lunes, 28 de junio de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 55

Hasta el momento, todo iba bien. Hacía mucho que no la veía tan contenta, tan satisfecha y tan centrada. Sí, mucho tiempo. Ese domingo era su primer día entero libre en dieciocho meses. No se había dado cuenta hasta el día anterior, cuando Sebastián le despidió y le dijo que se tomara el resto del fin de semana libre, para variar. ¿Era eso por lo que al salir a la terraza del ático del Alfonso Richmond al levantarse solo se le había ocurrido una persona con quien quería pasar ese día? La tarde anterior había hablado con Paula con una franqueza que le había sorprendido tanto como a ella. Casi nunca hablaba de su pasado con personas que acababa de conocer. Pero con Paula era distinto, quería que ella supiera cómo había sido su adolescencia, cómo había sido él años atrás. La opinión de Paula era importante para él. Era la mejor amiga de Sofía y, por medio de esta, ya que iba a casarse con Sebastián, se iba a enterar de las cosas que a ambos hermanos les había pasado en la vida. Sí, no era una mala justificación, pero sabía que no era ese el motivo de haberse abierto tanto con ella. Su mente evocó la imagen del rostro de Paula. ¿Qué tenía de malo que su vulnerabilidad, su belleza y su valor le hubieran llegado al alma?


Pedro, casi sin darse cuenta, había llegado al café y pastelería de Paula. De la puerta colgaba un letrero que decía: Cerrado. ¿Ella cerraba el negocio los domingos? Lo sorprendió. Sobre todo, teniendo en cuenta que la calle estaba llena de gente desesperada por un café y un pastel.  Además, ¿no había dicho que tenía que preparar una tarta para una ocasión especial? Con una mano de visera, escrutó el interior del café y vió que había luz en la zona de cocina, así que alguien había. Llamó al timbre. Ninguna respuesta. No la había llamado  de antemano ni se habían citado de fijo. Se sacó el móvil del bolsillo, la buscó en su larga lista de contactos y presionó la tecla. Unos segundos después, una voz quebrada y adormilada le respondió:


–Sí, hola.


–Buenos días, Paula, espero no haberte despertado. Estoy aquí, delante de la puerta del café. ¿Me vas a abrir?


–¿Pedro? Ah, sí, claro –oyó inhalar sonoramente–. ¡Oh, no, no puedo creerlo! ¡Qué estupidez!


Después, oyó el ruido del teléfono al caer y golpearse contra algo sólido. ¿Qué estupidez? ¿Se refería a que él hubiera ido allí? Pedro se guardó el teléfono. Había sido una mala idea. Había llegado el momento de darse la vuelta y regresar a la civilización. Frustrado, estaba a punto de marcharse cuando oyó el ruido de una llave introduciéndose en la cerradura. Al cabo de unos instantes, la vió asomando la cabeza por la ranura. Bueno, creía que era Paula. Esos deslumbrantes ojos verdes estaban entrecerrados y parecían casi grises. Llevaba el pelo recogido con una cinta, estaba muy pálida y sus mejillas enrojecidas hacían juego con los lunares rojos del pijama que llevaba debajo del delantal.


–¿Pedro?


–Sí, aquí estoy. Aunque no sé por qué sigo aquí después de decir que haber venido es una estupidez.


Paula parpadeó, cerró los ojos, volvió a abrirlos, hizo una mueca y volvió a cerrarlos.

El Sabor Del Amor: Capítulo 54

Pedro la reafirmó en su abrazo, profundizando el beso hasta quitarle el sentido, hasta hacerla desear que nunca, nunca parase.


–Lo único que tienes que hacer es decir que sí –le susurró él junto a la boca.


Paula consiguió asentir y Pedro le recompensó con el beso más dulce, más tierno y más susurrante que le habían dado en la vida.


–Irresistible. Pero se está haciendo tarde para dos personas como nosotros que mañana tienen que madrugar.


Pedro la soltó y dió un paso hacia atrás. Poco a poco, ella recuperó el ritmo normal de la respiración.


–Como la galería cierra los domingos, mi madre va a pasar el día con sus amigas. ¿Qué te parece si me paso por tu pastelería por la mañana? Te prometo que nos vamos a divertir.


Paula asintió y él le besó la nariz.


–Por favor, trata de no besar a nadie más entre esta noche y mañana.





¿Qué hacía ahí toda esa gente a las once de la mañana de un domingo? Pedro se abrió paso entre las mujeres con cochecitos de niño que ocupaban las mesas de una conocida cadena de cafés en la calle manteniendo baja la cabeza por si alguien lo reconocía. La calle estaba llena de parejas del brazo, hombres corriendo, ciclistas enfundados en lycra, personas mayores con periódicos en la mano… Una calle típicamente londinense. Una queda carcajada escapó de su garganta y sonrió a una anciana que miraba el escaparate de una librería. La mujer le había reconocido por la foto del póster que anunciaba su último libro de cocina. Después, la mujer sacudió la cabeza y encogió los hombros. No, debió parecerle ridículo, no podía ser. No le extrañó que la mujer pensara que no había motivo alguno por el que Pedro Alfonso estuviera caminando por una calle de Londres un domingo por la mañana.


Pedro tenía por costumbre tomarse libre los domingos por la mañana, un descanso bien merecido después del ajetreo del restaurante los sábados por la noche. Mucho tiempo atrás, solía volver a su casa a altas horas de la madrugada con alguna mujer despampanante y el nombre de ella escrito en el reverso de la mano con carmín de labios. Cuando lograba salir de su estupor, ella ya había desaparecido y también su nombre. A los de la prensa del corazón les costaría creer que, durante los últimos años, parte de la mañana de los domingos estaba demasiado cansado para hacer otra cosa que no fuera leer el periódico en la terraza de su ático con vistas al mar. El resto de la mañana lo pasaba entre papeleos, llamadas telefónicas y mensajes electrónicos; después, se iba a la playa a almorzar con su madre. Esa era su rutina y le gustaba. Unas horas de descanso antes de empezar la semana siguiente. ¿Una semana en un solo sitio? Imposible. La última vez que eso le había ocurrido se había debido a que se había desatado un contagio por un virus en el hotel Alfonso de Chicago y había tenido que ir allí a solucionar el problema. Por lo tanto, pasar una semana entera en Londres era algo realmente fuera de lo normal. Tenía reuniones con su padre y con Sebastián para hablar de los proyectos de expansión del negocio, pero esa no era la verdadera razón. En el momento que invitaron a su madre a estar presente en la inauguración de la exposición, él se había dejado tres días libres para estar con ella. Aquella era quizá la exposición más importante de su madre y era imprescindible que él la ayudara.

El Sabor Del Amor: Capítulo 53

 –¿Cómo es posible que digas que no me conoces? Me has visto con mi madre y con Sebastián. Sabes que lo que más me importa en la vida es mi familia. Lo de la fama no es más que una forma de ganarme la vida. Mírame. Mírame de verdad, abriendo bien los ojos.


–Eso que has dicho antes de que solo te interesan las relaciones a corto plazo… –dijo Paula con voz temblorosa–. ¿Hablabas en serio?


–Sí, completamente en serio. No quiero relaciones serias. Nada de corazones destrozados. Solo dos adultos que saben lo que se hacen desde el principio.


–¿Le dijiste eso a Rosario también? Porque lo pasó muy mal.


Pedro exhaló aire lentamente.


–Rosario creía que podía cambiarme, que con ella todo sería diferente, pero no fue así y no le gustó. No soy cruel, Paula, y sentí mucho que lo pasara mal. De todos modos, al final todo salió bien y ahora es muy feliz –Pedro le acarició el brazo y a ella se le erizó la piel–. Y podría funcionar contigo también.


Paula respiró hondo.


–Lo siento, pero todo esto es demasiado para mí.


Pedro sacudió la cabeza lentamente.


–Te estoy haciendo una oferta, Paula. Tú estás cansada de ser mediocre; pero, para mí, eres extraordinaria. Los dos estamos solteros, somos libres y me encantaría desnudarte y ver qué pasa después. Ya está, así de claro. ¿Qué te parece?


Pedro ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa que podía derretir el hielo.


–Vamos, Paula, lánzate. Sé que quieres hacerlo.


–Eh, espera un momento. Una cosa es tener una idea y otra muy distinta es llevarla a cabo. No es lo mismo.


–En ese caso, te lo voy a poner fácil. Es sábado por la noche y voy a quedarme en Londres tres días más. Tres días. Tres lecciones interactivas. Si quieres, podríamos empezar mañana por la mañana.


–¡Mañana! ¿Voy a tener que hacer un examen al final?


–Cielo, ya has aprobado el examen. Estamos hablando de un curso para postgraduados y estoy que me muero de ganas por empezar. Pero si estás nerviosa, podríamos empezar con una breve lección de iniciación, gratis. ¿Cómo vas a negarte ese capricho? Mañana por la mañana en tu pastelería. ¿Qué te parece?


Paula alzó las manos al aire.


–¡Una locura! Eso es justo lo que me parece. Además…


No acabó la frase porque Pedro la atrajo hacia sí, la estrechó contra su cuerpo y la besó. Paula abrió la boca para recibir el húmedo e irresistible beso, incapaz de hacer otra cosa.


La áspera barbilla de él le raspó la mejilla y la garganta.


–Eres irresistible, señorita Chaves. Lo sabes, ¿Verdad?


Paula sonrió traviesamente y respondió:


–Pedro, tu proposición es la cosa más loca que he oído en mi vida. Y pensándolo bien, aunque te lo agradezco, la respuesta es…


Antes de poder terminar la frase, Pedro volvió a besarla, silenciándola. La besó con exigencia, con pasión, deliciosamente. La lengua de él rozó la suya, despertando en ella un deseo visceral que no sentía desde hacía mucho, mucho tiempo. Un deseo ardoroso, real, innegable.

El Sabor Del Amor: Capítulo 52

Era demasiado maravilloso. Notó un movimiento en su cintura. Pedro había empezado a desabrocharle los botones de la espalda del vestido. Le deseaba. Quería que… quería que… ¡Se detuviera! Deseó gritar y, con un movimiento brusco, apartó el rostro del de Pedro. Vió pasión en los ojos de él, deseo. Durante un instante, se dió cuenta de que estaba arqueando la espalda hacia atrás.


–Lo siento. Creía que estaba preparada para esto, pero no lo estoy –confesó Paula.


Pedro frunció el ceño momentáneamente; después, soltó el aire que había contenido en los pulmones. A continuación, le abrochó los botones que le había desabrochado. Aún le rodeaba la cintura con un brazo, pero le acarició la mejilla con la otra mano. Ella apoyó la cabeza en su pecho y oyó los latidos del corazón de él. El olor del sudor de Pedro y el de la loción para después del afeitado impregnaban el aire que respiraba. Paula cerró los labios y también los ojos para confesarle el verdadero motivo por el que se había echado atrás:


–Estoy cansada de ser mediocre y, sobre todo, cansada de tener tanto miedo.


–¿Miedo? –repitió Rob con preocupación en la voz–. ¿De qué tienes miedo? ¿De mí?


–De esto. Del sexo. De perder mis inhibiciones y disfrutar como cualquier ser humano –respondió Paula apretando los párpados con fuerza–. No soy puritana ni frígida, eso no es el problema. Lo que pasa es que no consigo relajarme, lo que es una ridiculez. Soy una mujer adulta, soltera y sin compromisos, pero en mi vida es más frecuente comer chocolate que tener orgasmos. Lo que es ridículo tratándose de una mujer de veintisiete años.


Al instante, Paula se tapó la boca con una mano.


–Y no tengo ni idea de por qué he dicho eso.


–No hay nada ridículo en tí, Paula. Eres una mujer muy hermosa y mereces que te adoren. Y, si lo que te gusta es comer chocolate, come todo el que quieras.


–Gracias. De todos modos, que me adoren no es una de mis prioridades en estos momentos.


Paula le puso una mano a Pedro en el pecho y añadió:


–Soy como el helado de vainilla, agradable al paladar. Puede ser excelente; pero, en general, es una apuesta segura y bastante mediocre.


Pedro se echó a reír. Después, la abrazó y le murmuró con los labios casi pegados a la frente de ella:


–A mí me encanta un buen helado de vainilla. No tiene nada de malo.


–Solo lo dices para hacer que me sienta mejor.


–Deja que te haga una pregunta, Paula. ¿Cuántas veces pruebas la receta de una tarta o pastel antes de servirla a tus clientes?


Paula rió.


–Demasiadas. Suelo hacer seis o siete intentos antes de darme por satisfecha.


–Exacto. Lo mismo me pasa a mí. La única manera de superar la mediocridad es ponerse a prueba en un lugar seguro en el que solo uno pueda ver los resultados.


–Sí, supongo que tienes razón, pero… ¿Adónde quieres ir a para con eso?


–Te lo voy a decir. Al parecer, la encantadora señorita Chaves necesita conectar con su sexualidad en un lugar seguro y en el que se sienta cómoda, con un amante del que pueda fiarse.


–Ah, ya entiendo. Y tú eres el candidato perfecto, ¿No?


–Si necesitas referencias…


–No pongo en duda tu habilidad, lo que sí es cuestionable es que seas de fiar.


–¿No te fías de mí?


–¡No te conozco! Conozco al Pedro Alfonso cocinero y al Pedro Alfonso estrella de televisión. Esta tarde he tenido la oportunidad de enterarme de algunas cosas del Pedro adolescente. Pero… ¿Conocerte?


Pedro abrió los brazos.

El Sabor Del Amor: Capítulo 51

Sabía que lo que estaba haciendo era una locura, pero… Los labios de Pedro le acariciaron la mandíbula, le besaron la garganta, la hicieron gemir.


–Atrévete, Paula –le susurró Pedro junto a la mejilla antes de besarle el hombro–. Quiero estar contigo, quiero conocerte. ¿Me lo vas a permitir? ¿Vas a confiar en mí?


Al abrir los ojos, Paula vió los de él cerrados, muy cerca. Alzó la mano ligeramente para acariciarle el cabello.


–No lo sé. Tendrías que quedarte en Londres el tiempo suficiente para averiguarlo. ¿Harías eso?


Pedro la miró.


–Estaré aquí el tiempo suficiente. ¿Me vas a dar una oportunidad?


Paula sintió un nudo en el estómago mientras Pedro, con la mirada, le suplicaba que lo aceptara. Los ojos de él tenían algo que le penetraba la piel y el corazón, disipando su resistencia. No pudo evitar sonreír; de repente, ebria del aroma de él, de sus caricias, de la fuerza de su presencia. Con la yema de los dedos acarició el labio inferior de ese hombre y le vió abrir la boca un poco más. Contempló los ojos intensamente azules de Pedro y supo que quería volver a besarla. Se quedó contemplando esa boca mientras él le acariciaba las mejillas. Estaba asustada y encantada. Quería que Pedro volviera a besarla. No iba a ser capaz de negarse a ese hombre, imposible. Entreabrió los labios y sintió la boca de él en la suya. Cerró los ojos y se dejó llevar, sumergiéndose en un profundo, profundo beso. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Intentó volver la cabeza cuando una lágrima le resbaló por la mejilla, pero fue demasiado tarde. Pedro se la secó con el dedo pulgar, acariciándola con una ternura que la dejó sin respiración. 


¿Cómo había podido dudar que ese hombre era capaz de ternura y amor? Sí, amor. Paseó la mirada por los pómulos del rostro de él, la nariz rota y la boca. Y sintió como si le conociera de toda la vida. Con las yemas de los dedos le acarició las comisuras de los labios y también los ojos, que ahora sabía que no solo reían. La vida no había sido fácil para ese hombre, el amor por su madre le había hecho correr riesgos. Su ambición no se debía a que fuera egocéntrico. Se había sacrificado por las personas queridas y seguiría haciéndolo. Pedro le acarició el pelo y le apartó unas hebras del rostro antes de besarle las cejas. El corazón le palpitaba con fuerza, cerró los ojos y sintió la humedad de los labios de él en un párpado; después, en el otro. Entonces, él le puso una mano en la cintura y la atrajo hacia sí. Sentirse deseada era una sensación deliciosa que le hizo perder el poco control que le quedaba. Se entregó al momento, a Pedro. Le necesitaba tanto como él a ella. ¿Cómo había ocurrido? ¿Y por qué se sentía tan bien entre los brazos de él? Quería que la besara en la boca una y otra vez, y se movió para acariciarle la barbilla y la mejilla. Abrió los labios al sentir la lengua de Pedro en la garganta. Él le besó la barbilla y el labio inferior, y ella se perdió en el ardor del momento. Sintió la caricia de Pedro en el brazo, en la cintura, provocando oleadas de deseo que le sacudieron el cuerpo.

viernes, 25 de junio de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 50

Lentamente pero con firmeza, Pedro la hizo volverse de cara a él, reposando las manos en las caderas de ella.


–Paula, eres una mujer hermosa. Cometió una estupidez al dejarte.


Paula sonrió y posó las manos en el pecho de él antes de responder con voz ronca:


–Él no me dejó. Los dos sabíamos que nuestra relación estaba destinada al fracaso. Él quería llegar a lo más alto en el mundo de la banca y no comprendía que yo quisiera dejarlo. Así que no le juzgues, no es justo.


–Me pregunto…


Pedro se interrumpió.


–¿Qué? –le animó Paula al ver que no contestaba.


–Me preguntó si estarías dispuesta a darle a otro hombre la oportunidad de demostrarte lo maravillosa que eres. ¿Te parece una insensatez?


Paula respiró hondo al tiempo que lo miraba con fijeza, buscando algo en el semblante de él. Y lo encontró.


–No, no me parece ninguna insensatez –respondió ella sonriendo.


–Excelente. En ese caso, ¿Qué te parece empezar ahora? Hoy. Conmigo.


Paula se quedó atónita. ¿Él? ¿Pedro quería salir con ella? Le estaba presentando la más deliciosa tentación y lo único que ella tenía que hacer era decir que sí para descubrir si sus caricias serían tan excitantes como creía que serían. Una noche, o un fin de semana con un poco de suerte, podría sentir otra vez lo que era ser objeto del deseo de un hombre. Hasta que él se marchara. Y entonces volvería estar como estaba. Sola. Le examinó el rostro. Estaba serio. Tan serio como una fruta prohibida.


–No te das por vencido, ¿Verdad? –dijo Paula con una temblorosa sonrisa.


–¿Te parece que no te merezco? –respondió Pedro–. ¿O es que te asusta tener una aventura amorosa y que pueda gustarte? Sí, eso sería un problema.


–Pedro, por favor. Vives y trabajas en California y me has dicho que vas a tardar un tiempo en volver a Londres. Yo tengo mi negocio aquí y vivo aquí. Así que muchas gracias, pero sabes que no funcionaría. Además, no tengo interés en tener una relación duradera.


–Estupendo, porque no es eso lo que he sugerido, sino todo lo contrario. Mis reglas son muy simples: Relaciones de corta duración entre dos adultos que saben lo que se hacen, ningún tipo de ataduras y nada de expectativas respecto al futuro.


Paula lo miró fijamente a los ojos. Un error porque le resultó imposible resistirse cuando Pedro se le acercó, le puso las manos en la cabeza y bajó el rostro. La boca de él se apoderó de su labio superior y ella no pudo evitar cerrar los ojos y entregarse a las sensaciones provocadas por ese beso prolongado y lento. Ella le puso las manos en la nuca, Pedro se acercó aún más. Le devolvió el beso con ardor, profundizando.

El Sabor Del Amor: Capítulo 49

Pedro quería retener a Paula ahí el mayor tiempo posible, alargar los preciosos momentos en su compañía.


–Dime, ¿Por qué es tan importante para ti esa tarta para tu clienta?


–¿Que por qué? Fácil de responder. Beatríz era el ama de llaves en la casa de mis padres y fue la mujer que me introdujo a la repostería. Soy pastelera por ella y fue la persona que hizo que mi infancia fuera soportable. Yo creo que eso se merece una tarta, ¿No? Y, por cierto, estos bizcochos son extraordinarios.


Paula se volvió de espaldas a él y abrió la caja con los bizcochos, pero los dedos le temblaron y el bizcocho que agarró se le cayó al suelo. Antes de que pudiera agarrarlo, Pedro le puso ambas manos en la cintura, sujetándola con firmeza. Él olió un intoxicante perfume, champú y… a Paula. Olía fabulosamente. Era fabulosa. Se atrevió a acercarse más a ella, por la espalda, hasta tenerla pegada a su cuerpo. Reafirmó la cintura de ella con los brazos y se vió recompensado con un suspiro. Le apartó el cabello del rostro y le besó la nuca.


–Sofía me dijo que habías dejado el trabajo en el banco para dedicarte a lo que te gustaba –dijo él en voz baja y suave–. Hay que tener valor para hacer eso. Y pasión. Si Beatríz te ayudó, entonces sí, esa mujer se merece el mejor pastel que puedas hacerle, aunque sea en domingo. Sin embargo, tengo la impresión de que no me lo has contado todo, ¿Me equivoco?


Pedro hizo una pausa y se apartó de ella lo suficiente para poder acariciarle el cabello de nuevo.


–¿Por qué dejaste esa vida, Paula? ¿Por qué dejaste un trabajo muy bien remunerado y te arriesgaste a montar una pastelería? Debías tener otras opciones.


Pedro sintió una súbita tensión en los hombros de Paula, pero esperó con paciencia a que ella interrumpiera el silencio.


–Sí, tenía otras opciones, quizá demasiadas. Mi padre quería que me fuera a Francia a trabajar en una empresa de informática que él acababa de montar para entretenerse cuando se jubilara. Nadie, absolutamente nadie, creía que yo sería capaz de hacer algo completamente distinto y montar mi propio negocio. Y eso me dolió bastante durante un tiempo.


Pedro tragó saliva, sorprendido por la calma con la que ella había hablado, y apoyó la barbilla en la cabeza de Paula.


–En ese caso, me atrevería a decir que no te conocían. Ellos se lo pierden.


Paula lanzó una carcajada.


–Sí, tienes razón, nadie me conocía bien. Ni mi jefe, ni mis amigos… Ni siquiera el novio que tenía entonces, que estaba convencido de que a los seis meses volvería al banco. Y se equivocaron. Me encanta lo que hago. Vendí unas acciones y las invertí en mi negocio, y con la ayuda de Sofía creo que montamos algo especial.


–¿Así que renunciaste a tu trabajo en el banco, a tu estilo de vida…  A todo lo que tenías?


–Lo cambié por otra cosa. Pasé algunos de los momentos más felices de mi adolescencia con Beatríz en la cocina probando recetas, sabores, texturas…


–¿Y no hay nada de lo que te arrepientas?


–Sí, de algunas cosas. Creía que mis amigos del colegio y de la universidad seguirían siendo mis amigos, pero no fue así; de repente, resultó que no teníamos nada en común. En su opinión, una pastelería era algo que una hacía después de jubilarse, no lo consideraban una profesión seria. Así que tuve que hacer nuevas amistades.


–Eh, espera un momento. ¿Tu novio no te apoyó durante ese tiempo de transición tan duro?

El Sabor Del Amor: Capítulo 48

Admiraba a Paula por hacerle cambiar de rutina y no exigirle representar su papel de famoso. De hecho, le gustaba más de lo que debía. Quizá se debiera en parte a haber vuelto al hotel Alfonso y luego a la escuela de artes culinarias, pero no estaba seguro de por qué se sentía tan a gusto con ella como para haberle contado su vida. Nunca hablaba de su vida íntima, ni con los periodistas ni con los desconocidos. Era demasiado arriesgado, podía acabar en manos de alguien trabajando en algún periódico o revista sin escrúpulos y Carla tendría que pagar para evitar que se publicara. ¿Por qué lo había hecho con Paula? ¿Podía fiarse de ella? Sofía era una chica muy especial y su hermano, Sebastián, la adoraba. Pero Paula era muy diferente. Era lista, ingeniosa y, por lo que había visto hasta el momento, se le daban muy bien los negocios. Con una vida dedicada a la hostelería, se preciaba de saber juzgar a la gente y el instinto le gritaba que era una mujer de fiar, sin amargura ni segundas intenciones. Y, sin embargo, notaba cierta tristeza bajo la encantadora apariencia de Paula.


