lunes, 31 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 35

Paula se sentía algo mareada. Debía de ser el schnapps, y no la llegada arrasadora de Pedro Alfonso. Subió a su dormitorio y se miró con ojo crítico en el espejo de cuerpo entero. ¡Primero calada hasta los huesos, y luego, en bata! Su intención era parecer sofisticada y profesional, aunque tuviera un trabajo en el que podía pasarse el día en pijama si quería. A medida que fue avanzando el día y el calor se hizo notar, salió a trabajar al porche, como hacía a menudo. El día era precioso, pero le molestaba su incapacidad para dejar de echar una mirada hacia casa de Mamá. Se oía en ella una gran actividad, sierras y martillazos, pero no vió a Pedro. Deseaba acercarse y ver qué estaban haciendo, pero el orgullo se lo impidió. Cuando por fin consiguió quitárselo de la cabeza, tenía la radio puesta y oyó el anuncio de la donación de Wild Side en agradecimiento al ofrecimiento del club náutico para que se celebrase en sus instalaciones la Gala del Día de la Madre. En cuestión de una hora, recibió varias llamadas de representantes del club náutico, por supuesto no de Malena, invitándola a celebrar en sus instalaciones la Gala del Día de la Madre, insistiendo en que se haría de manera gratuita. Ya se había hecho tarde, y volvía a estar acomodada y en pijama, intentando concentrarse en ver una película. Pero que él estuviera en la casa de al lado no dejaba de molestarla. Mamá y ella solían ver una película o un programa juntas por las noches. Se sentía sola y le daba mucha rabia, lo mismo que estar evaluando su vida con un prisma diferente. ¿Cómo se había permitido llegar a ser tan aburrida? El teléfono sonó.


–Hola, Paula.


–Pedro… Iba a llamarte para darte las gracias. El club náutico me ha confirmado la reserva.


Él se rió quedamente. Ella, también.


–No me habías dicho que el coche de Mamá no tiene seguro.


–¿Para qué iba a tenerlo, si no puede conducir?


–He ido con él tres veces al pueblo a buscar materiales antes de que ella se acordara de decírmelo. ¡Me podrían haber detenido por ir sin seguro!


De la soledad a la risa que pugnaba por salir.


–En fin, que a Mamá le gustaría ver una película. ¿Podrías llevarme al centro a por una?


–Puedes usar mi coche cuando quieras.


–Gracias, lo tendré en cuenta, pero es que Mamá dice que no me deja elegir la peli si tú no estás. Que voy a traer una de esas de hombres. Ya sabes: De acción, con mucha sangre y palabrotas.


–Puaj.


–Lo mismo que ha dicho ella. Y si vas tú sola, será de esas lacrimógenas y con mucha música de violines.


–¿Y por qué no van Mamá y tú?


–Está haciendo apfelstrudel –reveló, satisfecho–, y dice que está en un momento delicado. Lo tendrá listo para cuando volvamos con la peli. Tienes que venir a por un trozo.


Era una de las órdenes de Mamá a las que no podías decir que no. Como si fuera posible decirle que no a su pastel de manzana…


–No ha dejado de cocinar desde que has vuelto, ¿Verdad?


–Pues no, porque también he ido a la compra con el coche antes de saber que era ilegal. Ha hecho schnitzel para cenar –explicó, obviamente encantado–. ¿Sabes una cosa? Vale la pena arriesgarse a acabar en la comisaría por su schnitzel. Ya tiene preparada otra lista de la compra. ¿Te importaría que parásemos a comprar un momento antes de volver?


Sí que le importaba. Le importaba muchísimo reconocer que se había estado sintiendo sola hasta aquella llamada. Que la vida pareciese vibrar de pronto con mil posibilidades, que abarcaban desde alquilar una película hasta ir al supermercado.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 34

 –Entonces, también tu trabajo es tu modo de divertirte.


–Touché. Pero me encanta bajar por aguas bravas con el kayak. Es muy físico, y requiere concentración absoluta. Me hace sentirme más vivo que cualquier otra cosa que haya hecho en mi vida.


Pero un recuerdo apareció como un relámpago ante los ojos de Pedro, y fue como si ella también pudiera verlo: Tumbados en la arena, uno al lado del otro, con la luz de la luna coloreándolos, sintiéndose más vivos que nunca. O que después.


–Supongo que eso es lo que te estoy preguntando, Paula. ¿Qué te hace sentir así?


–Así, ¿Cómo? –balbució.


–Como me siento yo en un kayak. Vivo. Completamente concentrada. Con toda tu intensidad puesta en ese momento. ¿Qué te hace sentir así?


Si no contestaba, pensaría que era una fracasada. Y en ciertomodo, se sentía así.


–Tengo algo –confesó a regañadientes–. Hace que me sienta viva, aunque a tí no te parecerá divertido.


–Prueba.


–Hoy no.


Contárselo la dejaría demasiado vulnerable.


–Bébete el schnapps y volveré a preguntártelo.


Entró en la cocina a por un vaso, se sirvió el licor de Mama y volvió al salón. Una vez allí, apuró el vaso.


–Bien –dijo él–. ¿Qué haces para divertirte, Pauli?


–Ya lo sabes –le contestó–: trabajar. Y ahora, fuera, que tengo mucho que hacer hoy.


Él la miró fijamente. «Fuera». Ojalá hubiera empleado otra palabra.


–Volveré –dijo, al darle la espalda.


–Me lo temía –murmuró mientras lo veía alejarse.


Aunque se ordenó no hacerlo, aunque sabía que no debería, se quedó viendo cómo cruzaba el jardín hacia casa de Mamá. Iba silbando, y la melodía le llegó por la puerta abierta, mezclada con el perfume de los árboles, y le recorrió la espalda. El rebelde. La palabra encarnaba en sí misma una advertencia, pero no podía sino reconocer que se sentía viva como no lo había estado en mucho, muchísimo tiempo. Pedro cruzó la hierba pensativo. Había algo muy diferente en Paula. ¿Qué la habría hecho cambiar? Parecía haber adquirido el estatus de marginada en el grupo de chaves Beach, lo cual le resultaba increíble, casi tanto como que anduviera segando hierba, reparando suelos o alquilando canoas. Y ese extrañamiento de la comunidad, ¿sería por decisión propia, o de ellos? En su fuero interno había una mujer que quería pintar su casa de malva, y que seguramente acabaría por no hacerlo. Si alguien no lo remediaba. Él iba a ser el hombre que Mama esperaba que fuera, y antes de marcharse, ayudaría a Paula a divertirse un rato.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 33

 –Creía que esos días formaban parte ya del pasado – argumentó–. Además, tú nunca participaste.


–No.


–¿Por qué?


–Porque tenía la sensación de que no encajaba.


Era una admisión que no se esperaba de él porque se trataba de algo real, y fue la segunda sorpresa de aquella conversación. Le había contado más de sí mismo en aquellos últimos diez minutos que en todo el tiempo que pasaron juntos.


–Pues no lo demostraste nunca. ¡Parecías tan seguro de tí mismo! Todo el mundo pensaba que eras tan genial, tan valiente, en cierto modo. Atrevido. Si llevabas unos vaqueros con un desgarrón en la rodilla, la mitad del instituto te lo copiaba a la semana siguiente.


–No es que careciera de lo necesario: La ropa, la moto… Es que la gente con la que salías era tan normal: Padre y madre, un perro, pagas, gente que desde que nacía sabía cómo iba a comportarse y qué iba a llegar a ser. Me sentía excluido de todo eso; como si nunca fuera a pertenecer a vuestro grupo. Como si siempre fuera a estar de visita.


–Espero que yo nunca te hiciera sentir así.


–No, Paula, tú no. Es más: Durante aquellas semanas…


–¿Qué? –lo animó.


Pero él hizo el movimiento que haría un púgil que quisiera esquivar un golpe.


–Nada.


Y el velo volvió a caer delante de sus ojos. Así era como ella lo recordaba: Acércate, pero no demasiado.


–Así que has acabado dándole la espalda a todas las expectativas que tenían puestas en tí, ¿No?


Sí, pero solo porque, antes de Pedro, tenía una vida y, después, le quedó otra completamente distinta.


–Puede que mi vida no sea lo que mis padres esperaban, pero yo estoy encantada. Me gusta lo que hago.


–Mamá me ha mantenido al corriente.


«Qué vergüenza», pensó Paula, y al ver él su expresión mortificada, Pedro se echó a reír.


–No te preocupes, que no me ha contado ningún rumor interesante. Solo pequeñas pinceladas aquí y allá. Me enteré de que habías abierto una librería online y que te iba muy bien.


–Ah, eso. Ya conoces a Mamá. Si te quiere, nada de lo que hagas está mal.


–¿Cómo es que están tan unidas? Cuando yo vivía aquí, siempre había una especie de barrera entre tu familia y ella, impuesta por el señor doctor. Mamá y tú eran corteses la una con la otra, y buenas vecinas, pero ni le cortabas el césped, ni le hacías reparaciones en casa.


–No recuerdo los detalles –mintió. 


Bien que los recordaba… Había corrido sobre la hierba de noche, con un dolor interior tan grande que ni siquiera se dió cuenta de que había pisado una piedra y que le sangraba un pie. La puerta de Mamá se había abierto y ella apareció en su rectángulo de luz. ¡Liebling! 


-¿Qué te pasa?


–Entonces, volvamos a la pregunta original: ¿Qué haces para divertirte?


–Mi trabajo es divertido.


–Imagino que estás de broma.


–¿Y tú? ¿Cómo te diviertes?


–Mi trabajo sí que es divertido. De hecho, he creado una empresa que precisamente trata de la diversión. Creo que las raíces de Wild Side se hunden en eso.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 32

 –¿Tienes una organización favorita?


–¿Por qué? No querrás un recibo.


Le vió darse la vuelta y pensó que quizás se había sentido insultado e iba a marcharse. Qué alivio. Pero lo que hizo fue acomodarse en uno de los sillones. O mucho se equivocaba, o había decidido quedarse solo por el placer de verla incómoda. Por lo menos, se había alejado de la documentación. Parecía totalmente relajado, contemplando el paisaje que se colaba por su ventana. Paula ladeó la cabeza. A ver quién cansaba a quién. Un libro descansaba abierto sobre uno de los brazos, y Pedro hizo ademán de ir a curiosearlo, pero ella se lo arrebató, aunque no con la rapidez necesaria.


–Una lectura interesante tratándose de una chica que ha dejado de creer en los cuentos. ¿Bailar con un príncipe?


Iba a defender su elección cuando él cambió de asunto.


–Me gusta cómo has dejado la casa –dijo–. Tiene el encanto de una cabaña de esquí, en lugar de parecer una casa victoriana. Dudo que haya sido cosa de tu madre. Y mucho menos la elección del color de la fachada, sorprendentemente bohemio para este rincón del bosque.


–Apenas se ha secado la pintura y los vecinos ya me han hecho saber que no les gusta que me deje llevar por mi lado salvaje y secreto.


Y volvió a cobrar cuerpo el peligro, haciendo crepitar el aire. Su lado salvaje y secreto se entretejía con su historia común. Con aquellas noches calurosas de verano en que habían descubierto sus cuerpos, fundiéndose el uno en el otro. Vio que él tenía la mirada puesta en sus labios y el recuerdo le resultó abrasador. La sorpresa de lo que deseaba fue absoluta, porque quiso ser salvaje, saborearlo solo una vez más, olvidarse de las precauciones.


–Nunca me habría imaginado que tu vida sería así, Paula.


–¿Ah, no?


–Me habría imaginado algo más tradicional: Una casa grande, un marido siempre ocupado y un montón de críos: Niñas que llevar a clases de ballet, chicos a los que convencer de que no dejen ranas en el fregadero de la cocina…


Paula no contestó.


–Pensaba que llevarías una vida muy parecida a la de tus padres, rodeada por la gente con la que creciste. Copas los viernes en el club náutico, esquí acuático los fines de semana del verano, esquí en las montañas en invierno.


Ella lo miró alzando las cejas.


–Me sorprende que pensaras en mí.


