lunes, 15 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 17

Fueron los ojos. Eran marrones con destellos verdes y dorados y brillaban con una luz que solo podía significar que serían un problema para un soltero vocacional como él. Luego se fijó en la sonrisa. Era vacilante, casi tímida, y no encajaba con el aire refinado que ella tenía. Esa vulnerabilidad le enfureció. Significaba que no podría ser tan perverso como quería ser. No tenía tiempo para perderlo con mujeres. Estaba muy ocupado criando a una niña y llevando un rancho. Le parecía que las relaciones exigían demasiado. Tiempo. Esfuerzo. Compromiso. No le quedaba nada cuando terminaba el día. Cuando Luciana se marchó y las cosas podían haber cambiado, él ya estaba acostumbrado. No sabía cómo conocer gente y tampoco quería ir al cine y tomar a alguien de la mano. No quería sentarse a una mesa con velas y pensar en algún tema de conversación. No quería pensar en cosas como comprar flores. Luciana, que se había convertido en una experta en asuntos amorosos a raíz de su trato con el hippy, decía que él tenía el corazón como una piedra. Pero lo decía como si tuviera algo de malo.  ¿Qué tenía de malo que un hombre trabajara tanto que caía rendido en la cama? ¿Qué tenía de malo dormir profunda y plácidamente y vivir en un mundo en el que sabía exactamente lo que iba a pasar a cada instante?

Pedro estaba furioso porque su invitada llevaba menos de una hora allí y él ya había notado el profundo dolor del anhelo. Estaba furioso por haber tenido que curarle la herida y haber sentido la sedosa piel de la pierna de la señorita Morales. La rótula le había parecido algo ridículamente frágil. Las mujeres eran seres ridículamente frágiles que no estaban hechos para ese tipo de vida, para esa soledad. A no ser que se hubieran criado allí. Pero las mujeres como esas que él había conocido, las que habían ido al colegio y habían crecido con él, también estaban atrapadas desde hacía mucho tiempo. Atrapadas en bailes, cines o barbacoas, en sitios a los que él no había podido ir por estar demasiado ocupado o cansado. La señorita Morales  no tenía la culpa de que él hubiera elegido vivir como un ermitaño, lejos de las tentaciones que complicaban la vida de un hombre, complicaciones que hacían que perdiera el control de la situación.

La verdad era que lo que más le gustaba era el control. Si alguien le preguntaba si prefería un Ferrari rojo último modelo o que las cosas fueran iguales un día tras otro, él elegiría lo que ya tenía. Una vida de trabajo al aire libre con animales, la libertad de no tener un jefe, la visión del ganado que pastaba en las oscuras laderas de las montañas cuando se despertaba a las cinco todas las mañanas. Por eso le había irritado haber tenido una reacción tan masculina cuando le había tocado la rodilla, y eso le hizo poner a prueba los límites de su dominio, y del de ella, haciendo el comentario de la ducha. Ella se puso tan colorada que pensó que tendría que ir por el extintor. El problema era que había pasado solo demasiado tiempo. Luciana tenía razón. Era irritable y un maniático del dominio de sí mismo y había pocas posibilidades de que fuera a cambiar. Ella era una mujer hermosa y él un hombre. Seres humanos, al fin y al cabo. Pero si quería conservar el control de su vida al acabar esa semana, reconocer eso sería el fin de sus propósitos. Estaba dispuesto a mantener el control de todo, a pesar del perro y de la fotógrafa. Hizo el menor caso que pudo y a los disparos de la cámara y arrastró al perro hasta el patio, donde lo ató a un grueso poste de la luz. Ya había atado caballos allí y si ellos no lo habían tirado, dudaba que el perro fuera a hacerlo. Se volvió hacia ella.

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