente. Él se dió cuenta de que no era el día apropiado para quejarse de nada. ¿Mañana por la noche? Sería maravilloso.  ¿Por qué entonces aquella idea le deprimió? Seguramente fuera porque el beicon estaba casi crudo, tenía que ser por eso.

—¡Invierno! —dijo Javier—. Todavía hay nieve en las montañas. Podíamos...

—Ocuparnos del rancho —le interrumpió Pedro.

—Subir allí —dijo Javier como si Pedro no hubiera hablado—. La nieve estará muy blanda en esta época del año. Mira.

Javier había captado la idea del storyboard y dibujó un muñeco de nieve con un hombre detrás que esquivaba bolas de nieve.

—Podías utilizar el perro —continuó entusiasmado—. Esos perros se emplean para los rescates en la nieve. Me pregunto si tendríamos algo para ponerle alrededor del cuello.

—¡Yo podría hacer un barril con ese bote de arenques en vinagre! — exclamó Alberto.

Pedro notó que le volvía el dolor de cabeza.

—Sería perfecto —dijo Paula como si no se diera cuenta de que estaba quebrando todas las reglas—. Podríamos hacer las escenas con el ganado por la mañana, la nieve por la tarde y por la noche me habría ido.

—No hace falta que salgas corriendo —dijo malhumoradamente Gabriel—. Estamos empezando a conocerte.

Pedro sabía que su obligación era recordarle las reglas aunque ello lo convirtiera en el ser más detestado del rancho.

—Te recuerdo que mi vida no iba a sufrir interrupciones, que yo apenas iba a notar tu presencia.

Los hombres se miraron como si estuvieran pensando en volver a arrojarlo fuera.

—No seas aguafiestas —le dijo con delicadeza Slim mientras volvía a concentrarse en los dibujos—. Mira, podríamos...

—Si nos ajustamos a las reglas —dijo ella con calma—, seguramente no pueda estar fuera de aquí mañana por la noche.

Pedro no podía seguir escuchando. Se comió la comida a toda velocidad.

—Creo que iré a ver cómo están las vacas y a hacer las tareas —dijo con tono concluyente.

—Perfecto —afirmó Gabriel sin ofrecerse para ayudarlo—. Para las fotos de la poza necesitamos que el sol esté alto y todavía falta un buen rato. ¿Qué tipo de traje de baño tienes, jefe?

Pedro solía nadar desnudo, salvo que Luciana anduviera cerca.

—Tengo un par de vaqueros recortados —dijo él secamente.

Gabriel pareció decepcionado.

—Sería mejor uno de esos que llevan los nadadores de competición, ¿Verdad, Paula?

—Mucho mejor —dijo ella con gesto serio.

Estaba disfrutando con la venganza por el desprecio de la noche anterior.

—Puedo ir al pueblo para comprar uno —dijo Gabriel muy serio también.

—¡No! —dijo Pedro con los dientes apretados—. No, ni aunque mi vida dependiera de ello. Nunca jamás. No, hasta que se hiele el infierno.

Lo cual él sabía por experiencia propia que había sucedido la noche anterior.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 48

Se puso la de lana y se tumbó sobre la paja con la intención de dormir. La paja le picaba, los gatitos, muy espabilados por la noche, le rodearon y se le subieron encima. Tenía frío a pesar de la chaqueta. Se envolvió las piernas con la otra chaqueta y se cubrió con la paja. Pedro había pensado siempre que el infierno sería ardiente, pero estaba completamente seguro de que él estaba en el infierno y que tenía frío. Consiguió dar algunas cabezadas. Sus sueños estuvieron salpicados de pensamientos inquietantes y de imágenes perturbadoras, muchas de las cuales tenían que ver con la carnosidad del labio inferior de Paula Chaves. Nadie podía haber sido tan feliz como él al ver los rayos del amanecer que se colaban entre las tablas del pajar. La evitaría esa mañana. Seguro que los muchachos no le negarían un desayuno. Oyó risas al llegar al barracón, entre otras la de ella. ¿Qué debía hacer? Tenían que trabajar juntos. No podía evitarla toda la vida. Abrió la puerta del barracón y las risas cesaron de repente. Tenía clavados los ojos de todos y ninguno le daba la bienvenida.

—Buenos días —dijo.

El perro estaba debajo de la mesa y hasta él lo ignoró.

—Buenos días, Pedro.

La respuesta vino de ella y lo hizo con un tono enérgico y profesional. Llevaba unos pantalones caqui muy poco favorecedores y algo que parecía una chaqueta de aviador. Tenía ojeras y parecía como si hubiera llorado. Lo cual explicaba que los muchachos lo miraran con ojos asesinos.

—Gabriel, Alberto y Javier estaban echando una ojeada a mis storyboards —le dijo Paula antes de que todos volvieran a inclinarse sobre la mesa como generales que planeaban un ataque y que no podían atenderle.

Pedro se guardó el comentario de que esos tipos no sabrían distinguir un storyboard de una bolsa de Gucci, pero allí todos parecían saber lo que era un storyboard.

—Estábamos hablando de las fotos del verano y han tenido una idea de lo más sugerente —dijo ella con dulzura.

¿Eran sonrisas cómplices lo que veía en las caras de esos hombres? ¿Se intercambiaban miradas maliciosas? Estaba claro que sí.

—Dicen que hay una poza en la finca con un columpio hecho con un neumático. ¿No te parece que sería una foto sensacional para julio?

—Sensacional, salvo por el hecho de que se descongeló hace una semana y el agua estará fría de... Javier lo miró con ojos de advertencia. ¡Vamos! ¡Si había estado en zonas de guerra!

Sin embargo, no acabó la frase.

—No hace falta que te metas en el agua —explicó ella con un exagerado tono de paciencia—. Solo tienes que fingir que vas a hacerlo. Columpiarte un poco en el neumático.

—Parece muy divertido —dijo Pedro sin un ápice de sinceridad y clavando la mirada en los conspiradores—. Gracias muchachos.

—De nada —dijo alegremente Javier—. Nosotros iremos a verlo.

¿Qué era eso? ¿Una revolución en toda regla? ¿Ya nadie trabajaba en ese rancho? ¿Nadie iba a preguntarle lo que iban a hacer ese día? Al parecer no. Todos estudiaban detenidamente el storyboard.

—¿Sabes? Para la foto de otoño —dijo Alberto—, podíamos preparar una escena con ganado. Fuego para marcar las reses, lanzarles el lazo. Yo podía estar de fondo en el carromato. Para que sea más auténtico.

—¿De verdad?

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 47

—Jefe, tienes la oportunidad de no acabar así —dijo lentamente Alberto—. Solo y jugando a las cartas por la noche.

—¡Nos gusta jugar a las cartas! —les recordó Pedro con cierta desesperación.

Miró los rostros resueltos y arrugados de los hombres que habían sido sus amigos y familia desde que podía recordar. Parecían satisfechos, pero las palabras de Alberto eran como un eco horripilante de lo que él había pensado últimamente.

—Podrías tener una esposa —dijo Gabriel—. Me gusta la idea de que haya unos vaqueritos corriendo por aquí.

—No consigues una esposa como si se pidiera por correo —soltó Pedro. Ni siquiera quería pensar en cómo se hacían esos vaqueritos—. Es mucho más complicado.

Los tres empleados seguían inamovibles como rocas, como si pensaran que iba a explicarles las complicaciones.

—¿Podríamos hablar de esto por la mañana? Por favor —dijo Pedro—, estoy machacado.

—Claro —dijo Javier.

Fue como si hubiera dado una señal. Los tres hombres rodearon a Pedro; eran extraordinariamente fuertes y él no esperaba lo que vino después. Alberto y Gabriel agarraron una pierna cada uno mientras Javier le rodeaba el pecho con los brazos. Luego lo arrojaron fuera. Pedro cayó contra el duro suelo y la bolsa de lona le cayó junto a la cabeza. La puerta se cerró y él escuchó el pestillo al cerrarse y las risotadas de los hombres al otro lado de la puerta. Se quedó tumbado un rato mientras contemplaba el rumbo espantoso que había tomado su vida. El frío le obligó a moverse. Se levantó lentamente, se sacudió la ropa y miró la puerta con ira. Sintió un escalofrío. Desde luego, no iba a suplicarles nada a esos viejos necios y casamenteros. Se echó la bolsa al hombro y se dirigió hacia la casa. Con un poco de suerte, ella habría dejado de llorar y estaría en la cama. Él podría entrar sigilosamente en su habitación sin que ella se enterara.

La casa estaba completamente a oscuras. Fue a abrir la puerta de atrás, pero el picaporte no giró. Tardó un momento en asimilarlo. ¡Había cerrado la puerta con llave! Paula Chaves le había cerrado la puerta de su casa. ¿Acaso sabía que iba a volver? Todavía notaba el escozor en la mejilla. No podía creer que hubiera cerrado la puerta intencionadamente. No, lo que pasaba era que una chica de ciudad como ella estaba acostumbrada a cerrar las puertas con llave. Sería algo que hacía sin pensarlo, como lavarse los dientes.

Miró la puerta con el ceño fruncido. Intentaba recordar si alguna vez había estado cerrada con llave. Estaba seguro de que no. Él ni siquiera sabía que tuviera una llave. Oyó un ruido y miró por la ventana de la cocina con ciertas esperanzas. Le resultaría algo violento que fuera Paula, pero estaba a punto de congelarse y tendría que tragarse el orgullo. No era ella. Era el maldito perro que tenía la nariz pegada al cristal de la ventana. Para que pudiera hacerlo, tenía que estar subido a la encimera. Seguramente estaría comiéndose el pan de molde que había allí, con plástico y todo. La cruda realidad era que el perro estaba dentro de la casa y él fuera. Sus fieles empleados lo habían expulsado de su propiedad mostrándole el mismo respeto que tendría un camarero con un borracho.

Pedro empezaba a notar que la ira se apoderaba de él por las injusticias de la vida y pensó en tirar la puerta de una patada, pero habría asustado a Paula y habría tenido que consolarla y habrían vuelto a la situación en la que ella le había dado una bofetada. Ella necesitaba cosas que él no podía darle. Recordó que tenía dos chaquetas gruesas en el pajar. Se volvió a colgar la bolsa de lona al hombro con un suspiro y se dirigió allí. Comprobó cómo estaba el ternero. Estaba fuerte y sano con su madre muy satisfecha a su lado. Las chaquetas estaban en el pajar, donde las había dejado.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 46

Pedro, con la bolsa de lona al hombro, llamó a la puerta del barracón. Javier se acercó a la ventana y miró fuera. Le entreabrió la puerta.

—¿Sí?

Lo dijo con cierto tono de recelo, como si Pedro no fuera por allí cuatro de cada cinco noches para tomar una taza de café y jugar a las cartas.

—Voy a dormir aquí.

Javier abrió un poco más la puerta, pero en vez de apartarse para dejar paso a Pedro, se cruzó de brazos.

—¿Una pelea de enamorados? —dijo lacónicamente.

—No —respondió Pedro de la misma manera—. No somos enamorados. ¡Ni siquiera somos amigos! No hemos peleado.

Pedro notaba que la marca de la mano le palpitaba en la mejilla. Si no habían peleado, ¿por qué estaba Paula llorando en la habitación de Luciana? Al parecer, Javier no estaba convencido, porque no se movió y esperó a que le diera más detalles. Pedro suspiró.

—Sencillamente, no es buena idea que... Paula y yo estemos bajo el mismo techo en estos momentos.

—¿Por qué no? —era la voz de Alberto desde dentro.

—¿Puedo pasar? Hace mucho frío aquí fuera.

Toda la ropa de abrigo que tenía estaba en el pajar. Pedro empujó la puerta cuando comprendió que Javier no estaba dispuesto a dejarlo pasar. Entró y dejó en el suelo la bolsa de lona. Se encontró observado por tres pares de miradas ceñudas.

—¿Qué pasa?

—Bueno, los muchachos y yo estábamos hablando de eso —dijo Javier.

—¿De qué? —preguntó Pedro.

Le dolía el cuerpo de tirar del ternero; le dolía la cabeza de intentar
olvidarse de esa condenada mujer. Le dolía el corazón de la mirada de ella cuando le dio la bofetada. Miró con deseo la litera vacía que había al fondo de la habitación. Eso era todo lo que él quería. Reposar la cabeza, taparse los ojos con una almohada y que el sueño hiciera que se olvidara de todo.