Entonces le tocó a él quedarse callado. La vista que se contemplaba a través de la ventana parecía retener su atención.


–Un hombre nunca olvida su primer amor –dijo al fin.


–No sabía que yo hubiera sido tu primer amor.


–¿Cómo no ibas a saberlo? Aquellas semanas fueron una locura, Paula. Me despertaba pensando en tí, me dormía pensando en tí. Pasábamos juntos todos los momentos del día. Tenía la sensación de no poder respirar si tú no estabas allí para darme aire.


–Nunca llegaste a decirme que me querías –replicó en voz baja.


–Es que nunca se lo he dicho a nadie. Ni siquiera a Mamá.


–¿Nunca se lo has dicho?


–Creo que no.


–¡Ya te vale!


–En fin… Esos días quedan ya en el pasado.


Sí, así era, y remover aquellos recuerdos no traería nada bueno. Ya el corazón le latía acelerado con oírle admitir que se había pasado día y noche pensando en ella.


–¿Y qué hace la Paula adulta para divertirse?


La pregunta la pilló desprevenida.


–¿Para divertirme?


–Recuerdo que siempre estabas en el centro de todo, aunque las diversiones de aquel entonces a mí me parecieran un poco ridículas: La guerra de agua en el césped del instituto, el lavado de coches con fines benéficos, la excursión de tres días en bici a Bartlett, o en canoa hasta Point. Recuerdo una noche que estaba yo en casa de Mamá y que tú tenías aquí un grupo de chavales. ¿Sabes lo que me resultaba increíble? ¡Que consiguieras hacerles cantar a todos! Ellos, que se creían lo más de lo más, cantando canciones infantiles…

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 31

Se acercó a la mesa del comedor a dejar el sobre con el dinero. Había varios montoncitos de papel bien colocados. Aquella no era la casa de alguien que recibía a los amigos, o que celebraba multitudinarias cenas. Entonces lo entendió. Su espacio emanaba soledad. ¿Paula, la misma que estaba siempre en el corazón del grupo, dirigiendo la acción sin saber tan siquiera que lo hacía? ¿La chica que siempre estaba in, ahora tenía que rogar que le dejasen utilizar el club náutico que llevaba el nombre de su abuelo? ¿La joven tan conservadora como sus padres, se estaba planteando pintar la casa de color malva para escándalo de la comunidad mientras dirigía una aventura comercial desde su propio pantalán?


–¿Qué te ha pasado? – le preguntó suavemente.


Y vió algo más que secretos en sus ojos, tan grandes, verdes e intensos. Pero no se permitió que ejercieran sobre él su hechizo porque creyó ver en su mirada algo que ella no quería que viese: Su miedo. Durante un instante, sintió la tentación de contárselo. Que, después de que él se marchase aquel verano, todo su mundo había cambiado irrevocablemente y para siempre. Pero había decidido no ceder a los impulsos, pues lamentaba las payasadas que había hecho a espaldas de Malena, y menos aún en lo concerniente a Pedro.


–No me ha pasado nada. He crecido. Eso es todo.


No quería que posara más tiempo la mirada en los papeles que tenía sobre la mesa. Los documentos para el registro de fundaciones sin ánimo de lucro estaban allí, lo mismo que la solicitud para la recalificación que le permitiera acometer la transformación necesaria para convertir aquella casa en un refugio para madres solteras. No quería hablar de ello, y menos con él. Nunca. Aún sosteniendo cerrados los delanteros de la bata, se interpuso entre él y sus secretos.


–¿Hay algo sobre la mesa que no quieres que vea?


Estaban tan cerca que podía olerlo. El aroma del agua del lago no se había borrado del todo de su piel; el jabón no había logrado erradicarlo.


–No.


–A diferencia de Malena, se te está arrugando el entrecejo –le dijo, rozándole entre las cejas.


Cómo desearía poder apoyarse en esa mano y compartir sus cargas con él.


–Siete años –resumió él, mirando por encima de su hombro–. ¿Qué puede haber en tu mesa, después de siete años, que no quieras que yo vea? –preguntó, alzando las cejas de ese modo tan particular suyo–. ¿Un catálogo de lencería?


Aquello tenía que terminar. Con un movimiento rápido de la mano, agarró el sobre y lo miró con interés exagerado.


–No lo quiero.


Pedro se encogió de hombros.


–Dónalo a tu organización favorita.


–Está bien –suspiró. 


Nunca podría llegar a imaginarse la ironía que había en aquella sugerencia.


–En fin… Tengo que vestirme. Si me disculpas…

viernes, 28 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 30

 «Te prohíbo que te veas con mi hija». Por supuesto, bastó con la prohibición para que idease artimañas cada vez más creativas para poder pasar tiempo con ella. Y que incrementase el disfrute de colarse en aquella misma habitación mientras sus padres estaban dormidos y besarla hasta que los dos se quedaban sin aliento de deseo. Aquel primer encuentro con su padre no fue nada comparado con el último.


–Ha habido una serie de robos en las casas del lago –le dijo–, y en mi casa también va a entrar un ladrón. Después del asalto, la policía encontrará la mercancía robada en tu casa. Serás arrestado y será la gota que colme el vaso para esa casa de los demonios. Siempre he querido comprarla. Algún día, Paula y el hombre con el que se case, vivirán en ella.


Hacía tiempo que Pedro sabía que tendría que marcharse. No había sitio para él en Chaves Beach y nunca lo habría. Le contó a ella la amenaza que había recibido de su padre y le dijo que no podía soportar aquella ciudad ni un minuto más. Fue entonces cuando ella le dijo:


–Yo nunca podría enamorarme de un tío como tú.


¿Le habría convencido su padre de que era un ladrón? ¿Que de verdad era él quien estaba detrás de los asaltos padecidos aquel verano? ¿O habría recuperado la cordura y había acabado dándose cuenta de que no podía funcionar? ¿Que un tío como él nunca iba a poder darle las cosas a las que ella estaba acostumbrada? Había mucho espacio entre ellos, un vacío demasiado traicionero para aventurarse a cruzarlo. Se habían hecho daño el uno al otro, pero tenía la impresión de que él le había hecho más a ella que al contrario. A lo mejor había sido él quien le había arrebatado el sueño de vivir su propio cuento de hadas. Pero es que, cuando la conoció, él ya habitaba en un universo en el que los cuentos no existían. Mejor centrarse en el aquí y ahora.


–Antes, ahí había una pared –dijo. «Y un sofá», añadió mentalmente. No quería mencionarlo. Ni siquiera recordarlo había sido buena idea, pero cayó en la cuenta demasiado tarde.


–Mi madre tiró las paredes cuando mi padre murió.


Lo cual significaba que, técnicamente, ni siquiera estaban en la misma habitación en que lo hicieron. Los fantasmas de su juventud, jadeantes de necesidad, ya no moraban allí. Seguramente no habría sido su madre la que había conseguido la calidad casi tangible de santuario que poseía aquella estancia. Su madre, si no recordaba mal, se parecía bastante a Malena, y aquella habitación habría pasado por las manos de un diseñador de interiores, un profesional que querría lograr el sitio perfecto para recibir a las visitas. E impresionarlas. Pero Paula había creado un espacio ligero y acogedor, un sitio donde leer un libro o pasarse el día en bata. No obstante, la habitación provocaba algo en él que no terminaba de identificar.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 29

 –Hace mucho tiempo que dejé de creer en los cuentos.


–¿Ah, sí? –preguntó, escéptico.


–Sí.


La miró con detenimiento y volvió a ver rabia en su interior. Echaba de menos a la chica que se había tirado al suelo echándose mano al cuello, y volvió a experimentar la intensa incomodidad que había sentido al ver sus torpes intentos por reparar el porche de Mamá. Sí, había algo muy distinto en ella. En el instituto derrochaba confianza en sí misma, era popular, lista, extrovertida y guapa. Había nacido entre algodones y con todo el mundo a sus pies. Pero Malena siempre había tenido una especie de caparazón exterior duro y brillante, como la de una piedra pulida en exceso, mientras que en Paula recordaba una especie de inocencia, la mirada soñadora de una chica capaz de creer en el príncipe azul, un puesto que, durante algunos de los momentos más felices de su vida, creyó que podría ocupar él. Pero Paula Chaves ya no tenía el aire de una mujer que espera a su príncipe. De hecho, desde detrás de la barrera en la que se había convertido su bata cerrada, parecía terca y ofendida. Vale. ¿Que ya no quería un héroe, ni un príncipe? Pues mejor para ella. Él tampoco buscaba a una damisela en apuros. O una princesa. Así que, ambos estaban a salvo, aunque no podía ignorar una vaga sensación de peligro.


–¿Qué ha sido de tu prometido?


–¿Qué prometido?


–Mamá me dijo que ibas a casarte.


–Cambié de opinión.


–Eso también me lo dijo.


–Pero no te contó los detalles, ¿No?


–Pues no. ¿Por qué iba a conocerlos ella?


–Tú no eres de aquí, ¿Verdad, hijo? –le preguntó, usando la frase célebre de un médico que salía por la tele.


–No sé qué quieres decir.


–Pues que mi ruptura salió en todas las portadas después de que a mi marido lo persiguieran a tiros, desnudo, por una calle de un tranquilo barrio residencial de Glen Oak. El que disparaba era el marido cornudo de una mujer que era amiga mía y que llevaba la cafetería de nuestra librería.


Así que su caída había sido completa… Pedro se recordó que tenía que sentirse satisfecho. Es más, se lo ordenó. Pero no se sentía así. Ni siquiera fue capaz de fingirlo.


–Ay, Paula.


Los ojos volvían a brillarle y deseó abrazarla, pero sabía que si llegaba a hacerlo, ella nunca se lo perdonaría.


–No sientas lástima de mí, por favor. Además, todo queda registrado hoy de algún modo. Alguien lo grabó con la cámara del móvil y fue la sensación local durante unos días.


–¡Ay, Paula! –volvió a lamentarse.


–¿No vas a preguntarme si no sospechaba nada? Es lo que todo el mundo me ha preguntado.


–No. Lo que voy a preguntarte es si quieres que lo busque y me lo cargue.


–¿Con tus propias manos? –preguntó, y sus ojos volvieron a brillar.


–¿Es el que hizo que dejases de creer en los cuentos?


–No, Pedro. Eso ocurrió antes.


Durante un segundo miró su boca. Luego se humedeció los labios y desvió la mirada. Tuvo que apartarse de aquella inesperada intensidad y se centró en la casa. Cualquier cosa valía con tal de apartar de su cabeza la idea de que hubiera sido cosa suya que dejase de creer en los cuentos.


–No es así como yo lo recuerdo.


En una ocasión, había cometido el error de ir a buscarla a su casa, y al entrar pensó en un viejo castillo: Oscuro, polvoriento, tan lleno de antigüedades que casi era difícil respirar. Supo que lo habían hecho pasar para que su padre pudiera decirle un par de cosas, y fue entonces cuando descubrió que Paula había estado saliendo con él a espaldas de sus padres.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 28

 –Sí. Los niños snobs de Malena ya no van a ser tan exclusivos, y a no ser que me falle mucho el ojo, vuelves a tener el salón del club a tu disposición.


–Pero si tú odias ese sitio.


–Siempre acaba gustándome lo que me dicen que no puedo tener.


La vió cruzarse de brazos y sus ojos volvieron a brillar.


–No me refería a tí.


–No nos engañemos. Eso era parte del atractivo. Romeo y Julieta. El chico malo y la niña buena. Verte pasar de oruga a mariposa.


–Creo que en mi caso no era así –contestó, despacio–, pero no quiero seguir con esta conversación.


Y se irguió como lo hacía antes de que él le enseñara que no se iba al infierno por decir alguna que otra palabrota.


–Tengo que vestirme.


–Y yo tengo que darte esto. Entrega especial –anunció, entregándole el sobre del dinero–. ¿Qué era eso de la recalificación?


Paula no hizo caso del sobre.


–Tiene que ver con las canoas. Hay que recalificar los terrenos para poder tener un negocio.


Pero ya no le miraba, y a Pedro le sorprendió darse cuenta de que estaba siendo evasiva. ¿Qué tenía que ver el alquiler de canoas con el hecho de que se hubieran librado al fin de los delincuentes de la casa de al lado? Aunque no podía olvidar que se trataba de Malena, semejante salto en la lógica de un argumento no podía ser una torpeza suya.


–Puedo ofrecerte los servicios de un abogado si lo necesitas.


–No necesito que me arregles nada. Ya te he dicho que no ando buscando héroe.


–Quédate con tu dinero.


–No. Y te recuerda que estás en mi casa sin haber sido invitado.


–O sea, que te salvo de morir ahogada, y de Malena, y tu gratitud apenas dura unos minutos…


–¡Vaya, hombre!


–Cualquiera podría entrar en tu casa sin haber sido invitado. Si echases la llave a la puerta…


–¡Ni se te ocurra decirme lo que tengo que hacer! Aquí no estamos en la ciudad, y nadie se presenta aquí después de un montón de años intentando jugar al hermano mayor. Sobre todo porque no lo necesito.


Resultaba evidente, por lo que acababa de ver, que necesitaba algo o a alguien en su campo. Aun así, él estaba tan poco dispuesto a hacer de hermano mayor como ella lo estaba a ponerlo en ese papel. Pero si era eso lo que hacía falta hacer para ser un hombre mejor, lo haría. Y nada de mirarle a los labios, ni a la abertura de la bata, cuyo escote se había abierto lo bastante para ofrecer la tentadora curva de un pecho deliciosamente desnudo.


–Puede que Chaves Beach no sea la gran ciudad –se explicó, cerrándole las solapas de la bata–, pero tampoco es el cuento en el que tú te empeñas en creer.


Paula le apartó las manos de un manotazo y se cerró la bata. 

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 27

 –¿Ah, no? ¿Y quién me animó a mentir a mis padres, o a escaparme de casa? Me invitaste a fumar, me bebí mi primera cerveza contigo. Incluso…


Por un momento creyó que iba a mencionar lo innombrable, pero no lo hizo.


–Me convertí en la clase de chica a la que nadie quiere ver sentada en el primer banco de la iglesia.


–Eso revelaría más de la iglesia en cuestión que de tí. Yo te recuerdo riendo, despertándote como la Bella Durmiente cuando la besa su príncipe. No es que yo pretenda ser ese príncipe, claro…


–Eso está bien.


–Recuerdo que eras como un reo al que habían puesto en libertad, asfixiada con tanta regla y tanta norma, y que aprendía a ser espontáneo. Creo que era tu mejor versión.


–Esa idea me asusta un poco –dijo, pasándose la mano por el pelo alborotado.


–Creo que las semillas de la mujer que es capaz de pintar su casa de lavanda se sembraron entonces.


–¿Te gusta el color? –preguntó, esperanzada–. Lo habrás visto al entrar, ¿No?


No le gustó la pregunta, ni la sensación de que necesitase la aprobación de alguien para hacer lo que quisiera.


–Lo único que importa es que te guste a tí.


–Ojalá fuese así.


–Recuerdo bien que la señora de Johnson antes era amiga tuya.


–Cierto, pero no pienso admitir responsabilidad alguna sobre la clase de persona que es ahora.


Había pretendido parecer despreocupada, pero no lo había conseguido. De pronto, todo aquello dejó de parecerle divertido. Paula había cambiado, y mucho, pero las personas de su entorno no lo habían aceptado. Y tenía la sensación de que era una transformación que iba mucho más allá del color de la fachada de su casa.


–¿Puedo usar tu teléfono? –le preguntó–. El móvil se me ha escacharrado en el agua.


La expresión de Paula había cambiado de pronto. Parecía deseosa de deshacerse de él pero, después de mirar un momento a su alrededor, le ofreció un inalámbrico. Ahora que había decidido ser un hombre mejor, iba a seguir hasta el final. Pondría a Malena en su sitio y ayudaría a Paula al mismo tiempo.


–¿Kevin? –se dirigió a su asistente–. Sí, me he tomado unos días… En mi pueblo… ¿No sabías que tengo pueblo?… ¿En una cesta en el río? Gracias, colega.


Enarcó las cejas mirando a Paula, pero ella fingió no estarle escuchando.


–Oye, necesito veinte mil dólares en ropa, talla de niño hasta adolescente, y que la repartas entre bancos de alimentos, clubes de chicos y chicas y servicios sociales de Lindstrom Beach, en la Columbia Británica. Asegúrate de que parte llegue a todas las organizaciones benéficas que trabajan con niños en un radio de setenta kilómetros de la ciudad… Sí, donaciones… pues claro que nunca has oído hablar de Chaves Beach… Cuando hayas terminado con ello, si puedes tenerlo todo organizado para mañana, contrata un par de anuncios en la tele y en la radio en los que le des las gracias al Club Náutico de Chaves Beach por ceder sus instalaciones para la Gala del Día de la Madre.


–Gracias, chaval. No sé cuándo volveré, y no te molestes en llamarme al móvil. La he cagado al no traerme una de nuestras cajas estancas. Por cierto, incluye algunas con la donación de ropa. Me compraré un móvil nuevo en unos días.


Paula había dejado de fingir que no le escuchaba. Muy al contrario, lo miraba con los ojos muy abiertos cuando él colgó el teléfono y se lo devolvió. Parecía estar intentando no mostrarse impresionada.


–Admítelo –le dijo–. Ha sido genial. He matado dos pájaros de un tiro.


–No todo el mundo te llama señor Alfonso –comentó ella, complacida–. ¿Dos pájaros?

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 26

 –Ahora yo soy la señora Johnson –dijo, mostrándole una mano cargada de anillos–. No lo olvides: Cóctel el viernes. Hay que ir vestido, por cierto.


–No me digas que no se puede entrar desnudo.


–¡Ay, Pedro, qué cosas tienes! ¡Chao, chao, chicos!


Y al volverse se encontró con Paula en el suelo, fingiendo estar muerta.


–¡Por amor de Dios, Paula! –la reprendió, levantando delicadamente una pierna por encima de su cuerpo inerte–. A ver si creces, que este hombre es el dueño de una empresa multimillonaria.


Y se marchó dejando tras de sí un rastro asfixiante de perfume.


–¡Por amor de Dios, Paula! –la imitó Paula–. A ver si creces.


Y volvió a reír. Las defensas de Pedro se derrumbaron estrepitosamente, como lo haría un castillo levantado con bloques de construcción infantiles, y cedió a la tentación de jugar un poco.


–Oye, que soy el dueño de una empresa multimillonaria. Un poco de respeto.


Y también se echó a reír. Era curioso lo bien que se sentía riendo con Paula.


–Se te da de maravilla el teatro –le dijo mientras se acercaba para ofrecerle una mano y ayudarla a levantarse. Tiró con tanta fuerza que colisionó con él al ponerse en pie, y por segunda vez en el mismo día, sintió la suavidad de sus curvas.


–¡Pedro –imitó entre risas–, siempre te he adorado!


–La última vez que me miraste así, a continuación me tiraste al lago.


Paula dejó de reír.


–¿De qué iba todo eso? –le preguntó él, secándose las lágrimas de risa.


–Pues, al parecer, si se te ocurre pintar las paredes de tu casa de malva, ya no puedes alquilar los salones del club náutico.


No le parecía que esa fuera la historia completa, pero no indagó más.


–¡Chao, chao, chicos!


Y volvieron a reírse.


–Hacía mucho tiempo que no me reía tanto.


–¿Ah, no? ¿Y eso por qué?


Inesperadamente, protegerse a sí mismo dejó de parecerle tan importante como veinte minutos antes, cuando cruzaba el césped para devolverle el dinero.


–La verdad es que no tiene gracia ninguna –dijo ella, seria de pronto–. La he cabreado, y no…


–Mucho –añadió él, pero Paula no rió más.


–Y tengo un servicio de comidas que viene a ocuparse de la fiesta desde Glen Oak, pero necesitan tener unas instalaciones certificadas en las que poder manipular alimentos, y la escuela no dispone de ellas.


–No te preocupes. Lo arreglaremos.


–¿Arreglaremos?


–Le he dicho a Malena que he venido por la fiesta.


–Pero no es cierto.


–He visto el estado en que se encuentra la casa de Mamá, así que creo que me voy a quedar un poco más de lo que había pensado.


–La verdad es que está hecha una pena. Me quedé de una pieza al verla cuando volví. He hecho cuanto he podido, pero…


–Y te estoy agradecido. Muy agradecido. Aunque te aconsejo que sigas con tu trabajo y no cambies de profesión.


–Se pondría loca de contento si te quedaras unos días. Y si además asistes a la gala, ni te cuento.


Sí, Mamá se alegraría muchísimo, pero la posibilidad de quedarse unos días obedecía a algo más que a darle una vuelta a su casa. Ver a esa barracuda atacar a Paula le había despertado el instinto protector, y eso no era lo que pretendía. Solo quería devolverle el dinero y largarse. Quería saborear el hecho de que hubiera perdido el favor de sus amigos pijos. Pero le asombró darse cuenta de que no solo no le sentaba bien descubrir el alejamiento entre Paula y su círculo, sino que era un hallazgo doloroso. Mamá Ana se sentiría orgullosa: a pesar de su inclinación natural al mal, parecía estar ganando peso su tendencia también innata a la bondad.


Paula pareció darse cuenta de pronto de que estaba en bata y demasiado cerca de él, y dió un paso atrás.


–Malena tiene razón. Qué vergüenza. No sé por qué me he comportado así. A lo mejor ha sido por tu culpa. Siempre has sabido sacar lo peor de mí.


–Vamos a dejar las cosas claras: Ni Malena tiene razón, ni yo he sacado nunca lo peor de tí.

miércoles, 26 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 25

 –¡Ay, Pedro, qué sentido del humor tienes! Pero si yo siempre te he adorado. Mis chicos, que tengo dos niños, no quieren llevar otra cosa que no sea Wild Side. Si no lleva el simbolito ese de la canoa naranja, ni se lo prueban.


No quiso que se le notara lo que le fastidiaba que su marca fuera la elección de los snobs que vivían en el lago.


–¿Qué te trae por aquí? –ronroneó.


Por encima del hombro de Malena vió a Paula agarrarse el cuello con las dos manos y hacer como si se estrangulara. Le costó Dios y ayuda controlar el temblor de los labios.


–Paula ha organizado una fiesta en honor de mi madre, y no me la perdería por nada del mundo.


Teniendo en cuenta la satisfacción que había obtenido de decirle a Paula que no pensaba asistir, el cambio de opinión le sorprendió incluso a él mismo.


–Ah, eso. No esperaba que fueras a venir por algo así. Además, ha habido un pequeño problema con el sitio, y como ella no es tu verdadera madre… Verás, el comité ha decidido revocar la autorización que le dió a Paula para la fiesta –continuó, sin plantearse siquiera lo cruel que había sido su comentario–, y como no vuelve a reunirse hasta el mes que viene, y la fiesta es dentro de unos días… Pero creo que el gimnasio de la escuela está disponible. Puedo indagar si quieres.


–No, gracias.


–No quiero que te molestes conmigo, porque en realidad es culpa de Paula. Germán Avalon es el presidente del club náutico este año. ¿Te acuerdas de él?


El desagradable recuerdo de un chaval que le lanzó una tarrina de helado medio derretida encima mientras él estaba cavando una zanja le volvió a la memoria.


–Viven un poco más adelante. Si Paula pinta de violeta la fachada de su casa, Ludmila… te acordarás de ella. Es una Polson. Pues Ludmila la tendrá enfrente todo el día. Está un poco molesta. Bueno, mucho. Y con razón. Y eso fue antes de la solicitud de recalificación. En fin… ha sido un placer verte.


No respondió, como también intentó no mirar a Paula, que tenía los ojos bizcos, la lengua colgando fuera de la boca y las manos aún en el cuello.


–Enhorabuena por el éxito de tu empresa. Sé que a Diego le encantaría conocerte si tiene ocasión. Los viernes suele haber un cóctel en el club antes de la cena.


Paula se dejó caer de rodillas y se tambaleó hacia delante y hacia atrás, sin quitarse las manos del cuello.


–¿El club?


–Sí, ya sabes. El club náutico.


–Ah, ya. El que le ha denegado el alquiler a Paula para celebrar la fiesta en honor de mi madre.


–Oh –con esfuerzo, ya que se había borrado las líneas de expresión con Botox, Malena compuso una mueca de conmiseración–. Si quieres, pásate el viernes y habla con Diego. A lo mejor puede usar sus influencias.


Paula se dejó caer de espaldas, boqueando como un pez fuera del agua.


–¿Qué Diego?


–Diego. Diego Johnson. ¿Te acuerdas de él?


–Vagamente.


Recordaba perfectamente haber estrellado su puño en la cara de un tal Diego que se atrevió a hablar de su herencia.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 24

 –¡Hubo una pareja que desembarcó de la canoa y se puso a comer en mi césped!


–Qué horror, sí.


«Vamos, Paula», pensó, haciendo causa común con ella. «¡Tú puedes hacerlo mejor!».


–No pienso pasarme otro verano explicándole a la gente lo que es una playa privada.


–Es que eso no existe –respondió con calma–. Tu parcela llega hasta la línea de la marea, que en tu caso queda a un metro escaso del cenador. Esas personas tenían todo el derecho de quedarse a comer ahí.


Pedro sintió un orgullo no deseado. Esa información se la había dado él años atrás, cuando había tenido que enfrentarse a gente como Malena, que pretendía ser la dueña de las playas.


–Espero que eso no se lo hayas dicho a ellos…


–No. Lo tengo impreso en el folleto que les entrego al alquilar la canoa –espetó–. Bueno, a eso no he llegado, pero ¿No crees que podríamos compartir el lago con quienes vengan a conocerlo?


A la buena de Malena, tan perfectamente peinada, estuvo a punto de darle una apoplejía ante la posibilidad de compartir su lago.


–¡Te advierto que este año no vas a andar repartiendo por ahí esos folletos tuyos! ¡Ni lo sueñes! Vas a necesitar un permiso para tu negocio, y no lo vas a conseguir. ¿Y quieres saber otra cosa? Que ya te puedes ir olvidando del club náutico para tu evento.


–Ya he depositado la reserva –respondió, molesta.


–Me ocuparé de que te la devuelvan.


–¡Pero si tengo a más de cien invitados, y solo faltan dos semanas!


Su voz había adquirido un tono de súplica.


–Es a lo que vas a tener que enfrentarse, aunque intentes cambiar de sitio. Esta zona es residencial. Siempre lo ha sido y siempre lo será.


–Es por eso, ¿Verdad? Todo se reduce a eso.


–Cuando por fin no teníamos que soportar el interminable desfile de delincuentes que entraban y salían de casa de tu vecina, ¿Vas y haces esto?


Ya había oído suficiente.


–Paula –saludó, haciéndose notar–, ¿Va todo bien?


Paula se dió la vuelta. Le brillaban los ojos. Ojalá fuera él la única persona que supiera que estaba a punto de echarse a llorar. Creyó que iba a enfadarse por encontrarlo allí, pero lo que vió en sus facciones fue alivio. A pesar de la valentía con la que se estaba defendiendo, por alguna razón parecía desbordada. Quizás porque el ataque provenía de una mujer que antes era amiga suya.


–Te acordarás de Malena –se la presentó, cuando en realidad lo que a él le habría gustado era que la hubiera echado de allí.


Malena lo estaba mirando con malicia. ¡Dios, cómo recordaba esa mirada! La primera vez que salió con Paula en público, a tomar un helado en el centro, se la encontraron, y la expresión despectiva de sus facciones huesudas era la misma.


–Yo te conozco –dijo, llevándose un dedo de manicura roja y perfecta a los labios.


Esperó a que lo reconociera, a que su desprecio se acentuara. Pero cuando supo quién era, toda su expresión corporal cambió, y con una sonrisa se acercó a él, agarrándole un brazo y mirándolo a los ojos.


–¡Claro! Pedro Alfonso. Tú eres el dueño de Wild Side, ¿No?


Aquel momento debería resultarle muy grato, sobre todo estando delante de Paula, pero lo que sintió fue incomodidad, aunque duró poco porque ella, que había quedado un paso por detrás de Malena, lo miró e hizo una mueca como si vomitara.


–Soy uno de los delincuentes que entraban y salían de la casa de al lado, y el vándalo que tuvo la desfachatez de pasar ante tu casa, e incluso de comer en tu playa.


Malena se echó a reír con entusiasmo.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 23

 –No me preocupa eso. Tenías que haberte llevado un chaleco salvavidas.


–¿Te preocupas por mí, Pauli?


–¡No!


–¿Entonces?


–¡Pues que tenías que habérmela pedido!


–Es posible, pero los dos sabemos que no soy uno de esos hombres que lo hacen todo según dictan las normas.


Suspiró.


–No quiero tu dinero, Pedro. Si quieres llevarte una canoa, hazlo, pero por lo menos dile a alguien adónde piensas ir. A Mamá, si no quieres hablar conmigo.


–No necesito caridad –espetó él–. Prefiero pagarte.


–Yo tampoco la necesito.


–¿Sabes lo que te digo? Que voy a pedir que me envíen mi propio equipo.


–Hazlo.


Le vió marcharse, tieso como un palo, y sintió lástima. Por lo menos deberían ser capaces de hablar de Mamá. Pero no le había devuelto las llamadas y tampoco ahora parecía más predispuesto a hablar. Fue en busca del billete de veinte dólares, lo metió en un sobre y garabateó su nombre en él. Sin molestarse en vestirse, atravesó la hierba que unía las dos casas pero no llamó a la puerta, sino que, siguiendo su ejemplo, lo dejó debajo de una piedra y dió media vuelta. Cuando volvió a su casa inspeccionó las canoas y, tras localizar la que había utilizado, colocó un chaleco salvavidas en su interior.


–¿Esto qué es? –preguntó Mamá Ana, entregándole un sobre.


Pedro suspiró irritado. Siempre tenía que tener la última palabra. Pero aquella vez no se iba a salir con la suya, se dijo, doblándolo y guardándoselo en el bolsillo antes de salir por la puerta de atrás. La última persona en el mundo de la que aceptaría un regalo sería de ella. Los días en que Paula, o cualquier otra persona de aquella ciudad, podían sentirse superiores a él, se habían terminado. Levantó la mano para llamar a la puerta, pero no lo hizo porque unas voces airadas salían por el ventanal.


–¡Vas a cargarte la zona! –decía alguien muy enfadado.


–Es solo una prueba –respondió Paula en tono conciliador.


–¿Morado? ¿Vas a pintar la casa de morado? ¿Me tomas el pelo? ¡Es un horror! Cuando Diego y yo lo vimos desde el barco, casi me caigo por la borda.


Paula había tenido ahí la oportunidad perfecta de decirle: «Qué pena que no te cayeras». Pero se limitó a defender su elección.


–Me parece un color muy actual.


–¿Actual? ¿En Lakeshore Drive?


A eso no hubo respuesta. Fue a llamar por fin a la puerta, pero se la encontró abierta, de modo que entró. Lucy estaba de pie en la puerta principal, aún en bata, los brazos cruzados sobre el pecho en actitud defensiva, mirando a una mujer más alta que ella y delgada, con esa clase de delgadez que solo se consigue con dolor. Su rostro le era conocido. Malena Mitchell-Franks. Vestida con traje de chaqueta de pantalón de lino, el maquillaje y el peinado de quien asiste a una fiesta, miraba a Paula con la cara desfigurada por la rabia. El aspecto de Paula era todo lo contrario al de Malena. Acababa de salir de la ducha, tenía el pelo mojado, y la sofisticación brillaba por su ausencia, perdida como estaba en aquel enorme albornoz, de esos que cuelgan en la puerta del baño de los hoteles caros. Iba descalza, y por absurdo que pareciera, le pareció mucho más sexy que las sandalias de tacón de aguja de su visita.


–¡No pienses ni por un momento que este año vas a volver a alquilar canoas! El verano pasado el tráfico se puso imposible en la zona, y no tienes estacionamiento. La calle de tu casa era una pesadilla. Y hubo un montón de gente en mi playa.


–No existe ninguna ley que diga que no puedo alquilar canoas – respondió, pero sin demasiada fuerza.


¿Aquella era la misma Paula que lo había tirado al agua? ¿Por qué no mandaba a paseo a aquella idiota?

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 22

Lo cual era cierto. Ya no era la chica que dejó al marcharse, del mismo modo que él no era ya el mismo hombre. Oyó el ruido del agua al caer y pensó que estaría duchándose, lo cual era una suerte porque le ahorraba otro encuentro con ella. Ya no eran críos. Respetaba a Mamá, pero no podía tomarse todos sus deseos como una orden. Paula se encontraría con la botella y ya decidiría. Si tardaba un rato en volver, no le preguntaría si había cumplido o no el encargo, y con un poco de suerte, se habría olvidado también de lo de su madre. Dejó el frasco delante de la puerta y se acercó a ver las canoas. No eran particularmente buenas, y tenían calidades y colores dispares. Entonces vió el cartel, bastante nuevo, adosado a un poste como el que se había roto en casa de mama. Paula’s Lakeside Rentals. La línea siguiente detallaba precios y normas. ¿Paula alquilaba canoas? Desde luego, estaba claro que no la conocía. Ni de lejos. De hecho, parecían haberse intercambiado los papeles. Él había logrado alcanzar el éxito que anhelaba, mientras ella cortaba la hierba de su casa y la ajena y se ganaba el sustento alquilando canoas. Debió de experimentar al menos un momento de satisfacción por ello, un poco de resarcimiento. Pero fue preocupación lo que se despertó en él, lo cual era un asco. Miró la casa. Aún se oía correr el agua. Empujó una de las canoas con el pie. Los remos estaban dentro. Subió, de un empujón se separó del pantalán y comenzó a palear hacia el otro lado del lago. Aún más que el abrazo de Mamá, el deslizar silencioso de la canoa sobre el agua despertó en su interior lo que más temía: la sensación de haber echado de menos aquel lugar, la convicción de que, por mucho que hubiera intentado dejarlo atrás, aquel era su hogar. Una hora más tarde, después de examinar la casa en busca de rastros de vida y convencerse de que no había nadie dentro, devolvió la canoa al pantalán. Se sentía como un ladrón al recorrer los metros que le separaban de la puerta trasera de su casa. El elixir ya no estaba. Podría decírselo a Mamá con la conciencia tranquila, pero la sensación de ser un ladrón no se alivió ni siquiera dejando un billete de veinte dólares debajo de una piedra en la canoa.


–¡Eh! –gritó Paula–. ¡Espera!


Se volvió con las manos en los bolsillos. Parecía molesto e impaciente.


–¿Qué haces?


–Me he llevado una de tus canoas y te he dejado el dinero del alquiler debajo de una piedra –explicó, como si fuera obvio.


–No te he dado permiso para llevártela.


–¿Es que tengo que hacer un test de personalidad?


Por debajo del sarcasmo creyó detectar una nota de dolor. Después de tanto tiempo, ¿todo iba a seguir igual entre ellos? «Jamás podría enamorarme de un tío como tú». No. Él era un hombre de éxito y de mundo, y llevaba escrito en cada poro de su piel que le importaba un comino lo que pudieran pensar de él.


–Yo no he dicho eso, pero no puedes llevarte una canoa sin más.


–No me la he llevado sin más. Te he pagado por ello.


–Es que tenías que haberme dicho dónde ibas. ¿Y si no hubieras vuelto?


–Llevo recorriendo estas aguas desde los catorce años, y he bajado en kayak por las aguas más peligrosas del planeta. Creo que me puedes confiar una de tus canoas, ¿no te parece?


«Confiar». Esa era la palabra mágica, el ingrediente que faltaba entre ellos.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 21

 –El Día de la Madre está a la vuelta de la esquina. Apenas faltan dos semanas. Debe de echarte mucho de menos.


Lo único a lo que su madre podía echar de menos era al saldo de su cuenta corriente. Pero no estaba dispuesto a meterse en esa conversación. Y estaba claro que Mamá se había aferrado a la idea como un perro que arrancase la carne de un hueso a dentelladas.


–¿Cuántos años han pasado? –insistió.


Pedro no quiso contestar, pero mentalmente hizo la cuenta.


–Ya es más que hora.


Su madre era la única parcela de su vida a la que se había negado a darle acceso a Mamá desde el día que llegó a su casa. No iba a haber reconciliación alguna con su madre.


–Solo una tarjeta para empezar –le dijo ella, como si no hubieran tenido aquella misma escena cientos de veces–. Creo que tengo una perfecta por aquí.


Mamá siempre tenía un cajón dedicado a las tarjetas de felicitación de un tipo u otro, adecuadas para cada ocasión. Para todas menos para una madre y un hijo que llevaban separados catorce años. Sin decir palabra, agarró el bote de schnapps y salió por la puerta, que lo despidió con un chirrido. Cuando miró hacia atrás, Mamá estaba de espaldas con el cajón abierto ante sí, canturreando satisfecha. Qué encogida estaba. Qué frágil, a pesar de su corpulencia. Y qué estropeada estaba la casa. Volvió a sentirse culpable por haber permitido que llegara a aquel estado. Apenas llevaba media hora en Chaves Beach y ya se sentía ahogado por todos aquellos incómodos sentimientos. No le gustaba sentirse así. Paula había estado allí y él, no. Pero aquello iba a cambiar.


–¡Asegúrate de que se bebe un poco! –le gritó Mamá desde la cocina–. Y no vuelvas hasta que lo consigas.


Y a pesar de que detestaba tener que darle la razón a Paula, por mucho que le molestaran aquellos inesperados sentimientos, tenía que admitir que había acertado con su insistencia para que volviera. Mamá lo necesitaba.



Pedro cruzó el jardín que unía ambas casas y volvió a pensar que la propiedad de Paula era todo lo que la de Mamá no. Aun estando unidas por la hierba, eran muy diferentes: La de Mamá, salpicada de altos árboles, que complicarían el corte del césped, y la de los Chaves, cuidadosamente mantenida y con el sabor perfecto del dinero abundante durante generaciones. Por lo poco que le había contado Mamá, sabía que Paula había heredado la propiedad hacía poco más o menos un año, y algo creía haber oído él sobre un compromiso roto y algo así. ¿De dónde sacaría el tiempo para llevar a buen término todo el trabajo que antes hacía un ejército de jardineros? Pensó en ir por la puerta principal para que resultara más formal y correcto, pero al final optó por la parte de atrás y el pantalán. Se detuvo y contempló la casa. La pintura blanca de la fachada se veía hueca por algunos puntos y desconchada en otros, y en un lado habían hecho pruebas de color. Parecían haber elegido el lavanda, y en una tabla más abajo, habían probado con los colores de las molduras, que oscilaban entre el lila y el rojo oscuro. El color elegido le hizo sospechar que no conocía en absoluto a Paula.

lunes, 24 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 20

Rápidamente subió las escaleras y se metió en el pequeño cuarto de baño. Cuando volvió a bajar, ya con ropa seca, le tenía ya servido un vaso.


–Bébetelo. Te quitará el frío.


–No tengo frío.


–¡Vas a pillarte un buen resfriado! –protestó, con los brazos cruzados.


No tenía sentido explicarle que los catarros no tenían nada que ver con el frío, sino con ponerse en contacto con los cientos de virus que andan por ahí, y que seguramente no escogerían las gélidas aguas de Sunshine Lake como habitat. Tomó el vaso y, tapándose la nariz, vació su contenido, que cayó como una bomba en el estómago.


–¡Por amor de Dios, pero si es schnapps! –exclamó con los ojos llenos de lágrimas.


–Es obstler –confesó sonriendo–. No ese pipermint azucarado que beben aquí. Éste lo hago yo con manzanas y hierbas.


Desde luego si había algún virus despistado navegando por su organismo, fuera cual fuese su origen, habría quedado aniquilado.


–Con la receta de mi abuela –continuó explicando–. Anda, llévale un poco a Paula. Ya se lo tengo preparado.


Y le entregó una pequeña botella marrón de su elixir secreto.


–No pienso ir a ver a Paula.


Después de su encuentro en el muelle, cuanto menos tuviese que ver con ella, mejor. Hubiera querido pensar que, después de todo aquel tiempo, la chica para la que no había sido lo bastante bueno, no tendría poder alguno sobre él. Había visto mundo. Había alcanzado éxito. Estaba convencido de que Paula y su universo no serían más que una mota de polvo del pasado. Lo que de ninguna manera se esperaba era el aluvión de sentimientos que había experimentado al verla. Aun calada hasta los huesos, medio congelada, verla en el pantalán llamándolo le había provocado una sensación tan fuerte que el corazón había estado a punto de salírsele del pecho. Seguía teniendo la misma cara de una belleza fuera de convencionalismos, pícara, que inspiraba confianza, lo bastante para lograr que un hombre bajase de inmediato la guardia y quedara en un estado tal de indefensión que pudiese hacerle acabar en el lago por el empujón de una persona que pesaba, como poco, treinta kilos menos que él. Una pena antigua afloró a la superficie, con bordes afilados como cuchillos. «Jamás podría enamorarme de un tío como tú». Ese era el problema de volver a un sitio que se creía haber dejado atrás: que las viejas heridas no acababan nunca de sanar, sino que esperaban. Y aquellas palabras, viniendo de labios de Paula, la chica a la que le había confiado su corazón maltratado…


–¡Tiene que tomárselo! No querrás que se pille una pulmonía.


Dado que no quería contarle por qué no quería ver a Paula, quizás había llegado el momento de explicarle cómo funcionaban los virus, aunque por otro lado, sabía que esa explicación caería en oídos sordos.


–Es hija de un médico. Seguro que sabe lo que necesita.


Pero ella siguió mirándolo, inflexible.


–Mamá, seguramente sea ilegal fabricar este brebaje, y mucho más dárselo a beber a nadie.


Seguía con los brazos cruzados y, de pronto, le atacó por otro flanco:


–¿Has intentado hablar con tu madre, schatz?


Él la miró sin saber qué contestar.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 19

Mamá Ana levantó la vista de lo que estaba haciendo, que era estirar una enorme masa, y lo miró. El brillo había desaparecido, reemplazado por una lástima inmensa.


–Eso es terrible –exclamó, dejándose caer en la silla–. Matar a un hombre. Yo sé lo que es. Tuve que hacerlo una vez.


Pedro la miró con la boca abierta, y cuando ella señaló la silla que tenía al lado, abandonó su bolsa medio vacía y se sentó junto a ella, como si fuera un metal atraído por el imán.


–Fue casi al final de la guerra –dijo, mirándose las manos–. Tenía trece años. Era un soldado –añadió, mirándole y preguntándose cuántos detalles más debía añadir–, y estaba… Estaba haciéndole daño a mi hermana. Estaba de espaldas. Agarré una sartén de hierro, me acerqué sin hacer ruido y le dí un golpe con todas mis fuerzas en la cabeza. Hubo un ruido terrible. Terrible. Se cayó al suelo. Creo que ya estaba muerto, pero sabía que si volvía a levantarse, todos estaríamos condenados, así que seguí golpeándolo muchas veces más.


Pedro nunca había escuchado un silencio tan denso como el que se adueñó de la cocina en aquel momento. El tic-tac del reloj parecía casi una explosión.


–Así que sé bien lo que es –dijo por fin–. Sé cómo se lleva dentro. Cómo recuerdas su cara y te preguntas quién era antes de que el mal se apoderara de él. Me pregunto qué sentiría su madre al no verlo volver a casa, y si sus hermanas siguen echándolo de menos ahora del mismo modo que a mí me duele el hermano que se fue a la guerra y no volvió.


Sacó la mano de debajo del delantal y la puso sobre la mesa, con la palma hacia arriba, invitando. Y Pedro se sorprendió al darse cuenta de que no podía resistirla y que ponía la suya también sobre la mesa. Ella la tomó y apretó con una fuerza sorprendente para ser una señora tan mayor.


–Mírame –le dijo, y él obedeció.


No dijo una sola palabra porque no era necesario. Pedro la miró a los ojos, y por primera vez en mucho, mucho tiempo, tuvo la sensación de no estar solo. De que alguien más sabía lo que era sufrir. Más tarde comieron el apfelstrudel que terminó de preparar en la mesa de la cocina, y fue como si de pronto sus papilas gustativas se hubieran despertado de un largo sueño, como si también por primera vez, desde hacía mucho, mucho tiempo, probase algo tan maravilloso. Y con un pedazo de aquel maravilloso pastel deshaciéndosele en la boca, hizo lo que había jurado que nunca volvería a hacer. Pero tuvo cuidado de no pronunciar su nombre, de no decir las palabras que lo volverían sólido y real. Para él, admitir el amor era lo mismo que empuñar la espada de un samurái en dirección a su propio corazón. Pero nunca cambió la historia que le contó aquel día, ni siquiera cuando ella le dijo, en una ocasión:


–Sé, schatz, que no hay nada en tí que pueda matar a otra persona. Ni siquiera a un pajarillo recién nacido que se haya caído del nido. Si hasta te he visto sacar afuera los bichos que se cuelan en casa.


Mamá, con su enorme capacidad para cuidar de todo, lo había salvado. Y tenía que estar a su lado si lo necesitaba. A juzgar por el aspecto de la casa, estaba claro que no lo había estado, al menos en ese sentido, mientras que Paula, a la que había llamado mocosa malcriada, sí que lo había estado. ¿Se sentía culpable por ello?


–Date una ducha –le dijo, y Pedro volvió al presente con un movimiento de cabeza–. Bien caliente –añadió, y la vió empinarse en las puntas de los pies para sacar del armario de la cocina la vieja botella marrón de jarabe.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 18

 –Deberías venirte a Toronto conmigo –le dijo a modo de introducción. En la bolsa llevaba algunos folletos de las mejores residencias para mayores.


–¿A Toronto, yo? Eres tú el que debería venirse aquí. Esa ciudad tan grande no es sitio para un chico como tú.


–Ya no soy un chico, Mamá.


–Para mí siempre serás mi niño.


La miró con cariño, buscando algún síntoma de enfermedad entre sus arrugas, pero la encontró como siempre. Cuando la conoció ya parecía mayor, y no parecían pasar los años por ella. De hecho, esa falta de cambios, esa inmutabilidad, era un ancla para él en un mundo tan cambiante. ¿Por qué no habría querido decirle que le habían retirado el permiso de conducir? Cumpliría los ochenta tres días antes del Día de la Madre. Sostuvo abierta la puerta para que pasara y ambos entraron a la cocina. De nuevo signos de falta de atención: La pintura de los armarios despellejada, una puerta que no cerraba, las losetas de linóleo antiguo que empezaban a despegarse por los bordes. Había un paño de cocina atado fuertemente en un grifo y se acercó a mirar. Habían intentado contener una fuga.


–¿Obra de Paula?


–Sí.


La Paula que él no conocía otra vez.


–Tienes que decirme estas cosas. Habría pagado al fontanero.


–Ya pagas bastante.


Se volvió a mirarla, y sin previo aviso volvió a sentirse un chaval de catorce años, de pie en aquella cocina por primera vez. La casa de Ana era su quinto hogar de acogida en otros tantos meses, y a pesar de que el entorno que ocupaba era privilegiado, vista desde fuera parecía más pequeña, más vieja y más oscura que todas las demás por las que había pasado ya. A lo mejor, pensó entonces con una buena dosis de cinismo, van enviándote cada vez a sitios peores. Habría parecido una casa muy humilde de estar en un entorno distinto, pero rodeada de aquellas magníficas casas de campo, parecía una choza fuera de sitio en la orilla de Sunshine Lake. 


Aquella mañana, de pie en una cocina que difería bastante del exterior de la casa, Pedro tenía catorce años y estaba muy asustado, pero había una lección que había aprendido bien desde la muerte de su padre: Nunca debía dejar que vieran su miedo. Le habían presentado a Mamá Ana, una mujer que parecía fuerte y bastante mayor, con el pelo de un blanco azulado y más frito que rizado gracias a una mala permanente. Tenía en la cara más arrugas que un Shar-Pei, y Pedro pensó que parecía demasiado mayor para cuidar de los hijos de otros. Pero, por otro lado, su aspecto era totalmente inofensivo plantada allí en su cocina, con un vestido desaliñado, piernas y brazos gordezuelos, tobillos hinchados y zapatos cómodos. Sobre el vestido llevaba un delantal que una vez fue blanco pero que, después de muchos pasos por la lejía, tenía ya el color del té y sombras de manchas de chocolate y arándanos. Terminadas las presentaciones y las formalidades, la trabajadora social se marchó y él se quedó con una bolsa de papel en la que llevaba dos camisetas, unos vaqueros y una muda. La señora Ana lo miró y él notó en sus ojos el brillo de la amabilidad. Cuanto antes se enterara de que no iban a ser amigos, mejor.


–He matado a un hombre con mis propias manos –espetó.


Lo de «Con mis propias manos» lo había añadido de su cosecha pero, en realidad, era parte de la estrofa de una canción. Así conseguía que la gente se apartara de él, creyéndolo peligroso. Y si algo quería entonces, a sus catorce años, era que la gente se mantuviera alejada de él. Era como un animal herido que no quería volver a confiar.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 17

Un pájaro cantó cerca y Pedro percibió el perfume intenso que las agujas caídas del pino ponderosa desprendían al recibir el calor del sol, y al volverse a mirar las aguas del lago se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos aquel lugar. Al contrario que el pueblo, que era un lugar exclusivista. Se era o no se era de Chaves Beach. La familia de Paula siempre lo había sido. Por supuesto, el pertenecer o no a la comunidad venía determinado por el lugar que ocupase tu casa junto al lago, el tamaño de parcela y vivienda, la clase de barco que se tuviera y las conexiones de la familia. Se pertenecía si se era miembro de la iglesia y del club, y si tus ingresos alcanzaban un determinado nivel del que nunca se hablaba directamente, sino por referencias veladas. Él siempre había quedado fuera. Era un crío de origen cuestionable, puesto al cuidado de Mamá Ana en su casa, la única cabaña original que sobrevivía de los años cuarenta, poco más que un cobertizo de pesca, la vergüenza del vecindario. Por ello resultaba tan sorprendente lo del césped compartido.


–¿Han contratado a alguien para que se ocupe del césped entre Paula y tú?


–No. Lo hace Paula.


Eso le sorprendió. ¿Paula cortaba con sus propias manos una superficie tan grande de hierba? No se la imaginaba empujando un cortacésped. Solo la recordaba sentada con sus amigas en el pantalán, en biquini, mientras era otro quien sudaba la gota gorda manteniendo inmaculado el jardín. Pero no quería que ella volviera a colarse en sus pensamientos.


–Tienes muy buen aspecto, Mamá –le dijo a modo de invitación para que confiase en él. Debería haberse imaginado que no iba a resultar tan fácil.


–Yo sí, pero tú no –espetó, pellizcándole la cintura–. No eres más que hueso. Seguro que siempre comes de restaurante. Tienes un color horrible.


Más bien era el color que se le quedaba a uno cuando se caía dos veces en un agua gélida, pero sabía por experiencia propia que no habría modo de sacar a Mamá de su idea. Se acercaban ya a la puerta trasera de la casa. El porche estaba ahogado por los lilos, con sus gordas cabezas florales casi tapando la puerta. Pedro apartó algunas ramas y abrió la mosquitera, que chirrió escandalosamente. Las tablas que servían de suelo al porche estaban tan podridas como el pantalán. Alguien parecía haber empezado a repararlo, pero con poca fortuna. ¿A quién habría contratado?


–¿Quién ha hecho esto? –le preguntó, pisando la tabla sustituida.


–Paula –contestó, contemplando con orgullo aquel desastre–. Me ayuda mucho.


Pedro frunció el ceño. Jamás se habría podido imaginar a Paula haciendo algo así, con los clavos entre los dientes y dando golpes con el martillo. Aunque Mamá no le había dicho nada, sospechaba que llevaba ya tiempo desbordada por la casa, y aquello lo confirmaba.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 16

Por el rabillo del ojo, Pedro había visto cómo Paula presenciaba su encuentro con Mamá.


–¿Es Paula? –preguntó Mamá Ana, siguiendo la dirección de su mirada.


–Sí. Tan molesta como siempre.


–Es una buena chica –insistió su madre.


–Entonces, ha llegado a ser lo que quería.


Pero ya no era una chica, sino una mujer. De eso no tenía ninguna duda. Aun en aquellas circunstancias había notado los cambios. Seguía siendo rubia, pero ya no llevaba la melena suelta hasta rozarle el inicio de los senos. La verdad es que, pegado al cráneo después del remojón, no parecía gran cosa, pero estaba dispuesto a apostar que llevaba uno de esos cortes de pelo ultra sofisticados que realzaría la belleza de sus increíbles ojos verdes y la perfección de sus facciones. Y era consciente de que había tenido que ignorar con gran esfuerzo la añoranza que le había asaltado de cómo era antes. Había perdido la constitución fibrosa y delgada de una corredora de larga distancia y redondeado sus formas, un hecho que había notado a su pesar al pegarse ella en busca de calor. ¿Seguiría creyendo que lo más arriesgado que podía hacer una persona era meterse en el lago desnuda bajo la luz de la luna llena, arriesgándose a ser detenida y quedar expuesta a la humillación pública? ¿Qué le haría reír ahora? En el instituto parecía ser el centro de todo, desenfadada y popular, y su risa era tan honda y feliz que hasta los pájaros se detenían a escucharla. Pedro hizo una mueca para sí mismo. Había roto aquel hechizo hacía ya mucho tiempo. ¿Por qué entonces había sido tan reacio a devolver sus llamadas? ¿Por qué tanta aversión? Y si eso era cierto, ¿Por qué habría tenido que revelarle, a ella precisamente, que su padre se dedicaba a abrir zanjas? A lo mejor semejante confesión había contribuido al desastre del pantalán.


–¿Qué hace? –preguntó Mamá Ana, preocupada–. Me parece que también está mojada, ¿No?


–Los dos hemos acabado en el agua.


–¿Y eso?


–Una comedia de errores. No te preocupes, Mamá.


Pero su madre estaba decidida a preocuparse.


–Debería haberse venido a casa para que yo la cuidara. A ver si se va a resfriar.


Mamá Ana seguía preocupándose de todo el mundo, excepto, quizás, de sí misma, y miraba la casa de Paula como si estuviera pensando en ir. La hierba de las dos casas parecía ser una sola, y eso era nuevo. El doctor Chaves se había tomado grandes molestias para marcar los límites de su jardín, con el propósito de evitar cualquier asociación con la casa de al lado. A pesar de que ahora compartía el césped con la destartalada casa de su vecina, el domicilio de los Chaves seguía pareciendo sacado de una revista de decoración. Se habían añadido unas hermosas cristaleras en la parte trasera de la casa, y bajo una hermosa terraza a varias alturas, se extendía un césped de hierba recién nacida que se remataba con un mar de tulipanes amarillos y rojos que se derramaban en una suave pendiente hasta la arena blanca de su playa privada. El pantalán en forma de ele, cuya madera el sol ya había vuelto gris, estaba rodeado por una docena de canoas puestas boca abajo. ¿Qué pintarían allí? Mamá Ana le había contado que Paula vivía sola desde que volvió a su casa, un año atrás.

miércoles, 19 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 15

Desde luego no quería que la pillara observándole. Es más, ¿Por qué lo hacía? Otra prueba más de la debilidad que le hacía sentir, cuando lo que en realidad debería estar haciendo en aquel momento era meterse bajo el agua caliente de la ducha. Estaba en su puerta cuando oyó el grito de Mamá Ana.


–¿Qué pasa aquí?


Se volvió y la vió caminando por el pantalán, la mano sobre los ojos a modo de visera para protegerse del sol. Y cuando la vio pararse y que una sonrisa iluminaba su rostro arrugado, el frío desapareció de su cuerpo.


–¿Schatz?


Pedro estaba ya de pie en el pantalán, quitándose la camiseta para escurrirla, una vista desafortunada para una chica que intentaba no dejarse impresionar. Tenía un cuerpo absolutamente perfecto, con el agua resbalando por los pectorales y las curvas bien definidas de sus abdominales. Soltó la camiseta empapada, corrió hasta el césped y se detuvo delante de Mamá Ana con una sonrisa tan brillante que habría podido iluminar todo el lago. Mamá Ana le acarició la mejilla y él la tomó en brazos como si fuera una pluma para darle unas vueltas en el aire hasta que la hizo reír como a una jovencita.


–¡Me estás mojando! –protestó, encantada–. ¡Bájame, cabra loca!


Cuando lo hizo, la mujer se colocó el pelo y lo miró con tanto afecto que Paula sintió algo que le quemaba detrás de los ojos.


–¿Por qué estás empapado? ¡Te vas a poner malo!


–Tu pantalán se ha roto cuando he intentado amarrar el avión.


–Deberías haberme avisado de que ibas a venir –le reprochó.


–Quería darte una sorpresa.


–¿Y ves lo que pasa? Que acabas en el agua. Si me hubieras avisado, te habría dicho que amarrases en casa de Paula.


–No creo que quiera que deje el avión en su casa.


Solo ella entendió el sentido de sus palabras.


–No seas tonto. Sabes que no le importaría.


Podría haberle jugado una mala pasada contándole a Mamá Ana lo que había ocurrido de verdad, sabiendo que su madre jamás aprobaría que, a aquellas alturas de temporada, se lanzase a alguien al agua, pero no lo hizo.


–Estoy congelado. Espero que tengas un apfelstrudel recién sacado del horno.


–Tendrías que haberme dicho que venías para que lo tuviera recién sacado del horno. Pero eso no es lo que necesitas ahora.


–¿Y qué necesito, Mamá? –preguntó él, y ambos sonrieron compartiendo la misma magia que los había unido siempre.


–Una cucharada de elixir.


Pedro se fingió aterrorizado. Volvió a por la bolsa y la camiseta y, pasándole un brazo por la cintura, entraron juntos en la casa. Paula entró también en la suya, aún con la picazón en los ojos por el amor y la devoción que había visto entre ellos, y que brillaba con tanta intensidad como el sol de la mañana. Esa era la razón de que se hubiera tomado tantas molestias para lograr que viniera. Y si había habido un motivo oculto tras ese deseo, había quedado revelado en aquel breve instante en que se había sentido rodeada por sus brazos. Una vez revelado, podía guardarlo en un sitio que le permitiera defenderse de él como si la vida misma le fuese en el empeño. Como así era.


No Esperaba Encontrarte: Capítulo 14

 –¿Quieres que te diga una cosa, Pedro Alfonso? Entonces eras un cretino, y sigues siéndolo ahora.


–¿Y tú quieres que te recuerde que has sido tú la que me ha rogado que venga?


–¡Yo no te he rogado nada! Solo he apelado a tu conciencia pero, personalmente, me daba exactamente igual que volvieras o no.


–Eras una mocosa malcriada, arrogante y snob, y sigues siéndolo. Te voy a plantear un concepto nuevo para tí –continuó, molesto–. ¿Qué tal si me das las gracias por haberte rescatado? Por cierto, que ya es la segunda vez que lo hago.


–Si necesitase un héroe –espetó sin alzar la voz–, tú serías la última persona en la que pensaría.


Ese comentario debió de dolerle porque le dió la impresión de que se encogía físicamente, y se alegró por ello. ¿Una snob malcriada y arrogante? Pero un velo de indiferencia cayó sobre su rostro y vió cómo aquella sonrisa burlona, que era su marca de identidad le aparecía en la cara. Era una sonrisa que parecía decir: «No puedes hacerme daño, así que no te molestes en intentarlo».


