miércoles, 30 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capitulo 65

¿Por qué nunca antes se había dado cuenta de lo realmente guapa que era? ¿O habría ido sufriendo esa metamorfosis de manera gradual, delante de sus narices, sin que él se diera cuenta?  No estaba seguro. Lo único que sabía era que ahora se daba cuenta de todas esas cosas y que eso le producía un nudo en el estómago que apenas le dejaba respirar.


 –Estoy demasiado cansada para ir a nadar desnuda al lago –le dijo ella.


Además, lo último que deseaba era parecer una mujer desesperada y pegajosa, dispuesta a comerse cualquier migaja que él quisiera lanzarle.


 –Entonces lo dejamos para otro día –respondió él con una voz tan seductora que a Paula le costó concentrarse.

 

–Para otro día –convino ella. Sentía que la cabeza le daba vueltas, como si no formarse parte del resto de su cuerpo.


 Se obligó a concentrarse en sus alrededores, a comportarse como si todo fuera normal con él, y lo normal era que Pedro nunca le prestara atención. Pero en aquel momento sí lo hacía. Paula miró su plato y vió que se había comido la porción de pastel que le había servido.


 –¿Te apetece otro trozo de pastel? –preguntó automáticamente.

 

Sin dejar de mirarla a los ojos, Pedro negó lentamente con la cabeza. Entonces, antes de responder verbalmente, estiró el brazo por encima de la mesa y le agarró la mano para impedir que se levantara.

 

–No –respondió–. No deseo más pastel.

 

¿Por qué aquello parecía una frase para ligar? ¿Y por qué le costaba cada vez más esfuerzo respirar? Como si el aire de sus pulmones se hubiera solidificado y no pudiera aspirar más.  «No lo digas, no lo digas», se ordenó a sí misma. Sería como lanzarse a un precipicio. Aun así, a pesar de sus advertencias, se oyó a sí misma pronunciando las palabras.


 –Entonces, ¿Qué es lo que deseas?

 

Pedro se puso en pie y, por un instante, ella pensó que iba a marcharse. Pero no lo hizo. En su lugar, tiró de su mano y le obligó a levantarse. Paula se levantó del asiento como si estuviera en trance, sin apartar la mirada de él. El corazón empezó a golpearle con tanta fuerza las costillas que le sorprendió poder oír su respuesta.

 

–A tí.

 

Paula tragó saliva e hizo todo lo posible por que le salieran las palabras de la boca.

 

–Yo no estoy en la carta –dijo al fin sin apenas mover los labios.

 

Pedro sonrió antes de hablar.


 –Bien, porque me gusta pedir cosas que no estén en la carta de siempre.

 

Un escalofrío recorrió su espalda. No tenía sentido y, a la vez, tenía todo el sentido del mundo. Pero no tuvo tiempo de interpretarlo porque, acto seguido, Pedro le rodeó la cara con las manos y la besó; con tanta suavidad que le pareció estar fantaseando. Cuando la sangre empezó a calentársele, el calor de sus labios se le coló dentro e hizo que la cabeza le diera vueltas como si estuviera montada en un tiovivo. Sabía que lo que estaba experimentando era real. Movido por el agradecimiento, por la oportunidad o por la casualidad, Pedro estaba besándola. Besándola y, al mismo tiempo, cambiando su vida para siempre.


Yo Estaba Aquí: Capítulo 64

A Paula le pareció que estaba mirándola de manera extraña. ¿Habría algo que no le había contado? Rebuscó en su mente intentando encontrar una respuesta. Pero no se le ocurrió nada.


 –¿Qué? –le preguntó.

 

Pedro no se había dado cuenta de que se había quedado mirándola.

 

–Estoy impresionado, nada más. Sigo pensando en tí como la niña flacucha con la que iba a nadar al lago todos los veranos –dijo antes de sonreír. Sonreír de verdad.

 

Paula no podía quitarle los ojos de encima. Cuando sonreía así, le legaba al corazón. Algo pasaba. Algo que no tenía nada que ver con que hubiera ayudado a Luciana a dar a luz.


 –¿Ahora qué? –preguntó.


 –Acabo de acordarme –respondió él con gran misterio.

 

A aquel hombre había que sacarle las palabras con sacacorchos.

 

–¿Acordarte de qué?

 

La sonrisa parecía cada vez más sexy y a ella empezaba a costarle trabajo quedarse allí sentada sin moverse.

 

–Que algunas de esas veces íbamos a nadar desnudos.

 

–Teníamos ocho y nueve años –le recordó ella–. Por entonces no había ninguna diferencia –al menos ninguna por la que ella se sintiese insegura.

 

–Oh, claro que las había –respondió él con una mirada sexy y traviesa.

 

Paula se estiró e hizo lo posible por parecer indignada, aunque sabía que no se le daba bien.

 

–Solo dices eso para ponerme nerviosa y avergonzarme –pero no pudo evitar sentir curiosidad–. ¿Tú te fijabas? –le preguntó. Que ella recordara, lo único que querían por entonces era meterse en el agua para refrescarse.

 

–Que yo recuerde, yo era un chico de sangre caliente –contestó él–. Claro que me fijaba –vio que se le sonrojaban las mejillas increíblemente–. ¿Ahora vas a ruborizarte? ¿Quince años después?


Completamente avergonzada, Paula se encogió de hombros y apartó la mirada.

 

–No creí que te fijaras –murmuró.


 –Si no lo hice, debería haberlo hecho –contestó Pedro.


 –Así que en realidad no te fijabas –dedujo ella, y suspiró aliviada.

 

–Puede que no –admitió Pedro. No quería avergonzarla por algo que había sucedido en el pasado. Sin embargo el presente era otra historia bien distinta. Habría tenido que estar ciego para no fijarse en sus atributos.

 

¿Cómo era posible que no se hubiera fijado nunca antes de recogerla aquella noche para ir a Murphy’s? La miró de arriba abajo y detuvo la mirada en sus pechos mientras ella intentaba regular su respiración.


 –Pero ahora sí que me fijo. 


Paula habría jurado que podía sentir sus palabras acariciando su piel. Le parecía que cada vez hacía más calor allí.


 –Puede que no te hayas dado cuenta, pero ahora mismo no estamos nadando desnudos –señaló ella, y se felicitó a sí misma por haber podido pronunciar las palabras a pesar de tener la garganta y la lengua secas.

 

–Pero podríamos estarlo –contestó él–. No estamos muy lejos del lago.

 

–Estamos a mitad de diciembre –dijo ella. A nadie se le ocurría ir a nadar al lago en diciembre.

 

–El agua se mantiene más caliente que la tierra –le recordó Pedro sin dejar de mirarla a los ojos. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 63

 –¿Cómo está Luciana? –preguntó cuando se sentó a la mesa frente a Pedro. Sabía que había ido aquel día al hospital de Pine Ridge para ver a su hermana y a los gemelos.

 

Además de querer saber cómo estaba la nueva madre, Paula estaba intentando pensar en algo que no fuera el hecho de que la cafetería de pronto parecía un lugar muy romántico, con todas las luces apagadas salvo la más cercana a la mesa en la que se encontraban ellos.  Solo habría sido más romántico si en vez de la luz hubiera habido velas. Eso habría sido su perdición.


 –Inquieta –respondió Pedro–. Ya conoces a Luciana. Le cuesta tomarse las cosas con calma, pero está bien. Gracias a tí.

 

Paula cambió de postura en su asiento. Tal vez lo del café y el pastel hubiera sido una mala idea. Se le pasaban muchos pensamientos por la cabeza, pero ninguno tenía que ver con la conversación, sino con el hombre con quien estaba manteniéndola.

 

–Ya te dije que Luciana hizo todo el…

 

Pedro puso los ojos en blanco.

 

–¿Vas a aprender alguna vez a aceptar un cumplido? –le preguntó–. Nadie va a pensar que eres una creída si dices «Gracias» cuando alguien dice algo positivo sobre lo que has hecho.


 Paula resopló y murmuró:

 

–Gracias.

 

Pedro sonrió con satisfacción en sus ojos marrones.

 

–¿Ves? ¿Tan difícil ha sido?


 –No, pero…


 –No, no, no –dijo Pedro negando con un dedo frente a ella para que no siguiera hablando–. Déjalo ahora que aún estás a tiempo –toda su familia quería darle las gracias a Paula y él no pensaba permitir que le quitara importancia a lo que había hecho por Luciana–. Además, Luciana nos ha dicho que sintió que se desmayaba y, a juzgar por el corte de la frente, creo que debió de golpearse la cabeza contra el lavabo al caer. Si no la hubieras encontrado tú, ¿Quién sabe cuánto tiempo habría estado inconsciente?


 Cierto, había despertado a Luciana, pero seguramente no se habría quedado inconsciente durante mucho más tiempo.

 

–Probablemente hasta sentir la primera contracción realmente fuerte, creo yo –respondió.

 

En esa ocasión fue él quien se calló. Paula era demasiado modesta para su propio bien. En aquel aspecto, era lo contrario a él. A él le gustaba llamar la atención; al parecer ella estaba más a gusto en la sombra. Pensó que podrían aprender el uno del otro, sobre todo él de ella, aunque no pensaba admitirlo. Al menos por el momento.


 –Lo único que sé es que Luciana ha dicho que no habría salido todo tan bien si tú no hubieras estado allí. Por cierto –añadió mientras comía pastel– , a Luciana y a Cristian les gustaría que fueras la madrina de los gemelos.


 Paula dejó caer su tenedor en el plato y se quedó mirándolo, pero no por la belleza de su rostro, sino por lo que acababa de decirle.


 –¿Qué?

 

–Madrina –repitió él más despacio y pronunciando cada sílaba–. ¿No estás familiarizada con el concepto de madrina? –le preguntó.

 

–Claro que sí –respondió ella–. Es que… ¿No prefiere que la madrina sea alguien más cercana a ella?

 

–Ahora mismo, la única persona más cercana que tú es Dios –contestó él riéndose–. Mi padre quiere adoptarte. Y Cristian me ha pedido que te dijera que será tu abogado de por vida… Y gratis. Según Luciana, y la señorita Joan, mantuviste la calma durante todo el proceso, de principio a fin. Eso ayudó mucho a que Luciana se calmara también. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 62

Dispuesta a dejar entrar a aquella ave nocturna, pensaba advertirle a la persona que lo único que tenían disponible era medio pastel y los restos del café. Cuando vió a Pedro de pie al otro lado de la puerta, se le aceleró el pulso como siempre, pero no por la razón habitual. Ray había estado ausente casi todo el día, en el hospital con el resto de su familia. Que estuviera allí solo podía significar una cosa.


 –¿Les ha ocurrido algo a Alma o a los bebés? –preguntó casi sin aliento mientras abría la puerta para dejarle entrar.

 

Pedro la miró de manera un poco extraña cuando entró.

 

–No, que yo sepa. ¿Por qué?

 

Paula se quedó mirándolo perpleja.

 

–Entonces, ¿Qué estás haciendo aquí?

 

Él se rió.

 

–Pensé que tal vez la mujer del momento quisiera que la llevaran en coche a casa. Imagino que habrás estado sin parar un instante desde las seis de la mañana.

 

–Desde las cinco –especificó ella–. Llevo levantada desde las cinco – le parecía que había pasado una eternidad–. Pero ya no llevo la cuenta –dejó de moverse y se quedó mirándolo de nuevo, tan sorprendida como hacía un segundo, cuando le había dicho el motivo por el que estaba allí–. ¿De verdad has venido para llevarme a casa?

 

–Claro –respondió él–. ¿Por qué no? Eres mi mejor amiga –le recordó– . Y hoy has hecho mucho más de lo que haría cualquier mejor amiga –añadió con una gran sonrisa–. Así que quería hacer algo por tí a cambio.


Mientras suspiraba, Paula se permitió relajarse por un instante y sentir el peso del cansancio. Le parecía interminable.

 

–Agradezco la oferta –le dijo–. Porque, ahora que he dejado de moverme, siento que estoy agotada –confesó. Pero, incluso aunque Pedro acabara de decir que simplemente estaba devolviéndole el favor, sintió que tenía que hacer algo a cambio por él por ser tan considerado–. ¿Quieres algo de postre y un café? –preguntó señalando el pastel cubierto de chocolate que seguía en la vitrina.

 

Pedro asintió con entusiasmo.

 

–Pastel y café suena bien, siempre que tú te lo tomes conmigo. 


