lunes, 24 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 17

Un pájaro cantó cerca y Pedro percibió el perfume intenso que las agujas caídas del pino ponderosa desprendían al recibir el calor del sol, y al volverse a mirar las aguas del lago se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos aquel lugar. Al contrario que el pueblo, que era un lugar exclusivista. Se era o no se era de Chaves Beach. La familia de Paula siempre lo había sido. Por supuesto, el pertenecer o no a la comunidad venía determinado por el lugar que ocupase tu casa junto al lago, el tamaño de parcela y vivienda, la clase de barco que se tuviera y las conexiones de la familia. Se pertenecía si se era miembro de la iglesia y del club, y si tus ingresos alcanzaban un determinado nivel del que nunca se hablaba directamente, sino por referencias veladas. Él siempre había quedado fuera. Era un crío de origen cuestionable, puesto al cuidado de Mamá Ana en su casa, la única cabaña original que sobrevivía de los años cuarenta, poco más que un cobertizo de pesca, la vergüenza del vecindario. Por ello resultaba tan sorprendente lo del césped compartido.


–¿Han contratado a alguien para que se ocupe del césped entre Paula y tú?


–No. Lo hace Paula.


Eso le sorprendió. ¿Paula cortaba con sus propias manos una superficie tan grande de hierba? No se la imaginaba empujando un cortacésped. Solo la recordaba sentada con sus amigas en el pantalán, en biquini, mientras era otro quien sudaba la gota gorda manteniendo inmaculado el jardín. Pero no quería que ella volviera a colarse en sus pensamientos.


–Tienes muy buen aspecto, Mamá –le dijo a modo de invitación para que confiase en él. Debería haberse imaginado que no iba a resultar tan fácil.


–Yo sí, pero tú no –espetó, pellizcándole la cintura–. No eres más que hueso. Seguro que siempre comes de restaurante. Tienes un color horrible.


Más bien era el color que se le quedaba a uno cuando se caía dos veces en un agua gélida, pero sabía por experiencia propia que no habría modo de sacar a Mamá de su idea. Se acercaban ya a la puerta trasera de la casa. El porche estaba ahogado por los lilos, con sus gordas cabezas florales casi tapando la puerta. Pedro apartó algunas ramas y abrió la mosquitera, que chirrió escandalosamente. Las tablas que servían de suelo al porche estaban tan podridas como el pantalán. Alguien parecía haber empezado a repararlo, pero con poca fortuna. ¿A quién habría contratado?


–¿Quién ha hecho esto? –le preguntó, pisando la tabla sustituida.


–Paula –contestó, contemplando con orgullo aquel desastre–. Me ayuda mucho.


Pedro frunció el ceño. Jamás se habría podido imaginar a Paula haciendo algo así, con los clavos entre los dientes y dando golpes con el martillo. Aunque Mamá no le había dicho nada, sospechaba que llevaba ya tiempo desbordada por la casa, y aquello lo confirmaba.

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