–¿Sabes qué? Si yo estuviera buscando a una dama en peligro, tampoco se me ocurriría pensar en tí. Sigues siendo la hija malcriada del médico.


En aquel instante volvió a sentirlo todo. El abandono. El miedo que la había cercado los meses que siguieron a su marcha. La forma en que la miraron sus padres, que siempre la habían mimado, y que entonces la contemplaban avergonzados y dolidos, como si no hubiera podido desilusionarlos más. El desprecio de los amigos a los que conocía desde el jardín de infancia, que dejaron de llamarla y que miraban para otro lado cuando se cruzaban en la calle. Volvió a sentirlo todo. Y de nuevo tuvo la certeza de que todo ello, hasta el último segundo de sufrimiento, había sido culpa suya.


–Solo para que quede claro, creo que eres tú quien debería estarme agradecido. He venido hasta aquí para salvarte. Eras tú quien estaba en el agua antes.


–No necesitaba tu ayuda.


En fin, que nada había cambiado. Ella seguía siendo, a sus ojos, la chica rica de ciudad pequeña, la hija del médico, una niña mimada, alejada por completo de la realidad en su opinión. Y él seguía siendo el tío que jamás necesitaba nada de nadie.


–Ni ese birrioso intento de rescate –apostilló.


La furia que se le despertó ardía de tal manera en su interior que le pareció capaz de derretir el frío que le congelaba los miembros. Ojalá la hubiera sentido al verle caer del patín de la avioneta. En lugar de correr en su ayuda, de preocuparse por él, le habría servido para meterse en su casa y cerrar la puerta. No lo había hecho, pero a lo mejor no era demasiado tarde para corregir un error. Fingió un llamativo estremecimiento que a sus ojos pudiera volverla vulnerable, necesitada de su calor corporal. Aunque desconfiado, Pedro dejó que se le acercara. Paula puso las dos manos en su pecho y le miró parpadeando varias veces, como si lo invitara a ser su héroe, y cuando lo tenía confiado, empujó con todas sus fuerzas. Gritando sorprendido, Pedro perdió pie y cayó desde el pantalán de nuevo al agua. Con qué satisfacción se dió ella la vuelta, aunque la maldición que le oyó lanzar al aire le confirmó que estaba bien. Miró hacia atrás. ¡Estaba perfectamente! En vez de salir del agua, se estaba quitando la cazadora de cuero que traía y la lanzaba sobre el pantalán para volver nadando al avión, En cuestión de minutos, volvía a tener la situación bajo control, lo cual debía de estarle complaciendo sobremanera. Amarró el avión al otro pilar del pantalán, que no cedió, y sacó de la cabina una única bolsa de equipaje.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 13

Ya echaba de menos el escaso calor que había empezado a generar su cuerpo, y hubo de aferrarse a su fuerza física y mental para resistir el deseo de dejarse abrazar de nuevo.


–Estoy bien.


–A mí no me lo parece.


–No estoy herida, sino avergonzada.


Su expresión era de pura exasperación.


–¿Se puede saber quién está a punto de ahogarse y siente vergüenza?


Los dos en peligro de muerte, ¿Y a ella le preocupaba su pelo, o que pudiera tener el aspecto de una rata a medio ahogar? ¿El pijama que llevaba puesto? ¡Todo había vuelto a empezar! La necesidad incapacitante que solo él había sabido ver. ¿No había estado deseándolo desde entonces? Tanta insistencia en que asistiera a la fiesta en honor de Mamá Ana, ¿Era en verdad por ella, o por sí misma, por volver a sentir sus brazos rodeándola? Temblando, intentando ahogar aquella parte de sí misma que lo único que deseaba era volver al abrigo de sus brazos, se recordó que sentirse así había estado a punto de destrozarla, que había tenido repercusiones de largo alcance que habían roto su familia y habían dejado su vida tambaleándose.


–Todo esto ha sido culpa tuya –le dijo, y menos mal que él se lo tomó al pie de la letra.


–Yo no tengo la culpa de que no sepas recepcionar un lanzamiento.


–¡Menuda birria de lanzamiento!


–Pues sí. Por eso precisamente no tendrías que haber intentado alcanzar el cabo. Te lo habría vuelto a lanzar.


–Y tú no deberías haberte tirado al agua. El frío podría haberte paralizado. Me sorprende que no haya pasado, la verdad. Los dos nos habríamos visto en un apuro.


–Se tienen diez minutos en un agua tan fría antes de quedarse congelado. Además, yo no soy tan sensible al agua fría como la gente. Remo en aguas bravas, y creo que eso me ha quitado la sensibilidad. No pensarás que iba a quedarme tan tranquilo en el patín viendo cómo te ahogabas, tú o cualquiera.


–No iba a ahogarme –espetó, aunque apenas habían pasado unos minutos desde que estaba convencida precisamente de lo contrario–. Llevo toda la vida viviendo en el lago.


–¡Ah, claro! –exclamó, dándose una palmada en la frente–. ¿Cómo se me ha podido olvidar eso? No solo llevas toda la vida en el lago, sino que tres generaciones de tu familia han estado viviendo aquí antes que tú. Los Chaves no se ahogan, y además mueren como han vivido: Una muerte respetable que les llega en la misma cama en la que nacieron, y en la ciudad de la que no han salido prácticamente nunca.


–He vivido en Glen Oak seis años –le recordó.


–¡Glen Oak nada menos! A una hora de aquí. Hay quien piensa que Chaves Beach es el barrio veraniego de Glen Oak.


¿Por qué demonios habría mordido el anzuelo? ¿Por qué se había dejado reaccionar ante él? Pedro se había marchado de aquella ciudad, cerrando la puerta a la posibilidad de abrirse a los demás. Aquel verano habían jugado con fuego los dos. Ella se había quemado y él había decidido largarse, sin tan siquiera haberle dicho una sola vez que la quería.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 12

Como si el blanco y negro se volviese de color. Solo a través de una experiencia cercana a la muerte podía afilarse su percepción hasta ese punto. Solo así podía ser tan consciente de la presencia de Pedro, del calor de su respiración, del aliento que se escapaba de sus labios en cortos jadeos. Había un aura palpable de fuerza en torno a él, algo que, sintiéndose tan débil como se sentía, le proporcionaba fuerza. Con un gemido, apoyándose en las manos, él se arrodilló primero, a continuación se puso en pie y luego se volvió para ofrecerle la mano. Ella se agarró y sintió la fuerza con que tiraba, tan natural en él como electrizante en ella, y que la levantó del suelo. Pedro recogió la manta que ella había dejado tirada, la sacudió y la cubrió primero a ella, para luego abrazarla y cubrirse él también.


–No te lo tomes como algo personal. Es pura cuestión de supervivencia.


–Gracias por la aclaración –contestó con toda la dignidad que le permitía el castañear de dientes–. Pero no tienes que preocuparte, que no tengo intención de aprovecharme de ti. En este momento, te encuentro tan sexy como a un salmón congelado.


–Sigues queriendo tener siempre la última palabra, ¿Eh?


–Siempre que puedo.


Pero en aquel mismo instante notó un golpe de calor que emanaba de su cuerpo, y se acurrucó a su costado. Sus cuerpos, con la ropa empapada y fría, temblaban bajo la manta, y ella apretó la mejilla contra su pecho. Pedro le apartó un mechón.


–Qué asco.


–No ha sido mi mejor entrada, desde luego.


–No me refiero a eso, sino al pelo.


–Ya lo sabía –sonrió–. Hola, Paula.


–Hola, Pedro.


Estando tan cerca como estaban, tanto que podía notar cómo el frío le tenía erizada la piel, también sentía su fuerza innata. El calor estaba volviendo a su cuerpo, y de rechazo, al de Paula. La sensación física de aquella cercanía, de aquel calor compartido, la estaba volviendo vulnerable a otros sentimientos, que esperaba ser capaz de controlar. No era solo desfallecimiento. Su debilidad podía atribuirse a la insensibilidad de sus miembros causada por el frío, que le impedía moverse con rapidez. Incluso la lengua la sentía pesada y rígida. No era que no quisiera volver a moverse. Eso podía achacarse fácilmente al hecho de que sentía los miembros lentos, torpes, paralizados. Era otra cosa, peor que sentirse debilitada. Peor aún que sentirse agarrotada. En brazos de Pedro Alfonso, calada, con su pijama de Winnie-the-Pooh ofreciéndole una protección tan sólida como una toallita de papel mojada, Paula Chaves sintió la peor debilidad de todas, el deseo que se había ocultado a sí misma: el de no estar tan sola. Comenzó a temblar incontroladamente y una especie de sollozo se escapó de sus labios.


–¿Estás bien? –preguntó él.


–No del todo.


No le quedaba más remedio que admitir la verdad ante sí. No era el frío lo que la debilitaba, sino él. ¿Acaso era la vida un bucle interminable, en el que las mismas cosas se repetían una y otra vez? Estaba maldita en el amor. Tenía que aceptarlo, y dedicar su considerable energía y talento a causas que pudieran ayudar a otros, y que, de paso, no le hicieran daño a ella. Se separó de él haciendo acopio de toda su fuerza física y mental. La manta la sujetaba, de modo que apenas pudo crear una separación de un par de centímetros, pero al menos ya no estaban pegados. La historia no se repetiría. Era bueno que por fin estuviera allí. Así tendría oportunidad de enfrentarse a él, de pinchar el globo de las ilusiones que pudieran quedarle y de seguir adelante con su maravillosa vida de hacer el bien a los demás.


–¿Estás herida? –preguntó, apartándola de él y mirándola a la cara.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 11

Paula se había pasado la vida entera en el agua. Tenía una medalla de bronce en una competición, e incluso habría podido ser socorrista si su padre no hubiera considerado ese trabajo indigno de su posición. Nunca había sentido miedo del agua. Y en aquel momento, mientras se hundía, no sintió terror, sino una especie de resignación. Los dos iban a morir, lo que pondría un broche trágico y romántico a su historia: tratando de salvarse el uno al otro, tras todos aquellos años de separación. Inesperadamente sintió sus manos, fuertes, seguras, alzándola por la cintura. La cabeza salió del agua y tosió, antes de sentirse empujada sin más ceremonias a las ásperas tablas del pantalán. Y allí se quedó, con los brazos pillados bajo el pecho, las piernas colgando, sin fuerzas siquiera para levantar la cabeza. Sintió que la empujaba una vez más por las nalgas, un gesto poco romántico donde los hubiera, y se quedó tirada allí boqueando, tosiendo. «Pedro sigue en el agua». Giró la cabeza en su busca, pero no lo vió. Sus manos aparecieron desde abajo y logró izarse. Quedaron tumbados el uno junto al otro, respirando a duras penas, y al poco cayó en la cuenta de que su nariz casi se rozaba con la suya, hasta tal punto que podía ver las diminutas gotas de agua que se le habían quedado pegadas a sus espesas pestañas. Tenía unos ojos increíbles, casi negros de puro marrones. La línea de su nariz era perfecta, y la barba incipiente, que también había retenido minúsculas gotitas de agua, realzaba la curva de los pómulos y la firme recta de la mandíbula. Bajó la mirada a la curva sensual de su boca, y se sintió como drogada, imbuida de un deseo irreprimible de tocarla con la suya.


–Vaya… La pequeña Pauli Chaves. Tenemos que dejar de vernos así.


La canoa en la que él remaba volcó y fue ese accidente lo que los unió tantos años atrás, la niña buena y el chico malo, el menos probable de los amores.


Una semana después de la graduación, tras obtener todos los galardones posibles y el reconocimiento de sus compañeros, Paula cayó en la cuenta de que la diversión se había terminado. Todos los planes estaban hechos, e iba a ser su último verano de libertad, como todo el mundo le decía, medio en broma, medio en serio. Había salido sola con su canoa, algo que nunca hacía, pero una sensación de vacío la había empujado a hacerlo. Tenía la impresión de que la vida se le escapaba, como si estuviera encajando en los planes que otra persona había trazado para ella, sin preguntarle si era lo que de verdad quería. Se desencadenó una tormenta, y no vió el tronco que flotaba bajo las aguas hasta que fue ya demasiado tarde. Pedro estaba acampado y la vió remando, y saltó a su propia canoa para ponerse a palear como un poseso intentando alcanzarla antes de que colisionara con el tronco. La sacó del agua, sin saber cómo lo logró sin volcar su propia embarcación, y la llevó a su tienda, donde se sentaron junto a la lumbre en espera de que las aguas del lago se calmaran para que ella pudiera volver a su mundo. Pero, en realidad, nunca terminó de volver. Paula estaba en el punto de madurez justo para apreciar lo que él le ofrecía: una vía de escape de una vida que había sido cuidadosamente diseñada para ella, con un patrón predecible que allí, en la otra orilla del lago, junto a su salvador, le pareció una forma de muerte. Durante toda su vida, quienes la rodeaban solo habían visto en ella a la persona que querían que fuese, una convicción que llenaba una especie de necesidad que había en ellos. Hasta que apareció Pedro y, sin esfuerzo aparente, logró ver a través de todo hasta llegar a lo real. O así les pareció. Pero estando en aquel momento allí, empapada, respirando a bocanadas, tirada en un pantalán podrido junto a él, se sintió igual que en aquel momento del pasado. Como si todo su mundo cobrase vida.

lunes, 17 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 10

 –No está calvo –murmuró, cuando el sol prendió en su cabello color chocolate. 


Estaba siendo un placer observarlo desde la distancia y sin que él se supiera observado. Sus movimientos eran pura eficacia mientras amarraba el avión al pantalán. Le daba la impresión de que había ensanchado de hombros. La delgadez de su juventud había desaparecido, reemplazada por una solidez que a ella le hacía tragar saliva, el físico de un hombre maduro en la plenitud de su poderío. Alzó de pronto la cabeza y miró a su alrededor con el ceño fruncido, como si hubiera notado que lo observaban. Crac. El ruido fue tan fuerte en el silencio de primera hora de la mañana que Paula se sobresaltó de tal modo que el café le cayó en el pijama. ¿Truenos? No. Horrorizada vio que la vieja bita de amarre de Mamá Ana, gruesa como un poste de teléfono, se había tronchado como si fuera un palillo mondadientes. Ante sus ojos, vió cómo Pedro se apercibió del movimiento y logró evitar el golpe, salvando la cabeza, pero no el hombro. El golpe del madero lo lanzó al agua. El poste cayó a continuación. Un silencio pétreo engulló el lago.


Paula se había levantado ya de la tumbona cuando la cabeza de Pedro salió del agua y una maldición furiosa y sonora rompió la calma que había vuelto a reinar en la superficie de las aguas. El grito le quitó la angustia. Al menos el poste no le había dado en la cabeza, ni la gélida temperatura del agua le había dejado atontado. Con la manta sobre los hombros, corrió descalza por la hierba y entre los pinos que rodeaban la casa de Mamá Ana para alcanzar las maderas casi podridas del embarcadero. Pedro se estaba encaramando a uno de los patines del hidroavión, que afortunadamente no parecía querer alejarse. Solo se deslizaba suavemente, apartándose del pantalán.


–¡Pedro! –le gritó, dejando caer la manta–. ¡Lánzame el cabo!


Se puso de pie, buscó el cabo y se volvió a mirarla, y aunque tenía que estar congelado, hubo una pausa en las que ambos, simplemente, se miraron el uno al otro. Había perdido las gafas, y sus ojos oscuros, como de chocolate derretido, no mostraban sorpresa de verla por allí, sino que parecían examinarla como haciendo inventario. «Ay, Dios», se lamentó. «No le gusta mi pelo. ¡Madre mía! ¡Pero si llevo puesto el pijama de Winnie-the-Pooh!».


–¡Lánzame el cabo de una vez!


La gruesa cuerda volaba por el aire hacia ella. El lanzamiento iba a quedarse un poco corto, pero si se echaba hacia delante un poco conseguiría agarrarlo.


–¡No! –gritó él–. ¡Déjalo!


Demasiado tarde. Paula se había inclinado mucho, y aunque intentó corregirse, dando un paso atrás, su peso estaba ya demasiado hacia delante y comenzó a girar los brazos como si fueran las aspas de un molino. Sintió que perdía pie, que el aire frío le rozaba la piel y que caía al lago. Se hundió arrastrada por el peso del pijama de franela empapado. No estaba preparada para el frío de aquellas aguas grises cuando le cubrieron la cabeza. El cuerpo se le quedó rígido. La sensación era de quemarse, no de congelarse, y los miembros se le paralizaron de inmediato. Casi a cámara lenta, por fin volvió a la superficie. Estaba en estado de shock, demasiado agarrotada siquiera para gritar. Sin saber cómo, logró acercarse al pantalán y aferrarse a los planchones de madera. Intentó auparse, pero tenía una aterradora falta de fuerza en los brazos.


–¡Espera!


Hasta los labios los tenía paralizados. Tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para hablar.


–¡No! No lo hagas.


Aunque la cabeza le iba a cámara lenta, se dió cuenta de que no tenía sentido que los dos estuvieran en el agua. A él le ocurriría lo mismo que a ella con el frío. Y además, estaba más lejos que ella del pantalán. En cuestión de segundos quedaría inerte, como ella, a merced de las aguas. Oyó su zambullida de inmediato. Intentó mantenerse agarrada, pero no sentía los dedos, y volvió a caer. El agua le tapó una vez más la cabeza.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 9

En el mundo en el que él vivía, no era posible dejarlo todo a un lado y salir corriendo. Pasarían días antes de que se viera obligada a enfrentarse a Pedro Alfonso. En su web se decía que su empresa había facturado más de treinta y cuatro millones el año pasado, así que no podía dar media vuelta y marcharse esperando que algo así se dirigiera solo. Podía seguir centrada en su vida. Apartó la mirada del lago y examinó la muestra de pintura que había aplicado a la pared de la casa. Le gustaba aquel lavanda como color principal de la fachada. Le parecía un tono acogedor y juguetón, un tono que daría la bienvenida y ayudaría a tranquilizar a las mujeres que algún día llegarían allí, una vez hubiese logrado transformar todo aquello en casa de acogida: La Casa de Juan. «Mi madre lo detestaría».


Mejor dejar lo de la pintura y dedicarse a pedir unos cuantos libros y a trabajar en las peticiones de fondos que necesitaría enviar en cuanto la recalificación estuviera lista. Habían llegado varias donaciones para la subasta y aún no había abierto las cajas. El ruido del motor del avión volvió a llegar a sus oídos. Sonaba demasiado cerca como para ignorarlo. Alzó la mirada y lo vió, rojo y blanco, casi directamente sobre su cabeza, tan cerca que pudo distinguir su número de matrícula. Obviamente pretendía aterrizar en el lago. Lo vio amerizar suavemente, transformando el agua que rozaba con sus patines en espuma plateada de mercurio. El ruido del motor pasó de ser un rugido a un ronroneo. Sunshine Lake, situado en el interior más agreste de la Columbia Británica, siempre había sido lugar de retiro para los ricos y, a veces, para los famosos. A su padre le encantaba contar que una vez, cuando era un adolescente, llegó a ver allí a la reina durante una de sus visitas a Canadá, de modo que ver llegar un avión no era cosa rara. Lo que sí era poco habitual era verle dar la vuelta y que se encaminara directamente hacia ella. Aunque el brillo del sol le impedía ver al piloto, Paula supo de inmediato y sin sombra de duda que era él.


Pedro Alfonso había aterrizado. Había llegado a su mundo. Y con esa certeza llegó otra segunda: que, a partir de aquel momento, nada iba a salir como ella esperaba. Los días en que elegir el color de la pintura para la fachada era la decisión más difícil de tomar se habían acabado. Se había imaginado que se presentaría en un deportivo, o quizás en una moto de las más caras. Incluso había considerado la posibilidad de que apareciera en una limusina blanca con chófer, la misma que había enviado a recoger a Mamá Ana el Día de la Madre del año anterior. «Chúpate esa, doctor Chaves». La avioneta se deslizó hasta el viejo pantalán de la casa de Mamá Ana, el motor se detuvo y el aparato siguió deslizándose. Entonces, por primera vez desde hacía siete años, le vió. Pedro abrió la puerta y saltó al pantalán, lanzó un cabo con mano experta para amarrar y tiró de él tras pasarlo alrededor de la bita de amarre. El hecho de que hubiera llegado pilotando su propio avión dejaba más que claro que era ya un hombre seguro de sí mismo. Llevaba gafas de aviador de espejo, una cazadora de cuero y pantalones caqui, pero era el modo en que se movía, la seguridad que desprendían sus movimientos lo que irradiaba confianza y fuerza. Sintió una presión en el pecho. El corazón le latía demasiado deprisa.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 8

 –Bueno, no ha ido mal.


Paula colgó, sintiendo un inconfundible alivio. Hasta aquel momento había cargado ella sola con la preocupación que sentía por la salud de Mamá Ana y ahora la había compartido, pero ¿Con Pedro? Él representaba la pérdida de control, una visita al lado salvaje, y se daba cuenta de que nada de eso había cambiado. Si simplemente se hubiera limitado a asistir a la gala, ella podría haber mantenido la sensación de control ya que, desde el día que la oyó murmurar junto a la ventana, no había dejado de vigilar a Mamá Ana como un halcón. Aparte de la siestecita que se echaba después de comer, lo cierto era que parecía tan enérgica y lista como siempre. Si le habían dado una mala noticia de carácter médico, su atenta observación la había convencido de que debía tratarse de alguna enfermedad de avance lento, desde luego, no de la clase de dolencia que requería que Pedro lo dejase todo para salir corriendo. Aún faltaban dos semanas para el Día de la Madre. Dos semanas que le habrían dado tiempo.


–Tiempo ¿Para qué? –se preguntó con sequedad.


Pues para prepararse. Para estar lista. Aunque, en el fondo, era consciente de una incómoda verdad sobre Pedro Alfonso: Que no había modo de prepararse para él. Aquel hombre era una fuerza de la naturaleza, como un tornado. Miró a su alrededor. Hacía un año que había vuelto a casa, y tenía la sensación de que por fin las cosas parecían empezar a encajar. Estaba dando los primeros pasos para alcanzar su sueño. En la mesa del comedor, que no había usado una sola vez para comer desde su vuelta, había una colección de objetos donados para subastar en la gala del Día de la Madre. Y también había una montaña de documentos, el aluvión de papeles necesarios para registrar una organización benéfica. También guardaba una fotocopia de la solicitud de recalificación de la zona para poder así abrir su casa, inútilmente grande, y compartirla así con las mujeres jóvenes que necesitasen un santuario. Uno de sus tres gatos dormitaba al calor de un rayo de sol que venía a parar en la madera del suelo, delante de la vieja chimenea de piedras de río. Un jarrón con tulipanes cortados en el jardín, cuyas pesadas cabezas curvaban airosamente los finos tallos sobre los que florecían, prestaban su luz a una mesita de centro hecha de madera basta. Un libro descansaba abierto en el brazo de su sillón favorito. No había ni rastro de catástrofe en aquella escena tan bien ordenada, pero no era algo que ocurriera así sin más, sino que había que trabajarse a fondo aquella clase de vida. De hecho aquella escena parecía indicar que había conseguido por fin recoger los pedazos rotos de su vida anterior. Y por «vida anterior» no entendía su compromiso roto con Iván Kennedy. No se le aparecía ante los ojos la foto de su prometido corriendo por la calle de Glen Oak sin tener ni idea de lo que ella estaba pensando. Lo que veía era la imagen de un chico marchándose, siete años atrás.


A la mañana siguiente, en el porche, acurrucada en una tumbona, con una taza de café en la mano y tapada con una manta a cuadros, disfrutaba del sabor de su bebida mezclándose con el olor dulzón de la leña de abedul que debía de estar quemándose en la chimenea de Mamá Ana y que salía en forma de humo por encima de su tejado. El canto de los pájaros se mezclaba con el lejano runrún del motor de un avión. ¿Qué querría decir exactamente con «Estaré ahí en cuanto me sea posible»?


–Relájate –se dijo en voz alta.