Paula estuvo a punto de poner pegas como tenía por costumbre, pero entonces lo pensó mejor. Al fin y al cabo ya había terminado de trabajar.


 –Claro. Pero dame un minuto.

 

Recorrió la cafetería apagando las luces de todas las zonas salvo la luz situada en la parte de atrás, que no podía verse desde la puerta.

 

–¿Qué estás haciendo? –preguntó él. Si no hubiera sabido que era imposible, habría pensado que estaba creando una atmósfera romántica en vez de cerrar el local sin más.

 

–Ya hemos cerrado, así que, si alguien se asoma, no quiero que vea las luces encendidas. Si no, pensarán que sigue abierto. Llamarán con más fuerza esperando una respuesta y yo me sentiré culpable por no dejarles entrar. Es mucho más fácil si apago todas las luces menos esa última – explicó señalando con la cabeza hacia la mesa situada en un rincón.

 

Él se rió. Aquello era típico de Paula.

 

–Es muy propio de tí –le dijo mientras se metía detrás de la barra para ir a por la cafetera–. Vamos a dividirnos el trabajo. Tú te encargas de las luces y yo del pastel y del café –sugirió.

 

–No importa. Yo puedo… –pero Paula no tuvo ocasión de terminar la frase.


 –No me discutas –le dijo–. Ya es hora de que alguien te sirva a tí para variar.


 Paula no sabía cómo responder a eso.  Así que no respondió. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 61

Paula empezaba a sentir que el día no iba a acabar nunca. La señorita Joan acabó saliendo a ayudar en la cafetería, después de que se llevaran a Luciana y a los gemelos a Pine Ridge para que los examinaran debidamente. Sabiendo que, a pesar de su actitud, la señorita Joan estaba preocupada por Luciana y por los bebés, Paula le dijo que podía irse con su nuera. Como era de esperar, su jefa se negó.


 –Ahora mismo necesitan estar a solas, aunque estar a solas es lo que les ha llevado a esto –comentó la señorita Joan con una sonrisa. Tomó aliento y miró a su alrededor–. Veo que has sabido defender el fuerte bastante bien.


 –No tenía otra opción –respondió Paula mientras llevaba corriendo tres pedidos de tortitas y zumo–. Además, Eduardo está ayudándome, así que no es tan malo como podría ser –si hubiera tenido que cocinar ella, las cosas tal vez hubieran ido más lentas.

 

–¿Dónde está Nadia? –preguntó la señorita Joan, mirando a su alrededor por segunda vez. Nadia tenía que trabajar también aquella mañana.

 

–Llamó para decir que iba a llegar tarde –contestó Paula sin mirarla.


 Su jefa se quedó mirándola fijamente.

 

–No ha llamado, ¿Verdad?

 

Paula frunció el ceño. Si había algo que odiaba más que mentir era que la pillaran mintiendo. 


-No –admitió– pero llegará. Siempre aparece.

 

–Deja que te dé un consejo muy importante –dijo su jefa, le pasó un brazo sobre los hombros e hizo que se detuviera un instante–. Nunca juegues al póquer, niña. No tienes buena cara de póquer.


 Aún con la bandeja llena en las manos, Paula asintió.


 –Intentaré recordarlo –contestó–. Pero ahora mismo estoy ocupada intentando recordar quién quiere qué en la mesa cuatro.


 –No importa. Ese tío del bigote que hay en la cocina puede hacer que hasta una bota sepa bien. Y, si alguna vez le dices que he dicho esto, te despido, ¿De acuerdo?

 

–Entendido –le aseguró Paula.


 –Muy bien. Ahora vuelve al trabajo.

 

–Eso era lo que pretendía, señorita Joan. Eso era lo que pretendía – murmuró Paula en voz baja mientras se dirigía hacia la mesa cuatro.



Sentía como si hubiera estado trabajando sin parar durante todo el día. Sumado a eso, en un momento dado, la señorita Joan la había dejado al cargo y se había ido con Juan a visitar a Luciana al hospital de Pine Ridge.  Habían decidido que sería mejor que Luciana pasara la noche en el hospital, donde estaría bien atendida, antes de comenzar su vida como madre de gemelos, cosa que algunos definían como lanzarse a un río revuelto en barca y sin remos. Tras llamar a su madre para decirle que acostara a Camila porque ella todavía tardaría algunas horas en llegar, Paula se quedó también al tercer turno después de haber hecho los dos primeros. Su torrente de adrenalina se había agotado por completo cuando por fin terminó la jornada aquella noche. Arrastrando los pies uno detrás del otro, se acercó a la puerta y cerró. Una vez hecho todo, suspiró aliviada. Justo cuando se dió la vuelta, oyó que alguien llamaba a la puerta. Una parte de ella quiso fingir que no lo había oído y seguir andando hasta llegar al despacho. Pero iba en contra de su naturaleza darle la espalda a alguien. Así que, a pesar de que las demás camareras y los cocineros se hubieran marchado y solo quedara ella en la cafetería, Paula se dió la vuelta para volver a la puerta. 

lunes, 28 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capítulo 60

A Paula le sorprendió que Pedro hubiera prestado tanta atención a lo que ella le había contado. Normalmente sus conversaciones iban sobre él o sobre la nueva mujer que hubiese despertado su interés. En las raras ocasiones en las que la conversación giraba en torno a ella, daba por hecho que lo que decía le entraba por un oído y le salía por el otro.

 

–Así es –respondió ella, negándose a dejar volar su imaginación.

 

Daniel sonrió. Parecía que por fin iba a tener algo de ayuda.

 

–Puedes contar esto como prácticas. Estaré encantado de escribirte una carta de recomendación y, si necesitas más experiencia para graduarte, ven a verme luego y ya se nos ocurrirá algo. Me vendría bien una buena enfermera en la clínica.

 

Paula se quedó mirándolo. Se habría pellizcado a sí misma, pero no quería correr el riesgo de despertarse.

 

–Lo haré –le dijo, como si de pronto estuviera completamente recargada de energía y pudiera seguir haciendo cosas durante horas.


Pedro le dirigió una sonrisa y levantó los pulgares mientras seguía al médico hacia el lavabo. Si Paula pensaba que tendría más tiempo para saborear aquel nuevo cambio en su vida, se dió cuenta de que estaba equivocada. Tras ella, oyó el ruido de la gente entrando en la cafetería. Gente hambrienta que empezaba su día desayunando en la cafetería de la señorita Joan. Se dió la vuelta para ver las caras de las personas que entraban y buscó entre ellas a Angélica o a Eduardo, la cocinera y el cocinero de la señorita Joan. Con energía o sin ella, Paula sabía que no iba a poder tomar pedidos y servir a los clientes después de haber cocinado primero esos mismos pedidos. Cuando vió entrar a Eduardo, prácticamente lo agarró del brazo y tiró de él hacia la cocina.


 –Oh, gracias a Dios.

 

El cocinero, que llevaba peleándose verbalmente con la señorita Joan más de lo que cualquiera pudiera recordar, la miró y se rio.


 –Muchas mujeres me han dicho eso al verme, pero me temo que eres un poco joven para mi gusto.


 –Y tú demasiado joven para el mío –respondió ella–. Pero esta mañana estamos escasos de personal y necesito que lleves la cocina. 


 –¿Acaso no hago eso siempre? –preguntó él mientras abría las puertas de la cocina–. Por cierto, ¿Dónde está la gruñona de nuestra jefa?

 

Por el momento, Paula pensó que lo mejor sería no decir nada sobre lo que había ocurrido en el lavabo de señoras.

 

–Está en la parte de atrás –se limitó a decir–. Ocupada. Ahora mismo solo estamos tú y yo para encargarnos de todo.


 –Ah –contestó Eduardo con placer en la mirada–. Bien –declaró con un guiño antes de desaparecer en la cocina.

 

Paula estiró los hombros, se preparó para tener un día muy largo y fue a atender a la mesa situada al otro extremo del local. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 59

  –¿Se te ha olvidado dónde guardamos los trapos, niña? –preguntó la señorita Joan, que de pronto había aparecido junto a ella. Sobresaltada, y aún eufórica, Paula se quedó con la boca abierta–. ¿Estás bien? Creí que te habías ido a comprar los trapos a la tienda.


 –Estoy bien –se apresuró a asegurarle Paula, y después explicó por qué no había regresado–. Pedro ha estado aquí. Venía buscando a Luciana. Le he enviado a buscar a Cristian y a ver qué pasa con el médico.

 

–Bien pensado. Yo iré a por los trapos, tú haz compañía a Luciana y a los bebés –contestó la señorita Joan señalando hacia el cuarto de baño.


 –No. Yo me encargo –insistió Paula–. Usted vuelva con Luciana para ver a sus nietos.

 

Imaginaba que su jefa se daría la vuelta y volvería a entrar en los lavabos, pero, en su lugar, la mujer se quedó mirándola y, en un momento de ternura inesperada, le dio un beso en la mejilla.  Cuando Paula se quedó mirándola, asombrada, murmuró:


 –Gracias.

 

–Como acabo de decirle a Pedro, Luciana ha hecho todo el trabajo.

 

–Pero tú le has explicado cómo –señaló la señorita Joan. Acto seguido se dió la vuelta y desapareció en dirección al lavabo.

 

Como si de pronto hubiera salido de un trance, Paula corrió hacia el armario para buscar los trapos. Un minuto más tarde entró Cristian, corriendo como si estuviera intentando huir de una estampida de ganado.


 –¿Dónde? –preguntó estresado al ver a Paula.


 –En el lavabo –respondió ella señalando con la mano.

 

En cuanto Cristian desapareció para ir a conocer a su nueva familia, Pedro y Angélica regresaron con el único médico del pueblo.


 –Perdón –se disculpó Daniel–. Estaba tratando el brazo roto de Alejo Riley y no podía dejarlo así. Necesito otro médico que me ayude –le dijo a Paula–. ¿Dónde está mi paciente? ¿O debería decir pacientes?

 

–Luciana y los bebés están en el lavabo. Cristian y la señorita Joan también.

 

–Parece que tendré que entrar con calzador –comentó el médico mientras caminaba en dirección a los lavabos.

 

–¿Doctor? –le dijo Paula. Cuando el médico se detuvo y la miró por encima del hombro, ella le entregó los trapos que había sacado del armario– . Puede que quiera llevarse esto. Ahora mismo los bebés están envueltos en delantales.

 

Daniel aceptó los trapos.


 –Eres una joven muy resuelta, Paula Chaves–le dijo con admiración en la mirada.

 

Ella se encogió de hombros, como si quisiera quitarle importancia al cumplido. Estaba acostumbrada a mantenerse al margen, en un segundo plano, a no destacar por nada.


 –Cuando hay una urgencia, tienes que apañártelas como puedas – contestó a modo de justificación.

 

Dado que en el lavabo no se oía ningún ruido, Daniel se permitió una pausa más larga.

 

–Pedro me ha dicho que estás estudiando para ser enfermera y que terminarás el curso en seis meses. ¿Es cierto? 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 58

 –¿Gemelos? –repitió Pedro–. ¿Dos bebés? –se quedó mirándola como si acabara de decirle que habían llegado los extraterrestres de Marte–. ¿Estás segura?


 Era asombroso que los hombres cuestionaran ciertas cosas. ¿Acaso pensaba que no sabía contar?

 

–Los he traído al mundo uno detrás de otro, así que sí, estoy segura. ¿Cómo llamarías tú a dos bebés que nacen con pocos minutos de diferencia?

 

–Una sorpresa –respondió Pedro automáticamente–. Oh, Dios mío. Cristian no sabe que ha dado a luz ya, ¿Verdad?

 

–No. A no ser que haya una cámara oculta en el lavabo de señoras. ¿Puedes ir a buscarlo? –le preguntó ella–. Y ya de paso averigua por qué el doctor Davenport tarda tanto. Iría yo, pero ahora mismo estoy un poquito agotada –confesó.


 –Soy un idiota –se dió cuenta Pedro en ese instante. Se había quedado tan sorprendido por la noticia y tan preocupado por su hermana que había ignorado que Paula había ayudado a Luciana cuando esta más lo necesitaba–. ¿Quieres algo? –preguntó. Miró a su alrededor para ver qué podría ofrecerle, pero no estaba muy familiarizado con la cafetería más allá de la zona de la barra.


 Paula se quedó sorprendida y conmovida por la pregunta de Pedro. Le quitó importancia, aunque en el fondo le hacía ilusión. Probablemente él no supiera lo dulce que estaba siendo, pero no importaba. Ella lo sabía, y eso era lo único que importaba.


 –No, estoy bien –le dijo–. Luciana ha hecho todo el trabajo duro. Yo solo le he dado instrucciones. Pero, si pudieras traer al médico y a Cristian, eso aseguraría el bienestar de Luciana en todos los aspectos. Parece estar bien, pero oírselo decir al doctor Davenport hará que se sienta mejor.

 

Pedro asintió y se dirigió hacia la puerta, pero, antes de salir, se dió la vuelta y regresó junto a ella. Sorprendida, Paula lo miró con incertidumbre. 


–¿Ocurre algo?

 

–No, nada –entonces la agarró por los hombros y le dio un beso en los labios–. ¡Eres la mejor! –declaró con entusiasmo.

 

Después la soltó y salió por la puerta mientras a ella el corazón amenazaba con salírsele del pecho. Si antes no le temblaban las rodillas, ahora sin duda lo hacían. Antes era debido a la tensión. Cierto que sabía lo que hacía y, gracias a sus estudios y al parto de Camila, tenía más experiencia que cualquier persona normal a la hora de ayudar a una mujer en el doloroso proceso de dar a luz. Pero siempre existía el peligro de que algo saliese mal, de que entrase una variable imprevista en la ecuación. Sin embargo, ahora las rodillas le temblaban como si fueran de mantequilla porque Pedro acababa de besarla y le había dicho que era la mejor. Sabía que la razón por la que había ocurrido era que Pedro se sentía aliviado de que su hermana estuviera bien y agradecido porque ella hubiera ayudado a Luciana en vez de venirse abajo como podría haberle pasado a cualquier otra persona, sobre todo al tener que traer al mundo a dos bebés, no solo a uno. Pero, fuera cual fuera la razón, la había besado y había dicho esas palabras mágicas. Palabras que hacían que se sintiera especial, aunque solo fuera por unos segundos. 

Yo estaba Aquí: Capítulo 57

 –Es un niño, Luciana –anunció–. Tienes uno de cada –con todo el cuidado que pudo colocó al bebé en brazos de su madre–. No te ofendas, Luciana, pero sinceramente espero que ya hayas terminado por hoy –agregó. 


Pero no hubo más sorpresas. Por segunda vez, Paula se dispuso a ponerse en pie. Al contrario que la primera vez, en esa ocasión lo consiguió.


 –Voy a por trapos limpios para envolver a los bebés –les dijo a Luciana y a la señorita Joan.

 

Dudaba que alguna de las dos la hubiese oído, pero no importaba, porque estaban ambas muy ocupadas en otros asuntos, pensó con una sonrisa mientras salía del cuarto de baño.  Y se dió de bruces contra Pedro.


 –¿Qué diablos te ha pasado? –le preguntó él al ver el estado de su uniforme.

 

Por primera vez desde que lo conocía, no se había disparado su Pedro, como llamaba a su capacidad para sentir su presencia siempre que él andaba cerca.

 

–Acabo de recibir una llamada de Cristian diciéndome que Luciana no contestaba al móvil y el sheriff ha dicho que debería haber llegado hace media hora. Sé que primero pasa por aquí a por su té, así que quería preguntarte si la habías visto.


Pronunció las palabras apresuradamente mientras contemplaba la sangre de su uniforme.  Paula asintió con la cabeza.

 

–Ahora mismo Luciana se encuentra en el lavabo.

 

–¿Está bien? –preguntó Pedro al tener la sensación de que aquella sangre no era de Paula.

 

Paula tomó aliento e intentó calmarse.


 –Ahora sí. Ah, por cierto, enhorabuena –dijo con una sonrisa–. Eres tío.


 Que él supiera, Luciana no salía de cuentas hasta dos semanas más tarde. El médico había calculado que el bebé nacería justo después de Navidad.


 –¿Qué? –le preguntó a Paula.


 –Luciana acaba de dar a luz a su bebé –explicó ella lentamente–. A sus bebés.

 

Pedro aún estaba procesando la primera parte de la frase.

 

–¿Aquí?

 

Ella asintió. Abrió un cajón situado a un lado y sacó varios trapos limpios.


 –No podían esperar.

 

–Espera… ¿Qué? ¿Podían? –repitió Pedro, claramente confuso. Se quedó mirando a Paula, intentando decidir cuál de los dos había perdido la cabeza–. ¿Qué quieres decir con que no podían esperar? ¿Quiénes?


 –Tu sobrino y tu sobrina. Luciana ha tenido gemelos –le dijo a Pedro–. Parece que Cristian y ella se lo tenían guardado. Solo lo sabían el médico y ellos. Por cierto, ¿Dónde está el médico? La señorita Joan había enviado a alguien a buscarle.

 

Pero Pedro no parecía estar haciéndole caso. Se había quedado parado al oír la palabra «Gemelos». Nunca antes le había visto quedarse pálido. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 56

 –Iré a buscar al médico…

 

–No hay tiempo –respondió Paula con impaciencia–. Que vaya otro. Necesito que se coloque detrás de Luciana, señorita Joan. ¡Ahora!

 

Sin decir nada más, la señorita Joan obedeció. Salió del baño, llamó a la única persona que había en la cafetería, Angélica, y la envió a buscar al médico. Volvió a entrar al cuarto de baño, se arrodilló detrás de su nuera y le apoyó los hombros contra su cuerpo para incorporarla un poco.

 

–Muy bien, Luciana –dijo Paula–. Ahora vuelve a empujar. Con más fuerza.

 

–Ya… Empujo… Con más… Fuerza.

 

–¡Otra vez! –ordenó Paula.

 

Segundos más tarde se oyó otra voz mucho más aguda en el cuarto de baño.  Llorando.


 –Es una niña. ¡Es una niña preciosa! Tienes una niña, Luciana –dijo la señorita Joan entre sollozos.

 

Paula, que tenía al bebé en brazos, se lo entregó a su abuela. La señorita Joan estaba temblando cuando tomó a la niña en brazos.

 

–Perfecta –declaró sin apartar la mirada de su nieta.


 Paula se echó hacia atrás sobre sus talones y respiró profundamente. Aquella había sido la experiencia más excitante que había vivido en mucho tiempo. Recordaba la emoción de tener a Camila en brazos tras asistir el parto. Era una sensación embriagadora.  Comenzó a levantarse.

 

–Voy a por un cuchillo para cortar el cordón –le dijo a Luciana.

 

Tuvo una sensación de déjà vu al ver que Luciana le agarraba la muñeca de nuevo y ponía cara de dolor.


 –Paula –dijo la ayudante del sheriff con una mezcla de sorpresa y certeza al mismo tiempo–. Aún no he acabado. Voy a tener gemelos.


 Paula volvió a apoyarse sobre los talones y estuvo a punto de preguntarle de qué estaba hablando, pero de pronto ya no hizo falta. Volvió a ponerse en el suelo junto a Luciana y vió que había otra cabeza asomando. ¿Gemelos?

 

–¿Qué sucede? –preguntó la señorita Joan. Desde su posición, detrás de Luciana, no podía ver lo que sucedía.

 

–Cristian y yo no se lo habíamos dicho a nadie. Queríamos que… Fuera nuestro… Secreto…

 

–Sí que te gustan las sorpresas –murmuró Paula–. ¡De acuerdo, aquí viene el número dos! –anunció–. Ya sabes cómo va esto, Luciana. ¡Empuja!

 

Luciana obedeció y empujó. Paula le ofreció todo el aliento que pudo y le dijo que empujara a intervalos regulares. Tras soportar los minutos más largos de su vida, se encontró a sí misma ayudando a traer al mundo al segundo nieto de la señorita Joan. El grito de Luciana no fue nada en comparación con el grito que había hecho que la señorita Joan fuese corriendo al cuarto de baño. Paula sujetó al bebé contra su pecho y experimentó un calor recorriendo su cuerpo que poco tenía que ver con la temperatura del recién nacido. 

viernes, 25 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capítulo 55

Paula tomó aliento. Aquello no iba bien.

 

–De acuerdo, me quedaré, Luciana. Me quedaré –le prometió. E intentó centrarse con gran esfuerzo–. Y no te preocupes. En realidad no es la primera vez que hago esto. Yo traje a Camila al mundo.

 

Por un segundo recordó el caos de aquella noche, con su hermano dándole órdenes y su novia gritando y llorando. Y allí estaba ella, en el ojo del huracán, rezando para hacerlo todo bien. Camila había nacido en cuestión de minutos y todo había salido bien.

 

–Daniela se puso de parto tres semanas antes de lo esperado y tampoco hubo tiempo de llevarla al médico. Y ahora sé más de lo que sabía entonces porque estoy estudiando Enfermería, así que todo saldrá bien. Confía en mí.

 

Estaba haciendo todo lo posible por tranquilizar a Luciana, pero al parecer no estaba consiguiéndolo. Luciana seguía asustada.

 

–Pero, Luciana, voy a necesitar la mano –le dijo Paula amablemente. La ayudante del sheriff no pareció registrar sus palabras–. Suéltame la muñeca, Luciana.


 Finalmente, Luciana abrió la mano y se clavó los dedos en sus propias palmas. El dolor estaba a punto de hacer que se desmayara.

 

–Lo siento… –murmuró.

 

–No tienes nada que sentir –le aseguró Paula–. Lo entiendo.

 

Se quitó el delantal e intentó colocarlo debajo del cuerpo de Luciana. Desde aquella nueva posición, podía verle mejor la cara. Tenía un corte abierto justo encima del ojo derecho. No resultaba difícil imaginar lo que había sucedido. Luciana debía de haberse golpeado la cabeza con el lavabo al desmayarse.  Pero en aquel momento eso era algo poco importante. La prioridad era traer al bebé al mundo sano y salvo.


 –Esto… es… Horrible –gimió Luciana.

 

–Acabará pronto, te lo prometo –le dijo Paula.


 Con determinación, le levantó la blusa y le quitó los pantalones elásticos que llevaba puestos.


 –Aquí empieza a ser personal, Luciana –murmuró–. Pero, como te he dicho, acabará pronto –«Aunque a ti no te lo parecerá», añadió para sus adentros. 


Nada más echar un vistazo tuvo claro que el bebé empezaba a asomar la cabeza y que además iba a nacer aunque ninguna de las dos estuviera preparada para el parto.

 

–Muy pronto –le dijo.


 –¿Paula? –preguntó Luciana con incertidumbre.

 

Solo con oír su nombre, Paula supo lo que Luciana estaba preguntándole.

 

–El bebé ya viene, Luciana. Necesito que presiones hacia abajo y empujes –le pidió–. Yo me encargaré de sacarlo –Luciana soltó un alarido al sentir el dolor desgarrador–. De acuerdo, esa parte la dominas. ¡Ahora empuja! –ordenó Paula con voz de hierro.

 

En ese momento se abrió la puerta a sus espaldas.

 

–He oído eso desde el otro lado de la cafetería. ¿Qué diablos está pasando…? ¡Dios mío! –exclamó la señorita Joan al ver a su nuera tirada en el suelo del cuarto de baño y darse cuenta de lo que eso significaba–. Luciana, cariño, ¿Estás bien?


 –Está bien, señorita Joan –le dijo Paula intentando sonar tranquila–. Está a punto de ser abuela. Si no está muy ocupada, ¿podría ponerse detrás de ella y sujetarle los hombros?

 

Por primera vez en su vida, la señorita Joan pareció indecisa.

Yo Estaba Aquí: Capítulo 54

Sabía que Luciana no podría haberse marchado sin que ella se diese cuenta. Solo había una salida, y la ayudante del sheriff tendría que haber pasado frente a la barra para abandonar el establecimiento. Tampoco es que el local estuviese lleno de gente. ¿Habría ido a ver a la señorita Joan por alguna razón? La mujer era su suegra, así que tal vez quisiera hablar de algo con ella. Pero, a pesar de ser una excusa convincente, sentía que no era eso. Algo iba mal, lo sentía en los huesos.

 

–¿Luciana? –preguntó de nuevo–. Voy a entrar, ¿de acuerdo?

