viernes, 29 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 50

Era evidente que el niño estaba agotado y Paula agradecía que Pedro supiese cómo lidiar con él. Un empleado del edificio salió para llevar el coche al garaje y él los llevó por un vestíbulo que parecía el de un carísimo hotel, con enormes sofás de piel, espejos y alfombras hechas a mano sobre suelos de mármol pulido. Una de las paredes era de granito negro, con una cascada de agua. El ascensor se abría directamente al departamento de Pedro. Era un espacio abierto, pero tan diferente a su casa como un camello a un canguro. Elegante, opulento, con suelos de madera, muebles de diseño y cuadros originales en las paredes. La del fondo era un enorme cristal desde el que podía verse el lago.

–Jo... –empezó a decir Tomás de nuevo, pero después de mirar a Pedro no terminó la frase.

–¿Quieres comer algo? –le preguntó él.

El niño lo pensó un momento y después negó con la cabeza. Pedro los llevó a la zona de invitados, dos preciosas habitaciones que compartían un lujoso cuarto de baño. En unos minutos, sin quitarse la ropa siquiera, con el móvil de Pedro en la mano, Tomás se quedó dormido sobre sábanas de seda. Solo había podido cepillarse los dientes antes de caer rendido. Paula lo miró con una ternura que no podía disimular. Parecía tan pequeño en aquella cama que tuvo que contener el impulso de apartar el pelo de su cara y darle un beso de buenas noches. También ella estaba agotada y cuando salió de la habitación y vió a Pedro frente a la pared de cristal le habría gustado abrazarlo. Soltarse el pelo y olvidar sus reservas. Le gustaría decir: «Abrázame. Volvamos a hacer lo que hacíamos cuando el camión de Sabrina acabó en mi jardín». En lugar de eso dijo:

–El pobre se ha quedado dormido enseguida. Apenas ha tenido tiempo de lavarse los dientes.

Le gustaría hacer algún comentario sobre la cantidad de cepillos nuevos que tenía en el armario del baño, pero de repente le pareció un símbolo de todas las diferencias entre ellos. ¿Quién tenía una docena de cepillos nuevos para invitados inesperados? Exactamente la clase de hombre que vivía en un sitio como aquel, la clase de hombre a quien las enfermeras ponían una mano en el brazo.

–Tú también debes de estar cansada –había cierta frialdad en su voz–. Te enseñaré la otra habitación.

Y Paula lo entendía. Prácticamente lo había secuestrado. Después de todo, esos cepillos de dientes no eran para niños abandonados. Le había demostrado que no tenía por qué estar solo, pero Pedro necesitaba distanciarse de eso y ella también.

–Gracias –murmuró.

Y no se refería solo a la habitación, sino a dejar que cuidase de Tomás. A darle la oportunidad de hacer el papel de tía antes de tener pruebas de que lo era. Aunque, en su corazón, sabía que tenía que serlo.

Pedro oyó que cerraba la puerta de la habitación y dejó escapar el aliento que había estado conteniendo. Paula estaba en su casa. Cuando la vió salir del cuarto de Tomás supo lo fácil que sería dar un paso más. Y también ella quería hacerlo, lo había visto en sus ojos. Pero sería un error.

El Soldado: Capítulo 49

–Diego puede darles de comer y yo me quedaré aquí con mi madre.

–No puedes quedarte en el hospital por la noche, Tomás. Pero te prestaré mi móvil y le diré a esa enfermera de allí que vas a llamar de vez en cuando para preguntar por tu madre. ¿Te parece bien?

–No quiero quedarme con ella –dijo el niño entonces, señalando a Paula.

De nuevo, Paula se pregunto qué había hecho para ganarse su antipatía.

–Si no quieres quedarte conmigo, seguro que quieres quedarte con Pedro.

Él se acercó para tomarla del brazo y llevarla aparte.

–Eso sería muy raro.

–¿Por qué?

–Los hombres adultos no llevan niños extraños a su casa.

–Entonces, yo iré también –sugirió ella–. ¿Tienes una habitación para mí?

Pedro suspiró.

–Desgraciadamente, sí. ¿Por qué tengo la impresión de que vas a conseguir que nos detengan a los dos? ¿O a hacer que Sabrina nos chantajee?

–Yo creo que Sabrina nos lo agradecerá. Y a menos que a tí se te ocurra una idea mejor...

