lunes, 29 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 46

Pedro, con la bolsa de lona al hombro, llamó a la puerta del barracón. Javier se acercó a la ventana y miró fuera. Le entreabrió la puerta.

—¿Sí?

Lo dijo con cierto tono de recelo, como si Pedro no fuera por allí cuatro de cada cinco noches para tomar una taza de café y jugar a las cartas.

—Voy a dormir aquí.

Javier abrió un poco más la puerta, pero en vez de apartarse para dejar paso a Pedro, se cruzó de brazos.

—¿Una pelea de enamorados? —dijo lacónicamente.

—No —respondió Pedro de la misma manera—. No somos enamorados. ¡Ni siquiera somos amigos! No hemos peleado.

Pedro notaba que la marca de la mano le palpitaba en la mejilla. Si no habían peleado, ¿por qué estaba Paula llorando en la habitación de Luciana? Al parecer, Javier no estaba convencido, porque no se movió y esperó a que le diera más detalles. Pedro suspiró.

—Sencillamente, no es buena idea que... Paula y yo estemos bajo el mismo techo en estos momentos.

—¿Por qué no? —era la voz de Alberto desde dentro.

—¿Puedo pasar? Hace mucho frío aquí fuera.

Toda la ropa de abrigo que tenía estaba en el pajar. Pedro empujó la puerta cuando comprendió que Javier no estaba dispuesto a dejarlo pasar. Entró y dejó en el suelo la bolsa de lona. Se encontró observado por tres pares de miradas ceñudas.

—¿Qué pasa?

—Bueno, los muchachos y yo estábamos hablando de eso —dijo Javier.

—¿De qué? —preguntó Pedro.

Le dolía el cuerpo de tirar del ternero; le dolía la cabeza de intentar
olvidarse de esa condenada mujer. Le dolía el corazón de la mirada de ella cuando le dio la bofetada. Miró con deseo la litera vacía que había al fondo de la habitación. Eso era todo lo que él quería. Reposar la cabeza, taparse los ojos con una almohada y que el sueño hiciera que se olvidara de todo.

—De Paula y de tí —dijo Gabriel.

Tenía que dejar las cosas claras.

—No hay nada entre Paula y yo. Ella está aquí para hacer un trabajo y yo hago todo lo que puedo para sobrevivir a él.

—Bueno, nosotros no lo vemos así del todo.

—¿De verdad? —preguntó Pedro con un tono gélido.

Javier no se amilanó.

—Nosotros creemos que te has encerrado en el rancho como un ermitaño y que Dios te ha mandado una mujer. Ya sabes, como tú no has ido a buscarla...

Las ganas de echarse a reír de Pedro se desvanecieron cuando vió la solemnidad de las tres caras. Alberto asentía con la cabeza como si tuviera línea directa con Dios.

—No sabía que unos viejos depravados como vosotros se hubieran vuelto unos beatos —dijo Pedro.

—Eso solo demuestra que no conoces a estos viejos depravados tan bien como te imaginas —dijo Javier poniendo un énfasis especial en la palabra «depravado», para demostrarle que sabía lo que quería decir y que le ofendía que la hubiera empleado con ellos.

—Miren, solo quiero tumbarme y pasar la noche sin que me echen sermones...

—No —dijo Javier.

—¿Cómo has dicho?

—Me has oído.

—¿No puedo tumbarme? ¿O tengo que escuchar antes el sermón?

Pensó que era absurdo estar negociando. Si bien era un asunto que no solía salir a relucir, la verdad era que él seguía siendo el jefe.

—¿Se olvidan de que este sitio es mío?

—Bueno, entonces despídeme —dijo Javier.

—Y a nosotros —corearon Gabriel y Alberto.

Se levantaron y deambularon con los hombros caídos y los pulgares en las hebillas de los cinturones, desafiantes. Parecían grandes y amenazadores, como unos forajidos de una mala película.

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