 

Empezó a abrir la puerta muy lentamente para darle a Luciana la oportunidad de decirle que se quedase fuera. Al no oír nada, abrió la puerta del todo. Y fue entonces cuando la vió.  Estaba tirada en el suelo boca abajo. Parecía estar inconsciente.  ¿Se habría desmayado?  Por un segundo pensó en salir corriendo a buscar ayuda, pero no podía moverse. Tal vez hubiera pasado ya demasiado tiempo y aquella fuese una de esas ocasiones en las que cada segundo era crucial. Esa idea hizo que se quedara pegada al suelo. En vez de abandonarla, gritó:

 

–¡Necesito ayuda!

 

Se arrodilló frente a la embarazada y entonces se dió cuenta de que estaba arrodillándose sobre algo húmedo. Luciana había roto aguas. Le puso la mano en el hombro e intentó despertarla.

 

–¿Luciana? Luciana, ¿Puedes oírme? –preguntó angustiada–. Luciana, soy Paula. ¿Puedes decirme qué ha ocurrido?


 Dado que Luciana estaba boca abajo sobre el suelo, lo único que Paula pudo ver fue un párpado agitándose ligeramente. Fue suficiente para darle esperanzas.

 

–Eso es, Luciana. Despierta. Puedes hacerlo. Vamos, intenta incorporarte.

 

Paula le pasó un brazo por debajo del hombro y oyó entonces su grito de dolor. Luciana abrió los ojos de golpe.


 –No puedo. Es… El bebé… Estoy… De parto –explicó entre gritos.

 

–Tengo que llevarte al médico –le dijo Holly intentando no entrar en pánico. 


Se trataba de un proceso natural, ¿No? Las mujeres llevaban siglos dando a luz, con o sin ayuda. Pero, cuando intentó mover a Paula, la mujer se aferró a su brazo para intentar impedírselo.


 –No. No puedo… No puedo.

 

–De acuerdo, no tienes que levantarte –dijo Paula mientras se ponía en pie–. Voy a ir a llamarle para que venga…

 

No tuvo ocasión de terminar la frase, porque Luciana le agarró la muñeca con fuerza.

 

–No… Quédate… Por favor –le rogó–. Ya… Viene… ¡Ya! –exclamó con los dientes apretados. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 53

 –Paula, estoy embarazada de ocho meses y medio y llevo dentro un elefante gigante. No hay ninguna postura en la que me encuentre cómoda sin que antes haya perdido el conocimiento.


 Paula le dirigió una sonrisa comprensiva.


 –Te compadezco. ¿Lo de siempre? –preguntó mientras agarraba la jarra de agua caliente.


 –Lo de siempre –confirmó Luciana mientras intentaba sentarse en un taburete y redistribuir su peso para encontrar el equilibrio. Pero se le desencajaron los ojos antes de que pudiera sentarse–. Hablando de lo de siempre –comentó con un profundo suspiro–. Parece que tengo que ir otra vez al cuarto de baño. Creo que debería elegir un retrete y hacer que me envíen todo el correo allí. Es como si tuviera que ir cada tres minutos y medio. O el niño o la niña se pasa el día encima mi vejiga o mi vejiga ha encogido hasta tener el tamaño de un guisante.

 

–Puede que sea un poco de las dos cosas –especuló Paula–. Deduzco que aún no sabes si vas a tener un niño o una niña.

 

Luciana negó con la cabeza.


 –Quiero sorprenderme –dijo mientras comenzaba su andadura hacia la parte de atrás de la cafetería, donde se encontraban los baños.

 

–Bueno, tú tienes mucha más fuerza de voluntad que yo, Luciana – reconoció Paula–. Si fuera yo, querría saberlo.

 

–A mí me gustan mucho las sorpresas –contestó Luciana con una sonrisa cansada antes de fruncir el ceño–. Mejor ponme un té extragrande, Paula. Necesito algo que me asiente el estómago. Desde ayer por la mañana me siento muy mareada.


 –Tal vez debas ir al médico –sugirió Paula.

 

–Voy esta tarde. Cuando acabe mi turno –le informó Luciana antes de desaparecer al doblar la esquina–. Hasta entonces, necesito té.


 –Marchando un té gigante, agente –gritó Paula mientras buscaba bajo la barra uno de los vasos extragrandes que la señorita Joan guardaba allí.

 

Lo colocó sobre la barra, sacó dos bolsitas de té del bote y las metió en el vaso. Después lo acercó a la jarra y vertió el agua caliente con cuidado.  Mientras se preparaba la infusión, volvió a lo que estaba haciendo para preparar la cafetería para la clientela de la mañana, que comenzaría a llegar en una hora. Habían pasado casi diez minutos cuando se acordó del té.  Al hacerlo, frunció el ceño. El té estaba más oscuro de lo que Luciana solía beberlo. Claro que, al haberlo pedido más grande de lo normal, tal vez no le importase que el té estuviese más fuerte.


 –Espero que te guste fuerte, Luciana –dijo Paula, dando por hecho que Luciana se habría parado a mirar algo en la parte de atrás después de salir del cuarto de baño. Al no obtener respuesta, miró por encima del hombro–. ¿Dónde estás?


 «Tal vez deba ir a ver cómo está», pensó con cierta preocupación. Rodeó la barra, se dirigió hacia la parte de atrás y esperó encontrarse con Luciana en cualquier momento. Pero, cuando llegó a la puerta del baño, la ayudante del sheriff aún no había salido. Ladeó la cabeza, aguardó un segundo y escuchó con atención por si oía algún movimiento al otro lado de la puerta. No se oía nada.  Empezaba a ponerse nerviosa. Luciana estaba tardando demasiado. Algo no iba bien.


 –Luciana, ¿Estás ahí? –preguntó.

 

No hubo respuesta.

 

¿Por qué? 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 52

  –¿Así que vas a dejar tirado a Federico? –preguntó Paula.

 

A juzgar por cómo lo dijo parecía una acusación. En vez de ofenderse, Pedro se limitó a encogerse de hombros.

 

–Tampoco es que vaya a echarme de menos –respondió.

 

–Claro que sí –dijo Paula–. Los he visto juntos. Se hacen los duros, como si no les importara el resto de su familia, pero en el fondo eso no es cierto y lo sabes. Todos se quieren y estarían dispuestos a ir a la tumba defendiendo a los demás.


 Pedro se puso en pie.

 

–Tengo que irme antes de que empieces a cobrarme por esta sesión de psicoanálisis –declaró mientras buscaba el dinero en el bolsillo. Sacó varios billetes y los dejó sobre la barra.

 

–Quédatelo –dijo la señorita Joan devolviéndole el dinero–. Invita la casa. Vas a necesitar el dinero para alquilarte ese precioso traje de mono del que te quejabas.


 Tras unos instantes, Pedro recogió los billetes y volvió a guardárselos en el bolsillo.


 –Gracias –murmuró.

 

Paula se dió cuenta de que no se había molestado en negar lo que la señorita Joan había dicho. Parecía que Pedro iba a formar parte de otra comitiva nupcial. Lo que significaba que ella tendría otra oportunidad de verlo más guapo que cualquier otro hombre sobre la tierra.  No se dio cuenta de que estaba sonriendo mientras seguía trabajando.  Pero la señorita Joan sí. Cuando la puerta de la cafetería se cerró tras Pedro, la señorita Joan se volvió hacia Paula.


 –Bueno, como parece que lo tienes todo bajo control, voy a repasar las hojas de pedido –le dijo–. Si me necesitas, estaré en mi despacho.

 

Paula asintió. Trabajaba más deprisa cuando estaba sola.

 

–De acuerdo. Yo tengo muchas cosas que hacer aquí.

 

Oyó que la puerta de entrada volvía abrirse un par de minutos más tarde.


 –¿Se te ha olvidado algo? –preguntó sin molestarse en darse la vuelta.


Había dado por hecho que Pedro habría vuelto a la cafetería por alguna razón. Debería haber sabido que no era él cuando el vello de la nuca no se le puso de punta como sucedía siempre que estaba cerca.

 

–Sí –dijo una voz de mujer–. Se me ha olvidado cómo son mis pies – las palabras fueron acompañadas de un suspiro profundo.


 Sobresaltada, Paula se dió la vuelta y vió a Luciana acercarse a la barra con el paso de un caracol con artritis. Miró el reloj de manera automática.

 

–Llegas temprano –comentó. 


A lo largo de los dos últimos meses, Luciana se había acostumbrado a pasarse por allí cada mañana a la misma hora para pedir un té de hierbas para llevar. Pero normalmente aparecía más cerca de las nueve, no de las siete.

 

–Lo sé –contestó Luciana con la mano en la espalda–. Pensé que, si me presentaba temprano en la oficina del sheriff, podría marcharme también temprano.


 –¿Para irte a casa, poner los pies en alto y estar más cómoda? –sugirió Paula mientras regresaba a la barra para preparar el té de la ayudante del sheriff.

 

Luciana soltó una carcajada breve y sarcástica. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 51

  –No –respondió. Después se aclaró la garganta y repitió la palabra con más convicción–. No. Que yo sepa, sigue en pie. 


–¿Y qué más sabes? –preguntó la señorita Joan con una extraña sonrisa en los labios. Una sonrisa que le hizo encogerse por dentro.


 –¿Sobre la boda? –preguntó Pedro, sin saber si seguían hablando del mismo tema.

 

La señorita Joan suspiró y negó con la cabeza.

 

–No, sobre cuánto viven los osos panda. Claro que sobre la boda. ¿Piensan invitar a todo el pueblo o han entrado en razón y decidido fugarse para casarse? –miró entonces a Paula–. Fugarse es la mejor manera. Solo tú, tu prometido y el Señor… Y el cura, claro.

 

Paula no dijo nada, pero le parecía buen plan. Cualquier cosa le parecía buen plan, siempre que incluyese a Pedro. Él se rió con la sugerencia de la señorita Joan.

 

–Bueno, sé que a Fede le gustaría mucho esa idea, pero teniendo en cuenta que Sandra apenas tiene familia, creo que le gusta la idea de tener una gran boda llena de gente. Y a Fede le gusta verla feliz, así que sí, invitarán a todo el pueblo a la boda.

 

La señorita Joan se sirvió una taza de café, se apoyó en la barra y miró a Pedro intensamente.


 –¿Algo más?


 Él no sabía dónde quería llegar con todo aquello, o si acaso tenía algún destino en mente. Hacía tiempo había descubierto que, con la señorita Joan, nada era lo que parecía ser.

 

–¿Como qué? –preguntó inocentemente.


 –Como si vas a formar parte de la comitiva de la boda –sugirió Paula.


 –¿Yo? Dios, no –contestó él–. Eso significaría que tendría que ponerme un traje de mono.


 –Siempre podrías llevar ese precioso traje que llevas puesto –dijo la señorita Joan señalando la chaqueta de piel de oveja, la camisa y los vaqueros gastados que llevaba en aquel momento.

 

Pero Paula tenía una pregunta muy seria en mente.

 

–¿Quieres decir que no soportarías un poco de incomodidad por el bien de tu propio hermano?

 

Pedro se puso a la defensiva.

 

–Oye, tampoco es que sea mi único hermano. Y no dirías «Un poco de incomodidad» si hubieras tenido que soportarlo como yo en la última boda, cuando Rafael se casó con Valeria. O la anterior, cuando Ángela y Gabriel hicieron lo mismo –recordó.


 Ahora que había empezado, era como si se hubieran abierto las compuertas de una presa.


 –Y luego estaban Leandro y Karina. Y Luciana y Cristian lo empezaron todo cuando se casaron –él había estado allí por sus cuatro hermanos. Eso, a su modo de ver, era mucho más de lo que le exigía el deber–. Tal como yo lo veo, he cumplido mi condena. 

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capítulo 50

 –No, no tenía –replicó su jefa.

 

–Bueno. Puedo marcharme y volver a entrar –sugirió Paula.

 

La señorita Joan frunció el ceño mientras dejaba su bolso tras la barra y se quitaba el abrigo.

 

–No seas condescendiente conmigo, niña.


 –No soy condescendiente –protestó Paula–. Solo intento averiguar qué es lo que desea.

 

–Ni siquiera Dios puede hacer eso –comentó Pedro al entrar en la cafetería.


 La señorita Joan, que obviamente no esperaba a nadie tan pronto, se dió la vuelta y lo miró.

 

–Vaya, mira lo que ha entrado por la puerta –murmuró–. Es prácticamente medianoche, al menos para ti. ¿Qué haces levantado tan pronto, chico?


