viernes, 26 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 42

—¿Por qué tengo tanta suerte?

—En el terreno de la suerte no has visto nada todavía —contestó ella disfrutando de su recién estrenada osadía.

Él no parecía tan complacido de esa osadía como ella. Se caló el sombrero hasta las cejas y bajó las escaleras de dos en dos por delante de ella. Paula comprobó que tenía cosas más importantes de las que preocuparse; como los dos agujeros del pantalón. Soltó a Apolo y siguió a Pedro fuera del granero.  Una vieja camioneta salía del granero con Javier en el asiento del conductor. Pareció como si Pedro fuera a decir algo sobre ello, ya que, evidentemente, creía que estaría mucho más a salvo si Javier estaba en el asiento central, pero, al final, se limitó a observarla mientras metía a Apolo en la parte abierta de la camioneta y a sujetar la puerta mientras ella se sentaba en el asiento central.

—Entonces, ¿qué pasa? —preguntó él cuando se hubo colocado con precaución junto a ella.

Los hombres eran grandes y la cabina pequeña, por lo que resultaba milagroso que él consiguiera no rozar ninguna parte del cuerpo de Paula. Ella se movió ligeramente. Tocó el brazo de él con el hombro y le rozó el muslo con la rodilla. La puerta le impedía apartarse más. Los dos hombres se encontraban muy cómodos con la conversación y ella solo entendía una palabra de cada dos.

—¿Qué es un añojo? —acabó interrumpiendo—. ¿Y un novillo?

Pedro había intentado aparentar que no notaba su presencia, a pesar de que tenía su rodilla clavada en el muslo. Miró por la ventanilla mientras Javier la aleccionaba sobre los terneros con problemas de nacimiento y las vacas primerizas.

—El toro que la echamos era un buen ejemplar —dijo Javier con rotundidad—. Seguramente, el ternero sea muy grande para ella. Va desgarrarle el...

—Javier, no sigas —Pedro lo dijo sin levantar el tono y sin dejar de mirar por la ventanilla.

—¿Mmm?

—Quiere que no ofendas mi sensibilidad femenina —le susurró Paula.

—Ah, ya entiendo, jefe —intentó cambiar de tema—. Até una cuerda en la espalda por si había que sacarlo de allí.

—¿Sacarlo de allí? ¿Qué quieres decir? —preguntó débilmente ella.

No estaba segura de si había hecho bien en empeñarse en ir con ellos. Había visto muchas cosas durante su profesión de fotógrafa y no todas habían sido agradables, pero no soportaba la sangre y las entrañas.

—Quiere decir que a lo mejor tenemos que ayudarle a llegar al mundo — dijo rápidamente Pedro antes de que Javier tuviera la oportunidad de ser más explícito.

La camioneta se paró ante una cerca y Pedro se bajó para abrirla. Era una cerca como la otra y exigía cierta fuerza para manejarla. Ella tuvo la sensación de que se derretía al ver los músculos de los brazos en actividad. Miró por la ventanilla mientras él volvía a la camioneta y observó la zancada decidida con otros ojos, con cierta sensación posesiva que le produjo un escalofrío por todo el cuerpo.

—Allá está —dijo Javier al cabo de un rato.

Frenó y apagó el motor. Los dos hombres se bajaron inmediatamente. Harriet los siguió mientras preparaba la cámara. A ella no le pareció que la vaca fuese pequeña. Le pareció enorme con la espalda curvada y los cuarto traseros rebosantes; con los ojos desorbitados, impotente y sufriendo mucho. Pedro se quitó la camiseta de un tirón a pesar de la humedad.

—Veo las pezuñas —dijo antes de añadir una ristra de improperios espeluznantes.

—¿Qué le pasa? —dijo ella mientras se acercaba tanto como se atrevía.

—¿Ves esas dos cositas negras? Son las pezuñas. Deberían apuntar hacia el cielo y no lo hacen —le explicó Javier.

Pedro se tumbó sin pensárselo un instante y metió el brazo en la vaca hasta casi el hombro.

—Maldita sea, no encuentro la cola.

Javier suspiró.

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