viernes, 19 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 30

Curvó los labios, pero seguía con el ceño fruncido y con mirada de impaciencia. El Pedro colaborador era mucho peor que el no colaborador.

—Abre este paquete —le dijo ella mientras se lo daba—. Imagínate que es la llave inglesa.

Ella encuadró. Era precioso. El fuego al fondo; el perro y el chocolate en primer plano; la bata que se abría por encima del cinturón y dejaba ver el vello del pecho desnudo; el cabello sobre la frente y él inclinado sobre el paquete. Pero la expresión de la cara era rígida y amarga. El fuego ardía con fuerza y empezaba a hacer un calor insoportable en la pequeña habitación. Daba igual lo que ella hiciera, no conseguía que él sonriera convincentemente. Cuanto más calor hacía, más sombría se tornaba la expresión de Pedro.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó ella—. Es Navidad. Pon cara de felicidad.

—Claro. Nunca he estado más feliz en mi vida. Estamos a treinta y siete grados y cada vez hace más calor. El perro no digiere muy bien los pepinillos y el queso. Que lo sepas. No hay llave inglesa. Me siento ridículo con la bata. ¿Cómo puedo parecer feliz?

—¡Puedes fingirlo!

Aunque ella sabía que no podía. Era sencillo; un hombre sin fingimientos. Cuanto más fingía felicidad, más se alejaba de lo que ella buscaba.

—Necesito un descanso.

Había estado quince minutos y había desenvuelto el paquete tres veces. Se quitó la bata. El pecho y los brazos le brillaban con una leve capa de sudor. Llevaba unos calzoncillos largos de cuadros y era el hombre más excitante del mundo. Ella lo observó a través del objetivo mientras él alargaba el brazo para tomar la taza de chocolate. La tensión de los músculos la tenían hipnotizada.

—Pedro no...

Demasiado tarde. El dió un trago. Se puso bizco y la miró con odio, luego escupió la crema de afeitar y se limpió los labios con la mano.

—Quieres envenenarme.

Tiró al suelo el tazón. Apolo se levantó y lamió los restos de crema de afeitar, luego se relamió y eructó lleno de satisfacción.  Pedro se sentó y pareció quedarse paralizado un momento. Luego se volvió muy lentamente y la miró. Le quedaba un poco de crema de afeitar sobre el labio superior que parecía crema batida. El papel del envoltorio estaba a sus pies. El fuego crepitaba alegremente y Apolo olisqueaba el tazón. De repente, sucedió lo más increíble. Pedro sonrió. Click. En una fracción de segundo, había sacado la foto de Navidad. Era una fotografía maravillosa: el fuego, los calcetines colgando, un hombre impresionante que reía al ver al perro que se había tomado su chocolate caliente. Nadie, menos Pedro, el perro y ella, sabría la verdadera historia. Pero ella pagaría un precio tremendo por haber conocido esa risa natural. Notaba que el corazón quería salir del pecho para ir donde él. Podía oír a la vocecilla que le decía que ya sabía que él era así en realidad. Se preguntó cómo podría sobrevivir.

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