Pedro se encogió de hombros, como si no se hubiera dado cuenta de que era el primer cliente de la cafetería, un hecho del que era plenamente consciente.

 

–Quería empezar temprano el día para variar –le dijo a la señorita Joan sin mirar a Paula. La dueña del local sabía leer la mente y no quería que pensara que estaba allí por ella. Ni siquiera él se permitía a sí mismo pensar en eso–. Tengo muchas cosas que hacer hoy.


 –¿Cómo por ejemplo sentarte en un taburete y ver la vida pasar? – preguntó la señorita Joan mientras se ataba el delantal–. ¿O has venido para ver trabajar a mi camarera?

 

–He venido a tomar una taza de café y un fantástico dónut de mermelada de frambuesa –le informó Pedro.


 La señorita Joan se rió negando con la cabeza.

 

–Bueno, te diré una cosa, chico. Las mentiras cada vez te salen con más soltura. ¿A tí qué te parece, Paula? ¿Pedro miente cada vez mejor?

 

Las rutinas de primera hora de la mañana eran algo a lo que Paula estaba tan acostumbrada que podía realizarlas medio dormida, cosa que algunas mañanas era una suerte. Pero no podía ir sonámbula si su mañana incluía a Pedro. Era consciente de cada movimiento que hacía, igual que de los que hacía él.

 

–Creo que su café y sus dónuts de mermelada siguen gustándole igual que siempre –respondió ella mientras esperaba a que el pulso volviese a suritmo normal.

 

La señorita Joan se quedó mirándolos a ambos.


 –Llevas dos años encargándote de los pedidos de dónuts y, si no recuerdo mal, también eres la que prepara las primeras cafeteras de la mañana. Creo que eres tú la que debería recibir los cumplidos de este chico, no yo.


 Pedro se sentó a la barra en el taburete más cercano a Paula.

 

–¿El café está preparado ya? –le preguntó.

 

–Estás de suerte –respondió ella–. La primera cafetera ya está lista – las otras dos estaban en proceso.


 Paula sirvió el café en una taza, colocó esta sobre un platito y se la acercó a Pedro. Después seleccionó un dónut de mermelada de frambuesa de la caja que habían recibido la noche anterior, lo colocó en un plato y puso el plato en la barra. Depositó la leche al otro lado. Pedro empezó a beberse el café de inmediato. A juzgar por la rapidez, pensó que lo necesitaba para despertarse. Se relajó y la miró con placer. Ya había consumido dos tercios de la taza cuando volvió a dejarla en el plato.

 

–Me siento como un hombre nuevo –declaró.


–El viejo no tenía nada de malo –contestó Paula sin ni siquiera pensarlo. 


Sorprendido, Pedro sonrió mientras la señorita Joan soltaba una carcajada.

 

–Obviamente no sabes juzgar a las personas, Paula –comentó la dueña–. Pero ya aprenderás –se volvió entonces hacia Pedro–. ¿Qué tal van los preparativos de la boda?

 

Sobresaltado, porque claramente tenía la mente en otra parte, Pedro miró a la mujer con cierto nerviosismo. 


–¿Qué boda?

 

–La boda de tu hermano Federico –especificó la señorita Joan mirándolo fijamente–. No se habrá cancelado, ¿Verdad?

 

Claro que estaba hablando de la boda de Federico. ¿A qué otra boda iba a referirse? Desde que había besado a Paula, su cerebro le jugaba malas pasadas y le hacía plantearse cosas sobre las que nunca antes había pensado.


Yo Estaba Aquí: Capítulo 49

Su madre murmuró algo en voz baja sobre que no dependía todo de ella, pero Paula estaba decidida a marcharse cuando todavía tenía ventaja. Quería mucho a su madre, pero Alejandra Chaves podía matar a una persona de aburrimiento cuando empezaba a hablar de un tema. Y, en ese momento, ella tenía la energía justa para irse a trabajar y no quedarse dormida. Tenía todo el día por delante. Si perdía el tiempo discutiendo con su madre, eso le absorbería la energía necesaria para trabajar, para estudiar esa noche y para dedicarle a Camila algo de tiempo. «¿Y qué pasa contigo? ¿Cuándo tienes tiempo para tí?», preguntó una vocecilla en su cabeza. Lo que había descubierto sobre las vocecillas era que podía ignorarlas si quería. Era todo cuestión de proponérselo.


 –Defiende el fuerte hasta que yo vuelva, mamá –le dijo a su madre antes de volver a darle un beso en la mejilla–. Hablaremos de esto entonces.

 

–No, no lo haremos –predijo Alejandra mientras Paula salía de casa.

 

«De nuevo tienes razón, mamá», pensó ella. Caminó velozmente hacia la cafetería. Pasó por la plaza y vió el precioso árbol de Navidad, que se alzaba como un enorme centinela. Todos los adornos estaban colgados ya; si no todos con sumo cuidado, al menos sí con sumo cariño. Sonrió al pasar frente a él. Para ella el árbol era un símbolo de la armonía que existía en Forever. Le encantaba vivir en un pueblo que tuviera tradiciones como aquella. En el fondo de su corazón sentía pena por la gente que vivía en las grandes ciudades, la gente que se cruzaba con sus vecinos por la calle y no tenía idea de quiénes eran. «Deja las reflexiones profundas para luego, Paula. Si no aceleras el paso, vas a llegar tarde», pensó.  Eso era lo que pasaba por quedarse dormida frente al ordenador. Tendría que volver a repasar esas últimas páginas que se suponía que ya había estudiado. Al intentar recordarlas, se le quedaba la mente en blanco. Si esas páginas caían en el examen, acabaría suspendiendo. Las sombras le acompañaban por las calles, marcando su camino a medida que avanzaba hacia la cafetería. 


El amanecer aún no había iluminado el horizonte con los primeros rayos de sol. Aunque se había prometido a sí misma no hacerlo, Paula miró el reloj. Eran las seis y cinco. No estaba mal para llegar tarde. Sin duda la señorita Joan ya estaría allí. Si no fuera porque sabía que su jefa vivía con su marido en casa de este, habría jurado que la señorita Joan dormía en la cafetería para poder estar allí veinticuatro horas al día los siete días de la semana.  Pero, cuando llegó a la cafetería, descubrió que la puerta estaba cerrada con llave. Se quedó mirándola sorprendida. ¿Quién lo hubiera pensado? Había superado a la señorita Joan. Sacó su llave y abrió la puerta. La señorita Joan le había dado su propia llave por si acaso ella llegaba antes, pero ninguna de las dos había pensado nunca que eso pudiera llegar a suceder. Esperaba que no hubiera pasado nada. Se quitó la chaqueta al entrar, la dejó en el respaldo de una de las sillas y se fue directamente a las cafeteras. Tenía que empezar a preparar el café. Estaba llenando la última cafetera con agua cuando oyó que la puerta se abría tras ella. Miró por encima del hombro y vió a la señorita Joan en la puerta. La mujer parecía asombrada.


 –Me has ganado –dijo.

 

Aliviada al ver que la señorita Joan parecía estar bien, Paula respondió:

 

–Tenía que ocurrir alguna vez. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 48

  –¿Has vuelto a quedarte dormida frente al ordenador?

 

Paula abrió los ojos al oír a su madre entrar en el pequeño dormitorio que había sido habilitado como su zona de estudio. Pensaba que su madre seguiría en la cama. ¿Cuánto tiempo llevaría dormida?

 

–No –respondió alegremente, y apretó los labios para evitar bostezar– . Solo estaba descansando los ojos, nada más.


 –Ya –murmuró Alejandra con escepticismo–. Deberías intentar descansar el resto de tu cuerpo de vez en cuando. Si sigues consumiéndote tanto a todas horas, llegará el día en que no puedas más. Lo sabes, ¿Verdad?

 

Paula cerró el ordenador. Era hora de irse a la cafetería a trabajar. 


 –Claro que sí, mamá –se apartó del ordenador y le dió un beso a su madre en la mejilla antes de levantarse de la silla–. Ahora, si me disculpas, tengo que irme a trabajar.

 

–¿Por qué no llamas, dices que estás enferma y duermes un poco? –le sugirió su madre.


 –Porque la señorita Joan no me paga por estar guapa, mamá – respondió ella–. Me paga por ir a trabajar.

 

Paula se acercó a la entrada y rebuscó en el armario del recibidor hasta encontrar su chaqueta. La temperatura había bajado en los últimos días y por las mañanas hacía bastante frío. Suponía que, dado que estaban en diciembre, no debía quejarse. Gran parte del país se enfrentaba a auténticas tormentas de nieve, así que una pequeña bajada de las temperaturas no era nada en comparación.

 

–Tampoco te paga por estar hecha polvo –señaló Alejandra.

 

–¿Quién está hecha polvo? –preguntó Paula, fingiendo confusión.

 

Alejandra frunció el ceño.

 

–No te hagas la tonta, Paula. No se te da bien. Incluso siendo un bebé, siempre estabas alerta, como si entendieras todo lo que estaba pasando.

 

–¿Y no tendrás cierto prejuicio, mamá? –preguntó Paula riéndose.

 

Alejandra levantó la barbilla como si aquello hubiera sido un desafío.

 

–Claro que no.

 

–Quizá le des demasiada importancia, tratándose de un bebé, mamá. Incluso aunque ese bebé fuese yo.

 

Alejandra suspiró, levantó las manos y se resignó como siempre en lo referente a su hija.

 

–No sé por qué sigo dándome cabezazos contra un muro. Nunca haces caso a nada de lo que te digo.

 

–Claro que te hago caso, mamá. Simplemente me reservo el derecho de elegir qué consejos seguir y qué consejos dejar para otra ocasión – respondió Paula con tacto. Ambas sabían que el segundo tipo de consejos no lo dejaba para otra ocasión, sino que lo olvidaba para siempre–. Estaré bien, mamá, de verdad. Por favor, deja de preocuparte. Te prometo que pronto me relajaré un poco.


 –Claro, cuando acabes en el hospital de Pine Ridge. 


 –Siempre tan optimista, mamá –contestó Paula riéndose.


 –No. Lo que soy es realista, Paula. Simplemente no puedes seguir así sin que haya consecuencias.

 

–No pienso seguir así –le prometió Paula. Iba a llegar tarde, pero no podía marcharse si su madre estaba tan disgustada con ella. Tenía que tranquilizarla y hacerle entender que, por el momento, debía mantener ese ritmo durante un poco más de tiempo–. Me graduaré en menos de seis meses, suponiendo que apruebe los exámenes, y con suerte se me abrirán nuevas puertas. Se nos abrirán a todas.

 

Alejandra no parecía muy convencida.

 

–Si para entonces no te has muerto de tanto trabajar.

 

–No ocurrirá, te lo prometo –contestó Paula con la mano derecha levantada, como si estuviera haciendo un juramento solemne–. No lo permitiré. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 47

Sintió que volvía a sonrojarse.

 

–¿Te sonrojabas tanto cuando eras más joven? –le preguntó Pedro en tono de broma–. No lo recuerdo, pero creo que no.


 Paula aceleró el paso deliberadamente para adelantarse a él y que no pudiera verle la cara.


 –Date prisa, pedazo de tortuga –le dijo–. Vamos, antes de que se acabe la tarta.

 

–Siempre y cuando lleguemos a la barra antes que el gran Javier Zucoff, no pasará nada –le dijo Pedro, que también aceleró el paso–. Ese hombre se comerá cualquier cosa que no se lo coma a él primero, y nunca había conocido a nadie con tanta debilidad por el dulce como el gran Javier.

 

–La señorita Joan lo tendrá vigilado –le aseguró Paula. A su jefa le gustaba que todo fuese justo y se aseguraba de que nadie estuviera en desventaja. Y era cierto que el gran Javier podía comer más rápido que cualquier otra persona que hubiera conocido–. Recuerda que ya lo hizo el año pasado.


 –Pero este año es más grande –señaló Pedro con una carcajada–. No creo que haya nada capaz de contenerlo, salvo echarle el lazo y atarlo a un árbol.

 

–Bueno, si alguien puede hacerlo, esa es la señorita Joan –respondió Paula, pero en realidad no pensaba en el hombre del que estaban hablando, ni en el café y la tarta de la señorita Joan, ni siquiera en el árbol de Navidad que ella había ayudado a llevar al pueblo.

