miércoles, 10 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 10

—No me tiente —dijo él con amargura.

¿Debía decirle quién era? Si lo hacía, él se temería lo peor desde el primer instante. ¿Cómo iba a tener una segunda oportunidad si él estaba predispuesto contra ella? El perro salió del coche en cuanto ella abrió la puerta, fue hacia Pedro, le puso las dos enormes patas en el pecho y le lamió la cara. Ella se preguntó si Apolo no sería hembra. Él era irresistible. Pero Paula tenía intención de resistirse. Esa vez, todo sucedería conforme a su plan. Ella era una fotógrafa profesional. Había estado en guerras y había recorrido todo el mundo. Sabía mantener la calma en las situaciones más difíciles. ¿Incluso cuando la situación difícil era ella misma? Había trabajado con algunos de los hombres más atractivos del mundo y había cometido el error de casarse con uno de ellos. Debería estar vacunada contra sus encantos. ¡Lo estaba! Sin embargo, gran parte del encanto de Pedro estaba en que él no era consciente de tenerlo. Era más que guapo. Dieciocho mil mujeres lo habían constatado y lo habían votado como el hombre perfecto para un calendario. Era alto, por lo menos cinco centímetros más que ella. Tenía unos hombros enormes que reflejaban la fuerza que le había permitido mantenerse de pie sin inmutarse cuando el gigantesco perro se había abalanzado sobre él. Además, los hombros no eran enormes porque fuera al gimnasio dos días a la semana. Lo eran de manejar balas de paja, de domar potros y de luchar con el ganado.

—Baja —le ordenó al perro.

Se quitó las patas de encima y le empujó la cabeza. Con el otro brazo se limpió la cara. Ese simple movimiento hizo que Paula se fijara en que la manga corta de la camiseta se ceñía sobre el bíceps y lo resaltaba. Tenía los brazos morenos incluso a esas alturas de año y las muñecas eran grandes y cuadradas. La camiseta, con las huellas de Apolo en ella, permitía entrever unos poderosos músculos pectorales y un vientre completamente liso. La camiseta entraba en unos vaqueros desteñidos con un cinturón de cuero marrón y usado. La hebilla estaba desgastada, pero era de plata. Observó que representaba a un caballo con el lomo arqueado que quería tirar a un jinete. Unas letras negras lo proclamaban campeón del rodeo de Wind River. De repente, ella se dió cuenta de que al mirar la hebilla, había estado demasiado tiempo con los ojos puestos en una zona peligrosa. Levantó la mirada inmediatamente. Él tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la miraba con sorna.

—¿Monta caballos salvajes? —preguntó ella para demostrarle que había leído lo que decía la hebilla.

—No —contestó secamente él.

—Es una pena —dijo ella con lo que esperaba que fuera una sonrisa profesional e indiferente—. Habría podido hacer unas fotos sensacionales.

Él entrecerró los ojos.

—Quiero que entienda una cosa. No vamos a organizar mi vida en función de sus fotos. Va a seguirme un rato, va a sacar unas fotos y va a volverse a casa.

Ella seguía pensando en el cinturón y en que él tuvo que hacerse hombre sin haber llegado a ser niño. Hechos, se recordó a sí misma, que, en teoría, no tenía por qué saber, pero que le ayudarían a captar la esencia de él en una película, una esencia que no parecía muy dispuesto a revelar mientras permanecía de pie mirándola con furia. Sin embargo, esa esencia era la que le hacía tan estremecedoramente seductor. Volvió a recordarse que era una fotógrafa, no una cría impresionable. Él quería intimidarla y ella no podía permitirse ese lujo. Tenía derecho a mirarlo a la cara. A estudiarla. A conocerla.

1 comentario: