lunes, 1 de junio de 2020

El Soldado: Capítulo 52

–Muy bien –dijo Valeria.

–Estoy particularmente interesado en el nacimiento de un hijo, un niño de siete u ocho años.

–Estoy en ello.

–No se trata de mí, Valeria.

–No tiene que decírmelo, señor Alfonso. Ya sabía que no se trataba de usted.

–¿Cómo lo sabías?

–Porque le conozco y sé que usted no es un hombre que huya de sus responsabilidades.

–Podría haber sido un accidente –dijo él, jugando a abogado del diablo.

–Tampoco es la clase de hombre que tiene ese tipo de accidentes.

–Gracias, Valeria.

Pero mientras colgaba el teléfono, Pedro pensó que, si Gonzalo, el hombre más decente que había conocido, podía tener ese tipo de accidente, entonces podría pasarle a cualquiera. Muchas cosas en la vida eran una cuestión de suerte o falta de ella. Volvió al baño y sacó dos nuevos cepillos, que colocó donde habían estado los otros. Era un engaño y confirmaba que él no era la clase de hombre que Valeria creía que era. Ni el hombre que Paula quería creer que era. Cuando entró en su habitación se sintió incómodo, raro. A pesar de que su dormitorio estaba diseñado para un rey, nunca había tenido tan claro que era un soldado. Se podía contar con él cuando había algo que hacer. Se podía contar con él cuando nadie más quería hacerlo. Pero había dejado de ser un soldado cuando abrazó a Paula esa noche, cuando le habló de sus pesadillas, cuando compartió con ella su sentimiento de culpa. Entonces había perdido su coraza, había olvidado su necesidad de ser el más fuerte. Y se maldijo a sí mismo por el anhelo que encogía su pecho. Estaba seguro de que no podría conciliar el sueño sabiendo que ella dormía a unos metros de él, sabiendo que le había confesado sus debilidades, sabiendo que había un niño con el que no sabían qué hacer.

Pero, por la mañana, Pedro despertó asombrosamente relajado y contento. No había tenido la pesadilla. Paula estaba en la cocina y tuvo que hacer un esfuerzo para disimular lo que sentía al verla, despeinada, sin maquillaje. Había dormido con una de sus camisas, que debía de haber encontrado en el armario, y le pareció guapísima inclinada frente a la nevera, como si estuviera en su casa, haciendo que ese peso en su pecho fuese imposible de ignorar. Un hombre más inteligente estaría ya de camino a Australia, pero la entrada de Tomás en la cocina le recordó lo que había sucedido la noche anterior. Estaba metido en ello y seguiría hasta el final. De modo que los llevó a desayunar a un sitio que, por lo visto, gustaba mucho a los niños, aunque Tomás no tuvo tiempo para sonreír mientras devoraba comida suficiente para un regimiento. Y luego fueron al hospital. Sabrina, para alivio de todos, estaba consciente, aunque pálida y cansada. Quería irse del hospital, pero el médico se negaba a darle el alta. El rostro de Tomás se iluminó al ver a su madre y cuando salieron del hospital insistió en ir a ver a los ponis. Diego estaba en la finca y parecía tener un sexto sentido con los niños porque dijo:

–¿Sabes una cosa, Tomás? Tengo unos pastos en mi casa donde la hierba crece sin parar. ¿Por qué no llevamos allí a los ponis durante unos días? Estarías haciéndome un favor.

Lo había dicho para que Tomás no sintiera que le estaba ofreciendo caridad y para que no pensara que había abandonado una responsabilidad que se tomaba muy en serio.

–Bueno –respondió él, con toda la dignidad de un crío de siete años que no sabía cómo serlo.

Mientras observaban a Diego metiendo a los ponis en el tráiler, el niño miraba alrededor con expresión preocupada, pero intentó disimular cuando Paula se acercó.

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