—De Paula y de tí —dijo Gabriel.

Tenía que dejar las cosas claras.

—No hay nada entre Paula y yo. Ella está aquí para hacer un trabajo y yo hago todo lo que puedo para sobrevivir a él.

—Bueno, nosotros no lo vemos así del todo.

—¿De verdad? —preguntó Pedro con un tono gélido.

Javier no se amilanó.

—Nosotros creemos que te has encerrado en el rancho como un ermitaño y que Dios te ha mandado una mujer. Ya sabes, como tú no has ido a buscarla...

Las ganas de echarse a reír de Pedro se desvanecieron cuando vió la solemnidad de las tres caras. Alberto asentía con la cabeza como si tuviera línea directa con Dios.

—No sabía que unos viejos depravados como vosotros se hubieran vuelto unos beatos —dijo Pedro.

—Eso solo demuestra que no conoces a estos viejos depravados tan bien como te imaginas —dijo Javier poniendo un énfasis especial en la palabra «depravado», para demostrarle que sabía lo que quería decir y que le ofendía que la hubiera empleado con ellos.

—Miren, solo quiero tumbarme y pasar la noche sin que me echen sermones...

—No —dijo Javier.

—¿Cómo has dicho?

—Me has oído.

—¿No puedo tumbarme? ¿O tengo que escuchar antes el sermón?

Pensó que era absurdo estar negociando. Si bien era un asunto que no solía salir a relucir, la verdad era que él seguía siendo el jefe.

—¿Se olvidan de que este sitio es mío?

—Bueno, entonces despídeme —dijo Javier.

—Y a nosotros —corearon Gabriel y Alberto.

Se levantaron y deambularon con los hombros caídos y los pulgares en las hebillas de los cinturones, desafiantes. Parecían grandes y amenazadores, como unos forajidos de una mala película.

viernes, 26 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 45

Le impresionó y le agradó tener esa faceta nueva dentro de sí.

—¿Por qué sonríes? —le preguntó él.

—Por el ternero —mintió ella.

—Seguramente la cena ya esté preparada en el barracón. Además, podré darme una ducha. ¿Tienes hambre?

—La verdad, si pudieras dejarme en la casa... tengo algunas cosas que hacer.

¿Estaba realmente decepcionado? Se lo compensaría.

Él se asomó a la ventanilla y Javier paró delante de la casa. Ella se bajó y Apolo dudó un instante entre ella y su nuevo amigo, pero acabó decidiéndose por ella.  Estaba haciendo otro decorado, pero esa vez sería para seducir a Pedro Alfonso. Buscó un poco y encontró un mantel bonito y algunas velas. Había una botella de vino abandonada en un armario y unas copas. Ojeó la música que había junto al tocadiscos y era muy poco variada. Fue a su habitación y miró en la maleta. La situación era tan distinta de la que tenía pensada que empezó a dudar que pudiera conseguirlo. Entonces se acordó de que aquella había sido la habitación de Luciana. Seguro que los cajones escondían todo tipo de tesoros. Velas de olor y perfumes. En el armario había un vestido largo. ¿No sería ir demasiado lejos? Por algún motivo, no se lo pareció. Luciana tenía también discos. Muchos. Tomó uno y lo puso. Luego se tumbó en el sofá y esperó. Esperó. Se quedó dormida. Se despertó sobresaltada. La habitación se había quedado oscura y oyó a Pedro entrar por la puerta de atrás. Él entró, encendió la luz y se quedó helado al verla mientras intentaba sentarse en el sofá. Ella se levantó, se acercó a él y le tomó la mano.

—Estás muy hermosa —le dijo él con un tono extraño—, pero he venido a recoger mis cosas. Voy a quedarme con los muchachos mientras estés aquí.

Ella se apartó de él, se mordió el labio inferior e intentó no llorar. Le ofrecía todo, todas y cada una de las cosas que tenía, y él iba a marcharse. Él le tocó el labio.

—Paula, lo he estado pensando. Sé que estar contigo me proporcionaría el placer mayor que haya tenido jamás, pero a corto plazo. Yo tengo que pensar en el largo plazo. En lo que sería mejor para tí y para mí a largo plazo. No es una aventura. Tú no eres de ese tipo de chicas.

—¿Cómo sabes qué tipo de chica soy? —consiguió mascullar ella.

Él le acarició la mejilla. Tenía las manos ásperas y curtidas.

—Siempre he sabido el tipo de chica que eras.

—¿Y qué tipo es ese?

—Del tipo que puede hacerme reír.

—Pero no del tipo que puedes amar.

—Paula, ese es el problema. No puedo amar a nadie. Es demasiado difícil y doloroso.

Ella pensó en el hombre que había visto esa tarde. Parecía como si a él nada le resultara demasiado difícil. Parecía como si él no pudiera tener miedo. Se sintió ridícula por haber introducido la palabra amor en la conversación porque se había convencido sinceramente de que no se trataba de eso. Se trataba de estar viva, de tomar con ambas manos lo que le ofrecía la vida, de vivir al día sin importarle el mañana. Pero él había comprendido la verdad antes que ella. Sencillamente, no era ese tipo de chica. Él tenía razón. Ella habría pagado un precio demasiado alto por un momento de placer. Pero por algún motivo, ella no le estaba agradecida. En absoluto. En realidad, le dominaba una furia fría y dura. Le dio una bofetada en la hermosa cara con toda su fuerza antes de darse cuenta de lo que hacía. Él la miró a los ojos sin parpadear. Ella se dió media vuelta, entró en su dormitorio, se tumbó en la cama y lloró.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 44

Cinco minutos. Diez. El pecho desnudo de Pedro brillaba y palpitaba. Tenía el pelo pegado a la frente. El sudor le caía a chorros. Los músculos estaban a punto de estallar. Ella sacó fotos hasta que se acabó la película, hasta que el esfuerzo de él supuso el agotamiento de ella. Entonces, en un momento que pareció casi intranscendente, el ternero se deslizó fuera del cuerpo de su madre. A pesar de las palabras de Javier, ella había conservado la esperanza. Pero, evidentemente, el ternero estaba muerto, era una masa inmóvil. Pedro seguía sin darse por vencido. Se volvió hacia Javier y este fue corriendo a la camioneta y volvió con un puñado de paja. ¡Parecía imposible que un puñado de paja sirviera para algo! Pedro se inclinó sobre el ternero, le metió la paja por la nariz y sopló. Nada. Volvió a soplar y el ternero estornudó. Ella estaba tan asombrada que rompió en una carcajada. A Pedro se le iluminó el rostro. Volvió a soplar y gritó de alegría al ver que el estómago del ternero se inflaba como si lo hubiera llenado de aire. Fue el grito de un guerrero que había vencido al enemigo más espantoso. Al verlo, ella supo por qué lo hacía. Era una de las pocas formas de vida que quedaban en el mundo que permitían a un hombre como él ser como era: más fuerte que la fuerza y total y plenamente masculino. Era un mundo que ponía a prueba su fuerza con obstáculos que él superaría, o no. Ella se preguntó qué haría cuando perdía. Él la miró y sonrió. Era una sonrisa intemporal. Dé ese momento. Del momento en el que había vencido. Se levantó, buscó la camiseta, se limpió con ella y se la puso. Estaba agotado y con los hombros caídos por el esfuerzo.

—¿Crees que saldrá adelante, Javier?

—Lo dudo —contestó él, pero sonreía.

Pedro hizo un último esfuerzo para tomar al ternero en brazos y acercarlo a su madre. Ella lo olisqueó y lo lamió.

—Hay pocos que salgan adelante —dijo Pedro a Paula—. Quizá uno de cada mil.

—Pero, ¿Él lo hará?

—Es posible.

Paula había vislumbrado algo de él que el mundo nunca vería por muchas fotos que le sacara: Una especie de fuerza interior que era pareja a la exterior.

—Javier, vamos a ponerlo en la parte de atrás de la camioneta y a llevarlo a los establos. Creo que su madre nos seguirá. Conduce despacio, no como sueles hacerlo.

Volvió a tomar en brazos al ternero bajo la atenta mirada de su madre y lo dejó en la parte de atrás de la camioneta, luego se montó a su lado. Ella trepó y se colocó al otro lado del ternero. Parecía un mundo mágico, pero ella no sabía si era por el milagro sanguinolento que tenía delante o por el otro milagro que se producía entre Pedro y ella. Era algo que crecía en el ambiente.

—¿Crees que a las chicas de la ciudad les gustarán esas fotos? —preguntó él mientras acariciaba la cabeza y las orejas del ternero.

Ella se encogió de hombros y se dio cuenta de que no sabía si quería compartir esas fotos con alguien. Eran demasiado íntimas y mostraban demasiado de él. Las mujeres acudirían a raudales a la puerta de Pedro si llegaban a conocerlo, y ella comprendió que no quería compartirlo. ¿Compartirlo? Eso significaría que era suyo y eso distaba mucho de ser verdad. Aunque hubiera parecido verdad cuando se besaron en el pajar. Fue como si él fuera de ella y ella de él. Se dió cuenta de que estaba atrapada por la fuerza de ese poder. Entendió, con una claridad sorprendente, a dónde quería llegar. Tan lejos como pudiera ir.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 43

—Dale la vuelta y para adentro.

—¿Qué significa eso? —preguntó ella.

—Que hay tarea para un par de horas. El ternero estará muerto para cuando hayamos terminado. Es demasiado tiempo.

Ella jadeó.

Pedro miró a Javier con el ceño fruncido.

—Sácala de aquí. No tiene por qué ver esto.

—¿Quieres irte? —le preguntó Javier que parecía más al tanto de lo que era el trato con las mujeres.

Ella negó con la cabeza.

—No quiere irse —replicó obstinadamente Javier—. Además, vas a necesitarme.

Pedro los miró con ira y volvió a dedicarse a lo que tenía entre manos. Ella miró a Pedro como hipnotizada. Tenía las pezuñas entre las manos y las empujaba con toda su fuerza. Nunca había visto a un hombre emplear tanta fuerza en algo. Tenía erizados los músculos de la espalda y el cuello a punto de reventar.

—¿Qué hace? —susurró ella.

—Intenta volver a meter al ternero para darle la vuelta. No es fácil. Es como intentar parar un río. La vaca empuja con toda su alma y eso es mucho más de lo que puede resistir Pedro. Puede durar un par de horas. El ternero suele morir. No aguanta la tensión durante tanto tiempo.

Ella miraba mientras el cambiaba de postura. Era como un Sansón. Empleaba cada fibra de su cuerpo contra una fuerza mucho mayor que la suya. La expresión de su cara decía que estaba dispuesto a morir antes de rendirse, era una decisión tan firme que hizo que ella se sintiera débil. La batalla se encarnizó. Era una pelea como ella no había visto jamás. Después de unos instantes, Paula tomó la cámara y empezó a sacar fotos. Pedro no se enteró, estaba demasiado concentrado en librar esa lucha a vida o muerte. Los hombres apenas hablaban y cuando lo hacían era con lacónicas claves. Los minutos se hicieron horas. Ella no sabía cuánto tiempo aguantaría Pedro. Cuánto tiempo podría dar de sí al cien por cien un hombre antes de darse por vencido, antes de derrumbarse.

—¿Tendrá que darse por vencido? —preguntó a Javier.

—No suele hacerlo. Además, si lo hace perderá a los dos. A veces se pierde un ternero, pero no una vaca.

—Creo que ya está.

Pero no era la primera falsa alarma. Luego la vaca volvía a empujar fuera las pezuñas y Pedro hacía un gesto de dolor cuando sentía que le atrapaba el brazo con la contracción.

—Lo tengo —dijo repentinamente Pedro con un gesto de alegría que le iluminó el rostro—. Ha dado la vuelta.

Javier le acercó una cuerda. Él ató la cuerda a las pezuñas con el gesto experto de quien lo ha hecho un millar de veces. Luego se ató el otro extremo a la cintura y tomó aliento.

—Tira, Pedro —gritó Javier.

Cada vez que la vaca se contraía, él tiraba de la cuerda. El sudor le corría mezclado con sangre y barro. Paula estaba casi segura de que jamás había visto a un hombre tan hermoso, tan en su elemento y tan viril.

—En cualquier momento —dijo Javier—, pero no te hagas ilusiones. Hay pocas posibilidades de que el ternero salga adelante.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 42

—¿Por qué tengo tanta suerte?

—En el terreno de la suerte no has visto nada todavía —contestó ella disfrutando de su recién estrenada osadía.

Él no parecía tan complacido de esa osadía como ella. Se caló el sombrero hasta las cejas y bajó las escaleras de dos en dos por delante de ella. Paula comprobó que tenía cosas más importantes de las que preocuparse; como los dos agujeros del pantalón. Soltó a Apolo y siguió a Pedro fuera del granero.  Una vieja camioneta salía del granero con Javier en el asiento del conductor. Pareció como si Pedro fuera a decir algo sobre ello, ya que, evidentemente, creía que estaría mucho más a salvo si Javier estaba en el asiento central, pero, al final, se limitó a observarla mientras metía a Apolo en la parte abierta de la camioneta y a sujetar la puerta mientras ella se sentaba en el asiento central.

—Entonces, ¿qué pasa? —preguntó él cuando se hubo colocado con precaución junto a ella.

Los hombres eran grandes y la cabina pequeña, por lo que resultaba milagroso que él consiguiera no rozar ninguna parte del cuerpo de Paula. Ella se movió ligeramente. Tocó el brazo de él con el hombro y le rozó el muslo con la rodilla. La puerta le impedía apartarse más. Los dos hombres se encontraban muy cómodos con la conversación y ella solo entendía una palabra de cada dos.

—¿Qué es un añojo? —acabó interrumpiendo—. ¿Y un novillo?

Pedro había intentado aparentar que no notaba su presencia, a pesar de que tenía su rodilla clavada en el muslo. Miró por la ventanilla mientras Javier la aleccionaba sobre los terneros con problemas de nacimiento y las vacas primerizas.

—El toro que la echamos era un buen ejemplar —dijo Javier con rotundidad—. Seguramente, el ternero sea muy grande para ella. Va desgarrarle el...

—Javier, no sigas —Pedro lo dijo sin levantar el tono y sin dejar de mirar por la ventanilla.

—¿Mmm?

—Quiere que no ofendas mi sensibilidad femenina —le susurró Paula.

—Ah, ya entiendo, jefe —intentó cambiar de tema—. Até una cuerda en la espalda por si había que sacarlo de allí.

—¿Sacarlo de allí? ¿Qué quieres decir? —preguntó débilmente ella.

No estaba segura de si había hecho bien en empeñarse en ir con ellos. Había visto muchas cosas durante su profesión de fotógrafa y no todas habían sido agradables, pero no soportaba la sangre y las entrañas.

—Quiere decir que a lo mejor tenemos que ayudarle a llegar al mundo — dijo rápidamente Pedro antes de que Javier tuviera la oportunidad de ser más explícito.

La camioneta se paró ante una cerca y Pedro se bajó para abrirla. Era una cerca como la otra y exigía cierta fuerza para manejarla. Ella tuvo la sensación de que se derretía al ver los músculos de los brazos en actividad. Miró por la ventanilla mientras él volvía a la camioneta y observó la zancada decidida con otros ojos, con cierta sensación posesiva que le produjo un escalofrío por todo el cuerpo.

—Allá está —dijo Javier al cabo de un rato.

Frenó y apagó el motor. Los dos hombres se bajaron inmediatamente. Harriet los siguió mientras preparaba la cámara. A ella no le pareció que la vaca fuese pequeña. Le pareció enorme con la espalda curvada y los cuarto traseros rebosantes; con los ojos desorbitados, impotente y sufriendo mucho. Pedro se quitó la camiseta de un tirón a pesar de la humedad.

—Veo las pezuñas —dijo antes de añadir una ristra de improperios espeluznantes.

—¿Qué le pasa? —dijo ella mientras se acercaba tanto como se atrevía.

—¿Ves esas dos cositas negras? Son las pezuñas. Deberían apuntar hacia el cielo y no lo hacen —le explicó Javier.

Pedro se tumbó sin pensárselo un instante y metió el brazo en la vaca hasta casi el hombro.

—Maldita sea, no encuentro la cola.

Javier suspiró.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 41

Pedro se agachó y la levantó con cierta brusquedad, después le sacudió la
paja rápidamente.


—Sabía que era un disparate llevar este jersey en un pajar —dijo él.

—Lo recordaré para la próxima vez.

Ella, aunque aturdida, notó que había algo protector en la forma de pasarle la mano por el pelo y de colocarle el cuello del jersey.

—No va a haber otra vez —gruñó él.

Cuando apareció Javier, él se puso delante de ella, como si tuviera que proteger su decencia, como si estuviera desnuda y no solo ruborizada y cubierta de paja desde los pies a la cabeza.

—¿Qué quieres? —soltó Pedro.

Javier le echó un vistazo y su cara fue adoptando el gesto de haber comprendido lo que pasaba hasta que los ojos se le iluminaron con un aire burlón.

—No es lo que estás pensando —dijo con rabia Pedro—. Paula está haciendo fotos.

—¿Cómo sabes lo que estoy pensando? —preguntó con sorna Javier.

Pedro lo miró fijamente.

—Créeme, sé lo que piensas.

—Muy bien. Te encuentro en el pajar con una chica hermosa, los dos cubiertos de paja y sonrojados...

Pedro dió un paso adelante y Paula notó que tenía el puño cerrado. El rostro curtido de Javier reflejó sorpresa.

—Que yo sepa, los dos sois mayorcitos. No es asunto mío.

—Así es —dijo lacónicamente Pedro—. Limítate a decirme qué quieres.

—Ah, tenemos un problema con una vaca que está pariendo en el prado del suroeste. He hecho todo lo posible, pero ya no me quedan fuerzas y he pensado que lo mejor sería venir a buscarte.

Paula se asomó por detrás de Pedro e intentó interpretar su rostro. Era casi lúgubre. ¿Estaba aliviado por el rescate o pesaroso? ¿O un poco de las dos cosas como ella? Javier se agachó y recogió el sombrero, lo sacudió contra la pierna y lo miró con una expresión de pena que hizo que Paula, quisiera echarse a reír. Quizá esas ganas de reír eran para romper la tensión que empezaba a ser insoportable. Hasta Apolo parecía haberse dado cuenta y miraba con ansiedad a una cara y otra. Javier decidió, con mucho sentido común, centrarse en el sombrero.

—Es una pena —dijo—. Ese es tu sombrero bueno, ¿no?

Pedro lo miró con furia.

—De acuerdo, de modo que tampoco se puede hablar del sombrero, ¿No? —farfulló Javier—. Puedo ocuparme yo solo de la vaca, supongo. Solo necesito unas cadenas. Creo que están en la otra camioneta y la tiene Pete y yo no creía que fuera a tener tiempo, pero...

—No te preocupes —dijo Pedro—. Voy contigo.

—Yo también —dijo ella mientras agarraba la cámara. Slim se dio la vuelta y bajó a toda prisa las escaleras.

—Ha sido una suerte que apareciera cuando lo hizo —dijo con un gruñido Pedro.

Ella se colgó la cámara del cuello y miró a Pedro.

—No creas que esto va a quedar así —le advirtió ella con tono desenfadado—porque no va a hacerlo.

—Sí va a hacerlo —replicó él con una firmeza inquebrantable.

—¿Quién lo dice? —dijo ella mientras se cruzaba los brazos sobre el pecho.

—Lo digo yo —dijo él mientras se cruzaba los brazos sobre el pecho.

—¿Quién te ha dado el mando de todo lo que se mueve sobre la faz de la tierra?

—Intento ser juicioso.

—¿Sabes una cosa? He sido juiciosa toda mi vida y he decidido dejar de serlo.

—¿Has esperado hasta ahora para tomar esa decisión? —preguntó él que se debatía entre la irritación y la diversión.

—Eso parece —contestó ella sin arrepentimiento.

Se quitó una brizna de paja del jersey y él siguió el movimiento de la mano con ojos ardientes.

miércoles, 24 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 40

La otra Paula habría quedado devastada. Se habría levantado, se habría sacudido la ropa y habría salido corriendo del pajar. Pero una Paula nueva se había apoderado de ella y podía notar los latidos descontrolados de él, podía apreciar algo masculino y excitante en el aire, podía percibir el anhelo en cada tono de voz de Pedro. La nueva Paula interpretó cada palabra, sobre todo cuando lo miró a los ojos. Ya no tenían un ápice de tranquilidad y bajo la superficie inmóvil bullía una pasión irrefrenable.

—No me preferías cuando era frígida y puedo demostrarlo.

Pedro la agarró de los hombros y ella notó su fuerza; comprendió que podía apartarla en un segundo, pero también notó la vacilación y aprovechó para besarlo leve y delicadamente. Los labios de él parecían duros, pero eran suaves. Tenían un sabor dulce y silvestre y cuando los separó, ella supo que la batalla había terminado.  Él gimió y le pasó los brazos por la espalda. La apretó contra sí hasta que los cuerpos se fundieron en uno. La lengua de él, ardiente y sensual, entró en la boca de ella y Paula sintió un escalofrío cuando recorrió su interior. Metió las manos dentro de la chaqueta y las apoyó en los marcados músculos del vientre para subirlas lentamente hacia los poderosos pectorales. Atrapada en la sensualidad pura, aumentó su osadía. Le levantó la camiseta con la necesidad de sentir, de conocer, de descubrir, de explorar. La piel era como un milagro maravilloso. Era sedosa, cálida, flexible y resistente. Se le aceleró la respiración al igual que a Pedro. Este intentó mantener el control, pero la osadía de Harriet lo paralizó un instante. Ella notó que se le tensaban los músculos, que quería apartarse, que quería recuperar el poder perdido. Ella le acarició el pecho y los pezones y notó una tensión distinta que se adueñaba de los músculos. Él dudó, pero luego le pasó leve y delicadamente el pulgar por los pechos. Paula no se había imaginado que la experiencia pudiera ser más intensa, pero cuando él la acarició, ella tuvo que volver a plantearse todo lo que había dado como cierto hasta ese momento. Lo que le había parecido ardiente, le parecía frío, como si esa pasión que la dominaba fuera fuego líquido que le corría por las venas, que le quemaba cada terminación nerviosa y le producía una mezcla de placer y dolor. Él volvió a besarla. Había desaparecido cualquier inocencia que hubiera podido haber en el primer contacto de los labios. La boca de Pedro la atrapó con fuerza. No era brutal, pero tampoco delicado. Se había desatado la pasión, esa furia maravillosa.

—Jefe, ¿Estás por aquí?

Se quedaron de piedra. Pedro se incorporó un poco y se quedó escuchando.

—¿Jefe?

Él dijo entre dientes una palabra que ella había oído decir a muchos hombres cuando estaban en situaciones extremas. Paula se elevó un poco con el deseo de acariciarle el lugar donde le latía el corazón, de detener el tiempo, de que él no hiciera caso de la llamada. Pedro la miró y se puso de pie con una agilidad felina. El pecho le subía y bajaba, se colocó la camiseta, se pasó una mano por el pelo y se sacudió la ropa. Los pasos que se oían subir las escaleras sonaban como los del gigante de Pulgarcito. Paula tenía más dificultades para volver al mundo real que él. Quería prolongar esa sensación de que el mundo estaba hecho para ellos dos.


Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 39

Paula estaba furiosa por el giro que habían dado los acontecimientos. Le había preguntado que cuál sería la próxima fotografía. ¿Iba a besarla de esa manera para luego marcharse como si nada? Se parecía demasiado a la última vez y a todas las veces. Cruzó el pajar tras Pedro. Éste abrió los ojos como platos al verla acercarse. Se plantó con las piernas separadas, los brazos cruzados sobre el pecho y las cejas bien juntas. Parecía grande como una montaña y dos veces más intimidante.

—No lo hagas —le advirtió él.

Pero para ella se habían terminado las advertencias y las órdenes. Estaba cansada de que Zorro le dijera que era frígida y Pedro que era fuego. Eran dos caras de la misma moneda. ¿Quiénes eran ellos para decidir lo que era ella? ¡Cómo se atrevían a dar por sentado que podían hacer tal cosa! Paula comprendió repentinamente y con certeza que ella tenía que descubrir por sí misma quién era, saber por sí misma qué era. Tomó aliento, reunió todo su valor y recorrió la distancia que los separaba. Cuando ella se detuvo a la sombra de los enormes hombros de Pedro, él se dió cuenta de que ella no iba a limitarse a obedecerlo.