 

Daban igual las palabras que salieran de su boca, porque Paula no podía dejar de pensar en aquellos maravillosos segundos durante los cuales el tiempo se había detenido cuando Pedro había vuelto a besarla. Salvo que aquella ocasión, a pesar de no haberlo creído posible, había resultado mucho más íntima y estimulante que la primera vez que Pedro la había besado. A su modo de ver, nada de lo que pudiera encontrar bajo el árbol la mañana de Navidad podría competir con lo que ya había experimentado. En lo que a ella respectaba, ya había tenido su milagro navideño, y le duraría muchas Navidades más. 



Sentada frente a su anticuado ordenador, Paula sentía que le pesaban los párpados. Intentaba mantener los ojos abiertos, pero no era fácil. Se había levantado temprano, como siempre, para estudiar un poco. Los exámenes se acercaban y tenía que estar preparada si quería conseguir su objetivo de convertirse en enfermera. Sin embargo, levantarse temprano, acostarse tarde, trabajar, estudiar y atender las necesidades de Camila y de su madre suponían un gran desafío. Aunque no dejaba de repetirse a sí misma que, si no fuera desafiante, si todo aquello fuese fácil para ella, entonces la vida habría sido extremadamente aburrida. Trabajar duramente era algo que iba en su naturaleza, y siempre le habían gustado los desafíos. Simplemente era algo difícil trabajar tan duramente y tener tantos desafíos. Debía admitir para sí misma que no le habría importado tener menos desafíos de vez en cuando.

 

–Maldita sea –murmuró en voz baja. Habían vuelto a cerrársele los ojos. Tenía que dejar de hacer eso o suspendería.


 A no ser, claro, que encontrara la manera de absorber toda esa información por ósmosis. Improbable. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 46

  –Muy bien. Café y tarta para todos –declaró.

 

Entrelazó el brazo con el de su marido y condujo a todos hacia la cafetería. El café era para todos los participantes de más de quince años. Los menores recibían un vaso de leche para ayudarles a bajar su ración de tarta… O de galletas, si así lo preferían.

 

–Me encanta esta época del año –le confesó Paula a su madre al colocarse detrás de su silla de ruedas con la intención de llevarla a la cafetería, que estaba situada a escasas manzanas de la plaza del pueblo.

 

–A mí también –convino Martha, pero su voz sonaba algo cansada. Si le quedaba alguna duda, lo que dijo a continuación confirmó sus sospechas–. Mira, estoy un poco cansada. Y al parecer Camila lo está más aún –Alejandra señaló a la niña, que estaba dormida acurrucada en su regazo–. Nos vamos a casa.


 –De acuerdo –contestó Paula sin protestar, y giró la silla en la dirección contraria.


 –No, Paula. Nos vamos Camila y yo, tú no –aclaró su madre–. Quiero que vayas a la cafetería con los demás.


 Paula no pensaba dejar que su madre se fuese sola a casa.


 –No importa, mamá. 


–Sí que importa. Insisto –dijo Alejandra con firmeza–. Sé lo que estás pensando. No me trates como si fuera una inválida. Soy capaz de llevar a mi nieta a casa y meterla en la cama. No tienes por qué interrumpir tu velada para cuidar de mí.

 

–Y menos si tiene ayuda –intervino Horacio Alfonso, que quitó a Paula de en medio y agarró los mangos de la silla de ruedas de sumadre.


 Alejandra se dió la vuelta y miró a Horacio.


 –Horacio, tampoco necesito tu ayuda.

 

El padre de Pedro asintió con comprensión.

 

–Lo sé –respondió con su voz suave y acentuada–. Pero puede que yo necesite hacer algo caballeroso y esta sería una gran oportunidad. No me arruines la diversión, Alejandra. Deja que finja que he venido a rescatarte. Además, así podrás usar ambas manos para sujetar a tu nieta sobre tu regazo en vez de intentar evitar que no se caiga mientras doblas las esquinas.

 

Alejandra se rindió con un suspiro.

 

–Si insistes.


 –Sí que insisto –le dijo Horacio, después miró a Paula por encima del hombro antes de empezar a empujar la silla en dirección a la casa de las Chaves. Le guiñó un ojo y se pareció mucho a su hijo pequeño–. Ve a divertirte un poco. No lo haces muy a menudo… Y deberías.


 –Sabes que tiene razón –dijo Pedro, le puso las manos sobre los hombros y la giró hacia la cafetería–. Ya casi nunca te relajas. Recuerdo que de niña te lo pasabas mucho mejor.

 

–Los niños tienen que pasárselo bien –señaló Paula, pero ya había empezado a caminar en la dirección indicada–. Los adultos tienen que trabajar.


 –En eso estoy de acuerdo… En general. Pero en ningún sitio pone que el trabajo tenga que durar las veinticuatro horas del día, y todos los días de la semana. Hasta las máquinas se estropean con ese ritmo.

 

Paula dejó de caminar y se dió la vuelta para mirarlo un momento. ¿Ya se le había olvidado?


 –Hoy me he tomado el día libre –le recordó.


 –No es cierto –respondió él. Paula abrió la boca para protestar, pero él habló primero–. No has trabajado todo el día en la cafetería, pero sí que has acabado sudando –señaló–. Eso también es trabajo.

 

–Hay muchas maneras de acabar sudando que no tienen nada que ver con el trabajo.


 A juzgar por la manera de mirarla, Paula supo que Pedro le había dado a sus palabras un significado que no era el que ella había pretendido necesariamente. 

lunes, 21 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capítulo 45

 –No seas abusona, muñeca –le dijo Pedro al reunirse con las tres generaciones que conformaban la familia de su mejor amiga. Se quedó mirando a la niña–. ¿Quieres que te levante yo, Camila?

 

Camila estaba embobada con Pedro desde hacía un mes y sonrió de oreja a oreja al oír la sugerencia.


 –Sí, por favor –dijo estirando los brazos con entusiasmo.

 

Como era de mayor estatura que Paula, Pedro podía levantar a la niña más alto y durante más tiempo que ella. Lo último resultó ser muy necesario, pues resultó que a Camila le costó decidirse sobre la ubicación exacta en la que quería colocar el adorno. Tras cambiar de opinión un total de tres veces, se decantó por una rama.  Cuando la estrella quedó colocada en su lugar, a Pedro le permitieron bajarla al suelo.

 

–Típico de las mujeres. No pueden decidirse –dijo con una carcajada.


 –Yo no soy típica –protestó Camila con indignación–. La abuela dice que soy especial.


 –Claro que lo eres –convino Paula revolviéndole el pelo a la niña. Después se volvió hacia su madre–. Mamá, ¿Quieres colgar tú otro adorno?–le preguntó, dispuesta a seleccionar un segundo adorno de una mesa cercana. Su madre ya había colgado uno en una rama baja mientras esperaba a que Camila colgara el suyo.

 

Pero Alejandra prefirió no hacerlo. Estaba allí para observar y para cuidar a su nieta.


 –No, estoy bien, cariño. Solo quiero ver a los demás decorar el árbol, si no te importa.


 A Paula no le gustaba que su madre se quedase atrás. No era propio de ella. ¿Significaba que le pasaba algo? En vez de preguntarle, y recibir una respuesta negativa porque sabía que su madre odiaba quejarse, intentó abordar el tema de otro modo.


 –No me importa –le dijo a su madre–. Pero tienes que colgar al menos un adorno más, mamá. Esas son las normas, ya lo sabes. Si vienes, tienes que colgar –añadió, citando la norma que la señorita Joan supuestamente había impuesto años atrás.

 

–Le diré una cosa, señora Johnson. Usted elija un adorno y yo la acercaré para que pueda colgarlo un poco más arriba –le ofreció Pedro.

 

Alejandra asintió.

 

–Eso me encantaría, Pedro. 


–Se te dan bien las mujeres Johnson –le dijo Paula en voz baja.

 

Él le dirigió una sonrisa mientras guiaba la silla de ruedas de su madre hacia las mesas donde se encontraban los adornos. El árbol no estaría terminado aquel día. Nunca terminaban de decorarlo en un solo día, pero al menos habían empezado con buen pie. Las escaleras más altas del pueblo, que normalmente estaban guardadas en el granero de Luis Malcolm, habían sido colocadas contra el árbol para que, además de colgar las luces, la gente pudiera decorar la parte superior del árbol. Paula se echó hacia atrás y vió cómo la gente iba subiendo por turnos a las escaleras para decorar el árbol, hasta que cayó finalmente la noche sobre la plaza y les privó de la luz que tanto necesitaban.

 

–Esto es todo por hoy –anunció la señorita Joan–. Comenzaremos mañana a primera hora –explicó, más por costumbre que por necesidad, ya que las normas nunca cambiaban. 


Igual que tampoco cambiaba el ritual que tenía lugar después.

Yo Estaba Aquí: Capítulo 44

Paula se dió la vuelta al oír su nombre y vió que incluso su madre se había acercado a la plaza. Más concretamente el hermano de Pedro, Leandro, y su esposa, Karina, seguidos de su hijo de dos años, habían llevado la silla de ruedas de Alejandra hasta el centro del pueblo para esperar la llegada del árbol. Alejandra, que era bastante independiente, agradecía la ayuda, pues en ese momento tenía las manos ocupadas. Vió que su sobrina, Camila, iba cómodamente sentada en el regazo de su madre. Sin embargo, al ver a Paula, la niña se bajó de encima de su abuela y corrió hacia la mujer a la que consideraba más como una madre que una tía. Lo que le faltaba en estatura lo compensaba con su energía y con su entusiasmo.

 

–¡Paula, Paula, Paula! –exclamó la niña mientras se abrazaba a sus piernas–. ¡El árbol está aquí!

 

–Lo sé, monito. Yo he ayudado a traerlo –le dijo Paula a su sobrina mientras la tomaba en brazos–. Deduzco que te gusta.

 

–Mucho –respondió Camila asintiendo con la cabeza muy seriamente, como si fuera una persona mayor encerrada en el cuerpo de una niña. 


–Te dejamos en buenas manos –le dijo Karina a Alejandra mientras su marido y ella se apartaban con su hijo.

 

–¡Gracias! –respondió Alejandra en agradecimiento a la pareja.

 

–Mamá, ¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó Paula.

 

–Lo mismo que todos. Esperar a que me toque decorar el árbol. El hecho de que no pueda levantarme no significa que esté dispuesta a que me destierren al cementerio de elefantes todavía. Aún me quedan un par de telediarios.


 –Lo sé, mamá. No pretendía… –empezó a decir Paula, hasta que fue interrumpida por su sobrina.


 Camila, mayor en espíritu que en años, miró horrorizada a su abuela.

 

–¡No te vayas al cementerio de elefantes, abuela! ¡Por favor, no te vayas! No quiero que te vayas –le dijo.

 

Entre risas, Paula le dió un beso a su sobrina en la coronilla.

 

–Nadie va a ninguna parte, monito. Tu abuela estará con nosotras mucho tiempo. ¿Entendido?

 

La niña parecía estar a punto de echarse a llorar. Pero de pronto su expresión cambió, y asintió con tanta fuerza que Paula imaginó que iba a rompérsele el cuello. Sin embargo, Camila ni siquiera se mareó. Tras evitar la crisis, Paula agarró un adorno en forma de  estrella que había en una de las mesas que habían llevado a la plaza. Había mesas en dos lados de la plaza para que todos pudieran tener acceso a los adornos.

 

–Muy bien, monito, veamos lo alto que puedes llegar –le dijo a su sobrina al ofrecerle el adorno.


 Camila examinó la estrella, ladeó la cabeza y contempló el inmenso árbol.

 

–¿Vas a levantarme? –le preguntó.

 

–Eso es hacer trampas –respondió Paula. 


Camila volvió a constreñir la cara y pareció triste.

 

–No lo es. Soy una niña pequeña. No puedo llegar muy alto sin tí. Por favor, Paula. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 43

 Dado que el equipo que la señorita Joan había reclutado para seleccionar el árbol de Navidad de aquel año había logrado su objetivo bastante rápido, acabaron regresando al pueblo mucho antes del atardecer. La noticia se extendió con rapidez y pronto los habitantes de Forever se acercaron a la plaza para dar su opinión sobre el pino en cuestión. Como si estuviera dirigiendo una caravana en el Salvaje Oeste, la señorita Joan detuvo su camioneta en el centro del pueblo, se bajó del vehículo e hizo que los otros se detuvieran.

 

–¡Hemos conseguido otra belleza! –anunció ante el mar de personas que se habían reunido allí.

