miércoles, 23 de junio de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 42

 –No te comprendo. Sebastián me ha dicho que tu padre y tu madre se llevan bien, a pesar de estar divorciados.


–Sí, así es. En eso tengo suerte. Horacio Alfonso conoció a mi madre cuando abrió el primer hotel Alfonso, en Nueva York. Mi madre era una pintora que llevaba una vida bohemia en una colonia de artistas en Los Hamptons, Long Island, y hacía exposiciones en Nueva York cuando necesitaba dinero. Bueno… ya has visto a mi madre –Pedro sonrió–. Mi madre es muy guapa, divertida y tiene mucho talento. Es natural que mi padre se enamorara de ella. De joven, por lo visto, era deslumbrante, y debía adorar a mi padre cuando aceptó ir a vivir a Nueva York. Pasaron seis años felices en esa ciudad antes de venir a Londres a abrir el primer hotel aquí. Fue entonces cuando las cosas cambiaron. Fue mi madre quien, al final, dijo que no soportaba vivir aquí.


–¿No soportaba Londres?


–No era eso exactamente, sino el cambio tan brusco en su vida. A mi madre le gusta la vida rutinaria, sencilla y familiar, y no logró adaptarse al ritmo de Londres. Por fin, decidió volver a Los Hamptons a pasar un par de meses, aunque venía a Londres con frecuencia para verme a mí. Yo era pequeño y me quedé con mi padre, aunque tuve que acostumbrarme a los aeropuertos.


–Eso debió ser muy duro para tí, aunque hay gente que vive así. Mi padre presumía de que un año solo durmió quince días en su cama. El precio de la vida moderna.


–Puede que eso no causara problemas en tu familia, pero en la mía sí. Mi padre hizo planes para trasladarse otra vez a Nueva York, pero mis abuelos, que vivían en Suffolk, le necesitaban aquí. Mi madre cada vez se ausentaba por periodos más prolongados y, al final, mis padres se distanciaron. Yo era demasiado pequeño para entender lo que era el divorcio y, en realidad, mi vida no cambió gran cosa… hasta que mi padre conoció a la madre de Sebastián, María. Con ella, por primera vez en mi vida, supe lo que era tener una madre pendiente de mí y con quien podía contar para todo… Y además me dió un hermano.


–Sebastián. Querías mucho a María, ¿Verdad?


–La adoraba. Por supuesto, sabía que mi madre era Ana y también la quería. Solía venir para los cumpleaños y por Navidad con sus amigos, y entonces la casa era un caos total. Pero a María y a mi padre no les importaba, abrían la casa a todo el mundo. María era una persona muy especial y Sean era genial. Y yo tenía una familia que apoyaba en todo a un adolescente confuso. Sí, me encontraba muy bien, demasiado bien. Pero todo se vino abajo y yo me derrumbé.


–María. Sebastián le contó a Sofía que murió cuando él era muy joven. Lo siento.


–Sí, fue terrible. Algún día, cuando pasen unos años, pregúntale a Sebastián sobre la vida de su madre como refugiada, después de huir de una guerra y de la destrucción de su país para acabar muriendo de cáncer. Yo no puedo hablar de ello, me dan ganas de liarme a puñetazos contra todo.


Pedro alzó un brazo y arrancó una hoja del arbusto al lado del banco; despacio, rompió la hoja en trozos pequeños mientras continuaba:


–Tenía diecisiete años cuando ocurrió, también tenía mucho dinero y carné de conducir, y la ira me corroía. Así que me lancé a una vida de autodestrucción: Alcohol, sexo, juego y malas compañías. La policía me tenía fichado. También me rompí algún hueso que otro. Me cambiaron la forma de la nariz, como es fácil ver.

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