lunes, 24 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 19

Mamá Ana levantó la vista de lo que estaba haciendo, que era estirar una enorme masa, y lo miró. El brillo había desaparecido, reemplazado por una lástima inmensa.


–Eso es terrible –exclamó, dejándose caer en la silla–. Matar a un hombre. Yo sé lo que es. Tuve que hacerlo una vez.


Pedro la miró con la boca abierta, y cuando ella señaló la silla que tenía al lado, abandonó su bolsa medio vacía y se sentó junto a ella, como si fuera un metal atraído por el imán.


–Fue casi al final de la guerra –dijo, mirándose las manos–. Tenía trece años. Era un soldado –añadió, mirándole y preguntándose cuántos detalles más debía añadir–, y estaba… Estaba haciéndole daño a mi hermana. Estaba de espaldas. Agarré una sartén de hierro, me acerqué sin hacer ruido y le dí un golpe con todas mis fuerzas en la cabeza. Hubo un ruido terrible. Terrible. Se cayó al suelo. Creo que ya estaba muerto, pero sabía que si volvía a levantarse, todos estaríamos condenados, así que seguí golpeándolo muchas veces más.


Pedro nunca había escuchado un silencio tan denso como el que se adueñó de la cocina en aquel momento. El tic-tac del reloj parecía casi una explosión.


–Así que sé bien lo que es –dijo por fin–. Sé cómo se lleva dentro. Cómo recuerdas su cara y te preguntas quién era antes de que el mal se apoderara de él. Me pregunto qué sentiría su madre al no verlo volver a casa, y si sus hermanas siguen echándolo de menos ahora del mismo modo que a mí me duele el hermano que se fue a la guerra y no volvió.


Sacó la mano de debajo del delantal y la puso sobre la mesa, con la palma hacia arriba, invitando. Y Pedro se sorprendió al darse cuenta de que no podía resistirla y que ponía la suya también sobre la mesa. Ella la tomó y apretó con una fuerza sorprendente para ser una señora tan mayor.


–Mírame –le dijo, y él obedeció.


No dijo una sola palabra porque no era necesario. Pedro la miró a los ojos, y por primera vez en mucho, mucho tiempo, tuvo la sensación de no estar solo. De que alguien más sabía lo que era sufrir. Más tarde comieron el apfelstrudel que terminó de preparar en la mesa de la cocina, y fue como si de pronto sus papilas gustativas se hubieran despertado de un largo sueño, como si también por primera vez, desde hacía mucho, mucho tiempo, probase algo tan maravilloso. Y con un pedazo de aquel maravilloso pastel deshaciéndosele en la boca, hizo lo que había jurado que nunca volvería a hacer. Pero tuvo cuidado de no pronunciar su nombre, de no decir las palabras que lo volverían sólido y real. Para él, admitir el amor era lo mismo que empuñar la espada de un samurái en dirección a su propio corazón. Pero nunca cambió la historia que le contó aquel día, ni siquiera cuando ella le dijo, en una ocasión:


–Sé, schatz, que no hay nada en tí que pueda matar a otra persona. Ni siquiera a un pajarillo recién nacido que se haya caído del nido. Si hasta te he visto sacar afuera los bichos que se cuelan en casa.


Mamá, con su enorme capacidad para cuidar de todo, lo había salvado. Y tenía que estar a su lado si lo necesitaba. A juzgar por el aspecto de la casa, estaba claro que no lo había estado, al menos en ese sentido, mientras que Paula, a la que había llamado mocosa malcriada, sí que lo había estado. ¿Se sentía culpable por ello?


–Date una ducha –le dijo, y Pedro volvió al presente con un movimiento de cabeza–. Bien caliente –añadió, y la vió empinarse en las puntas de los pies para sacar del armario de la cocina la vieja botella marrón de jarabe.

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