 

En vez de dejar el árbol donde estaba hasta el día siguiente, la señorita Joan consideró que aún había suficiente luz, y suficientes manos, para bajarlo del camión y colocarlo en mitad de la plaza.


 –Han elegido a otro ganador –le dijo Juan con orgullo a su esposa antes de darle un beso en la mejilla.

 

–Deja eso para luego, Juan –respondió ella–. Ahora mismo necesito arneses y cabrestantes. Ya sabes cómo va –le dijo a su marido.

 

–Está todo detrás del taller de Sergio –le informó Juan. Llamó a algunos hombres para que fueran con él y pudieran trasladar el equipo necesario para levantar el árbol y asegurarlo en la posición deseada.

 

La señorita Joan renunció al control de aquella parte de la operación y permitió que su marido se encargase. Juan estuvo encantado de ocuparse del trabajo, ayudado de Cristian y de algunos jóvenes más. Trabajaron en armonía, pues ya habían hecho aquello antes o lo habían visto hacer año tras año.  Noventa minutos después de entrar en el pueblo con el pino, el árbol ya estaba colocado en la plaza, listo para ser decorado.  Cualquiera que lo deseara, sin importar su edad, podía formar parte de aquella fase del proceso. La única norma era esperar a que las luces estuvieran puestas, cosa que no tardó en suceder gracias a la precisión casi militar de Juan. Más allá de eso, no había normas que seguir, salvo la de pasárselo bien. Mucha gente deseaba participar en aquella parte de la ceremonia, pues era una tradición que gustaba a todos. Pedro miró a su alrededor y no solo vio a su padre, que era el mejor amigo de Juan y podría estar en el pueblo por razones que no tuvieran que ver con la decoración del árbol, sino que también estaban sus hermanos y su hermana. Cierto que Luciana y Gabriel trabajaban en el pueblo, pero sus trabajos no consistían en estar en la plaza, esperando su turno para adornar el árbol de Navidad.  Tampoco formaba parte del trabajo de Macarena Santiago. Aparte de ser la esposa del sheriff, era abogada y había creado un bufete con Cristian, el marido de Luciana. Los sábados eran para ponerse al día en el despacho o para intentar comprimir siete días de vida familiar en dos. Pero allí estaba, con todos los demás. Entre Macarena y su marido, era difícil saber cuál de los dos iba vestido de manera más informal, pues ambos solían ir ataviados con ropa formal. Pedro sonrió al ver la escena. Todo el pueblo había salido de casa para la ocasión, que todos consideraban un día de celebración no oficial.

 

–Han escogido un árbol muy bonito, Paula. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 42

Al menos hasta que oyó a la señorita Joan decir:

 

–¿Has encontrado una nueva manera de hacer la respiración boca a boca, chico? ¿O es que se les ha olvidado cómo hacer ángeles de nieve? Si el problema es ese, se supone que debéis estar uno al lado del otro, no encima.

 

Pedro se puso en pie y le ofreció la mano a Paula. Avergonzada, intentando controlar su rubor, ella aceptó la mano y se levantó apresuradamente del suelo.


 –Me he resbalado –le dijo a la señorita Joan sin mirarla a los ojos.

 

–Eso ya lo veo –murmuró su jefa con ironía–. ¿Creen que podrán mantenerse de pie el tiempo suficiente para ayudar a cargar el árbol en el camión? –les preguntó.


 –Claro que sí –respondió Paula con más convicción de la que sentía.


 Pero por dentro era como si estuviese hecha de mantequilla.

 

–Usted primero –le dijo Pedro a la señorita Joan. Su voz sonaba rígida y formal. No le gustaba que le avergonzaran y la señorita Joan lo había conseguido.

 

–Oh, claro que yo primero –les aseguró la mujer–. Pero ¿Podrán seguirme?

 

–Claro –respondió Paula.

 

–Sin problema –agregó Pedro.

 

La señorita Joan se rió en voz baja, como diciendo «Ya lo veremos», pero por una vez mantuvo la boca cerrada. Cristian había dado marcha atrás con el camión para que estuviera paralelo al árbol. Había suficiente espacio alrededor del espécimen para que todos pudieran rodearlo. La señorita Joan les ordenó a todos que se agacharan y colocaran un brazo y un hombro bajo su parte del pino.


 –Muy bien, preparado todo el mundo. ¡Adelante! –ordenó.


 El primer intento no tuvo mucho éxito, y fue acompañado de una cacofonía de quejidos y lamentos.


 –¿A eso le llaman intentarlo? –preguntó ella, claramente decepcionada con el esfuerzo–. Un grupo de niños pequeños podría hacerlo mejor. 


–Tal vez debamos esperar a que lleguen –murmuró uno de los hombres, Adrián Walker.

 

–Esto no es un diálogo, Walker –respondió la señorita Joan–. A no ser que quieras ser tú quien les diga a los niños de Forever que este año no tienen árbol. ¿No? Ya me parecía. De acuerdo. Ahora vamos a intentarlo de verdad. Coloquense bajo las ramas, agarren con la mano su parte de la plataforma y adelante. A la de tres –ordenó–. Uno. Dos. ¡Tres!

 

En esa ocasión el tronco se levantó del suelo. El árbol se tambaleó y pareció que iba a volver a caer, pero entre todos lograron estabilizarlo y, entre quejidos y gemidos, consiguieron cargarlo en el camión. Agotadas, las diez personas que la señorita Joan había seleccionado para su equipo se quedaron apoyadas contra el camión.


 –No sé tú, pero yo ya tengo mi regalo de Navidad –oyó Paula que Cristian le decía a alguien mientras contemplaba el árbol con absoluta satisfacción.

 

–Sí, yo también –convino Pedro, pero, cuando Paula levantó la cabeza, vió que no estaba mirando el árbol. Estaba mirándola a ella.

 

Y un escalofrío recorrió su espalda en aquel momento. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 41

 –¿Estás bien? –le preguntó Pedro, todavía algo asombrado y sin intentar levantarse.

 

Paula se quedó mirándolo a los ojos.

 

–Nunca he estado mejor –susurró, y le sorprendió que sus palabras resultaran audibles, pues competían con los latidos desbocados de su corazón.


 –No te he hecho daño, ¿Verdad?

 

Sin dejar de mirarlo, Paula negó con la cabeza. Sentía como si todo su cuerpo estuviera en llamas. No pudo evitar preguntarse si sería eso lo que se sentía. Lo que se sentía al desear a alguien de verdad. Nunca había tenido intimidad con nadie; no le parecía que tuviera sentido. Nunca había sentido por nadie algo lo suficientemente especial como para experimentar aquel momento de intimidad entre dos personas. Le había entregado su corazón a Pedro desde el principio y nunca se había molestado en intentar recuperarlo. Ahora entendía por qué. Porque se habría perdido aquello, aquel torrente de adrenalina que recorrió su cuerpo al estar tan cerca de él. Y resultaba tremendamente íntimo.


 Pedro sabía que debía levantarse antes de que alguien mirase hacia allá y los viese en esa posición. Antes de que la señorita Joan se acercarse e hiciese uno de sus comentarios enigmáticos y sarcásticos. Aquello no era más que un accidente, el resultado de un tropiezo. Si continuaban así, se convertiría en otra cosa y él estaría aprovechándose de la situación. Pero el resto de su cuerpo no parecía hacer caso a lo que le decía su cabeza. En vez de ponerse en pie, siguió tumbado encima de Paula, no para protegerla, sino para saborear y absorber el calor de su cuerpo incluso a través de las múltiples capas de ropa que ambos llevaban. A los pocos segundos, en vez de levantarse, en vez de ofrecerle la mano, Pedro le rodeó la cara con las manos y la besó. Si era posible experimentar un Cuatro de Julio a principios de diciembre, debía de ser algo parecido a aquello. Probar su boca fue como si un sinfín de fuegos artificiales explotaran a su alrededor. Eso le hizo aumentar la presión del beso y desearla más. ¿Desearla? ¿Qué diablos le pasaba? Aquella era Paula. Era a Paula a la que deseaba con todo su cuerpo. Paula, que había sido como otra hermana para él. Paula, con la que había ido a nadar desnudo cuando eran pequeños. Y aun así era como si no fuera Paula, al menos no esa Paula. Aquella mujer era alguien que despertaba su deseo como ninguna otra mujer antes.  Y eso le daba miedo. Le asustaba, pero no lo suficiente como para huir, ni siquiera lo suficiente como para apartar la boca. 

viernes, 18 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capítulo 40

 –Sí, señora –respondió Pedro por los dos.


 Estuvo tentado de saludarla al estilo militar, pero tuvo la sensación de que lamentaría su intento de sarcasmo. En lo referente a utilizar el sarcasmo, la señorita Joan no tenía rival.



 Encontrar el árbol adecuado resultó ser más complicado de lo que Paula había imaginado. Fue difícil encontrar un árbol entre todos los altos que fuese lo suficientemente pequeño para poder transportarlo, pero lo suficientemente grande para la plaza del pueblo. En concreto, lo suficientemente grande para que todo aquel que quisiera pudiera decorar un trozo del árbol. La señorita Joan insistía en que el árbol debía ser lo suficientemente grande como para que todos los habitantes de Forever sintieran que les pertenecía. Al fin, tras caminar durante casi dos horas, encontraron un candidato digno de consideración. José Lone Wolf, el ayudante del sheriff, fue quien lo encontró, y llamó al resto del grupo para que todos dieran su opinión.


 –No hay duda. Es un árbol precioso –comentó Paula, y tuvo que protegerse los ojos del sol mientras contemplaba lo alto que era–. Es alto y está bien poblado. Como usted ha dicho –le dijo a la señorita Joan.

 

La señorita Joan, que no era dada a la efusividad ni siquiera aunque se encontrase con la perfección absoluta, asintió con la cabeza.


 –Supongo que tendrá que valer. De acuerdo, chicos –declaró girándose hacia varios de los hombres que había reclutado en anteriores ocasiones–, ya saben lo que tienen que hacer. ¡Adelante, haganlo!

 

–¿Qué puedo hacer yo? –preguntó Paula dando un paso al frente.

 

–Cuando corten el árbol, tendréis que cargarlo entre todos hasta el camión. De momento, lo mejor que puedes hacer es quitarte de en medio, a no ser que quieras arriesgarte a que te golpee una rama.

 

Pedro la apartó cuando Cristian y otros dos regresaron con las motosierras que habían llevado para cortar el árbol.

 

–Tú solo mira –le dijo a Paula.

 

Paula frunció el ceño. Nunca le había gustado quedarse al margen mientras los demás trabajaban, y no se le daba muy bien.

 

–Me siento como si fuera una piedra –se quejó a Pedro. 


 –Bueno, pues no lo pareces –respondió él con una carcajada–. Además, si no haces lo que te dice la señorita Joan, ya sabes que te comerá viva.

 

Paula suspiró. Sabía que tenía razón. La zona alrededor del árbol se llenó de actividad mientras los hombres se preparaban para ponerse manos a la obra. Obedeció y se quitó de en medio. Como cada vez saltaban más virutas de madera por los aires, ella siguió alejándose más. Cuando de pronto perdió el equilibrio, soltó un grito y empezó a caer hacia atrás. Al oírla, Pedro acudió en su ayuda. O lo intentó. Sin embargo, en esa ocasión, en vez de detenerla, Paula le hizo perder el equilibrio y, cuando cayó hacia atrás, le arrastró con ella. A pesar de tensar el cuerpo, él acabó cayendo encima de ella. Ambos se quedaron sin aire. Tanto que, durante unos segundos, se quedaron allí tendidos, pegados el uno al otro, con las caras a escasos centímetros de distancia.  Pero, en vez de sentir frío, tirados en la nieve como estaban, ambos empezaron a sentir calor; sobre todo Paula. Mucho calor. Tanto que tuvo la sensación de estar hundiéndose más aún en la nieve debido a la alta temperatura de su cuerpo. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 39

 –Quedense  juntos –les ordenó la señorita Joan. La advertencia iba dirigida al grupo, pero estaba mirando específicamente a Paula cuando dió la orden–. No quiero ser yo la que tenga que pedirle al sheriff que envíe a una patrulla de búsqueda. Siempre y cuando os aseguréis de tener a la vista a un par de personas en todo momento, no se perderán. Bien, pongámonos manos a la obra. Cualquiera que encuentre un árbol digno de consideración, que avise a los demás con un grito. Recuerden que tenemos que encontrarlo rápido. Lo último que queremos es estar aquí cuando empiece a oscurecer.