Pero a Pedro no se le ocurría nada, de modo que sacó su móvil del bolsillo.

–Diego, perdona que llame tan tarde, pero es que ha ocurrido algo importante y necesito tu ayuda.

Le contó lo que había pasado y cuando Diego aceptó dar de comer a los ponis, Pedro le dió las gracias y cortó la comunicación.

–Bueno, ya podemos irnos.

Y así fue como Paula se encontró frente a un modernísimo edificio de cristal, a la orilla del lago Okanagan, donde Pedro tenía un ático.

–¡Vaya! –exclamó Tomás desde el asiento trasero del coche–. Eres rico.

–No se lo digas a tu madre –murmuró él. Y Paula le dió una disimulada patadita por debajo.

Pero cuando bajaron del coche, tuvo que disimular su sorpresa. Ella lidiaba con gente rica todos los días, pero aquella debía de ser la zona más cara de todo el valle de Okanagan. El Monashee era un edificio muy exclusivo, justo al borde de un acantilado, frente al lago, y los apartamentos valían una fortuna.

–Jo... –Tomás miraba el edificio con gesto de incredulidad.

El «jo» terminó de una forma que escandalizó a Paula. No porque nunca hubiese oído esa palabrota, sino porque nunca la había oído pronunciada por un niño de siete años.

–No se dicen esas cosas delante de una señora, Tomás –lo regañó Pedro, pero sin la brusquedad con la que se dirigiría a los más jóvenes del pelotón.

El Soldado: Capítulo 48

–No, de eso nada –dijo Paula, con firmeza.

Algo en su tono hizo que Tomás levantase la mirada.

–Baja la voz. Si se entera de que vamos a llamar a los servicios sociales, saldrá corriendo.

–Pero es que no vamos a llamar a nadie –insistió ella.

El problema con los machos alfa era que siempre creían tener razón, que solo dependían de sí mismos. Pedro Alfonso era un hombre demasiado solitario, pero ella no iba a dejar que siguiera siéndolo.

–No puedes hacerte cargo del hijo de otra persona, es ilegal. No somos su familia.

–Aún no lo sabemos. Puede que yo sea su tía.

–Esa es una posibilidad muy lejana.

–Vamos a preguntarle si podemos llamar a alguien –dijo Paula.

–Si tuviese alguien a quien llamar, no se habría subido a un camión a cuyos pedales no podía llegar.

–No pienso dejarlo con unos extraños.

–Paula, nosotros somos extraños para él.

Una enfermera salió entonces para hablar con Pedro. Era una chica joven y extraordinariamente guapa. Paula no pudo dejar de notar el respeto con el que hablaba con él. Era como si las personas que lidiaban a diario con crisis se reconocieran unas a otras, como si formasen parte de un club secreto. La joven puso una mano en su brazo y Paula sintió una punzada de celos, aunque no estaba flirteando en absoluto. A pesar de todo, lo observó para ver su reacción. ¿Le guiñaría un ojo, le sonreiría de manera especial? Pero no hizo ninguna de esas cosas. Y, si había notado lo guapa que era la enferma, no lo demostró. De hecho, después de asentir con la cabeza se apartó de ella.

–Sabrina, tiene que quedar ingresada. No saben lo que le ocurre porque está inconsciente y no puede decirles qué ha pasado.

–Yo se lo diré a Tomás.

Paula se puso en cuclillas para no intimidarlo.

–Tomás, tu mamá va a quedarse esta noche en el hospital.

El niño no la miró siquiera. No sabía qué había hecho para ganarse su animosidad, pero eso hizo que se diera cuenta de que eran extraños, que tal vez Pedro tenía razón. Pero aquel niño asustado, hambriento y valiente podría ser hijo de Gonzalo... ella podría ser su tía. No iba a abandonarlo, no podía hacerlo. Él, un niño de siete años, había conducido un camión hasta su casa porque confiaba en ella y creía que hacía lo que debía para salvar a su madre.

–¿Se va a poner bien? –le preguntó por fin.

–Claro que sí –respondió ella–. Está en buenas manos, aquí cuidarán muy bien de tu mamá.

Tomás la miró a los ojos, como para comprobar que era sincera, y Paula se dió cuenta de que estaba intentando no llorar.

–¿Qué quieres hacer, Tomás?

El niño parecía agotado de repente.

–Tengo que cuidar de los ponis. No les hemos dado de comer en todo el día.

La respuesta casi le rompió el corazón. Tan pequeño y con una carga tan pesada sobre los hombros.

–Yo me encargaré de ellos –se ofreció Pedro–. Creo que tú deberías quedarte con Paula, que tiene una habitación para invitados en su casa. Puedes dormir allí esta noche y mañana vendrás a ver a tu madre.

–Pero tú no sabes dar de comer a los ponis –protestó Tomás–. Y yo quiero volver aquí luego para estar con mi madre.

–¿Qué tal si se lo encargamos a Diego McKenzie? Él sí sabe mucho de caballos.

El niño asintió con la cabeza.

El Soldado: Capítulo 47

No sabía si eso era verdad, pero debía mantenerse calmado y mostrarse firme para no asustarlo aún más. Él tenía mucha experiencia con hombres más jóvenes e inexpertos que él. Tal vez no tan jóvenes e inexpertos como Tomás, pero era lo mismo. No podía mostrar la menor duda, aunque eso era lo que sentía mientras iba hacia el coche con Sabrina en brazos.

Paula ya estaba tras el volante y cuando lo miró vió algo en su rostro. Vió que contaba con él, que esperaba que solucionase el problema. Pero Pedro no sabía si podría hacerlo y no quería ser el héroe de nadie. Y, sin embargo, al mismo tiempo, un hombre podría vivir solo para ver esa expresión. Paula debía reconocer que estaba enamorándose de Pedro Alfonso. Otra vez. Como había hecho cuando tenía catorce años. El sentimiento se hizo más profundo cuando le habló de su hermano, cuando sintió la enorme carga que había llevado sobre los hombros durante tanto tiempo. Y más aún mientras entraban en el hospital. Resultaba evidente que era un experto en crisis porque parecía tranquilo cuando ella era un manojo de nervios.

Paula podía oír el llanto de un niño y vió a un hombre con la cabeza ensangrentada, una madre que paseaba intentando calmar al bebé que tenía en brazos y a otra mujer dormida en una de las sillas, sin percatarse de los dramas que ocurrían a su alrededor. Pero Pedro no se distrajo en absoluto por todo eso. Se detuvo un momento en la puerta, pero parecía saber por instinto dónde debía ir y quién estaba al mando. Una enfermera le pidió que lo siguiera y él entró tras ella en una de las consultas con Tomás detrás. Paula se quedó en el mostrador, explicando la situación. Pero, aparte del nombre de Sabrina, sabía muy poco sobre ella. Pedro volvió unos minutos después, con Tomás pegado a él como un cachorro huérfano buscando al líder de la manada. Entre los dos fueron capaces de dar la fecha de nacimiento de Sabrina y otra información básica, afortunadamente. Cuando les preguntaron si tenía seguro, Pedro garantizó personalmente el pago y ofreció una tarjeta de crédito que hizo que el empleado levantase las cejas, asombrado. Por fin, fueron a la sala de espera y él sacó una bolsa de patatas fritas de la máquina, que Tomás devoró como si no hubiera comido en dos días.

–¿Cuándo crees que comió por última vez? –le preguntó Paula en voz baja.

–Mejor no saberlo –respondió él, llevándola aparte–. Sabrina tendrá que quedarse en el hospital para que le hagan pruebas.

–Ya, claro.

–¿Qué vamos a hacer con Tomás?

«Vamos». Incluso en medio de aquel caos, Paula era capaz de disfrutar de ese plural. «Vamos». Como si fueran un equipo. Pedro era un líder y se podía contar con él para tomar decisiones difíciles en cualquier circunstancia. La clase de hombre que una quería tener a su lado cuando las cosas se ponían difíciles. Si se declaraba un incendio, él era el hombre al que acudir. Si estabas en un barco que luchaba contra las olas, él era a quien seguirías al bote salvavidas. Y él sabía que era esa clase de hombre, por eso se sentía responsable de la muerte de Gonzalo. De modo que había llegado el momento de no permitir que él aceptase toda la responsabilidad. Y eso significaba ser tan fuerte como lo era él.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Creo que deberíamos llamar a los servicios sociales –respondió él.

El Soldado: Capítulo 46

La tomó por las muñecas, maravillándose de lo delicadas que eran, y la apretó contra su pecho. Paula apoyó la cabeza en su hombro y sintió que se rendía, derritiéndose sobre él.

–¿Crees que lo superarás algún día? –le preguntó, después de un largo silencio.

–Ahora mismo estoy bien –respondió él, sorprendido porque era cierto–. Ahora estoy bien.

Paula echó la cabeza hacia atrás para mirarlo.

–Yo también.

Pareció ver algo en su cara que la tranquilizó porque volvió a apoyar la cabeza en su hombro. Sus corazones latiendo al unísono, el suave pelo cobrizo rozando su barbilla, derritiendo algo dentro de él. Acababa de contarle lo más horrible de sí mismo, una confesión que había guardado para alejarla de él si las cosas se complicaban. No podría haber predicho que ocurriría todo lo contrario. Paula parecía confiar en él más que antes y no merecía eso. Lo más valiente sería decirle adiós, pero no se sentía valiente. Aquella casa y ella habían roto su armadura y quería abrazarla, estar así durante todo el tiempo posible. Pero él sabía que momentos como aquel eran demasiado raros y breves. Y la calma antes de la tormenta se llamaba así por una razón. Siempre había una tormenta. Y llegó. Unos minutos después, escucharon un chirrido de neumáticos. Un vehículo estaba doblando la esquina a demasiada velocidad... Los dos se levantaron al mismo tiempo para acercarse a la ventana... justo cuando el camión de Sabrina saltó la acera y acabó en el jardín delantero de la casa de Paula.


–Si el niño va con ella... –Pedro no se molestó en terminar la frase. Corrió hacia la puerta y bajó los escalones del porche de un salto, con Paula pegada a sus talones.

Cuando llegó al camión, el motor aún estaba encendido y el destello de los faros en el oscuro jardín hacía imposible que vieran en el interior del vehículo. Pedro abrió la puerta del pasajero y Sabrina, que debía de estar apoyada en ella, prácticamente le cayó en los brazos. Se quedó sorprendido porque no pesaba nada. Sujetarla era como sujetar un pajarillo. Estaba exangüe, pálida como un cadáver. Cuando se inclinó para oler su aliento no olió a alcohol, pero notó que apenas respiraba.

–¿Qué demonios...? –exclamó al ver a la persona que iba al volante.

Era Tomás, que lo miraba con ojos espantados. Atónito, Pedro vió que el niño había colocado unos bloques de madera sobre los pedales... ¿Una idea ingeniosa o no era la primera vez que conducía el camión?

–Mi madre está enferma –dijo el niño, con voz estrangulada–. No sabía qué hacer. No tenemos teléfono.

–Has hecho lo que debías –afirmó Pedro–. Baja del camión. Paula, sube al coche. Vamos al hospital.

–Mi madre dice que no... porque no tenemos dinero ni seguro médico.

–Yo me encargo de eso –Pedro se quedó esperando, con Sabrina en brazos, mientras Puala corría al interior de la casa para buscar las llaves del coche.

Pero el niño no se movió del asiento, mirándolo con recelo. Y luego, de repente... escondió la cara en la camisa. Pedro sabía por instinto que no podía reconocer las lágrimas de un niño que probablemente llevaba toda su vida haciéndose el duro.

–Sube al coche de Paula, Tomás. Tu madre se pondrá bien –le dijo.

miércoles, 27 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 45

–No voy a dejar que cargues con esa culpa.

–Yo ví a los chicos.

–¿Y qué podrías haber hecho?

–No lo sé –respondió él.

Y era terrible admitir que no sabía cómo podía haber cambiado el resultado. Incluso en aquel momento, incluso recordando su pesadilla, no lo sabía. Sospechaba que podría haber hecho algo, pero no sabía qué. Esa era la parte que faltaba en su pesadilla y se odiaba a sí mismo por ello.

–Debería haber sido yo quien recibió la bala. ¿Por qué no yo en lugar de Gonzalo? Tu familia se quedó destrozada, pero yo no tengo familia...

No era eso lo que quería decir. Había planeado que fuera su arma secreta, su forma de detener la atracción que sentían el uno por el otro. Él era el responsable de la muerte de su hermano y eso debería hacer que Paula se apartase. Pero parecía tener el efecto contrario. Ella estaba haciendo lo que él nunca había podido hacer: perdonarlo. Estaba aceptando que solo era un hombre y que no había podido luchar contra el destino.

–No puedes olvidarlo, ¿Verdad?

¿Cómo era capaz de ver eso? Todos los demás, incluso su hermano, pensaban que era un empresario de éxito, sin preocupaciones. Nadie sabía que estaba huyendo y él no quería que lo supieran. Y, sin embargo, no pudo contenerse.

–Tengo pesadillas... no, una sola pesadilla en la que soy el responsable de la muerte de Gonza.

–¿Y la tienes a menudo? –le preguntó ella.

¿Por qué? ¿Por qué estaba cargándola con sus problemas?

–Las tengo todas las noches. Incluso varias veces cada noche.

–¿Y qué te dice esa pesadilla que no admites a la luz del día?

Pedro cerró los ojos. Esa era la pregunta del millón, de modo que hizo un último esfuerzo para hacerla entender.

–Sé que fue culpa mía. Gonza y yo cuidábamos el uno del otro y yo le fallé. Lo dejé morir –Pedro esperó que Paula dijese algo por lo que pudiese odiarla, que le permitiese volver a levantar las barreras.

No dijo nada y cuando se atrevió a mirarla vió que las lágrimas se deslizaban por su rostro. Pero no eran por su hermano, eran por él. Era como si estuviese compartiendo su dolor, entendiéndolo. Era una compasión tan pura que lo dejaba sin aliento.

El Soldado: Capítulo 44

Ella no quería saber cosas que pudiesen detenerla y tenía la sensación de que era algo así. Pedro quería levantar barreras.

–Necesito hablarte de Gonzalo. Y cuando haya terminado, sabrás quién soy en realidad. «Y no va a gustarte». No lo dijo en voz alta, pero estaba claro.

Curiosamente, cuando Pedro se puso en contacto con ella, Paula había esperado que llegase aquel momento y creía no estar preparada para escuchar lo que tenía que decirle, que nunca lo estaría. Por eso le había dicho: «No creo que tengamos nada que hablar». Pero, de repente, estaba preparada. Tal vez porque lo importante en aquel momento no era protegerse a sí misma, sino escuchar lo que él tenía que contarle. Para salvarlos a los dos. Pedro se quedó callado un momento y, por fin, después de aclararse la garganta, consiguió decir:

–Yo estaba con él cuando murió.

Quería que supiera que estaba con su hermano cuando murió, que Gonzalo no había estado solo, que no había tenido miedo, que su último pensamiento había sido para ella. ¿Por qué era tan difícil hacerlo? Porque no quería que el caos, el miedo y, por fin, la muerte de su amigo le robasen la risa, la sensación de seguridad. La felicidad que sentía en aquel momento. Y porque todo eso era solo parte de la verdad. La auténtica verdad era su fracaso y Paula tenía que saberlo antes de besarlo. Necesitaba saberlo antes de ofrecerle sus labios.

–Estoy lista –dijo ella, con gesto valiente.

Pedro cerró los ojos. Podía oler el polvo, la basura, las aguas residuales, la muerte.

–Era un día normal, de mucho calor. Gonzalo y yo estábamos patrullando... siempre estábamos alerta, pero no hubo ninguna advertencia. Entonces yo ví a dos chicos adolescentes y me pareció que había algo raro, no sabía qué era. Tal vez porque me parecieron demasiado jóvenes, tal vez porque no hacían nada. No estaba sacando una ametralladora ni nada parecido, pero yo sabía que había algo raro y no reaccioné como debería. Uno de ellos se tocó la nariz... haciendo una señal. Y entonces, de repente, empezaron a volar balas por todas partes. Yo me puse a cubierto detrás de un muro y cuando busqué a Gonza con la mirada me quedé sorprendido al ver que no estaba a mi lado. Siempre estaba a mi lado, siempre porque cuidábamos el uno del otro. Pero estaba tirado en el suelo... había recibido un impacto de bala. Me aparté del muro y tiré de él para ponerlo a cubierto, pero era demasiado tarde.

Pedro frunció el ceño. Como en la pesadilla, sabía que faltaba algo. Una parte de su mente se negaba a recordar algo, unas palabras importantes. Pero ¿Qué podría ser más importante para Paula que saber que ella había sido lo último en lo que Gonzalo había pensado?

–Solo quería que supieras que no estaba solo, que yo estaba allí. Que no tuvo miedo y que su último pensamiento fue para tí –Pedro la miró. Estaba llorando–. Lo siento mucho, Paula.