Pedro sabía lo que era la tristeza, pero le sorprendía verla en el semblante de Paula cuando la observaba sin que ella se diera cuenta. Lo extraño era que eso la hacía más atractiva. El corazón le palpitaba con fuerza cuando se acercó al frigorífico por la leche. Respiró hondo para recuperar la compostura. Estaba perdiendo el control solo con mirarla. Hacía mucho tiempo que no deseaba tanto a una mujer. Ella seguía masticando, ensimismada, mientras él fingía cambiar de un lado a otro los escasos enseres que había en el enorme frigorífico. ¿Era algo así tener a alguien que te quisiera y con quien uno quisiera estar permanentemente? Apenas hacía unos días que conocía a esa mujer y la conexión que sentía con ella era… ¿Cómo era? ¿Se trataba solo de un capricho? No, por Paula sentía más que pura atracción física. En unos pocos días volvería a su vida normal al otro lado del Atlántico, se alquilaría ese apartamento y su estancia allí sería un recuerdo. Si eso era lo que Paula hacía con los bizcochos, ¿Qué haría en la cama? Desnuda, entregada al placer de las caricias de él. De repente, Pedro tuvo motivos para querer meter la cabeza en el congelador.


–Si te apetece, tengo vino blanco –dijo Pedro alzando la botella que el sumiller había hecho subir–. ¿O prefieres un oporto de veinte años?


–No, gracias. Mañana tengo que levantarme temprano y no quiero empezar el día con resaca. Además, estoy cansada.


Pedro, boquiabierto, cerró la puerta del frigorífico.


–¿Vas a trabajar en domingo?


–Naturalmente. Una de mis clientas habituales celebra mañana sus cincuenta años de casada y le he prometido una tarta. La tengo que tener lista para el mediodía.


Tras esa respuesta, Paula mojó el bizcocho en el café, se levantó del taburete y, con rapidez, le acercó el bizcocho a la boca. Él, sin pensar, bajó la cabeza y cerró los labios sobre los dedos de ella. El dulce y cálido sabor de las almendras estalló en su boca. Estaba delicioso. Fue uno de esos momentos en los que la comida, la compañía y el lugar se quedarían fijos en su mente durante el resto de su vida. Sabía que, cada vez que volviera a tomar bizcocho en el futuro, recordaría la imagen de Paula en ese momento. Ella tenía el rostro enrojecido, los labios encarnados y los ojos le brillaban mientras lo miraba fijamente. Se hizo un profundo silencio.

El Sabor Del Amor: Capítulo 47

¡Y justo cuando creía que Pedro no podía parecerle más guapo! Le dieron ganas de gritar. ¡No, no, no! Pero deseaba el contacto de su cuerpo con el de él con desesperación. Mala idea. Punto. Y como no sabía qué hacer ni qué decir, soltó lo primero que se le ocurrió para distraerse, para no pensar en él, para tratar de controlar su deseo.


–Me gusta tanto la repostería que no puedo ni imaginar lo que sería para mí vivir en hoteles todo el tiempo, por maravillosa que sea la vista.


Pedro lanzó una queda carcajada.


–Bueno, no es tan horrible. Hay cosas peores.


Durante un momento de locura, deseó desesperadamente arrojarse a los brazos de Pedro, sentir la fuerza de su cuerpo con el suyo y confesarle lo mucho que le gustaba. Pero no podía hacerlo… Porque él se iba a marchar y ella se quedaba, y eso sería un desastre. No. Tenía que controlarse y luchar contra la atracción que sentía por él. Sí, tenía que hacerlo. Pedro llevaba una vida acelerada de ciudad en ciudad y ella hacía tiempo que había dejado esa vida atrás. Lo mejor era distanciarse, tomarse el café y tragarse lo que sentía. Y marcharse de allí antes de cometer una estupidez… Como tirarse encima de él. Paula, en silencio, le vió servir el café.


–Huele de maravilla.


–Lo importamos especialmente para nuestros hoteles. Ah, si quieres algo dulce, hay amarettos en esa lata. El repostero del hotel dice que los ha hecho él. Así que, si no te importa, me gustaría que los probaras para dar tu opinión como experta.


Pedro se la quedó mirando mientras ella abría la lata, agarraba un fino bizcocho y lo olía.


–Huele de maravilla. ¿Te ha dicho Sofía que me encanta la comida italiana o ha sido un presentimiento?


–Ha sido una casualidad. Según parece, tenemos gustos parecidos en muchas cosas, señorita Chaves –susurró Pedro mientras ella saboreaba el trozo de bizcocho de almendra y melocotón y cerraba los ojos antes de lanzar un gemido de puro placer.


Fue lo más sensual que Pedro había visto en la vida. De repente, perplejo, trató en vano de controlar la respiración… y Otras partes de su anatomía que se habían despertado al darse cuenta de que aquella mujer estaba al alcance de su mano y se encontraban solos en el apartamento. Conocido por ser el cocinero que salía en televisión, a las mujeres con las que salía les gustaba aparecer del brazo con él delante de las cámaras porque así, en parte, también se sentían famosas. Él les daba lo que ellas querían y viceversa. Un intercambio sencillo, sin complicaciones. Blanco y negro, sin matices. Pero Paula era un arco iris. A ella le daba igual que fuera una estrella de la televisión y, desde el día de la galería, le había lanzado un desafío tras otro.

El Sabor Del Amor: Capítulo 46

Paula se alzó el cabello para que la suave brisa le refrescara el cuello; después, volvió a dejar que su cabellera cayera sobre los hombros.


–¿Siempre has vivido en Londres? –le preguntó Pedro al reunirse con ella en la barandilla metálica de la terraza.


Estaba tan cerca de ella que sus codos se rozaron.


–Pasé un tiempo en América estudiando dirección de empresas; aparte de eso, siempre en Londres. Me encanta esta ciudad.


–Entonces tenemos otra cosa en común.


Paula se apartó de la barandilla y giró de cara a él. Las luces del cuarto de estar creaban un mosaico de sombras en el rostro de Pedro, añadiendo dureza a los ángulos de su semblante. ¿Londres?


–Yo creía que no te gustaba esta ciudad y que tienes tu casa principal en California. Tu madre me ha dicho que ella vive en un estudio fabuloso en la playa y…


De repente, Paula comprendió la situación y guardó silencio, volviéndose de nuevo para fijar la vista en la ciudad. Empezaba a comprender a ese hombre. El gran cocinero se había ido a vivir a California para estar cerca de su madre por si ella lo necesitaba y, de paso, había conseguido trabajo en la televisión. Pero…


–Tu madre parece contenta allí.


–Sí, así es. A pesar de que la exposición está siendo un éxito, mi madre va a volver a California tan pronto como se cierre. Lo que significa que, para ambos, es vuelta al trabajo. Lo más seguro es que tarde meses en volver a Londres.


–¿Tienes casa propia aquí, en Londres?


–No exactamente. Me he reservado el ático del Alfonso Plaza y mi madre tiene una buhardilla llena de cosas suyas y mías. ¿Quieres el café descafeinado?


–Sí, gracias.


Pedro volvió a la zona de cocina, echó agua a la sofisticada cafetera y añadió un par de cucharadas grandes de café. Después, pulsó unos botones.


–Dime, Pedro, ¿Encuentras tiempo para cocinar? Debes echar de menos dirigir una cocina, ¿No?


Pedro plantó las manos en el mostrador.


–¿Te refieres a cocinar troceando verduras y preparando el caldo que luego vas a echarle a lo que estés haciendo? No, eso no –Pedro sonrió traviesamente–. Contrato a cocineros jóvenes y disfruto viéndoles mejorar y acabar preparando platos excelentes. Es mágico.


Paula había entrado en la sala de estar mientras él hablaba y las palabras de él la llegaron al fondo. Ese era el verdadero Pedro Alfonso, sin máscara, un Pedro en una cocina preparando café después de una fiesta. Sí, el auténtico Pedro estaba con ella. Estaban los dos solos. Y eso, súbitamente, la hizo sentirse casi mareada.


–En ese caso, comprendes lo que yo intento conseguir con una gala como la de esta noche, ¿Verdad? Es importante recaudar fondos que permitan a algunos jóvenes realizar sus sueños.


–Claro que lo comprendo –respondió Pedro–. Paula, el hada madrina que hace lo que puede para ayudar a los que lo necesitan sin falsas promesas. Sí, lo comprendo.


–¿El hada madrina? Apuesto a que eso se lo dices a todas.


Y en ese preciso momento, Pedro levantó los brazos para agarrar una bandeja de una estantería y se le salió la camisa de los pantalones, mostrando unos centímetros de un musculoso y liso vientre. ¿Por qué le gustaban tanto los tipos atléticos?

miércoles, 23 de junio de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 45

Paula echó el cuerpo hacia atrás para poder mirarlo y vió que Pedro sonreía con una calidez que la cegó. Sintió un intenso calor cuando él bajó el rostro y le acarició la cabeza con la barbilla.


–Siempre a tu servicio.


Paula se dió cuenta de que él esperaba algún tipo de respuesta o gesto por su parte, por lo que alzó la barbilla. Una equivocación. Porque en ese preciso momento, Pedro cambió de postura cuando ella contestaba:


–Gracias –y sintió el aliento de Pedro en la mejilla.


Paula se atrevió a acariciarle el pecho, palpándole los duros músculos. El calor se le agarró al vientre, derritiendo los restos de una fría resistencia. Una joven pareja pasó por su lado, luego un ciclista, pero ella era ajena a todo lo que no fuera la respiración de Pedro, los labios de él en su sien, la barba incipiente de la barbilla en su mejilla… Muy despacio, él la soltó y deslizó las manos por debajo de su propia chaqueta, que ella llevaba echada por los hombros, y le acarició la piel que el escote de la espalda del vestido dejaba al descubierto. La sensación fue inesperada y deliciosa, y respiró hondo. Pedro lo interpretó como gesto de consentimiento. Mientras le acariciaba la espalda, le rozó los labios con la boca en lo que resultó el beso más tierno que había recibido nunca y también el más breve, apenas unos segundos antes de que él apartara el rostro del de ella al tiempo que bajaba las manos. Paula se sintió desolada.



–¿Te apetece un café? Conozco el sitio perfecto.




–Esta vista es espectacular –murmuró Paula desde la terraza del lujoso piso londinense.


–Sí, es extraordinaria.


Paula volvió la cabeza y vió a Pedro, inclinado sobre el mostrador de la zona de cocina mirándola fijamente como si fuera lo más fascinante del mundo. Pero también era una mirada osada, burlona… Por primera vez desde que habían salido del hotel después de la fiesta, se sintió alarmada. ¿Qué estaba haciendo ahí? Se sentía como un pez en una pecera, sin escapatoria posible. Y se había metido ahí por voluntad propia, sin pasársele por la cabeza que quizá debiera protegerse. Y… ¿Por qué exactamente? ¿Había perdido el juicio? Parpadeó mientras intentaba calmarse. Pedro rompió el contacto visual con ella, se acercó a la zona de estar, se quitó la chaqueta y la dejó descuidadamente en el respaldo del sofá. Debajo del fino tejido de la camisa se dibujaban unos pectorales fuertes y musculosos, y la atracción que ella había sentido al lado del parque volvió a aflorar con violencia, haciendo que se le erizara la piel.

El Sabor Del Amor: Capítulo 44

 –Se me ha ocurrido una idea. Si no te gusta, te dejo que me digas que no me meta en lo que no me llaman. ¿De acuerdo? Bien, pues ahí va –Paula respiró hondo antes de continuar–. Tú quieres ayudar a tu madre y yo también quiero poner mi granito de arena. Tu madre es una pintora excepcional y a mí me encanta su obra. Si te parece bien, le ofreceré mi estudio para que pase ahí el tiempo que quiera cuando estéis los dos en Londres. Servicio de habitación y tanta tarta de limón como quiera incluidos.


Paula apretó los dientes y se encogió.


–¿Qué te parece?


Pedro se la quedó mirando durante unos segundos. Después, respondió en voz baja y con intensidad:


–¿Harías eso por ella? Es decir, ¿Por mi madre y por mí?


–Sí.


Pedro le apretó la mano y se puso en pie.


–Gracias, Paula. Y sí, creo que eso le gustaría mucho a mi madre. Aunque te advierto que, a pesar de estar tan delgada, mi madre es capaz de comer mucha tarta de limón.


Paula clavó los ojos en el rostro de Pedro y lo que vió en él fue luz en medio de la oscuridad. Pedro no parecía acostumbrado a la ternura y trataba de enmascarar lo conmovido que estaba. Ella sabía muy bien lo que era eso, por propia experiencia, pero no había esperado que fuera también el caso de él. Había llegado el momento de empezar de nuevo con ese Pedro hasta ahora desconocido para ella.


Con timidez al principio y después con más firmeza, Paula le agarró ambas manos para ayudarse a levantarse del banco. De la mano, echaron a caminar en silenciosa camaradería. Hasta que se tropezó con una losa del pavimento que estaba suelta y solo unos fuertes brazos evitaron la caída. Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba pegada al pecho de Pedro, que él la había rodeado con los brazos y que ella tenía las palmas de las manos plantadas en el torso de él. Cerró los ojos momentáneamente, deleitándose en la calidez y fuerza de aquel abrazo con un olor exquisito a loción para después del afeitado, a desodorante y a ropa limpia. Limón mezclado con un ligero sudor debido a la calidez del verano… Y algo más, algo único, Pedro. Era su aroma. Y sintió algo magnético que la atraía hacia él, un magnetismo que iba a hacer muy dolorosa su separación. Se sentía intoxicada y casi mareada, por lo que apoyó la cabeza en el pecho de él. Ese era su sueño. Durante unos segundos, se iba a permitir imaginar que era solo una chica dando un paseo con su novio. Iba a imaginar que ese hombre la quería, que la había elegido, que quería estar con ella. Un bíceps hizo una demostración de fuerza junto al tejido de su vestido y Paula cerró los ojos de placer. Hacía mucho tiempo que nadie la abrazaba. Maldito Pedro. ¿Por qué había accedido a dar un paseo con él? Volvería pronto a su mundo y ella a su vida normal, sola, defendiéndose como podía.


–¿Te pasa algo? –le preguntó Pedro con preocupación en la voz.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta cuando él la soltó. Pero, al instante, Pedro le agarró ambas manos por la espalda, sujetándola.


–No, no me pasa nada –Paula se miró los zapatos–. Me he tropezado, nada más. Gracias por sujetarme; de no haberlo hecho, me habría caído de bruces al suelo.

El Sabor Del Amor: Capítulo 43

 –¿Qué hizo tu padre? Debía estar muy preocupado por tí.


–Mi padre hacía lo que podía, pero él también estaba destrozado, igual que Sebastián. Y yo completamente descontrolado y cayendo en picado.


–¿Cómo rehiciste tu vida y acabaste estudiando cocina?


–Malamente. Un día me desperté en la cama de una chica de la que ni siquiera sabía su nombre, o no me acordaba, y tenía veinte mensajes en el móvil, todos ellos pidiéndome que fuera a casa lo antes posible porque mi madre estaba metida en un lío en Tailandia, un lío serio. Tres horas más tarde yo estaba en un avión de camino a Bangkok.


Pedro lanzó un suspiro y prosiguió:


–Me habían dicho que había sufrido un ataque de nervios, pero lo que me encontré en el departamento psiquiátrico de un hospital de Bangkok fue un auténtico deshecho humano. Su último amante le había robado todo lo que tenía y la había dejado sin un céntimo y sola en aquel lugar. No era la primera vez que ocurría algo así, pero sí la peor. Sin embargo, tuvo suerte en cierto modo: Uno de sus compañeros en la colonia de artistas en la que se encontraba estaba preocupado y, con unos cuantos más, iniciaron su búsqueda. La encontraron al día siguiente en una playa, llorando y asustada hasta el punto de no permitir que nadie se le acercara. Fue uno de los peores días de mi vida.


–Oh, Pedro, cuánto lo siento. Por los dos.


–Hice un trato con ella: Le prometí que si venía conmigo a Londres y se sometía a tratamiento, yo me encargaría de ella. Estudiaría y, cuando hubiera acabado los estudios, dirigiría las cocinas de los hoteles. Y eso fue lo que hice. Canalicé la cólera y la angustia que sentía por la muerte de María concentrándome en el trabajo.


Los trozos de hoja de arbusto revolotearon.


–Por eso no me sorprende que asustara a la gente. Estaba tan desesperado por demostrar que podía llegar a hacer algo digno que no permitía que nada ni nadie se interpusiera en mi camino.


–¿Accedió tu madre a lo que le propusiste?


–Mi madre ingresó en la mejor clínica de rehabilitación y, tal y como yo suponía, pasó allí mucho tiempo. Mi padre iba a verla siempre que podía y Sebastián, cuando los médicos dijeron que estaba lo suficientemente estable para recibir visitas, también fue a verla. Pero, aparte de mi hermano y mi padre, éramos mi madre y yo. Aunque yo creía, inocente de mí, que después de un tiempo mi madre iba a curarse milagrosamente.


Pedro se encogió de hombros.


–No tenía ni idea de lo que son las enfermedades mentales. Desde entonces, todo ha cambiado. Aunque mi madre puede pasar un año e incluso un año y medio sin una crisis, luego va, se enamora del primero que aparece y todo es maravilloso para después caer hasta tocar fondo otra vez. Y soy yo quien la ayuda a superar el bache.


Paula vaciló antes de responder con una pregunta:


–¿Era eso lo que te preocupaba la otra noche en la galería? ¿Tenías miedo de que tanta excitación le afectara y sufriera otra crisis?


–No. Lo que me preocupaba era el efecto de esa mezcla de champán y pastillas para el resfriado, que se pusiera en evidencia delante de los fotógrafos. A la prensa no le interesan las buenas noticias, sino los escándalos.


Paula le agarró la mano.


–Ana tiene mucha suerte de tener un hijo como tú.


–¿Tú crees? No siempre he estado a su lado cuando me necesitaba, Paula. La sustituí por María justo cuando ella más necesitaba a su hijo y todavía me siento culpable de ello.


–Pero mantuviste tu promesa. Y eso, en mi opinión, significa mucho.


Unas lágrimas asomaron a sus ojos y entrelazó los dedos con los de él. Pedro volvió la cabeza y se la quedó mirando, a la espera de que continuara.

El Sabor Del Amor: Capítulo 42

 –No te comprendo. Sebastián me ha dicho que tu padre y tu madre se llevan bien, a pesar de estar divorciados.


–Sí, así es. En eso tengo suerte. Horacio Alfonso conoció a mi madre cuando abrió el primer hotel Alfonso, en Nueva York. Mi madre era una pintora que llevaba una vida bohemia en una colonia de artistas en Los Hamptons, Long Island, y hacía exposiciones en Nueva York cuando necesitaba dinero. Bueno… ya has visto a mi madre –Pedro sonrió–. Mi madre es muy guapa, divertida y tiene mucho talento. Es natural que mi padre se enamorara de ella. De joven, por lo visto, era deslumbrante, y debía adorar a mi padre cuando aceptó ir a vivir a Nueva York. Pasaron seis años felices en esa ciudad antes de venir a Londres a abrir el primer hotel aquí. Fue entonces cuando las cosas cambiaron. Fue mi madre quien, al final, dijo que no soportaba vivir aquí.


–¿No soportaba Londres?


–No era eso exactamente, sino el cambio tan brusco en su vida. A mi madre le gusta la vida rutinaria, sencilla y familiar, y no logró adaptarse al ritmo de Londres. Por fin, decidió volver a Los Hamptons a pasar un par de meses, aunque venía a Londres con frecuencia para verme a mí. Yo era pequeño y me quedé con mi padre, aunque tuve que acostumbrarme a los aeropuertos.


–Eso debió ser muy duro para tí, aunque hay gente que vive así. Mi padre presumía de que un año solo durmió quince días en su cama. El precio de la vida moderna.


–Puede que eso no causara problemas en tu familia, pero en la mía sí. Mi padre hizo planes para trasladarse otra vez a Nueva York, pero mis abuelos, que vivían en Suffolk, le necesitaban aquí. Mi madre cada vez se ausentaba por periodos más prolongados y, al final, mis padres se distanciaron. Yo era demasiado pequeño para entender lo que era el divorcio y, en realidad, mi vida no cambió gran cosa… hasta que mi padre conoció a la madre de Sebastián, María. Con ella, por primera vez en mi vida, supe lo que era tener una madre pendiente de mí y con quien podía contar para todo… Y además me dió un hermano.


–Sebastián. Querías mucho a María, ¿Verdad?


–La adoraba. Por supuesto, sabía que mi madre era Ana y también la quería. Solía venir para los cumpleaños y por Navidad con sus amigos, y entonces la casa era un caos total. Pero a María y a mi padre no les importaba, abrían la casa a todo el mundo. María era una persona muy especial y Sean era genial. Y yo tenía una familia que apoyaba en todo a un adolescente confuso. Sí, me encontraba muy bien, demasiado bien. Pero todo se vino abajo y yo me derrumbé.


–María. Sebastián le contó a Sofía que murió cuando él era muy joven. Lo siento.


–Sí, fue terrible. Algún día, cuando pasen unos años, pregúntale a Sebastián sobre la vida de su madre como refugiada, después de huir de una guerra y de la destrucción de su país para acabar muriendo de cáncer. Yo no puedo hablar de ello, me dan ganas de liarme a puñetazos contra todo.


Pedro alzó un brazo y arrancó una hoja del arbusto al lado del banco; despacio, rompió la hoja en trozos pequeños mientras continuaba:


–Tenía diecisiete años cuando ocurrió, también tenía mucho dinero y carné de conducir, y la ira me corroía. Así que me lancé a una vida de autodestrucción: Alcohol, sexo, juego y malas compañías. La policía me tenía fichado. También me rompí algún hueso que otro. Me cambiaron la forma de la nariz, como es fácil ver.

El Sabor Del Amor: Capítulo 41

 –¡No tienes vergüenza! ¡No eres el único alumno estrella de la escuela! A propósito, ¿Qué tal está tu madre del catarro?


–Mucho mejor. Ha ido al mediodía a la galería y luego a tomar el té con unas amigas. Así que aún dispongo de un par de horas libres, a menos que estés desesperada por volver a casa. 


Pedro se quitó la chaqueta y se la echó a ella por los hombros. Paula fingió no notar la caricia de las yemas de los dedos de él en el cuello.


–Gracias –respondió Paula sonriente. 


Después, clavó los ojos en las sombras proyectadas por las farolas de la calle en los prominentes pómulos de él. Pedro era muy delgado, pero sabía que había probado todos y cada uno de los platos que se habían servido en el restaurante. Quizá ella pudiera hacer algo al respecto… Si él se lo permitía.


Pedro sonrió y la sorprendió al colocarse detrás de ella y rodearle la cintura con los brazos. Sintió la cabeza de él en la mejilla antes de que alzara un brazo y señalara un punto al tiempo que decía:


–Mira ahí.


Paula apartó los ojos de Pedro y clavó la mirada en un edificio de piedra en la acera opuesta. Después, se echó a reír.


–Es la entrada de la escuela de cocina. Hemos dado una vuelta para volver al mismo sitio.


Pedro asintió y clavó los ojos en la entrada de lo que, en los años treinta del siglo pasado y de estilo Art Deco, había sido la escuela de arquitectura antes de convertirse en una escuela de artes culinarias.


–La primera vez que crucé esas puertas tenía diecisiete años y estaba enfadado con el mundo y conmigo mismo. Yo era un desastre, Paula.


Paula volvió el rostro hacia él.


–¿Por qué dices que eras un desastre? –preguntó Paula con una sonrisa–. Por lo que yo sé, la mayoría de los chicos de esa edad se sienten así.


–Si tú supieras…


Una sombra cruzó la mirada de Pedro, la sombra de un recuerdo aflorando a la superficie.


–Cuéntamelo. Háblame de por qué crees que eras un desastre.


Me gustaría saberlo, en serio.


–Es una larga historia.


–En ese caso, vamos a sentarnos, delante de la escuela, y recordemos juntos.


Paula lanzó una mirada a su alrededor y vió un viejo banco de madera, bastante sucio, que cubrió con la chaqueta de Pedro, con el forro hacia arriba.


–Perfecto –Paula se sentó en el banco y juntó las manos en su regazo.


–Estamos en junio. Hace una noche relativamente cálida y estoy sentada encima de tu chaqueta, así que no tienes escape. Te sugiero que empieces por el principio, suele ser mejor. – ¿Estás segura de que no eres una crítica de arte? Porque, desde luego, eres muy curiosa.


–Es uno de mis defectos, pero no puedo hacer nada al respecto. Si algo me interesa de verdad, tengo que indagar. Así que ya puedes empezar porque yo no me voy a mover de aquí hasta no descubrir por qué estabas tan enfadado con el mundo el día que cruzaste esas puertas.