 Con las palabras de la señorita Joan resonando en sus oídos, Paula y los demás se dividieron, y cada pareja escogió una dirección distinta.


 –Todos parecen bonitos –comentó Paula mirando a su alrededor y contemplando los maravillosos especímenes que se alzaban hacia el cielo–.¿Cómo escogemos solo uno? –le preguntó a Pedro. Para ella, el primero que vieron resultaba perfecto.

 

–Bueno, en este caso en particular, el tamaño sí que importa –le dijo Pedro, y descartó el árbol que estaba admirando. No debía de llegar ni a los tres metros y medio.


 –De acuerdo, ¿y qué me dices de aquel? –preguntó Paula al ver otro árbol más alto.


 –Mejor –convino él al acercarse.


 –Y es lo suficientemente alto –añadió Paula innecesariamente.

 

–Cierto –sin embargo, había vuelto a pasar algo por alto–. Pero no lo olvides. Tenemos que ser capaces de transportar el árbol hasta el pueblo.

 

Nada más ver aquel árbol gigantesco se dió cuenta de que no podrían llevarlo al pueblo en el camión, ni siquiera aunque la plataforma fuese extralarga.

 

–A no ser que encontremos la manera de lanzarlo montaña abajo.

 

–Ya lo pillo –respondió ella. Comenzaron a caminar en busca de un nuevo candidato–. Supongo que encontrar el árbol correcto va a ser como el cuento de los tres osos.


 Pedro se quedó mirándola sin entender de qué estaba hablando.

 

–¿Perdón?

 

–Ya sabes –dijo ella–. Ni demasiado grande ni demasiado pequeño, ha de tener el tamaño justo –explicó utilizando la voz aguda que empleaba cuando le leía cuentos a su sobrina.


 –Me alegra que lo hayan entendido –les dijo la señorita Joan sarcásticamente al acercarse a ellos un momento para ver cómo iban–. Ahora, veamos si podéis encontrar algo que sirva. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 38

Echando la vista atrás, supo que nunca habría podido superarlo de no haber sido por Paula. Había sido la amiga con la que había descargado toda su rabia y todos sus sentimientos. Era la amiga que le había visto llorar, cuando él se mantenía firme con todos los demás, incluyendo su propia familia. Ella le conocía mejor que nadie.


 –¿Sabes? –le dijo–. Siempre has sido mejor amiga para mí de lo que yo lo he sido para tí.

 

–No es un concurso, Pedro. Pero, si quieres ayudarme ahora… –sugirió Paula mientras él detenía el camión. La señorita Joan ya había parado su coche. El plan era seguir desde ahí a pie.


 –¿Sí? –preguntó él, esperando a que terminara.


 Paula estaba nerviosa por la idea de pisar la nieve por primera vez. No quería quedar en ridículo.


 –Si me resbalo, sujétame para no quedar en ridículo delante de todos.


 Pedro sonrió antes de bajar del camión. 


–Yo te cubro, muñeca –le prometió.

 

Conmovida, Paula abrió su puerta y contempló el suelo completamente blanco a sus pies. Le parecía inofensivo. No podría ser tan malo. Así que saltó. Acto seguido, sintió que sus botas se hundían en la nieve en busca del suelo. Ella soltó un grito sin darse cuenta. 


 –¡Pedro!


 Todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo se pusieron alerta. De pie al otro lado de la cabina del camión, incapaz de ver a Paula, solo podía guiarse por su voz, que era una mezcla de pánico y sorpresa. Antes de que su imaginación tuviera tiempo de dispararse, él había bordeado la cabina del camión y había visto cuál era el problema. Ella no tenía dónde apoyarse. Le dió la mano para evitar que siguiera hundiéndose en la nieve y, además de mantenerla erguida, tuvo que hacer un esfuerzo por no reírse al ver la expresión de angustia de su cara. Se dió cuenta de que Paula no bromeaba. Aquella era su primera experiencia en la nieve.


 –Tardarás un poco en acostumbrarte –le dijo.


 –No me digas –murmuró ella en voz baja, molesta consigo misma.

 

–¿Van a venir, o queréis seguir intentando hacer ángeles de nieve? – gritó la señorita Joan mientras el resto del equipo se reunía a su alrededor y esperaba instrucciones. Todo grupo necesitaba un líder que se encargara de la organización, y la señorita Joan era claramente el suyo. 


 –Ya vamos –respondió Paula. Dando pasos cortos, mantuvo los brazos estirados para no perder el equilibrio e intentando no parecer un gorrión recién nacido que quisiera echar a volar.

 

–Ya lo estás consiguiendo –le dijo Pedro, y le dió la mano para que tuviera un punto de apoyo con el que mantenerse de pie.

 

–Si tú lo dices –respondió Paula, sin molestarse en disimular su sonrisa.


 Imaginó que, al fin y al cabo, la nieve tenía ciertas ventajas. Cualquier cosa que hiciera que Pedro tuviera contacto físico con ella no podía ser mala. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 37

 –La señorita Joan dirige esto como si fuera una operación militar – comentó Pedro a medida que se acercaban a su destino.

 

–La señorita Joan tiene tendencia a dirigirlo todo como si fuera una operación militar –le recordó Paula.

 

Pedro asintió.

 

–Tal vez fuera hija de militares –imaginó. Era una posibilidad.


 Nadie en el pueblo sabía mucho sobre su pasado antes de llegar a Forever, y la señorita Joan no era muy abierta, a no ser que deseara serlo específicamente, cosa que no sucedía con frecuencia.

 

–Creo que probablemente le guste la precisión del ejército, así que es lo que imita. Eso y que le gusta dar órdenes a la gente –añadió Paula con una sonrisa–. Pero tiene buen corazón, así que supongo que lo compensa.

 

De todos era sabido que, si había alguien en apuros, la señorita Joan intervenía para ayudar y no pedía nada a cambio. Pedro vió que se acercaban al final del viaje. Cada vez más entusiasmada, de pronto se volvió hacia Pedro y preguntó:

 

–¿Cómo es la nieve?


 La pregunta le pilló por sorpresa. Estaba seguro de no haber oído bien.


 –¿Qué?


 Paula decidió replantear la pregunta. Tal vez Pedro tampoco hubiera visto nunca la nieve. Desde luego nunca le había mencionado nada al respecto.

 

–¿Sabes cómo es la nieve?

 

Pedro la miró como si hubiera perdido un tornillo.

 

–Claro que sí. ¿Es que tú no?


 Paula se encogió de hombros. Había cometido un error al preguntar. Pero se trataba de Pedro, y ambos compartían todo tipo de pensamientos. Sabía que no había sido su intención hacer que se sintiera una idiota por preguntar sobre la nieve. Solo esperaba que no pensara que era rara por no haber tenido nunca una bola de nieve en la mano.


 –No –respondió.


 Pedro pensó que estaba tomándole el pelo. Estaba lo suficientemente lejos del vehículo de la señorita Joan como para no chocarse contra él. Así que miró un instante a su mejor amiga antes de devolver la atención a la carretera. Quería aclarar aquello.

 

–¿Nunca has tocado la nieve? –le preguntó con incredulidad. 

 

–No importa –dijo Paula–. Olvida que te lo he preguntado –no debería haber hablado. A veces era demasiado sincera, demasiado confiada.

 

–No –insistió él–. Tú lo has empezado y ahora siento curiosidad. No puedo creer que no sepas cómo es la nieve. Ya ha nevado en la montaña en el pasado. Recuerdo al menos dos ocasiones en las que nevó.


 –Puede ser –no iba a discutir con él sobre eso, pero nunca había nevado a aquella altitud–. Nunca antes había subido a la montaña.

 

Pedro no podía creérselo. ¿Cómo podía no saber aquello sobre ella? Intentó recordar si alguna vez habían hablado algo que tuviera que ver con la nieve y se dió cuenta de que el tema nunca había surgido.

 

–¿Por qué no? –le preguntó.

 

Ella lo miró y se dió cuenta de que estaba preguntándoselo en serio.

 

–Bueno, desde que cumplí ocho años, siempre estuve ocupada ayudando a mi madre. Fue entonces cuando mi padre…

 

–Murió –concluyó Pedro. Se reprendió a sí mismo por su falta de tacto… Y de memoria–. Sí, ahora me acuerdo. Lo siento.

 

–No tienes nada que sentir –le dijo Paula–. Al fin y al cabo, no fui la única que perdió a un padre. Tú perdiste a tu madre.

 

–Sí, y tú estuviste a mi lado –recordó él. 

Yo Estaba Aquí: Capítulo 36

  –Por favor. Por favor. Te entregaré a mi primer hijo.

 

–Por muy tentador que suene, no puedo. La señorita Joan quiere que vaya con ella –y esa era la razón principal por la que no iba a quedarse y a hacer el turno de Nadia. Porque, cuando la señorita Joan te decía que fueras, eso era lo que tenías que hacer, aunque hubiera obstáculos en tu camino.

 

–La señorita Joan quiere a una camarera que esté consciente –señaló Nadia. Sujetando la taza con ambas manos, se la bebió de un trago y después esperó a que la cafeína hiciera su efecto. No lo hizo. La impaciencia se juntó con el nerviosismo–. Tienes que hacer mi turno, Paula. Si no duermo un poco, me voy a morir –se lamentó.

 

–Error. Si intentas pasarle tu turno a otra persona, entonces sí que vas a morir –dijo la señorita Joan al entrar en la cafetería. Como tenía por costumbre, había captado la conversación que más le interesaba. Miró entonces a Paula con sus ojos de color avellana–. Ya estamos listos. Puedes salir.

 

Paula tenía muchas ganas de ir, pero tenía a alguien en apuros justo delante. ¿Cómo iba a pasárselo bien sabiendo que había abandonado a Nadia en aquellas condiciones?

 

–Pero es que Nadia no se encuentra bien –explicó, resignándose a ocupar el lugar de la otra camarera–. Necesita irse a casa.


 –Nadia tiene resaca –declaró la señorita Joan–. Lo que necesita es ponerse firme para poder hacer su turno y el tuyo –se detuvo un instante para agarrarle la barbilla a la otra camarera y examinar su rostro con atención antes de soltarla–. Sobrevivirás –le dijo a Laurie–. Nadie se muere de resaca. Solo te entran ganas de morir. Ahora sal ahí fuera –le ordenó a Paula–. Nos vamos en cinco minutos.

 

Paula sabía que la señorita Joan era fiel a su palabra y, si no estaba fuera en cinco minutos, se irían sin ella. No quería que eso pasara.  Tomó una decisión, se quitó el delantal y agarró la chaqueta, que había dejado colgada en el respaldo de una silla vacía. Los sábados eran días informales y la señorita Joan permitía a sus camareras llevar vaqueros, lo cual era una suerte para ella, pensó mientras se ponía la chaqueta y seguía a su jefa hacia la calle.


 –¿Ha estado alguna vez en el ejército, señorita Joan? –le preguntó mientras aceleraba el paso. Oyó a lo lejos al marido de la señorita Joan riéndose por la pregunta.


 –En una ocasión intenté alistarme, cuando era mucho más joven – admitió ella–, pero me dijeron que era demasiado dura para ellos.


 Paula apenas podía creerlo.

 

–¡Buena suerte! –oyó que Gabriel gritaba tras ella. Paula se dió la vuelta para despedirse de él antes de salir por la puerta.

 

No pudo evitar preguntarse si el ayudante del sheriff realmente pensaría que iba a necesitar suerte o si lo habría dicho de manera automática. Segundos más tarde, se olvidó por completo de Gabriel y del posible significado de sus palabras. Vió a Pedro de pie junto a la cabina del camión, con la puerta del copiloto abierta.

 

–Tú vas con Pedro –le dijo la señorita Joan con el tono que empleaba cuando no estaba dispuesta a tolerar discusiones–. Le he dicho que conduzca el camión. El resto ya tienen sus puestos asignados –les informó a los otros siete hombres que había reclutado para la misión de conseguir el árbol de Navidad–. Muy bien, caballeros, y Paula, vámonos –ordenó, se colocó al volante de su coche y esperó a que su hijastro se montara a su lado.


 Como ya había avisado, los vehículos partieron hacia la montaña en menos de cinco minutos.  A ninguno se le habría ocurrido hacer esperar a la señorita Joan.