—No soy un perrito faldero —le dijo—. Ni se te ocurra decirme que no haga algo.

Él le aguantó la mirada y luego miró a Apolo.

—Tampoco tengo mucha suerte con él. No es que insinúe que los considero de la misma categoría. En absoluto.

A ella le agradó comprobar que la desmesurada confianza que tenía en sí mismo empezaba a resquebrajarse. Más aún, él ya no tenía los brazos cruzados. Retrocedió un paso. Parecía como si fuera a darse la vuelta y salir corriendo. Ella se lanzó sobre él con la intención de agarrarlo por la cintura y atraerlo contra sí para que se dejara llevar por la atracción que había entre ellos. Pero calculó mal la distancia y lo golpeó con más fuerza de la que había previsto. Pedro ya estaba medio girado y la fuerza le sorprendió con la guardia baja. Dobló la rodilla y empezó a caerse. El ímpetu de ella la arrastró con él. Él la rodeó con los brazos para protegerla de la caída, aunque ella sabía que no merecía esa protección. La paja amortiguó la caída, pero levantaron una nube de polvo y heno.  Ella estornudó tres veces seguidas y se hundió en el pecho de él profundamente humillada.

—Solo podía pasarme a mí —dijo ella—. Solo yo podía decidir besar a un hombre y acabar tirándolo al suelo y estornudar encima de él.

Su bochorno se mitigó al sentirse tan extraordinariamente bien junto a él. El cuerpo esbelto bajo el de ella era duro como una roca. Podía sentir la respiración firme y profunda y el calor que le producía aquel contacto. Por fin, cuando él no hizo nada por salir de debajo de ella, se atrevió a mirarlo. Tenía el aire de un hombre atónito, nada parecido a lo que ella había esperado.

—Pedro —dijo sin saber por qué, solo por sentir cómo lo pronunciaba su lengua y rozaba sus labios. Solo por decirlo de una forma distinta: delicada, firme y muy provocativa.

Él había perdido el sombrero, y Paula le pasó los dedos por el pelo. Él le agarró la muñeca.

—No lo hagas —le advirtió con cierto tono burlón—Paula —añadió suavemente.

Ella acercó los labios a los suyos. Él le puso las manos en los hombros con fuerza y Paula pensó que iba a apartarla.

—He liberado a un monstruo —dijo él en voz baja y con los labios casi rozando los de ella—. Creo que prefería cuando creías que eras frígida.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 38

Había momentos en los que un hombre tenía que dejar a un lado su propio instinto de supervivencia. Había momentos en los que tenía que hacer lo correcto aunque tuviera que pagar un precio elevado. Él se inclinó hacia ella y ella se inclinó hacia él. Él tomó el labio inferior de ella entre los dientes y lo mordisqueó con delicadeza. Ella se derritió. No tenía nada de hielo, como ya sabía él, sino fuego. Ella se derritió contra él y las suaves curvas de sus pechos se fundieron contra el duro pecho de él. A pesar de la gruesa chaqueta, él podía notar los pezones de ella endurecerse y la respiración entrecortarse. Él le separó los labios con la lengua y la introdujo en su boca para notar la pasión de ella. Ella le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí con fuerza.

A Pedro se le ocurrió, en medio del vértigo, que no había pensado en el final de esa situación. Era Paula, la amiga de su hermana pequeña. ¿Qué demonios iba a hacer? ¿Tumbarla sobre la paja y llevarla al lugar donde los dos ansiaban tanto llegar? No.  A Paula no. Ella podría decir que eso era lo que quería, ella podría convencerse de que era lo que quería, incluso ella podría creerlo. Pero él sabía algo de ella que ella no sabía. Como no era frígida, no podría resistir las agitadas aguas de un idilio. Ya, ella se creía mundana y sofisticada. Pero sus labios decían otra cosa. No era frígida en absoluto, pero era una chica anticuada con una coraza puesta al día. Se merecía un hombre para siempre. Él había perdido la fe en las relaciones para siempre hacía mucho tiempo.

Cuando enterró a su madre, esa fe se quebró y cuando le tocó el turno a su padre se desmoronó. El criar a Luciana le había hecho ver el dolor y el miedo que van aparejados al amor; la pérdida de control absoluta sobre las cosas que él quería controlar más. No era casualidad que estuviera solo en el rancho. Había decidido hacía mucho tiempo que no amaría a nadie nunca en su vida. Tenía abundante fuerza física. Tenía fuerza mental por toneladas. Pero no tenía la fe necesaria para arrojarse a los pies del destino y suplicar clemencia. La separó de sus brazos y se sintió helado a pesar del calor que tenía dentro de la chaqueta, como si se apartara de la única fuente de calor en medio de una tormenta de nieve.

—Perdona —dijo él.

—¿Perdona? —repitió ella.

Antes de separarse, él le acarició la mejilla y se deleitó con la delicadeza de la piel.

—Eres fuego —le dijo él con cierta rabia—, no hielo.

Se levantó y se alejó antes de que la calidez de ella le hiciera salir de la gelidez en la que había vivido tanto tiempo.

—¿Cuál es la próxima fotografía? —preguntó él con un gruñido sin atreverse a mirarla para ver las lágrimas que él sabía que le brillaban como diamantes.

Qué tonto había sido al pensar que era la clase de hombre que podía reparar algo tan delicado y complicado como el corazón de una mujer.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 37

—Bah —dijo ella—. Es una historia muy larga y aburrida.

—No puedes sacarme más fotos mientras esté sudando. Me brillaría la nariz.

Ella se rió con cierta vacilación.

—Es una historia muy corriente. Lo pasé muy mal durante el matrimonio.

—¿Cómo? ¿Tú lo pasaste mal y él lo pasó bien?

Le espantaba la sensación que tenía. Que ella hubiera sido de otro. Estaba, por algún motivo que no podía explicar ni enorgullecerse de el, contento de que no hubiera funcionado.

—No duró mucho —dijo ella—. Un par de meses. Era un actor. Zorro Morales. ¿Has oído hablar de él?

—No. No voy al cine.

—No hizo ninguna película. Trabajaba en una serie de televisión.

—Bueno, tampoco he visto ninguna.

—Es maravilloso encontrar a alguien que no ha oído hablar de él.

—¿Por qué te casaste con un actor?

Él no estaba muy seguro, pero le parecía que Paula necesitaba un hombre de verdad. ¿Qué había de verdad en un hombre que se ganaba la vida fingiendo ser otra persona?

—Yo era joven y estúpida —dijo ella con un desenfado que a él le pareció increíble—. Era guapo y se deshizo en atenciones hacia mí. Me desconcertó.

—¿No podías confiar en un hombre que se deshacía en atenciones hacia tí? ¿Por qué?

—Pedro... Esa chica pecosa con los dientes torcidos y gafas que conociste sigue dentro de mí diciéndome que soy demasiado alta y fea y que nadie me querrá jamás.

Paula se ruborizó y se levantó tan precipitadamente que un gatito cayó al suelo con un maullido.

—¿Por qué he dicho eso? —dijo ella—. Detesto estar cerca de tí.

—¿De verdad? —él se levantó y dejó al gatito con más delicadeza—. ¿Por qué? ¿Tan insoportable soy?

—No es por eso. Tú haces que me sienta como esa niña otra vez. Digo muchas tonterías cuando estoy contigo. Que nadie me querrá jamás, es penoso. No quería decirlo.

—Él debería haberte querido, Paula. No sabía lo que tenía.

—Lo que tenía era una mujer de hielo. No fue culpa suya.

—¿Tú? ¿Una mujer de hielo?

Ella asintió con la cabeza llena de orgullo.

—Exactamente. Ya sabes la verdad de por qué mi matrimonio no funcionó. ¿Estás contento? Soy frígida. Un desastre absoluto en ese aspecto. Volvamos al trabajo, ¿De acuerdo? Antes de que suelte toda mi vida secreta.

Pedro notó que una furia lenta y abrasadora se apoderaba de él. Miró el pelo cobrizo y los ojos destellantes y recordó el delicado anhelo de los labios de ella. ¿Frígida...? Si Zorro Morales estuviera en el pajar en ese momento, podría haberlo matado con sus propias manos. Un actor que la había convencido de que ella era la responsable de su propia incompetencia.

—No eres frígida —dijo él.

—Gracias —dijo ella con un tono demasiado ligero y quebradizo—. Estoy segura de que eres un experto. Vamos a probar con la bufanda y la chaqueta vaquera. Seguro que...

—Paula —dijo él tomándola de los hombros y haciendo que lo mirara a la cara—. No eres frígida. ¿Me oyes?

Ella abrió los ojos de par en par. Se pasó nerviosamente la lengua por los labios. Lo miraba con desesperación, como si él pudiera echarle un salvavidas.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 36

—Ven, Pedro. Mira este —tenía un gatito en alto, le brillaban los ojos y apenas podía hablar por la risa.

—¡Bah!

—Ven. Es gruñón, como tú. ¡Mira como frunce el ceño!

Él se acercó.

—¿No te parecen adorables?

—Me parece que crecerán y matarán ratones —dijo secamente él.

Sin previo aviso, ella se levantó de un salto, le arrojó el gatito y le arrebató la cámara entre risas.  Él sujetó el gatito con los brazos completamente extendidos y lo miró. El animalito tenía una expresión feroz y le lanzó un zarpazo.

—Un tipo duro, ¿Eh? —dijo él.

El gatito estaba caliente y tenía una piel sedosa. Pedro se lo acercó al pecho y le pasó un dedo por el ceño fruncido. El gatito pareció cambiar de actitud y se puso a ronronear contra su pecho. Agarró un trozo de la chaqueta y la succionó con fuerza.

—Está buscando a su madre —dijo él con una sonrisa.

Click.

—Creo que ya tenemos una —dijo ella—. Enero o noviembre.

Fantástico. Todo el mundo le vería jugando con un gatito entre la paja como si no tuviera nada mejor que hacer. Pero sintió un extraño alivio, como si realmente no tuviera nada mejor que hacer.  Se sentó en el montón de paja y se reclinó para que los gatitos se subieran por él.

—Deja esa condenada cámara un rato —dijo él—. Tu modelo necesita un descanso. ¿Quién diría que un hombre puede sudar por algo tan tonto como que le saquen unas fotos?

Uno de los gatitos subió confiadamente por el pecho masculino, le puso una de las patas en el cuello y le lamió la barbilla. Él soltó una carcajada y su mirada se encontró con la de ella. Alisó la paja que había a su lado. Hablando de tontos.

—Tómate un descanso, Paula.

Ella dudó, luego dejó la cámara y se tumbó junto a él. Demasiado cerca. Pedro podía oler su aroma y notar el calor de su pierna que casi lo tocaba. Él le dió un gatito y sintió un profundo anhelo. Por todo lo femenino. Por una mujer que se dirigía a un gatito como si fuera un bebé y lo sujetaba sobre el pecho sin inhibiciones, que lo arrullaba y le dejaba que le succionara los dedos. Su vida se había centrado en cosas difíciles. Hombres difíciles. Trabajo difícil. Condiciones difíciles. Al estar rodeado de cosas agradables se sintió débil e hizo que quisiera algo más para sí. Se ordenó no preguntarle nada personal, pero al verla con el rostro radiante y la mirada soñadora no podía creerse que hubiera un hombre suelto por ahí que la había tenido y la había dejado escapar.

—De modo que el matrimonio no funcionó, ¿Eh?

Ella inclinó la cabeza y ocultó la mejilla contra la piel del gatito.

—No —dijo ella con una voz delicada y despreocupada que no encajaba con el resto del lenguaje corporal—. No funcionó.

Se dijo firmemente que a él no le importaba. Estaba claro que ella no quería hablar del asunto.

—¿Por qué no? —vaya, esa era su voz.

lunes, 22 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 35

Por no decir nada de llevar el rancho durante los meses siguientes.

—¿Podrías sonreír? —le rogó ella.

Él se detuvo y la miró fijamente. Estaba pensando en romperse una pierna y ella quería que sonriera.

—¿Sonreír? —repitió él con todo el autocontrol del que fue capaz—. ¿Sonreír? Me siento como en una sauna que cada vez está más caliente. Estoy arrojando una paja perfectamente válida al suelo y tendré que bajar a recogerla.