–Ajá. Así que estás interesada en mí, ¿Eh? Por fin lo admites.


–Quiero saber qué clase de familia es la del novio de mi mejor amiga. Sebastián parece una persona estupenda, pero… ¿Qué secretos oculta la familia Alfonso? Eso es lo que quiero saber.


–¿Secretos? No tienes que preocuparte por la parte de la familia de Sebastián, el problema es con la mía.

lunes, 21 de junio de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 40

 –¿Está permitido ir por aquí?


–Calla. Necesito que se me despeje la cabeza y la entrada principal está demasiado lejos. ¿No te apetece un paseo?


Paula clavó los ojos en el letrero de madera en el que se leía con grandes letras: No pisar el césped. Se llenó los pulmones de aire, se agarró con fuerza al brazo de Pedro y salvó la baja valla de madera pintada de blanco que separaba el césped del parque de la acera. Solo les llevó un minutos cruzar el césped y salir al camino, pero el corazón le latía con fuerza cuando pusieron los pies en el asfalto.


–Te gusta saltarte las reglas, ¿Verdad? –comentó Pedro.


–No es algo que haga con frecuencia, pero hace una noche preciosa y necesito refrescarme las ideas. ¿Qué te parece si damos un paseo por el parque? Hacía años que no venía por aquí.


Hacía una noche maravillosa y Pedro Alfonso estaba para comérselo. Y olía de maravilla. Su traicionero corazón aún no se había acostumbrado a caminar del brazo de ese hombre deslumbrante que charlaba animadamente con ella como si fueran viejos amigos. De vez en cuando, Paula lanzaba una mirada a Pedro para asegurarse de que no estaba alucinando, que estaba con el mismo hombre que gritaba a sus empleados y salía en televisión. La arrogancia de él había desaparecido, en esos momentos era un hombre encantador que, según acababa de enterarse, era el responsable de dar un empujón a su carrera profesional y de que hubiera trabajado con la mejor repostera de Londres. Y la transformación la tenía perpleja.


–Diego me ha hablado del libro que estás escribiendo con recetas de tartas de cumpleaños. Me gusta la idea. Puede estar muy bien.


–Sí, eso creo yo también. Mi café está en mitad de una calle principal y, en la actualidad, los padres no tienen tiempo ni tampoco saben preparar tartas de cumpleaños, así que me hacen muchos pedidos. Y también recibo pedidos para los cumpleaños de abuelos e incluso de bisabuelos.


–¿En serio? –Pedro pareció sorprendido.


–Sí, completamente en serio. Por eso he formado un club en el que enseño a hacer tartas a adultos, para que puedan preparar las de los cumpleaños familiares.


–Te gusta mucho la repostería, ¿Verdad?


–Más de lo que me imaginaba –respondió Paula con una sonrisa–. Hasta la fecha, he hecho ocho versiones de esa tarta en forma de coche de carreras, para chicos de cuatro a ochenta y cuatro años de edad, y le encanta a todo el mundo. Todos somos diferentes. Por ejemplo, la semana que viene, los del club me han pedido que les enseñe a hacer una tarta de cumpleaños de chocolate para una jovencita del club de noventa años. A la jovencita en cuestión le encanta el chocolate.


–Sí, todavía me acuerdo de cuando tenía que hacer repostería y te aseguro que no lo echo de menos en absoluto. Pero dime… – Pedro bajó la cabeza hacia ella y le susurró–: ¿Cómo es posible que una repostera sea tan guapa como tú?


–Muchas gracias por el cumplido. Tú tampoco estás mal.


Pedro se tiró exageradamente de la solapa de la chaqueta al tiempo que esquivaba a unos transeúntes en la concurrida calle del oeste de Londres.


–Será por este viejo traje. Me lo he puesto porque no quería que el alumno estrella de la escuela desmereciera.


Paula le apretó el brazo y lanzó un bufido.

El Sabor Del Amor: Capítulo 39

 –Es más, la conoces tanto que, a veces, le recomiendas aprendices para su restaurante.


Paula respiró hondo y dió un paso más hacia él hasta casi tocarlo.


–Como hiciste conmigo –Paula entrecerró los ojos–. Tú hiciste que Valeria me aceptara como aprendiz en su restaurante. La llamaste por teléfono, le dijiste que iba a ir a verla y que debía darme una oportunidad.


–¿Te lo ha dicho? –Pedro hizo una mueca–. Maldita sea.


Paula le pegó en el pecho con el dedo índice.


–Tú estás detrás de mi carrera profesional. ¡Tú! –entonces, retrocedió y miró a su alrededor–. No puedo creerlo, no puedo.


Pedro alzó las cejas.


–Valeria Cagoni es muy amiga mía, estudiábamos juntos. Tú necesitabas un trabajo inmediatamente, por eso la llamé. ¿Satisfecha?


–No, no lo entiendo –Paula parpadeó–. ¿Por qué no me lo habías dicho? Y, para que lo sepas, Valeria no me dijo nada durante tres años. Y me hizo trabajar como una esclava.


–Le pedí que no te dijera que la había llamado –dijo Pedro–. Ya sabes que los cocineros hablan demasiado, que les gusta que uno salga adelante por méritos propios, no por conocer a alguien en el mundo gastronómico. Y tú has trabajado mucho, Paula, lo que has conseguido lo has hecho por tí misma, no gracias a mí.


Pedro la miró fijamente y añadió:


–Sabes perfectamente que Valeria jamás te habría contratado de aprendiz si no hubiera estado convencida de que tenías talento. Es mucho más dura con los aprendices que yo.


–Tú me despediste y luego me buscaste un trabajo. ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? –preguntó Paula, la voz le temblaba por la emoción–. Me gustaría saberlo… porque sigo sin comprenderlo.


–Lo hice porque sabía que Rosario nunca iba a ayudar a nadie con talento. Tú te merecías la oportunidad de demostrar lo que podías hacer y Rosario no iba a permitir que nadie le pisara el terreno. Por otra parte, Valeria necesitaba a alguien que la ayudara. ¿Lo entiendes ahora?


Paula se lo quedó mirando en perplejo silencio durante unos instantes.


–¿Te han dicho alguna vez que eres el hombre más exasperante del mundo?


–Sí, con frecuencia –Pedro sonrió traviesamente–. ¿Te han dicho alguna vez que eres la mujer más bonita y más persistente del mundo? Quizá sea por eso por lo que me resultas tan interesante.


Pedro miró a derecha e izquierda y le ofreció el brazo:


–Bueno, creo que ya no tenemos nada que hacer aquí. ¿Nos vamos?


Paula miró el brazo de Pedro, lanzó un suspiro y, por fin, se agarró al él.


–¡Qué noche! Y, la verdad, es que no sé qué pensar de tí. Al principio creía que eras un completo… Y luego… En fin, solo de pensarlo me duele la cabeza. No te comprendo en absoluto, Pedro Alfonso.


–¿Quieres que te ayude a comprenderme?

El Sabor Del Amor: Capítulo 38

 –Bueno, ¿Qué te parece?


–Me parece que lo está haciendo muy bien –Paula sonrió con los ojos fijos en el escenario–. Me ha dejado impresionada; pero, por favor, no le digas que he dicho eso. Los estudiantes están pensando en unirse a su club de fans de Internet y deben haberle tomado cientos de fotos con los teléfonos.


Paula estaba al lado de Sebastián, ambos viendo a Pedro charlar y reír con el grupo de estudiantes de cocina. Pedro, después de la subasta, había pasado casi una hora haciendo presentaciones entre alumnos y consagrados cocineros. Cocineros que ella había conseguido que donaran el dinero de varias cenas a la bolsa para becas que ella estaba organizando.


–Solo me gustaría preguntarte una cosa… ¿Ha preparado Pedro el menú de esta noche?


Sebastián sacudió la cabeza.


–No. El jefe de cocina del hotel de París ha sido el que nos ha enviado las recetas del menú.


Paula le pasó una copia del menú que había agarrado de la mesa. Sean lanzó un gruñido.


–Genial. ¿Qué es esto? ¿Puntuación sobre diez? ¿Y qué son todas estas anotaciones?


–Sugerencias. Ideas. Propuestas. Y en lo que respecta a ese desastre de ensalada, una amenaza. ¿Granada con nueces, anchoas y jamón ahumado? La ensalada era un desastre. Pero ¿El resto?


Paula respiró hondo y añadió:


–El resto era comestible. Es lo único que puedo decir.


Sebastián tosió.


–No me pegues, pero creo que disfrutarías trabajando con mi hermano.


–¿Yo trabajando con Pedro Alfonso? ¡Qué tontería! – entonces, Paula rió y agarró a Sebastián por el brazo–. Vamos a hablar con la jefa de cocina a ver qué dice del menú de esta noche. Me gustaría conocer su opinión.


Antes de moverse, Paula lanzó una rápida mirada al escenario.


–Después, tengo que hablar con Pedro de una conversación telefónica muy interesante que acabo de tener con Valeria Cagoni. Tu hermano tiene que darme una explicación.


Sebastián lanzó un bufido.


–Demasiado tarde. Te ha visto y viene hacia aquí. ¡Suerte!


Paula alzó la barbilla mientras emociones conflictivas se apoderaban de ella al contemplar ese sonriente rostro. Sentía confusión, incredulidad, enfado y algo alarmantemente parecido al respeto.


–Hola –dijo ella con voz muy ronca–. ¿Cansado de firmar autógrafos?


–Son unos chicos estupendos –Pedro asintió y se volvió hacia los estudiantes, que estaban pegados a la mesa de bufé sirviéndose el postre–. Tenías razón en lo de las becas, la mayoría de estos chavales no podrían estudiar si tuvieran que pagarse los estudios. Buena idea. Me gusta.


Pedro enderezó los hombros y se metió las manos en los bolsillos del pantalón.


–Me gusta tanto que voy a hacer algo al respecto. No sé qué exactamente, pero estoy decidido a ayudar a esos chicos.


–¿En serio? –preguntó Paula con sorpresa–. Eso es fantástico. Genial.


Algo en la voz de ella pareció poner a Pedro sobre aviso.


–¿Te pasa algo?


–No, nada en absoluto. Bueno, la verdad es que he tenido una conversación sumamente interesante con mi antigua jefa, Valeria Cagoni. Sus mellizas ya están mejor y me ha dicho que estaba encantada con que un cocinero tan famoso como tú ocupara su lugar. Pero, por supuesto, tú conoces bien a Valeria, ¿Verdad, Pedro?


Paula se acercó a él con el fin de evitar que los invitados más próximos a ellos pudieran oír la conversación.

El Sabor Del Amor: Capítulo 37

Paula Chaves, luciendo un vestido de cóctel color lila que la sentaba a la perfección y que dejaba al descubierto sus largas, delgadas y musculosas piernas sobre unos zapatos de tacón alto. Esa noche, Paula representaba el papel de ejecutiva: eficiente, brillante y organizada. Pero él conocía a la verdadera, la mujer que había montado un café y tienda de repostería y lo había transformado en algo especial. Se había entregado por completo a su pasión. ¿Cuándo era la última vez que había visto una mujer así? Por supuesto, conocía a muchas con altos cocientes de inteligencia que aseguraban dedicarse a lo que les gustaba; también, muchas de las reposteras que conocía tenían estudios de contabilidad y administración. Pero poca gente conseguía combinar las dos cosas y montar una repostería de éxito. Ella lo había hecho. Quizá fuera por eso por lo que sentía una especial conexión con la elegante y deslumbrante mujer a la que estaba mirando en ese momento, a pesar de conocerla muy poco. Los dos eran diferentes.


Pedro la vió charlar con los invitados. La oyó hablar en francés y en otro idioma que le pareció ruso. Era comprensible, Paula debía haber estudiado idiomas cuando era ejecutiva. Se acercó al bar con el fin de evitar que le notaran lo mucho que esa mujer le atraía mientras ella seguía hablando y moviéndose con confianza entre tanta gente importante. Y esa confianza en sí misma que Paula exudaba se debía, sin duda alguna, a que había recibido una cara educación. Una educación que le abría puertas. Él, por el contrario, había estudiado en el colegio de su barrio y en una escuela especial que le había aceptado a pesar de tener ficha policial y, prácticamente, ningún título académico cuando pasaba de los diecisiete años de edad. Agarró un vaso de agua mineral con gas y, al darse la vuelta, vió a Paula, con un grupo de chicos de aspecto poco pulido, presentándoselos a uno de los profesores de la escuela de cocina, esforzándose por hacerles sentirse cómodos. Se reprochó el error que había cometido. Paula no era una de esas pasteleras que abrían un café por diversión, por capricho, para divertirse un rato. Era justo lo contrario. Había estudiado. Trabajaba sin cesar. Sabía lo que se hacía. La gente no solía sorprenderlo, pero ella sí. Quizá por eso no podía apartar los ojos de ese rostro encantador… Hasta que ella se dió la vuelta y, del brazo de Sebastián, se acercó al escenario para dar comienzo a la subasta con fines benéficos. Y él continuó mirándole la espalda, y el escote del vestido. ¡Increíble! ¡Deslumbrante! ¡Para morirse! ¿Qué era lo que tenía que hacer? Ah, sí, ir a la cocina a ver qué pasaba con ese menú. Vió a un camarero saliendo de la cocina con una bandeja de canapés. Ya era demasiado tarde, empezaban a servir la comida. Ya no podía aparecer en la cocina y empezar a hacer preguntas sobre el menú ahora que estaban sirviendo los platos. Plan B. Iba a tener que averiguarlo a lo bruto, probando todos y cada uno de los platos. Y mejor que fueran extraordinarios o le iban a tener que dar muchas explicaciones.

El Sabor Del Amor: Capítulo 36

 –Sofía está en China. Otra vez. Pero no sé cómo, Sofía y Paula me convencieron para celebrar aquí su fiesta de recaudación de fondos… E incluso para hacer de maestro de ceremonias. Por favor, ayúdame.


–¡Estoy portándome bien, qué más quieres! Ah, y felicidades por la obra del hotel, ha quedado magnífico. Y esta sala para fiestas y funciones es perfecta.


–Gracias. Ha sido mucho trabajo, pero ha valido la pena. Los eventos como este son perfectos para darse publicidad. No tenía idea de que Paula conociera a tanta gente importante.


Pedro arqueó las cejas.


–¿Paula Chaves?


–Sí, claro. Esa chica tiene unos contactos excelentes. Se merece un aplauso por haber montado esta gala. Bueno, y ahora tengo que dejarte. ¡Que lo pases bien? Y espero que te guste la comida. Vamos a ofrecer el nuevo menú que el Alfonso de París ofrece en los eventos y que tiene tanta aceptación.


–Eh, espera. ¿Qué es lo que vais a servir? Vamos, sorpréndeme.


–Unos canapés seguidos de un primer plato frío; después, a elegir entre tres platos calientes, ensalada y queso. Y sí, sé que vas a probarlo todo porque es lo que haces siempre antes de que sirvan los postres.


Sebastián indicó con la cabeza las puertas de vaivén que daban a la cocina y continuó:


–La jefa de cocina estaba gritando a sus subordinados que Pedro Alfonso está aquí y que mejor que cocinen como nunca. Los demás cocineros no les importan, a quien quieren impresionar es a tí. ¡Y los pobres están hechos unos manojos de nervios! Pero no te preocupes por la comida, tu trabajo consiste en asumir tu papel de cocinero famoso. Así que buena suerte y hasta luego.


Tras esas palabras, Sebastián se alejó para saludar a una gente que acababa de entrar. Pedro se hizo a un lado y respiró hondo. ¿Qué era ese nuevo menú que el Alfonso de París ofrecía en los eventos? Se suponía que él era el responsable de decidir lo que se comía y se bebía en toda la cadena hotelera Alfonso. La exposición de su madre y la grabación de los programas televisivos habían ocupado todo su tiempo durante los últimos meses, pero… ¿No era de suponer que debía saber si se ofrecía o no un nuevo menú? ¿Por qué nadie le había dicho nada? Aunque quizá fuera peor que eso. Cabía la posibilidad de que se lo hubieran dicho y que el mensaje se hubiera perdido entre los cientos de correos electrónicos que recibía a diario. Por supuesto, confiaba plenamente en los jefes de cocina de los hoteles Alfonso, los había elegido él personalmente y se había emborrachado con ellos. Pero ¿Dejar que otra gente diseñara un menú? No, en absoluto. Debía ir a la cocina del hotel y averiguar qué era exactamente lo que iban a servir en aquella función. Con una rápida mirada a su alrededor comprobó que los invitados eran una mezcla de gente importante del mundo de la hostelería, directores de empresas y también vió a algunos de sus antiguos profesores. En resumen, toda la gente de Londres interesada en formar buenos cocineros. Un éxito para la recaudación de fondos. Una pesadilla si el menú no era espectacular. Y caminando hacia él una chica muy, muy bonita.

viernes, 18 de junio de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 35

Era como viajar al pasado. Pedro Alfonso se detuvo en la salida del parque, enfrente del West London Catering Collage, donde había pasado dos de los más duros años de su vida de aprendizaje como cocinero profesional. El edificio parecía un poco más limpio y habían añadido cristal y colores pálidos a la entrada para quitarle, en la medida de lo posible, el aspecto de cárcel que tenía. Por lo demás, estaba más o menos igual. Allí había pasado un buen tiempo de sudor y actividad culinaria alimentándose, fundamentalmente, a base de cantidades industriales de café barato y aún más baratos hidratos de carbono. Se había criado en Londres y allí había pasado los primeros diecinueve años de su vida. Siempre se sentiría en casa allí. Y ahora iba a uno de los hoteles Alfonso a recaudar fondos para que otros jóvenes, sin dinero para costearse los estudios, pudieran demostrar lo que podían hacer. Una ironía del destino. Con una honda carcajada, sacudió la cabeza, echó a andar por la acera y dió la vuelta a la esquina, alejándose de la escuela de cocina y adentrándose en el mundo en el que ahora vivía.



Sebastián había hecho un gran trabajo con las obras del Alfonso Richmond, pensó Pedro al saludar al personal de recepción. Después, subió la escalera que daba a la sala de conferencias principal y abrió las puertas del bar. Buscó con la mirada a sebastián y a Paula mientras caminaba despacio entre las mesas saludando a los rostros conocidos del mundo de la hostelería y sonriendo mientras se tiraba de los puños de la camisa. Era un Alfonso ganándose a la clientela en un hotel Alfonso. En esta ocasión, estaba dispuesto a lucir su esmoquin para las cámaras. Su padre, Horacio Alfonso, había creado la cadena hotelera Alfonso de la nada y había trabajado mucho para tener hoteles lujosos en diversas ciudades del mundo. Pero él le admiraba por otras cosas. Dado que su madre había viajado a todas partes en busca de inspiración, su padre se había asegurado de proporcionarle su habitación y un hogar y una vida escolar estables. Había sufrido un duro golpe cuando su padre le anunció que iba a casarse otra vez; hasta ese momento, habían sido siempre su padre y él. Pero la segunda mujer de su padre era encantadora y, además, le había proporcionado un hermano. Y ahí estaba su hermano, Sebastián Alfonso. El actual regente de ese hotel saludando a los invitados, unos sesenta. Y como siempre, encantador, pero profesional. Pedro se acercó a la espalda de su hermano y lo abrazó.


–He oído que iba a haber una subasta con fines benéficos y he venido a ver si encontraba alguna ganga. ¿Y tú?


Recibió un bufido a modo de respuesta.

El Sabor Del Amor: Capítulo 34

 –¿Siempre ha sido esto un estudio de fotografía?


–Por lo que yo sé, no. Nada más comprar esta propiedad, Paula transformó el desván en estudio. Está muy bien, ¿Verdad? Y ahora, si me perdonas, voy a seguir con lo que estaba haciendo antes de que la tarta se reseque. Hasta luego.


Un rápido examen del desván mostró que Paula tenía libros de cocina y del mundo de las finanzas, todos compartiendo espacio con telarañas y polvo. Al fondo, al otro lado de los ventanales, había una zona separada por un biombo. No pudo resistir asomarse a ver qué había detrás. Una cama de matrimonio de la época victoriana con cabecero de madera contra la pared. Las sábanas era de satén color lila y encima había un edredón de aspecto suave. Un edredón de plumas. Interesante. ¿Quién dormía en una cama tan grande? Estaba a punto de acercarse a investigar cuando oyó una tos a sus espaldas.


–¿Has encontrado lo que buscabas, entrometido?


–Me resulta imposible contener mi innata curiosidad. En fin, al parecer he descubierto tu refugio secreto. No está mal. No, nada mal.


–No es que no esté mal, está muy bien. Duermo aquí, en el estudio, durante seis mese al año, los meses de más calor. Me gusta despertarme por las mañanas aquí.


–¿Y el resto del año?


Paula dió la vuelta al biombo e indicó la terraza en la que Ana estaba acabando de desayunar.


–Cuando era ejecutiva, con la primera bonificación de Navidad me compré un apartamento con vistas al Támesis en el distrito financiero de Londres. Se lo he alquilado a una de mis antiguas compañeras de trabajo –Paula suspiró–. ¿Sabes cuántos restaurantes y cafés tienen que cerrar antes de un año de su inauguración? En fin, yo ya llevo con este café ocho meses y, hasta el momento, me va bien. Sin embargo, ¿Quién sabe? La situación podría cambiar. La gente cambia.


Paula hizo una breve pausa y preguntó:


–¿Cómo te has dado cuenta de que esta habitación es mía?


Pedro señaló unas bolsas y la ropa colgando de dos barras metálicas al otro lado del biombo.


–Sofía no lleva ropa de diseño.


–Podría haber llevado mi ropa a un guardarropa, pero prefiero tenerla a mano por si acaso. Una chica tiene que estar preparada por si se da la ocasión.


–¿Es esto lo que te vas a poner el sábado por la tarde? –Pedro agarró una camisola de satén color café con adornos de encaje, arqueó las cejas y soltó la prenda–. Lo digo porque no sé si el Alfonso Richmond está preparado para tanta tentación.


–Por favor, no toques mis cosas. Y mi vestido va a ser una sorpresa, así que deja de fisgonear.


–De acuerdo. Bueno, dime, ¿A qué hora quieres que venga a recogerte?


–No te molestes, nos encontraremos allí.


–Señorita Chaves, no es posible que le asuste despertar rumores si aparecemos juntos, ¿Verdad?


–No, en absoluto. Lo que pasa es que tengo que ir con bastante antelación para ayudar a preparar las cosas. Nada más.


–Ah, ¿Es solo eso? ¿O es que los principios te impiden salir con cocineros?


–¿Salir? No, claro que no hay nada que me impida salir con cocineros. Todo lo contrario. Llevo tres años esforzándome por convertirme en cocinera –Paula clavó los ojos en el pecho de él y, despacio, fue subiendo la mirada hasta su rostro–. Pero no salgo con cocineros arrogantes con egos del tamaño de su fama.


–Eres muy dura. Podrías decir lo mismo de cualquier persona que se ha ganado el éxito que tiene a base de mucho trabajo y mucho sudor. Y la publicidad no es algo intrínsecamente mal; sobre todo, teniendo en cuenta que cada semana cierran algún restaurante. A los periodistas les seguiré interesando mientras les dé algo de que hablar. Es parte del trabajo.


–Perfecto. Tú podrás posar para los fotógrafos en la fiesta del sábado mientras el resto de los mortales trabajamos en el anonimato y nos aseguramos de que todo funcione. Ganamos todos. Estoy deseando que llegue el sábado. Promete ser una tarde muy interesante.

El Sabor Del Amor: Capítulo 33

Pedro quería mucho a su madre. Paula respiró hondo mientras pensaba que, a lo mejor, había cometido un tremendo error. Lanzó una rápida mirada en dirección a la terraza y, viéndolo charlando cariñosamente con su madre, se tragó un momento de profunda humillación. Se había equivocado. La noche anterior, a Pedro no le había preocupada su propia credibilidad y reputación. Pedro había intentado por todos los medios proteger a su madre, no a sí mismo. Por eso era por lo que le había preocupado ir al hotel. Le había dado miedo que su madre, al salir del coche medio drogada, se tropezara o se cayera y se pusiera en evidencia delante de periodistas y fotógrafos. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? Cuando vió a Pedro Alfonso en la galería de arte, solo había visto al hombre que la había tratado tan injustamente en el pasado. Pero ¿Y el resto? Habladurías. Chismes sobre las conquistas de él y de cómo había dejado a Rosario. Un frío escalofrío le recorrió el cuerpo. Era una estúpida. No, peor que eso. Había permitido que lo sucedido en el pasado le obnubilase el entendimiento. Y eso no solo era injusto, sino un verdadero error. Estúpida, estúpida, estúpida. Había hecho justo lo que se había prometido a sí misma no hacer nunca: juzgar a la gente basándose en el pasado. Pero era lo suficientemente mujer para reconocerlo y poner remedio. En ese mismo momento.


–Pedro –Paula sonrió y se acercó a la terraza–. ¿Te importaría venir un momento? Tú ya has escrito libros de cocina y yo estoy escribiendo el primero. ¿Te acuerdas de Ian? Este hombre tan valiente ha aceptado el desafío de fotografiar mis tartas y pasteles para el libro. ¡Bienvenido a la sesión fotográfica!


En medio de una mesa cubierta con un mantel blanco había una tarta. La tarta tenía la forma de un coche de carreras que Pedro recordaba vagamente haber visto en el póster de una película de dibujos animados para niños unos meses atrás. La larga y achatada carrocería del coche estaba cubierta con una capa de azúcar color rojo cruzada por una franja blanca vertical.  Las ruedas eran discos blancos. La tarta era tan realista que podía ser confundida fácilmente por un coche de juguete, si se ignoraban los diminutos caramelos que hacían de faros y el volante de regaliz. Una tarta perfecta para un niño aficionado a los coches. Era excepcional. Pedro se acercó y asintió en dirección a Diego, que dejó de ajustar el foco de la cámara sobre un trípode para avanzar unos pasos y darle la mano.


–Encantado de conocerte, Pedro. Ana me ha hablado mucho de tí.


–¿Sí? –Pedro lanzó una fugaz mirada a su madre, que estaba charlando con Paula y comiendo cruasanes. «Lo extraño es que ella no me ha dicho ni una palabra sobre tí»–. Por cierto, felicidades por el catálogo de la exposición. Todas las personas con las que hablé anoche me dijeron que les había encantado.


–Me alegro –Diego sacudió la cabeza–. La verdad es que no esperaba encontrarme a Ana aquí esta mañana al venir a ayudar a Paula a preparar el libro de cocina que está escribiendo con fines benéficos. ¿Te interesa la fotografía de recetas de cocina, Pedro?


–¿A mí? No, en absoluto. Eso lo dejo para los profesionales. Yo me limito a cocinar, son los estilistas y los fotógrafos los que se encargan del diseño del libro.


Pedro paseó una rápida mirada por la estancia y tomó nota del alto techo y de la cantidad de luz que entraba por la claraboya y los ventanales.

El Sabor Del Amor: Capítulo 32

Pedro enderezó los hombros y, tras asentir en dirección a Paula y a Diego, que absortos miraban unas imágenes en la pantalla de un ordenador, salió a la estrecha terraza. Dió un beso a su madre en la cabeza después de que su madre se sonara la nariz.


–¿Cómo te encuentras, mamá? ¿Estás mejor del catarro?


–Sí, bastante mejor. Ahora ya solo es de nariz. ¡He dormido como un lirón! Con un poco de suerte, me encontraré lo suficientemente bien para ir a la galería hoy que se abre la exposición al público. Fue una pena que no me encontrara bien anoche y que tuviera que marcharme tan pronto.


Pedro se agachó y apoyó la barbilla en el hombro de su madre, y los dos se quedaron viendo la vista panorámica de Londres con el Támesis de fondo.


–Dime, ¿Qué has hecho hoy por la mañana?


Quizá fuera mejor no mencionar la noche anterior.


A Pedro se le hizo un nudo en la garganta. Todos los hoteles Alfonso en Londres tenían buenas vistas de la ciudad, pero esa era… Diferente. En cierto modo, aquella terraza le recordaba la casa en la que se había criado con su padre: un balcón de hierro forjado con geranios con vistas a tejados de teja roja y antiguas chimeneas, torres de iglesias y el sonido de las concurridas calles de Londres, autobuses rojos y taxis negros. Lo había echado de menos. Había echado de menos el típico Londres.


–Esta terraza es especial, ¿Verdad? –comentó Pedro.


–Es maravillosa. Tuviste una gran idea al sugerir a tu amiga que me dejara pasar aquí la noche. Porque tengo que confesarte, cariño, que aunque tu hotel es magnífico, este lugar es divino, y Mónica y Paula han sido sumamente amables conmigo. Y el estudio…


Ana se tocó la parte delantera del kimono y a Pedro le sorprendió ver unas lágrimas aflorar a los ojos de su madre.


–Cuando vine a Londres por primera vez tu padre me buscó un estudio muy parecido a este. También estaba en el tercer piso de una vieja casa de piedra que había pertenecido a uno de los impresionistas. Estuve muy a gusto… Durante un tiempo.


Entonces, Ana movió una mano en el aire.


–En fin, eso ya pasó y no merece la pena lamentarse. Es extraño, se me había olvidado lo especial que es esta ciudad.


–¿Londres? Creía que no te gustaba.


-Que no me gustaba? –repitió su madre volviendo la cabeza para mirarlo–. Oh, cariño, no era eso. Lo que pasa es que yo era muy joven e inestable.


Entonces, su madre volvió el rostro de nuevo hacia los tejados y añadió:


–A los dos nos han pasado muchas cosas desde entonces, hijo.


Sí, muchas cosas. Una encantadora sonrisa se dibujó en el rostro de Ana. 


–Este sitio es maravilloso y voy a disfrutarlo todo lo que pueda antes de volver a la galería. Vamos, ve a hablar con Diego. Ese hombre ha hecho milagros con el catálogo y Paula necesita que la ayudes. No te marches sin despedirte de mí. Entretanto, yo voy a disfrutar de esto.


Tras esas palabras, su madre se acomodó en la silla y agarró un pastel. Hacía semanas que Pedro no la veía tan contenta. Quizá debiera agradecer a Paula mucho más de lo que había imaginado al principio.

El Sabor Del Amor: Capítulo 31

Fue Mónica quien acudió al rescate. Su amiga bajó corriendo las escaleras que daban a su dormitorio y al estudio en el tercer piso y, al instante, sonrió.


–¡Vaya, hola! Tú eres Pedro, seguro. Tu madre me ha estado hablando de tí. Yo soy Mónica.


Con una carcajada, se volvió a Paula.


–Ana quería desayunar en el estudio con Diego. Lo están pasando de maravilla y yo he decidido dejarles tranquilos.


Se oyó un profundo suspiro.


–¿Diego?


–Mi amigo Diego Walker –dijo Paula–. Debiste verle anoche. Es el fotógrafo que ha hecho el catálogo de tu madre. Alto, delgado, unos cuarenta años. Y le encanta la obra de tu madre.


De repente, una sombra cubrió el rostro de un Pedro repentinamente tenso.


–En ese caso, será mejor que vaya a ver a mi madre ahora mismo –dijo él–. ¿Así que tienes un estudio aquí, en una pastelería?


–Sígueme… No, ve tu primero. Cruza esa puerta, sube las escaleras y, cuando llegues arriba, tuerce a la izquierda y sigue subiendo hasta el tercer piso. No tiene pérdida.


Pedro subió los escalones de dos en dos; después, aminoró la marcha, consciente de que Paula estaba a su lado. Su madre estaba sola con un hombre que él no conocía ni tampoco le sonaba su nombre. Eso significaba problemas. Muchos problemas. Sobre todo, cuando se detuvieron delante de lo que parecía la puerta de un dormitorio. Paula se le adelantó y, suavemente, giró el picaporte de cobre de la puerta. La abrió suavemente y se introdujo en la estancia. Las paredes y el techo estaban pintados de blanco. La luz entraba por una sencillas ventanas e iluminaban un cuadro que colgaba de lo que debía haber sido antiguamente la campana de la chimenea. Clavó los ojos en un retrato al óleo tamaño natural de Paula Chaves que le resultó impactante. Estaba tan sorprendido que tardó unos segundos en darse cuenta de que ella se había adentrado en la estancia y estaba charlando con un hombre maduro, alto y delgado junto a una mesa larga cubierta con un inmaculado mantel blanco. El hombre le resultaba vagamente familiar. Le costó trabajo asimilar lo que veía. Era lo opuesto a lo que había imaginado que vería. En vez de la caótica mezcla de ruidos, olor a pasteles y algarabía en la que se había visto sumergido a cruzar la puerta del café, el tercer piso era un remanso de luz, paz y tranquilidad. Era otro mundo. Un oasis. Y precioso. El estudio era abuhardillado, con la mitad del techo de paneles de cristal. La pared que daba a la calle tenía una puerta doble de cristales que daba a una terraza. Afuera, en una silla de la pequeña terraza, estaba su madre con una taza de café en la mano. Ana llevaba un kimono de seda y, a su lado, había un plato lleno de pasteles. Al lado, una caja abierta de pañuelos de celulosa.


–¡Cariño, estás aquí! Hace un día precioso. Vamos, sal a la terraza y mira la vista. Es maravillosa.

miércoles, 16 de junio de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 30

Paula le señaló el plato.


–Bien. Y ahora que ya hemos aclarado ese asunto, ¿Por qué no te comes el trozo de tarta? Creo que lo necesitas. ¿Mucho que hacer esta mañana?


–Sí, la verdad es que ha sido una mañana ajetreada. Y, aunque tiene un aspecto delicioso, perdona, pero yo no como dulce.


Paula ladeó la cabeza.


–Es una pena. Pero esto no es un pastel, sino una tarta de frutas hecha por mí esta misma mañana.


Paula se levantó de la silla, indicó los hornos, y luego se sentó en una esquina de la mesa con los brazos cruzados.


–Es la especialidad de la casa. Y nadie se va de aquí sin probar lo que yo hago. Incluido tú, Pedro Alfonso.


Lo que Paula no había imaginado que ocurriera era que Pedro le agarrara las muñecas y se las besara antes de soltarlas con una sonrisa traviesa. Descruzó los brazos y agarró la taza de café mientras él, después de lanzarle una mirada de exasperación, agarrara el tenedor y lo hincara en la tarta. No pudo apartar los ojos de él mientras se metía un bocado en la boca. Quería ver la reacción de Pedro al probar la mezcla de la almendra y la pera. Éste cerró los ojos un instante; después, masticó. Volvió a cortar un trozo de tarta con el tenedor, lo agarró con la mano y se lo metió en la boca. ¡Sí, sí, le había gustado! La miraba a los ojos.


–Mmmm –murmuró Pedro antes de acabarse el café–. No está nada mal. En realidad está muy buena. ¿Dónde has aprendido a hacer repostería?


–Aquí y allá. Acabé el aprendizaje con Valeria Cagoni, después de que tú me despidieras. Luego, si quieres, puedes echar un ojo a mi página web.


Pedro clavó los ojos en el dedo anular de ella y luego volvió a posarlos en su rostro.


–¿No estás casada? ¿O eres demasiado rebelde para llevar anillo de casada?


–Ni estoy casada, ni tengo novio, ni salgo con nadie ni nada. ¿De dónde voy a sacar tiempo para todo eso?


–Si quisieras lo sacarías –respondió él en tono desafiante.


¿Si quisiera? Sí, claro que quería. Pero tenía que ser con un hombre con el que se compenetrara. Y eso era muy difícil.


–No es una de mis prioridades en este momento –mintió ella.


Pero, a juzgar por la sonrisa de autosatisfacción de Pedro, sus palabras no habían logrado convencerlo. ¡Maldición! Había caído en la trampa que él le había tendido.


–Así que la vida es toda trabajo para la encantadora señorita Chaves. No parece muy divertido.


–¿Me vas a decir que tu vida es una continua fiesta, que no tienes que trabajar?


Maldito ese hombre por sacarla de quicio.


–Yo no he dicho eso –respondió Pedro, que al momento volvió la cabeza en dirección a la puerta y vió a una pareja con bolsas de compras empujando un cochecito con un niño.


Paula no podía moverse. La atmósfera entre ellos se había tornado eléctrica. Era como si un imán los atrajera.


El Sabor Del Amor: Capítulo 29

La rubia que tenía enfrente se inclinó hacia delante y colocó los brazos sobre la mesa hasta quedar a escasos centímetros de la nariz de él. Entonces, le dedicó una dulce sonrisa.


–Una pregunta muy fácil de responder: La idea fue mía. Sé perfectamente en lo que me he metido y también sé que cocinar es un trabajo duro.