Ningún hombre en su sano juicio sonreiría. Saca esa maldita foto.

—¿No puedes pensar en nada que te haría feliz?

—En estrangularte.

—Bueno, podías pensar en otra cosa.

—¿Por ejemplo?

Besarla otra vez podría hacerle feliz o quizá no. La última vez no lo hizo. Un placer a corto plazo y una confusión mental a largo plazo.

—¿Qué me dices de esas balas de paja de allí? ¿Puedes levantarlas? Cambiaremos la chaqueta.

Le lanzó una chaqueta vaquera forrada de lana. Él se quitó la que llevaba puesta y se puso la otra. Mientras ella cambiaba de película, él se quitó el sombrero y lo miró. Jamás había tocado el polvo o la paja y en ese momento estaba cubierto de las dos cosas.

—De acuerdo —dijo ella mientras lo apuntaba con la cámara—. Si no pesa demasiado, levanta una y camina hacia mí.

Él gruñó, levantó una bala con cada mano y se acercó hacia ella.

—Si no puedes parecer feliz —dijo ella mientras retrocedía—, podías parecer menos amenazador por lo menos.

—No sabía que pareciera amenazador —dijo él a la vez que sentía una profunda sensación de timidez.

Lo detestaba. Pudo notar que el gesto se hacía más amenazador. Ella suspiró y dejó que la cámara quedara colgando del cuello.

—Lo intentaremos de otra forma —se acercó a él y le bajó el sombrero hasta que le tapó la frente—. Muy bien, camina hacia mí. Limítate a bajar la cabeza y a pensar en algo agradable.

—¿Cómo en el final de esto?

—O en un chuletón con patatas fritas.

«O en los labios de ella bajo los de él, delicados y dóciles».

—Así, así —ella tomó aire y disparó.

La buena disposición se desvaneció.

—Mira a ese perro estúpido —dijo él para que dejara de mirarlo un minuto y él pudiera recuperar sus pensamientos.

Ella miró a Apolo y sonrió antes de estallar en una carcajada. Unos gatitos lo habían encontrado y se le habían subido a la espalda. El perro parecía contento e imperturbable. Tenía uno entre las gigantescas patas y el animalito lo estaba lamiendo. Ella dejó de enfocar a Pedro y dirigió su cámara al perro. La verdad era que le resultaba insultante que ese animal se sintiera más cómodo delante del objetivo que él. Después de sacar unas cuantas fotos, ella dejó la cámara y se tumbó en la paja con Apolo y los gatitos. Estaba claro que era una mujer de ciudad. No sabía lo que iba a costarle quitarse esas pajas del jersey. Pedro dudó, pero fue y recogió la cámara. La miró atentamente y decidió que no podía ser muy distinta de la suya de bolsillo. Tomó algunas fotos de ella. Estaba maravillosa. El pelo cubierto de paja, un gatito en el pecho y el perro que la miraba con rendida admiración.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 34

—Sinceramente, si se pone enfermo, preferiría estar en otro condado.

—Quizá tuvieras que hacerle el boca a boca —dijo ella.

La miró con los ojos entrecerrados. A él le pareció que no lo decía en broma.

—Si has creído por un segundo que voy a tocar esos labios repugnantes con mi boca...

Ella sonreía y él comprendió que le había tomado el pelo. No le gustaba que ella sonriera. En absoluto. Tenía unos dientes blancos y pequeños y veía la lengua rosa entre ellos. Pedro se adelantó. Empujó a Apolo para que subiera al piso superior y en el último momento se acordó de poner una mano sobre los agujeros de los pantalones. ¿Fue una risita lo que oyó a sus espaldas? Cuando se volvió, ella subía los peldaños con mucho cuidado. Se filtraba una luz tenue. Ató a Apolo a una viga que había en el centro del piso.

—Seguramente tire el pajar con nosotros dentro —predijo sombríamente Pedro.

Aunque puestos a pensarlo, quizá prefería que se hundiera el pajar a estar toda la tarde sonriendo e intentando evitar que su trasero pasara a la posteridad. Naturalmente, como Pedro prefería que se hundiera el pajar, Apolo se tumbó apaciblemente en el suelo y apoyó la cabezota sobre las patas delanteras. Desgraciadamente, parecía que iba a sobrevivir.  Pedro se cruzó los brazos sobre el pecho y la miró. Ella había dejado en el suelo el montón de ropa y examinaba el pajar. Sacó el fotómetro y midió la luz. Luego se volvió hacia él.  Paula llevaba unos vaqueros ceñidos y un jersey verde del que le costaría Dios y ayuda quitar las briznas de paja. No era que ella tuviera pensado darse un revolcón sobre la paja. Tampoco era que él tuviera pensado darle un revolcón sobre la paja.

—¿Te importaría dejar de fruncir el ceño y ponerte la chaqueta de cuadros?

—No estoy frunciendo el ceño —dijo él.

La chaqueta en cuestión era de pura lana y solo se la ponía durante los días más fríos del año. Notó el calor en cuanto se la puso. Entonces sí frunció el ceño. Se recordó que era parte del precio que pagaba para que ella abandonara el Bar ZZ. Sonrió.

—Vaya, es perfecto —dijo ella que había encontrado una horca. Él no pudo evitar pensar que era demasiado entusiasmo para ese utensilio—. ¿Puedes recoger algo de heno? ¡Ya sé! Podemos abrir la puerta y hacer como si echaras heno abajo.

Por lo menos entraría algo de brisa por la puerta. Con una sensación ridícula, posó en la puerta del pajar mientras fingía recoger heno con la horca.

—Pedro, estás muy rígido. Relájate. ¿Puedes arrojarlo ahí abajo?

Él la miró.

—Claro.

Naturalmente, todo lo que bajara tendría que volver a subir, pero ¿qué importancia tenía eso si le ayudaba a liberar el rancho de una bruja pelirroja? «Hechicera», le recordó una voz traicionera en su cabeza. Le hacía sentir cosas que no quería sentir en absoluto. Pasión, preocupación y una timidez propia de un adolescente en el primer baile del colegio. La paja le pareció muy tentadora. Empezó a arrojarla por la puerta con sensación de venganza y al cabo de un rato se había olvidado del constante zumbido de la cámara y de protegerse la parte trasera. Después de unos minutos de arrojar paja para ella, empezó a pensar en la posibilidad de saltar él por la puerta. Había suficiente heno abajo como para que seguramente solo se rompiera una pierna. Ese sería el final de su carrera como modelo.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 33

Se acercó, tomó al perro en brazos y se dirigió a la puerta. Se acordó demasiado tarde de que no quería que ella le viera el trasero. Se dió la vuelta y le frunció el ceño por mirar. ¡Ella se ruborizó! El calor que hacía en la casa empezaba a ser insoportable y cada vez tenía menos que ver con el fuego. Dejó al perro en el suelo y los dos se quedaron un rato fuera dando bocanadas de aire fresco.

—Ella tiene el mismo efecto en mí, amigo —le dijo Pedro al perro—. Aunque no quiero que te hagas ilusiones de ser mi amigo. Es más; vas a pasar el resto del día atado a...

—No irás a atarlo, ¿Verdad?

Pedro miró la cadena que tenía entre las manos y resistió la tentación de esconderla en la espalda. Quería que lo considerara un desalmado que odiaba a los perros y asesinaba a Bambi.

—Sí, voy a atarlo.

—No deberías.

Él sacó pecho y la miró. Ella tenía los brazos ocupados con la ropa de invierno de él. También tenía su sombrero vaquero negro.

—Ese sombrero no es adecuado para el pajar —dijo él mientras le arrebataba el sombrero y lo limpiaba cuidadosamente.

—¿Para qué es adecuado? —preguntó ella divertida de que los sombreros de vaquero tuvieran funciones específicas.

—Es un sombrero para ocasiones especiales.

—¿Ocasiones especiales? ¿Como los bailes en el granero o algo así?

¿Dónde había visto ella la vida de un rancho? ¿En las películas de Walt Disney?

—Sí, algo así —dijo él.

No hacía ninguna falta que supiera la verdad. No hacía falta que ella sacara conclusiones si le decía que la última ocasión especial fue el entierro de un vecino de ochenta y seis años.

—¿No podíamos emplearlo para las fotos? Ya que te has peinado...

El debería haber sabido que tendría que pagar un precio por esa pequeña victoria.

—Tendremos cuidado. Si estropeamos el sombrero, podrás comprarte otro a cuenta del presupuesto del calendario.

¿Estaba burlándose de él? ¿Pensaba que era un paleto por tener un sombrero para las ocasiones especiales? ¿Qué le importaba a él lo que ella pensara? Se puso el sombrero y se bajó el ala sobre los ojos para que ella no pudiera saber si le preocupaba lo que estaba pensando.

—Sería mejor que Apolo viniera con nosotros. Podríamos vigilarlo.

Pedro no creía que fuera a ser muy divertido ver cómo Apolo vaciaba el contenido de su estómago, pero Luciana le había enseñado que no se debía discutir con una mujer que tenía esa expresión tan delicada y bondadosa. Volvió a colocarse el sombrero, se acordó de su parte trasera e hizo una seña a Paula para que fuera por delante.

—El pajar —dijo él cuando llegaron.

Volvió a intentar deshacerse del perro. El poste que había en la valla junto al granero parecía muy apropiado.

—¿No crees que deberíamos llevarlo con nosotros por si se pone enfermo?

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 32

Se dijo con toda firmeza que tenía que deshacerse de ella. Si para conseguirlo tenía que ponerse unos vaqueros agujereados, pagaría ese precio. Se puso los vaqueros y los calzoncillos blancos. ¿Qué podía importarle si la gente quería verle los calzoncillos? Era un mundo muy extraño el que había ahí fuera. Por eso vivía allí, en un trozo de tierra tranquilo y lejos del mundanal ruido. No era pura casualidad que él controlara hasta el más mínimo detalle de sus propiedades. Sin embargo, todavía era lo suficientemente vaquero como para someterse completamente a ella y se peinó en un acto de rebeldía que le pareció lamentable. No quería impresionarla con sus buenas costumbres, solo quería que ella supiera quién mandaba. Entró en la sala.  Aunque fuera él quien mandaba, se aseguró bien de que se ponía de espaldas a la pared. Ella estaba sentada en el suelo con las piernas dobladas y la cabeza del perro en el regazo. Paula le acariciaba con delicadeza y Apolo suspiraba de satisfacción. Pedro se preguntó cómo sería sentir esos dedos sobre su frente. Cómo sería volver de una jornada agotadora en el campo y reposar la cabeza sobre el regazo de ella y mirarla a los ojos. Seguramente, un hombre podía confiar sus penas a una mujer que podía tratar así a un perro. ¡Ni hablar! ¡Jamás!

—¿Sería esperar demasiado que el perro no sobreviviera? —preguntó él.

Tuvo el efecto deseado. Ella acunó protectoramente la cabeza de Apolo y le lanzó una mirada asesina.

—Los animales no me producen lástima —dijo él como si quisiera terminar de cavar su propia tumba.

Eso sí que era mandar. No había más que ver el brillo de furia en los ojos de ella.

—¿Te ha contado Luciana que soy cazador? Los ciervos les quitan el pasto a las vacas. Bambi está en mi lista.

Ella le dejó claro con la mirada que los asesinos de Bambi estaban a salvo de su afecto.

—El veterinario ha dicho que Apolo se pondrá bien, pero que tenemos que vigilarlo. Quizá deberíamos provocarle el vómito.

—¿Nosotros? Yo no voy a hacerlo.

—Yo lo haré si es necesario.

A él no le gustaba que ella estuviera realmente preocupada por esa bestia inmunda. No le gustaba el rastro que dejaba la preocupación en su cara. Paula estaba tan concentrada en el perro que no se había dado cuenta de que él la había desafiado al peinarse.

—Ese perro podría comerse las ruedas del tractor sin que le pasara nada — dijo él con cierta condescendencia.

Sin embargo, el perro aspiraba aire como si fuera a vomitar en cualquier momento. Tuvo la mala idea de pensar que si se encontraba cubierta por el contenido del estómago del perro, quizá eso le restara algo de compasión, pero tampoco quería comprobarlo a costa del suelo de su sala.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 31

Miró a Apolo.

—¿Hay antídotos para perros? —preguntó ella.

—Esto es lo que recordaba de tí —dijo él con delicadeza.

Ella contuvo la respiración.

—Desastres. Doña Desastres —luego le quitó todo el hierro al asunto—. Paula Chaves, consigues lo que nadie en el mundo había conseguido. Consigues que me ría.



Él sí que la había hecho buena. Decirle que era la única persona que le hacía reír era peor que besarla. Después de todo, el beso podía reducirse a una cuestión biológica. Pero la risa era distinta. La risa entraba en ese terreno resbaladizo de las emociones. Decirle que no se reía era reconocer que su vida carecía de ciertos elementos. Ella podía cometer el error de pensar que estaba solo y que era vulnerable. Lo era. El hecho de no haberlo pensado en absoluto hasta que Paula Chaves había aparecido en su puerta le producía un profundo resentimiento. ¿Qué pasaría si en las malditas fotos se reflejaban todos esos aspectos que había protegido durante tanto tiempo y aparecía como era realmente? Penoso. Un hombre cuya vida giraba alrededor de vacas y caballos y cuyo concepto de disfrutar era pasar una noche jugando a las cartas con tres hombres horribles. O hablando de béisbol. O de hockey, según la época del año que fuera. Si no tenía cuidado, podía acabar como los hombres del barracón. Viejo. Aborrecible. Solo. Pedro pensó, mientras el resentimiento crecía en él, que hasta unos días antes nunca había pensado en esas cosas. Jamás. Nunca había pensado que pudiera ser penoso. Era culpa de ella y tenía que marcharse. Esas piernas largas y esos ojos chispeantes eran demasiado para un hombre que vivía solo. Los labios carnosos pedían a gritos que los besara. Lo pedían a gritos. A juzgar por su reacción, ella no le había encontrado ni penoso ni aborrecible la noche anterior. Se aborreció a sí mismo por haber sentido un alivio momentáneo al darse cuenta de que todavía no había cruzado la línea del verdadero celibato.

—Muy bien —dijo él mientras se levantaba con decisión—. La siguiente foto. Dijiste que sería en el pajar.

—¿Qué hacemos con Apolo? —preguntó Paula preocupada.

¿Por qué no le decía lo que pensaba? Él tenía una excavadora. Si el perro estiraba la pata, él podría cavar un agujero lo suficientemente grande en treinta segundos. No lo haría porque no quería que ella supiera lo bárbaro y desalmado que podía ser.

—Voy a vestirme —dijo él—. El número del veterinario está junto al teléfono.

—Ponte los vaqueros que llevabas antes —dijo ella—. Los que... están deshilachados por detrás. Y la camiseta blanca.

—¿Puedo peinarme ya? —preguntó él con sarcasmo.

Ella no hizo caso del sarcasmo y le miró el pelo con los ojos entrecerrados como si lo analizara.

—Déjalo así por el momento.

Él entró en el dormitorio y cerró la puerta. Estaba tentado de ponerse los vaqueros más oscuros y nuevos y una camiseta negra para demostrarle quién era el jefe. Pero si lo hacía, ella podía quedarse un par de días más y él no estaba dispuesto. Sería peligroso que pasara una hora más y no por los desastres. ¿Desde cuándo era tan hermosa? ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué quería decir con lo de deshilachados por detrás? Recogió los vaqueros del suelo y los examinó. El trasero estaba desgastado justo debajo de los bolsillos y solo había unos hilos entre él y el mundo exterior. Notó que se le sonrojaban las mejillas. ¡Rubor! Paula le había visto la ropa interior y quería mostrarla a todas las mujeres del hemisferio occidental. ¿A las mujeres les gustaban los hombres pobres? ¿Quién iba por ahí con agujeros en la ropa? ¿Qué color de ropa interior debía ponerse? Decidió que blanca. Detestaba lo que ese mundo empezaba a ser.

viernes, 19 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 30

Curvó los labios, pero seguía con el ceño fruncido y con mirada de impaciencia. El Pedro colaborador era mucho peor que el no colaborador.

—Abre este paquete —le dijo ella mientras se lo daba—. Imagínate que es la llave inglesa.

Ella encuadró. Era precioso. El fuego al fondo; el perro y el chocolate en primer plano; la bata que se abría por encima del cinturón y dejaba ver el vello del pecho desnudo; el cabello sobre la frente y él inclinado sobre el paquete. Pero la expresión de la cara era rígida y amarga. El fuego ardía con fuerza y empezaba a hacer un calor insoportable en la pequeña habitación. Daba igual lo que ella hiciera, no conseguía que él sonriera convincentemente. Cuanto más calor hacía, más sombría se tornaba la expresión de Pedro.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó ella—. Es Navidad. Pon cara de felicidad.

—Claro. Nunca he estado más feliz en mi vida. Estamos a treinta y siete grados y cada vez hace más calor. El perro no digiere muy bien los pepinillos y el queso. Que lo sepas. No hay llave inglesa. Me siento ridículo con la bata. ¿Cómo puedo parecer feliz?

—¡Puedes fingirlo!

Aunque ella sabía que no podía. Era sencillo; un hombre sin fingimientos. Cuanto más fingía felicidad, más se alejaba de lo que ella buscaba.

—Necesito un descanso.

Había estado quince minutos y había desenvuelto el paquete tres veces. Se quitó la bata. El pecho y los brazos le brillaban con una leve capa de sudor. Llevaba unos calzoncillos largos de cuadros y era el hombre más excitante del mundo. Ella lo observó a través del objetivo mientras él alargaba el brazo para tomar la taza de chocolate. La tensión de los músculos la tenían hipnotizada.

—Pedro no...

Demasiado tarde. El dió un trago. Se puso bizco y la miró con odio, luego escupió la crema de afeitar y se limpió los labios con la mano.

—Quieres envenenarme.

Tiró al suelo el tazón. Apolo se levantó y lamió los restos de crema de afeitar, luego se relamió y eructó lleno de satisfacción.  Pedro se sentó y pareció quedarse paralizado un momento. Luego se volvió muy lentamente y la miró. Le quedaba un poco de crema de afeitar sobre el labio superior que parecía crema batida. El papel del envoltorio estaba a sus pies. El fuego crepitaba alegremente y Apolo olisqueaba el tazón. De repente, sucedió lo más increíble. Pedro sonrió. Click. En una fracción de segundo, había sacado la foto de Navidad. Era una fotografía maravillosa: el fuego, los calcetines colgando, un hombre impresionante que reía al ver al perro que se había tomado su chocolate caliente. Nadie, menos Pedro, el perro y ella, sabría la verdadera historia. Pero ella pagaría un precio tremendo por haber conocido esa risa natural. Notaba que el corazón quería salir del pecho para ir donde él. Podía oír a la vocecilla que le decía que ya sabía que él era así en realidad. Se preguntó cómo podría sobrevivir.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 29

Para terminar, liberó a Apolo de su exilio y lo llevó dentro. Él despreció el cuenco con comida para perros y fue directamente a la nevera. No se apartó de la puerta hasta que ella le dio un filete y al comprobar que eso no bastaba para que alegrara el gesto, le dio otro trozo del queso que había empezado por la mañana, esa vez sin envoltorio de plástico. Luego le puso un lazo rojo alrededor del cuello y fue al dormitorio a buscar la cámara. Cuando volvió, Apolo había vuelto a hacer de las suyas en la nevera y estaba lamiendo unos huevos rotos del suelo.

—Eres un perro muy malo —dijo ella mientras fregaba el desaguisado.

El perro la miró con unos ojazos desolados.

—De acuerdo —concedió ella—. Muy guapo, pero muy malo.

—¿Quién es guapo pero malo? —preguntó Pedro.

Dios mío, no hacía falta ni preguntarlo. Ella se dijo que su trabajo exigía que lo mirara tan atentamente. Su trabajo exigía que ella encontrara en él aquello que haría que nueve de cada diez mujeres quisieran encontrarlo debajo del árbol de Navidad.

—¿Tienes un pijama? —le preguntó ella.

Él tenía el pelo mojado de estar fuera. El efecto era mejor que el de la cola de gallo. Parecía como si acabara de salir de la ducha.

—¿Pijama? —repitió él mientras la miraba como si le hubiera pedido que sacara una correa de cuero.

—Ya sabes... de franela. De cuadros.

—No uso pijama.

Paula notó que le ardía la cara. ¿Cómo era posible que la conversación estuviera tomando un giro tan personal? Se preguntaba qué llevaría puesto en la cama y esperaba que no llevara nada, como si eso le importara.

—¿Una bata? —preguntó ella con el tono profesional y firme de una mujer a la que no le importaba lo que llevara puesto en la cama.

—Sí, Luciana me regaló una las navidades pasadas.

Al parecer, no había sido el regalo que más ilusión le había hecho.

—Yo había pedido una llave inglesa nueva —dijo él con un gruñido.

—¿Te importaría ponerte la bata encima de unos pantalones cortos? Sin camisa.

—¿Vas a comprobar si los llevo? Los pantalones.

Estaba siendo intencionadamente perverso.

—Recuerda que soy una amiga de Luciana —le recordó ella con delicadeza mientras él iba a su habitación y cerraba de un portazo.

Volvió al cabo de unos minutos, vestido como le había pedido y con el ceño fruncido.

—Es una estupidez —dijo él mientras se dejaba caer en la butaca junto a la chimenea.

La bata era de felpa, blanca y larga. Tenía una capucha. Era evidente que no se la había puesto nunca. Le daba un aspecto irresistiblemente erótico; solo faltaba que ella consiguiera que dejara de fruncir el ceño. Ella encendió una cerilla y la acercó a los leños que había preparado. Luego lo rodeó y se colocó detrás de la cámara.

—Pedro, sería estupendo que parecieras... contento.

—¿Así?

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 28

—¡Espera! Necesitaré... accesorios. ¿Tienes decoración de Navidad?

—Debajo de las escaleras.

—¿Calcetines? Ya sabes, para colgar en la chimenea.

Él puso los ojos en blanco.

—En el cajón de mi armario. Sírvete tu misma.

A Paula no le importaba revolver en los cajones de su armario, pero dada la ansiedad que tenía por alejarse de ella, podía darse cuenta de que él no iba a ayudarla.

—Comeré algo en el barracón. Te invitaría, pero no creo que quieras ver a esos tipos por la mañana. Tienes cereales y esas cosas en los armarios. Considérate en tu propia casa.

Ella sospechaba que la verdad era que él no quería pasar ni un segundo más del necesario en su compañía, pero se volvería loca si tenía que adivinar si se debía a que se ganaba la vida vendiendo papel higiénico o a que la encontraba insoportablemente atractiva. Volvió a la sala después de haberse hecho unas tostadas y de haber probado el café, que era espeso, oscuro y amargo. Cerró las cortinas y miró alrededor. Era una habitación con poca decoración, pero la butaca de cuadros azules era hogareña y alegre. La acercó a la chimenea, que era una pieza magnífica de piedra. Colocó algunas luces y trabajó hasta conseguir el suave resplandor que estaba buscando. Fue por la caja con los adornos de Navidad. Puso una guirnalda sobre la chimenea. Era de plástico, pero ella sabía que con la luz adecuada y algunos retoques en el laboratorio parecería de verdad. Encontró papel de envolver y lazos e hizo una caja. La leña estaba en un recipiente cerca de la chimenea. Ella preparó unos leños para encenderlos en cuanto él volviera. Unos calcetines pinchados a la repisa de madera que había sobre la chimenea y la escena sería perfecta.

Con cierto nerviosismo fue al dormitorio de Pedro. Se sentía como una fisgona, como una adolescente que hacía acopio de recuerdos de él para poder utilizarlos en el futuro. Se recordó que esa vez sería completamente distinto. Podría haberlo sido si su dormitorio hubiera exhibido poder y seguridad en él mismo; si pareciera la habitación de un hombre que hubiera podido tener a la mujer que hubiese querido. Podría haberle resultado más fácil empezar a afianzar el muro que estaba construyendo alrededor de su corazón y su mente si hubiera tenido una cama con cuatro columnas y una cómoda de caoba y todo reflejara fuerza y virilidad; si pareciera el dormitorio en el que había seducido a mil mujeres.  Pero la habitación no tenía nada de eso. Hacía que sus palabras se quedaran cortas. Tenía que ser un espanto en los asuntos entre hombres y mujeres.

El dormitorio de Pedro era una habitación sin encanto, no tenía un ápice de atractivo. Había una cama doble hecha a la ligera con una manta gris sobre sábanas y fundas de almohada blancas. Enfrente de la cama había una cómoda decrépita. Encima de la cómoda había un cepillo y unos calcetines asomaban del cajón inferior. Esos eran todos los muebles. No había cuadros en las paredes, ni una colcha de colores, ni siquiera una alfombra para tapar el suelo de madera. Le pareció una habitación terriblemente solitaria y le afectó mucho. Le hizo pensar en él no como en el hombre al que deseaban nueve de cada diez mujeres, sino como un hombre vulnerable que se dejaba llevar por su soledad. Además, parecía desconocer dichosamente su situación. En el cajón superior había camisetas guardadas de cualquier manera. El cajón central estaba completamente vacío. El tercero tenía la ropa interior. Calzoncillos largos, aunque a ella eso le daba igual y no iba a ruborizarse. Los calcetines que estaba buscando estaban al fondo y encontró algunos que eran perfectos. Eran de lana, grises y anticuados con los talones y los dedos blancos. Después de colgar los calcetines, se apartó un poco y se sintió satisfecha. Lo único que faltaba era un tazón de chocolate caliente en la esquina de la mesilla. Un chocolate caliente de verdad habría sido un desastre porque habría derretido la crema batida, aunque, en cualquier caso, era bastante improbable que él tuviera crema batida. Agarró un tazón grande y muy masculino de la cocina y lo llenó de espuma de afeitar. El aspecto era delicioso.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 27

—Los caballos no tienen la capa de pelo invernal —dijo él con cierta falta de colaboración.

—Créeme, la mayoría de la gente no lo sabe.

—Yo lo sé y no me gustaría sentirme como un idiota en miles de calendarios, gracias.

Alguien se había olvidado de darle el manual de instrucciones. Ser la jefa quería decir que se hacía lo que ella decía.

—¿Eso es lo que tú llamas colaborar?

—No puedes poner caballos con el pelo de primavera y decir a la gente que es invierno —dijo él obstinadamente—. ¿La palabra integridad no significa nada en tu mundo?

Ella parpadeó.

—¿De qué mundo hablas?

—Del mundo de las relaciones públicas —dijo él.

—¿Noto cierto desprecio?

Él se encogió de hombros.

—Sencillamente, no lo entiendo. Mujeres como Luciana y tú que emplean su energía en crear un mundo en el que los niños creen que no son nadie si no tienen la marca adecuada en sus zapatillas. Un mundo en el que los conejos venden papel higiénico. ¿Así empleas tu vida?

Ella había trabajado mucho tiempo con hombres en condiciones difíciles. Había dominado sus emociones. No podía entender que en ese momento estuviera a punto de gritar.

—Mi vida no es vender papel higiénico —dijo lenta y claramente—. Es crear imágenes de una belleza perdurable.

Él pareció sorprenderse.

—Caray. No me refería a tí. Hablaba de Luciana y del hippy con el que sale.

Ella podía haber hecho cualquier cosa y ha acabado en ese mundo de supercherías en el que nada es verdadero del todo. Hablaba de Luciana. ¿La consideraba la mujer que había descarriado a su hermana y la había llevado a un mundo de supercherías? Se advirtió de que no debía tomárselo como algo personal.

—No estamos rescribiendo el código de honor de los vaqueros —dijo con tono arrogante Paula—. Estamos creando una ilusión. Es como trabajar en un decorado de cine. Además, el novio de Luciana no es hippy solo porque tenga el pelo largo.

—Te he ofendido —dijo él mientras la miraba con una perspicacia que le permitía ver todo lo que ella había creído ocultar—. Te lo dije. Se me dan fatal los asuntos entre hombres y mujeres.

Otra vez el asunto entre hombres y mujeres. Entre ellos.  Aunque fuera la amiga de Luciana... la que la había llevado por el mal camino.

—Limítate a sonreír a la cámara —dijo ella—. Si yo hago bien mi trabajo, nadie notará que se te dan fatal los asuntos entre hombres y mujeres. Es mi especialidad; como tú has dicho. El patán más espantoso del mundo puede ser el mayor seductor con solo disparar una cámara.

—¿El patán más espantoso del mundo? ¿De verdad? —parecía gustarle la idea.

—Intenta imaginarte los próximos días como si estuvieras rodando una película.

El la miró con la mirada de patán y empezó a impacientarse porque el café no terminaba de salir. Puso la taza debajo del chorro y apagó la cafetera cuando estuvo llena.

—Volveré dentro de una hora o así —dijo mientras iba a hacia la puerta.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 26

—De acuerdo —dijo ella con tono profesional—. Me gustaría hacer la foto de Navidad la primera. Veo por la ventana que parece como si fuera a llover. La luz es mala y pueden caer gotas en el objetivo. Lo mejor sería hacer hoy las fotos de interior.

—Tengo que hacer un par de cosas y organizar a los muchachos. Me llevará una hora. Luego estaré a tu disposición.

Dió la sensación de que él se había dado cuenta de que podía malinterpretarse lo que había dicho, porque se dio la vuelta y tamborileó los dedos en la máquina de café.

—Perfecto —dijo Paula mientras se acordaba de las horas que había pasado mirando las fotos que había hecho de él y escuchando palabras como «estoy a tu disposición»—. Yo necesitaré una hora para preparar las fotos —el tono no era el de aquella adolescente—. ¿Te importaría no afeitarte ni peinarte?

Ella sabía que cualquier mujer que viera esa cola de gallo de pelea pensaría en pasarle los dedos para alisárselo. Pedro la miró con ojos incrédulos.

—¿Las mujeres sueñan con pasar la mañana de Navidad con un patán? No me extraña que me encuentre tan perdido con la mitad femenina de la humanidad.

—¿Te encuentras perdido con las mujeres?

—Bueno, ya sabes. No sé qué decir. Me aburro a los diez minutos de mirarlas a los ojos y tomarles la mano. Ya sabes.

Sabía que ella se sentía así, pero él... Al verlo recién levantado con las mejillas oscurecidas por la sombra de la barba y los pelos de punta, ella supo lo que él no sabía: que ninguna mujer lo miraría y vería a un patán. Parecía seductor, misterioso y un poco peligroso. Además, una mujer no se aburriría tampoco a los diez minutos de que él la tomara de la mano y la mirara a los ojos. Paula tenía que captar en película la mirada con la que la miraba en ese momento. Una mirada de soslayo medio tapada por las pestañas y una mueca en la boca. Tenía que captar en película la tensión sexual que había en el ambiente sin sucumbir a ella.

—Te sorprendería saber lo que les gusta a las mujeres —dijo Paula a la vez que intentaba que el tono no delatara cuánto les gustaba.

—Ya. Me temo que me esperan un montón de sorpresas.

Ella estaba segura de que lo sorprendería si iba hasta donde estaba él, le rodeaba el cuello con las manos y lo besaba apasionadamente. ¡Tenía que dejar de pensar en cosas así! Tenía un trabajo que hacer, se recordó severamente. Tenía que captar su esencia y su encanto sin sucumbir a ninguno de los dos. Tenía que demostrarse que Pedro era un capricho juvenil que había superado con la edad.

—Haremos las fotos de Navidad —dijo ella con la necesidad de tomar el mando—y luego puedo hacer otras fotos en el pajar o en los establos. Cepillando un caballo o recogiendo heno. Podrían pasar por escenas invernales ya que no hay nieve.

miércoles, 17 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 25

—Ni lo menciones —dijo ella secamente.

En realidad, no quería oír ni una palabra, pero ¿podía tener algún significado que él lo mencionara nada más verse por la mañana mientras hacía el café y ni siquiera se había puesto todavía los calcetines?

—Has cambiado —dijo él—. No creo que haya visto a nadie que haya cambiado tanto. El pelo, las gafas, hasta los dientes.

—De patito feo a cisne —dijo ella con una ligereza forzada y dolida porque él recordara tan claramente todos sus defectos.

—Evidentemente, yo no sabía quién eras.

—Es más correcto besar a una desconocida que a alguien a quien conoces —concedió ella con una voz lo suficientemente delicada como para disimular su irritación.

Él se volvió y la miró con una ira evidente.

—No beso a las amigas de mi hermana.

—Una norma que tenía mucho sentido cuando tu hermana es una niña — dijo ella antes de darse cuenta de que podía haber sonado a proposición—. No estoy diciendo que quisiera que ocurriera. Ni que lo provocara. Ni que quiera que vuelva a ocurrir. Esas eran el tipo de cosas que le costaron tan caras a Pinocho.

—Bien —dijo él con satisfacción—. Solo quería estar seguro de que coincidimos.

—Oh, completamente —dijo ella intentando parecer una mujer mundana—. Coincidimos plenamente.

—¿Por qué me mentiste sobre tu nombre? ¿Por qué no me dijiste quién eras?

—No te mentí sobre mi nombre. Me casé.

—¿Estás casada? —el tono era atragantado, indignado.

—Ya no —contestó ella.

—Ah. Lo siento —no parecía arrepentido, sino aliviado más bien.

—Tuve el matrimonio más corto de la historia.

Ella se sintió ridícula de querer contárselo, de querer compartirlo con él, como si él, de entre todo el mundo, fuera a entenderlo. Él la miró detenidamente y con firmeza. Ella notaba en el brillo de sus ojos que la entendería. Ella notaba que quería que se lo contara. Notaba también que él se debatía consigo mismo. Se encontraban en un dilema: o se acercaban o se alejaban. Él tomó aire entre los dientes perfectos y ella contuvo el aliento.

—Mira, Paula, creo que lo mejor sería terminar con todo esto lo antes posible.

Durante un segundo eterno ella entendió mal. Ella pensó que había elegido la primera posibilidad: analizar la tensión que había entre ellos para apartarla lo antes posible y ponerse manos a la obra. Sin embargo, comprendió que no era eso lo que él quería decir. El, como ella, había percibido el peligro en el ambiente, la atracción sexual que había entre ellos. Había elegido alejarse de ello y centrarse en el trabajo. La quería fuera de ese ambiente y de su casa. Él tenía el pelo encrespado, como la cola de un gallo de pelea. Ella sintió la necesidad de alisárselo para ponerlo en su sitio:

—De acuerdo —dijo Paula con un tono agudo—. Terminemos con ello.

—Entonces, dime lo que tengo que hacer para que puedas hacer las fotos del calendario y yo lo haré. Colaboración plena.

Haría lo que fuera para deshacerse de ella. Era un incordio para él. No había cambiado nada desde el verano que estuvo allí por primera vez, desde que lo vió por primera vez, desde que se enamoró por primera vez. Salvo... que tenía un brillo distinto en los ojos. ¿Existía la más mínima posibilidad de que tuviera algún poder sobre él? ¿De que él la encontrara atractiva? Tenía la tentación de jugar con ese poder y, quizá, una mujer más segura de sí misma lo habría hecho. Pero Paula, segura de sí misma en casi todos los aspectos de la vida, sabía que se le daban fatal los asuntos entre hombres y mujeres. Acabaría siendo la victima del juego, en vez de serlo él. No podía jugar con la electricidad que había en el ambiente sin electrocutarse. Si no tenía mucho cuidado, podía salir de allí en un estado mucho peor de lo que lo hizo la otra vez.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 24

Pedro estaba recogiendo trozos de cristal con la escoba cuando ella entró en la cocina. El suelo estaba lleno de leche y había pepinillos por todos lados. Un trozo de queso, todavía envuelto en plástico, estaba medio devorado. Apolo estaba tumbado en el quicio de la puerta con los ojos tristes y la cabeza sobre las patas.

—Vuelve a la cama —dijo lacónicamente Pedro—. Siento haberte despertado.

Ya. Y que él se escapara a México...

—¿Qué ha pasado?

—Me dió pena anoche y lo llevé a mi dormitorio. ¿Sabes qué? También sabe abrir las puertas de los dormitorios. Al parecer ha salido para tomar un tentempié.

Ella notó que no podía evitar que se le dibujara una leve sonrisa.

—Y no tiene gracia —remató él.

Se le escapó una pequeña carcajada.

—Vamos, Pedro, sí tiene algo de gracia. Reconócelo.