Entonces, Paula se echó hacia atrás y volvió a sonreír antes de añadir:


–Esta vez, soy yo quien impone las reglas. Y no te puedes imaginar lo liberador que es.


Le indicó el plato que le había puesto delante.


–Como he dicho antes, aquí no se toma café sin comer algo. Eso, tartaleta de pera con almendra, es mi especialidad. Que te siente bien.


Pedro se quedó mirando el plato y después, al alzar la mirada, se encontró con los brillantes ojos verdes de ella. Aunque los ojos de Paula no eran simplemente verdes. Eran verdes bosque, verdes primavera. La clase de verde que le dejó sin respiración. Fuera hacía calor, pero el interior del café era una auténtica sauna. Debía ser por los hornos. Ella lo miraba fijamente con la cabeza ladeada a la espera de una respuesta o un comentario por parte de él. Por fin, la vió desviar los ojos y, con una servilleta, Paula sacó brillo al tenedor inmaculado al lado del plato.


–Sabes perfectamente lo difícil que es abrirse camino en el mundo de la cocina. Tú tuviste suerte y yo también. Los dos teníamos dinero y apoyo. Hay mucha gente joven que solo puede estudiar si le dan una beca. Yo creo que merece la pena. El hecho de que haya elegido la repostería no significa que haya tirado a la basura mi título en dirección de empresas cuando iba de camino a la escuela de cocina.


Paula encogió los hombros y añadió:


–Relájate, Pedro. La asociación para recaudar fondos para dar becas tiene un equipo de administración profesional. Si tienes alguna duda, habla con Sebastián, que conoce todos los detalles y nos ha ofrecido el hotel Alfonso para dar la fiesta.


Ah, de eso se trataba. Aquella chica tenía miedo de que él transformara la fiesta de recaudación de fondos en una gala para promocionarse a sí mismo. ¿Era así como le veía, como un egoísta consumado? El día estaba resultando ser mucho más interesante de lo que había imaginado. Y sin más, Paula le tendió la mano mirándolo fijamente a los ojos. Unos ojos intensos.


–Anoche hicimos un trato: Ir a la gala a cambio de una cama y desayuno para tu madre. Lo que quiero saber es si no te vas a echar atrás.


Pedro miró el plato, después alzó la mirada y la clavó en esos ojos verdes brillantes. Entonces, tomó la mano de ella. La mano de Paula era cálida y pequeña, estaba pegajosa y tenía callos; los dedos largos y fuertes. No era la mano de una chica, sino la de una mujer que cocinaba, amasaba harina y fregaba. Los músculos de las muñecas y los brazos eran fuertes. Estaba acostumbrado a estrechar las manos de hombres y mujeres que trabajaban en la construcción, pero aquello era diferente. Sintió energía, conexión.


–Te dí mi palabra y allí estaré.


Por fin, más tarde de lo necesario, ella le soltó la mano. A juzgar por las arrugas del ceño de ella, vió que no era él solo quien había sentido tan profundamente el contacto.

El Sabor Del Amor: Capítulo 28

Pero Rosario dejó de sentirse especial cuando él agarró sus cosas y se marchó una hora después. Y lloró, se humilló y suplicó en vano. Unas semanas después, llegó a sus oídos el rumor de que trataba de superar el trauma de la ruptura a base de vodka y vino del hotel. Paula era la aprendiza de repostería a la que él había despedido con el fin de darle a Rosario una lección y hacerla reaccionar. Esa era la explicación.


–Sí, lo recuerdo muy bien. Acabé llevando a Rosario a casa de sus padres unos días después y le busqué un psicoanalista para que la ayudara a superar el mal momento. Tuvimos una buena relación mientras duró y es una mujer extraordinaria. El otoño pasado la ví a ella y a su marido en Los Ángeles en una conferencia de cocineros. Se les ve muy felices y tienen un restaurante. Me alegro de que le vaya bien.


Despacio, Pedro descruzó los brazos y los estiró encima de la mesa.


–Eso fue hace mucho tiempo, Paula. Tomé una decisión. En aquel momento, me pareció la decisión correcta. Punto final.


Paula jadeó y se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos.


–¿La decisión correcta? ¿Para quién? –Paula se recostó en la silla y parpadeó–. ¿Es eso todo lo que se te ocurre decir? ¿Es esa la única disculpa que voy a recibir de tí? Porque, si es así, es despreciable.


–No es una disculpa. Yo era el responsable de contratar gente buena y con talento para el restaurante, y Rosario es una magnífica repostera. Hasta que no afectó su trabajo, no me había dado cuenta de que bebía.


Pedro se inclinó hacia delante y plantó las manos en la superficie de la mesa.


–Lo único que siento es haber permitido que los sentimientos me nublaran el entendimiento. Debería haberme dado cuenta mucho antes de que Rosario tenía problemas con el alcohol y debería haber hecho algo para evitar que ocurriera lo que ocurrió. En vez de eso, me aparté de ella y no me enteré de lo que pasaba hasta que ya era tarde. Esa fue mi equivocación.


–¿Y no lo fue utilizarme como chivo expiatorio? Tuve suerte de conseguir trabajo al día siguiente, aunque tuve que rogar bastante.


Pedro sonrió.


–A veces soy demasiado sensible.


–¿En serio? No tenía ni idea –respondió Paula con veneno en cada palabra–. Lo disimulas muy bien.


–Todo lo contrario –Pedro se encogió de hombros–. Considera, por ejemplo, esa fiesta a la que has conseguido que accediera a ir –Agarró la taza de café y bebió un sorbo–. Por cierto, me gustaría saber algo más del asunto. Para empezar, me gustaría saber quién dirige la función. ¿De quién ha sido la idea de crear esas becas para preparar a cocineros? Espero que sepan en el lío que se meten. El de cocinero es un trabajo muy duro.

El Sabor Del Amor: Capítulo 27

Paula respiró hondo y volvió a la cafetera, murmurando algo ininteligible.


–Perdona –dijo Pedro alzando las manos–. Estoy tan acostumbrado a entrar en las cocinas de otros que me he olvidado de mis modales.


–Bien, espero que no lo olvides en la fiesta de recaudación de fondos –dijo Paula señalándole con la cuchara del café–. La idea es recaudar fondos para dar becas a gente que quiera estudiar en la escuela de cocina, no espantar a los patrocinadores.


–Eh, sé comportarme civilizadamente cuando la ocasión lo requiere –respondió Pedro con una dulce sonrisa.


–Me alegra saberlo –Paula suspiró y se acercó a la mesa con una bandeja en la que llevaba dos tazas de café que olían maravillosamente.


Paula dejó la bandeja en la mesa y luego ocupó la silla opuesta a la de él. Pedro bebió el oscuro y caliente líquido. Justo como a él le gustaba. Perfecto.


–Un café excelente. Ah, quería darte las gracias por ayudarme con mi madre ayer. Has sido muy generosa –dijo Pedro–. Te lo agradezco sinceramente.


–No tiene importancia. Ana no me causó ningún problema.


Tras un quedo gruñido, Pedro dejó la taza en la mesa, cruzó los brazos y se recostó en el respaldo del asiento.


–No tienes muy buena opinión de mí, ¿Verdad? –dijo Pedro inesperadamente–. Por favor, explícame por qué.


Paula parpadeó varias veces, bebió un sorbo de café y miró a Pedro, que la miraba fijamente.


–Anoche no era la primera vez que nos veíamos, como bien sospechabas. Hace tres años fui una de las estudiantes a las que concedieron trabajo de prácticas en la cocina de uno de los hoteles Alfonso aquí, en Londres. Una noche estabas sentado a la mesa con unos invitados tuyos y… Me despediste. Me pusiste de patitas en la calle.


Paula entrelazó los dedos alrededor de su taza de café y Pedro pudo verle los nudillos casi blancos debido a la fuerza con que agarraba la taza. También notó temblor en la voz de ella.


–¿Te acuerdas de la jefa de repostería, Rosario? Aquella noche, apenas podía tenerse en pie de lo borracha que estaba, así que mucho menos cocinar. Fue Rosario quien preparó los postres, pero a quien le echaste la culpa fue a mí y a quien despediste fue a mí, no a ella.


Paula hizo una pausa y alzó la barbilla con gesto desafiante antes de añadir:


–Todo el mundo sabía que, por aquel tiempo, te estabas acostando con Rosario, así que no es de extrañar que no la despidieras, a pesar de ser la responsable de aquel desastre. Así que tuve que marcharme y ella se quedó. ¿Lo comprendes ahora, Pedro?


Pedro consideró las amargas palabras pronunciadas por la bonita chica sentada frente a él. Sí, se acordaba de Rosario muy bien. Repentinamente, sintió arrepentimiento y desilusión. Sus reglas eran muy sencillas y fáciles de recordar: Podían divertirse y, mientras la relación durase, él sería fiel; después, cuando se acabara, se separarían y cada uno iría por su lado. Así había sido siempre y lo dejaba muy claro desde el principio cuando salía con una mujer. O lo tomaba o lo dejaba. Blanco o negro. La relación con Rosario se había prolongado más que con el resto de las mujeres con las que había salido y, durante meses, habían estado muy bien juntos. Hasta que ocurrió lo inevitable: Rosario empezó a decirle que lo quería y que ella era diferente a las otras que había habido en su vida, por lo que las reglas de él quedaban invalidadas. Se consideraba demasiado especial y diferente para ser tratada como a las demás.

El Sabor Del Amor: Capítulo 26

Y Pedro cumplía sus promesas. Aunque eso significara encontrarse en una pastelería a media mañana un día laboral.


–Gracias, damas y caballeros –gritó Paula–. Han estado magníficos. Son las estrellas del futuro, de eso no hay duda. Y no se les olvide que el club Yummy Mummy volverá a reunirse a esta misma hora la semana que viene. Y ahora, vamos a gritar la palabra que más nos gusta en el mundo… Espera, Helena. Eh, Adrián, deja de hacer eso. Una, dos y tres… ¡Pasteles!


Pedro parpadeó y medio cerró los ojos cuando los bailarines gritaron a coro y empezaron a dar saltos. Lo único que podía hacer era echarse a un lado mientras las madres agarraban a los pequeños y, pasando por su lado, salían con ellos del café. Sujetar la puerta para que salieran le pareció una buena idea. En principio. El problema fue cuando una mamá encantadora se paró delante de él y le dijo:


–Hola, guapo. ¿No te han dicho nunca que te pareces a ese cocinero tan horrible que sale en la tele y que le grita a todo el mundo?


–Sí, no es la primera vez que me lo dicen. Me da igual.


La mujer se marchó y, cinco minutos más tarde, el café se vió libre de niños.


–¿Estás libre el jueves de la semana que viene por la mañana? – le preguntó Paula sin preámbulos–. Las madres te lo agradecerían inmensamente.


–Lo siento, estoy ocupado. Y, por favor, dime que no es siempre así.


–No, a veces los niños se alborotan mucho –respondió Paula con una sonrisa–. Pero se lo pasan muy bien, están entretenidos y las madres pueden charlar un rato entre ellas. A mí me encanta –Apretó los labios–. ¿Te apetece un té?


–No se lo digas a Sofía, pero me encantaría un café –contestó Pedro acercándose al mostrador.


–Deja que lo adivine. Un café americano.


–Siento ser tan transparente. Dame un puñetazo.


–Con gusto –susurró ella antes de sacudir la cabeza y encogerse de hombros–. Pero en este establecimiento no se pega a los clientes. Y otra cosa, si eres cliente tienes que comer algo con la bebida. Se me han acabado los donuts, pero tengo montones de pasteles y tartas.


Paula se volvió de espaldas a él para terminar de preparar el café y continuó hablando, pero no se la podía oír debido al ruido de la cafetera.


–Perdona, no te he oído –dijo Pedro, y rodeó el mostrador para acercarse a Paula.


Pedro tenía delante una cocina del tamaño de la de su piso en Londres. La diferencia era que la cocina de aquel café tenía electrodomésticos de acero inoxidable y lo que parecían dos hornos de pastelería. El aire estaba impregnado de un delicioso aroma.


–¿Qué haces? –preguntó ella apretando los dientes antes de ponerle las manos en el pecho y empujarle con fuerza–. Nadie, absolutamente nadie, entra en mi cocina sin pedirme permiso primero. ¿Dejas tú entrar a cualquiera a tu cocina? No, claro que no. Sal de aquí y no vuelvas a entrar. Gracias, mucho mejor así. Siéntate, enseguida iré con tu café.