Ella se agachó y empezó a recoger trozos de comida que flotaban en la leche.

—Pensé que querrías dormir después de haber estado despierta hasta tan tarde.

—¿Hasta tan tarde?

—Es una casa vieja. Las paredes son finas como un papel. Pude oírte dando vueltas en la cama hasta las tres.

—Lo que quiere decir que tú también has estado despierto.

—¿Cómo iba a dormir con todo ese jaleo? —dijo a la defensiva mientras se daba la vuelta para vaciar el recogedor lleno de cristales.

—Pero estabas dormido mientras el perro saqueaba la nevera —puntualizó ella.

—Es otro jaleo distinto. Además, a esas alturas estaba agotado. Tú tampoco lo oíste.

Ella notó un escalofrío. Él estaba iluminado por la luz tenue y pálida que entraba por la ventana. Llevaba unos vaqueros desgastados hasta ser casi blancos y deshilachados por debajo de los bolsillos traseros y una camiseta azul marino que no se había metido por dentro de los pantalones. Las dos prendas eran viejas y suaves y se adaptaban a las líneas de su cuerpo. Los vaqueros se ceñían a las piernas interminables y a la tersa curva del trasero, y la camiseta lo hacía a la ancha espalda y hombros.  Iba descalzo y a ella le llamó la atención absurdamente la intimidad de estar con él descalzo en la cocina. Era verdad que olía a pepinillos en vinagre y no a café y que él se podía cortar con un cristal roto, pero era un momento delicioso. Le habría gustado tener la cámara. Él dejó el recogedor a un lado y agarró una bayeta del fregadero. Empezó a fregar el suelo.

—No me quedé despierto solo por tu culpa. El perro ronca, gruñe, resopla, gimotea, cambia de posición. Hace de todo para que yo piense que está dormido y poder saquear la nevera. Apolo eres un perro malo.

El perro suspiró profundamente. Tyler escurrió la bayeta en el fregadero y empezó a poner café en la cafetera.

—¿Te gusta el café fuerte?

Paula pensó que le gustaban los hombres fuertes y el café flojo.

—Me gustará como lo hagas —dijo ella con la voz entrecortada como la de una adolescente ante el Adonis de turno.

—Sobre el beso... —dijo él tras tomar aire y afrontando el verdadero motivo por el que los dos habían estado dando vueltas en la cama hasta las tres y media.

Ella miró las anchas espaldas de él.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 23

Ella se rió nerviosamente y él se preguntó cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes. La risa era inconfundible.

—Muy crecida —dijo ella como si eso hiciera que lo sucedido no tuviera importancia.

Como si por algún motivo significara que podían continuar. Ya. Era la amiga de su hermana. Podía tener ochenta años y estar en una mecedora que eso sería lo que él vería siempre. Una niña. Fuera de sus límites. La semana, aunque ya hubiera tachado tres días del calendario, se le presentó repentinamente como algo interminable, una eternidad. Sin embargo, la misión se había hecho más sencilla: pasaría los cuatro días que quedaban sin volver a mirarla a los labios porque no eran los labios de una niña. En realidad, el cuerpo tampoco era el de una niña. Le irritó que ella no le hubiera dicho quién era para que él hubiera podido prepararse mentalmente. Ya ni siquiera podría ser un poco malvado con ella. Dijo un improperio entre dientes y se dio la vuelta para ir por el perro.


-Shhh... No ladres. Te traeré una galleta.

Paula oyó a Pedro que llevaba furtivamente al perro por delante de su dormitorio. Miró el reloj de la mesilla y gruñó. Eran las cinco y media. Pedro intentaba salir de la casa sin despertarla. Después de lo que había ocurrido la noche anterior, seguramente querría ensillar un caballo y salir corriendo a México como el protagonista de una vieja película de vaqueros. ¡No iba a consentirlo! Se levantó de la cama. De repente, desaparecieron todos los esfuerzos que él estaba haciendo por no hacer ruido. Oyó un bramido en el piso de abajo, y después una ristra de cinco palabras que no había oído jamás, ni siquiera en las zonas de guerra, y en un tono que helaba la sangre. Se puso los vaqueros. Le habría gustado elegir la ropa con más cuidado esa mañana, pero si no se equivocaba, el primer ruido era de cristales rotos. Sacó un jersey de la maleta y al mirarse fugazmente en el espejo se sorprendió al ver su aspecto. No había ojeras y el pelo no estaba demasiado desordenado. No parecía ni la mitad de cansada de lo que se sentía. En realidad tenía como una especie de resplandor y un brillo en los ojos que le hacía parecer descansada y preparada. ¿Para qué estaba preparada?, se preguntó a sí misma. «Para recibir más besos», le contestó una vocecilla en su interior. ¡Ni hablar! ¡Ni pensar en ello! Decidió que no diría ni una palabra de lo ocurrido a Pedro Alfonso y que no volvería a pensar en ello. Estaba zanjado. Si quería conservar la salud mental, no volvería a ocurrir. Apenas había sido un beso. Como mucho un mero roce de los labios. Aunque aquello iba a servirle para demostrarse que él no tenía ningún efecto sobre ella. «¡Ja!», volvió a contestarle la dichosa vocecilla. Se dió cuenta de que estaba pensando en ello aunque había decidido no hacerlo y se dijo con firmeza que no podía ser una tonta romántica. Volvió a mirarse en el espejo y se pasó una mano por el pelo. Luego se lo cepilló. Se dijo que preocuparse por el aspecto de una no era lo mismo que ser una tonta romántica.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 22

Como el viejo Alberto. Ya no podía hacer muchos esfuerzos y dedicaba toda su energía al viejo horno del barracón. Hacía distintos tipos de pan, galletas, pasteles o bollos para acompañar a las chuletas que preparaba todas las noches. Pedro siempre acudía a la sabiduría de Alberto cuando quería un consejo sensato y anticuado sobre asuntos de vacas. Al ver a la señorita Morales entre esos hombres, admitió la posibilidad de que hubiera estado en zonas de guerra.  Ni siquiera arrugó la nariz ante Gabriel y Javier y ganó tres veces seguidas a Alberto al ajedrez. Se los ganó al sacar un montón de fotos de sus espantosas caras y al bromear con ellos con una tranquilidad que no había mostrado con Pedro. Se dijo a sí mismo que no quería pensar en ella. No quería hacerlo. Solo quería que el perro se tomara un respiro para que él pudiera quedarse dormido. Se quitó la almohada de la cabeza, escuchó y respiró profundamente. El perro volvió a ladrar. Lanzó un juramento, se bajó de la cama y se puso los vaqueros. Mataría a Luciana la próxima vez que la viera. El perro. La mujer. El maldito calendario. Todo encajaba y todo era culpa de Luciana. Salió y se chocó con ella en medio de la oscuridad.  Se quedaron en el vestíbulo demasiado cerca el uno del otro. Se ordenó dar un paso atrás y quitarle la mano del brazo, pero no lo hizo.

—Oh —dijo ella en un susurro como si temiera despertar a alguien—. Iba a hacer algo con ese perro. Está volviéndome loca.

—Yo también —aunque el perro le había desaparecido de la cabeza repentinamente.

Lo que estaba volviéndole loco era el delicado aroma de ella y el brillo de los ojos. Notaba una piel suave bajo la yema de los dedos. La soltó a regañadientes y dio un paso atrás.

—¿Qué pensaba hacer?

—Meterlo en mi habitación. ¿Y usted?

Él pensó que no ganaría muchos puntos si le mencionaba la escopeta que tenía detrás de la puerta de la cocina.

—Iba a darle algunos huesos para que los royera.

Se quedaron en el vestíbulo sin moverse.

—Bueno, entonces, le dejo que se ocupe de él —dijo ella.

Ella llevaba una bata de seda muy corta. Él podía notar que los pechos le subían y bajaban. Tenía los labios carnosos y brillantes como si hubiera pasado la lengua por ellos. Sintió el disparatado deseo de besarla. Él se inclinó hacia ella como llevado por unas cuerdas invisibles. Ella se inclinó hacia él. Los labios se tocaron. Era como el paraíso y el infierno a la vez. El paraíso porque el sabor de los labios era dulce y seductor, como el olor a madreselva que tenía ella. Él sabía que si mordía la pequeña base de una flor de madreselva, su boca se llenaba con el sabor de la miel más dulce y que lo atormentaría haciéndolo desear más. Ese pequeño beso había conseguido lo mismo. Esa era la parte infernal. Ese beso tuvo una inocencia que a él le pareció insondable. Ella lo miraba con unos ojos inmensos. Él podía ver que temblaba. Ella se llevó un puño a la boca y lo mordió como si así fuera a dejar de temblar. El gesto lo dejó helado. Él la miró fijamente y volvió a tener esa sensación extraña, más fuerte que nunca. Alguien se había mordido el puño como lo había hecho ella. Cuando se secó el pozo. Cuando los terneros desaparecieron en dirección a High River.

—Paula —gruñó él—. Paula Chaves.

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 21

Ni siquiera lo miraba. Tenía la cámara enfocada en un ternero recién nacido y luego en las sombras humeantes de las montañas que empezaban a cambiar de color con la luz. Miró durante más tiempo del aconsejable. Lo suficiente como para ver que estaba maravillada, que aspiraba profundamente el aire puro y lo expulsaba con deleite. La miró durante el tiempo suficiente como para darse cuenta de que una semana podría pasar a ser la unidad de tiempo más larga que había conocido.

Tres días después, Pedro supo que nunca había tenido un pensamiento más acertado. Ella era hermosa, pero lo que hacía que fuera imposible mantener la calma era su sensación de admiración. Ella disfrutaba como una chiquilla por cosas que él daba por sentadas. Además, tenía sentido del humor. Hacía que él se riera, aunque intentara disimularlo. Era enérgica e ingeniosa y cuanto más le gustaba, más intentaba él fingir lo contrario. Era la tercera noche que pasaba bajo el mismo techo que ella. Estaba en la cama y escuchaba los sonidos que hacía ella al otro lado de la pared. Comprendió que se habían acabado los días de quedarse dormido nada más meterse en la cama. Intentaba culpar al perro que estaba atado fuera y no paraba de ladrar. Al parecer, Apolo no estaba acostumbrado a que lo dejaran fuera y después de tres noches no daba señales de que fuera a ceder. Seguramente, estaría furioso por no poder acceder a la nevera cuando quisiera. Además, no entendía lo que quería decir «cállate».

Pedro miró al reloj que tenía en la mesilla y se tapó la cabeza con la almohada. Era la una. La almohada no mitigó lo más mínimo los ladridos del perro. Tampoco mitigó el problema real. En el dormitorio contiguo al suyo había una belleza de piernas largas, pelo rojo como una hoguera, unos ojos marrones impresionantes y una figura que le secaba la boca. Una mujer que debía de ser mundana. Al fin y al cabo, había aceptado quedarse bajo el mismo techo que un hombre al que no conocía. Un hombre que no tenía nada de mundano. El perro dejó de ladrar. Contuvo la respiración. Quizá Apolo se hubiera dormido. Pau era un nombre que podía corresponder al perro, pero ¿A ella...?

El nombre era feo y ella era hermosa. El nombre era masculino y ella era femenina. Estaba seguro de que no era su nombre verdadero. Sería un apodo que le habían puesto en las zonas de guerra. Cuando se lo dijo la primera vez estuvo a punto de echarse a reír. ¿Ella en una zona de guerra? Ella parecía delicada. No tenía rastros de rudeza. Hasta qué la vio trabajar con la cámara. No le importaba nada ensuciarse hasta arriba para conseguir la foto que quería. La cámara no dejaba de disparar. Él podría haberse olvidado de que estaba allí si no fuera porque ella estaba detrás cambiando objetivos y películas, midiendo la luz, subiéndose a cercas o arrastrándose por el suelo. La llevó al barracón para comer y que conociera a los demás trabajadores. Tenía tres empleados que habían estado con él desde hacía mucho tiempo y creía que cualquier mujer que creyera en el encanto de los vaqueros tenía que conocerlos. Gabriel y Javier eran dos gemelos de mediana edad. Eran calvos y les faltaban dientes y eran tan atractivos como el barro. Los dos mascaban tabaco sin parar, juraban para empezar todas las frases que pronunciaban y no creían que bañarse con regularidad fuera ni higiénico ni necesario. Los dos valían su peso en oro para el rancho.