–Me alegro de que me lo hayas contado. Necesitaba saberlo, aunque me daba miedo. Necesitaba saber que no estaba solo cuando murió y me alegra saber que pensó en mí antes de morir.

No lo entendía. Evidentemente, no había sido lo bastante claro. Parecía estar mirándolo con cariño en lugar de...

–Paula, yo no lo cubrí como debería. Le fallé.

–No, por favor, no te hagas eso a tí mismo.

Paula lo abrazó, sus lágrimas calentando la pechera de su camisa.

El Soldado: Capítulo 43

–¿Para divertirnos? –Pedro soltó un bufido–. Los soldados no juegan para divertirse. Apuestan el sueldo de una semana a qué araña va a cruzar la habitación antes que las demás. Tenemos que jugarnos algo.

–¿Qué podemos jugarnos?

–¿El osito del sofá?

–No es mío, lo he comprado para Tomás.

–Pauli, ese niño no juega con ositos de peluche. Ni al parchís tampoco.

–Tampoco tú, pero vamos a jugar para ver quién gana mi osito.

–Sabía que era tuyo –dijo él, con gesto de triunfo.

–Y si tú quieres llevártelo a casa, a lo mejor no eres tan duro como quieres dar a entender.

–Ese osito debe de significar algo para tí, así que será divertido quitártelo.

–Pero, bueno... eso es horrible.

–Lo sé –asintió él.

–¿Y qué apuestas tú? ¿Qué me darás si gano yo?

Pedro miró sus labios un momento.

–Decide tú.

Paula miró sus labios. No, demasiado peligroso.

–El CD que escuchamos ayer en el coche.

–¡Ay! Esto se ha convertido en un juego importante, señorita Chaves.

–Mi juego favorito –dijo ella. Y los dos rieron de lo absurdo de la situación.

Paula ganó tres juegos seguidos y, protestando, Pedro salió a buscar el CD. Eran casi las once. Hora de enviarlo a casa porque algo le estaba pasando a su corazón. Se daba cuenta de que podía enamorarse de aquel hombre de tal forma que ya nada sería igual nunca más.

–¿Puedo escucharlo una vez más antes de dártelo?

No podía pensar que Sabrina iba a aparecer a esas horas, pero Paula deseaba aprovechar el tiempo. Sabía, después de todo, que tenía que alejarse de Pedro porque el día anterior había dejado bien claro lo que pensaba de las relaciones. Y ella estaba de acuerdo... o tal vez estaba mintiendo. Incluso a sí misma. De modo que, después de esa noche, mantendría las distancias. Pero era como si a alguien que adoraba el chocolate le dijesen que no podía volver a probarlo. Salvo una última vez. ¿Cómo iba a resistirse a la tentación? De modo que hizo batidos de chocolate y se sentaron en el sofá para escuchar el CD. Pedro parecía muy relajado. No se había dado cuenta de la tensión que había en él hasta que esta había desaparecido. Esa noche había estado llena de cosas tan normales y, sin embargo, le parecía algo especial. Quería volver a besarlo. Y estaba segura de que él lo deseaba también. Pero cuando se inclinó un poco hacia delante, notó que volvía a ponerse tenso.

–No, Pauli.

–¿Por qué no?

–Hay cosas que tienes que saber... sobre mí.

El Soldado: Capítulo 42

–Bueno... –empezó a decir–, parece que no van a venir. He sacado mis juegos de mesa favoritos para nada.

–¿Juegos de mesa?

–Tengo la impresión de que Tomás no ha jugado nunca al parchís. ¿Te lo puedes imaginar?

–Te aseguro que sí.

Paula lo miró, extrañada.

–¿Tú nunca has jugado al parchís?

Al principio pensó que estaba tomándole el pelo, pero luego vio en sus ojos que no era así. «Mándalo a casa», pensó. «Está pasando algo, te estás haciendo ilusiones». ¿De verdad nunca había jugado al parchís? Eso era prácticamente como decir que no había tenido infancia. Paula pensó en la noche que había salido a rescatar a su madre. Era un niño todavía, pero se había hecho un hombre en ese momento. Pedro era un hombre que no necesitaba ser rescatado. Al contrario, poseía la seguridad y la confianza de un hombre hecho a sí mismo. Era atractivo, sensual, fuerte. Sin duda, las mujeres lo habrían perseguido desde siempre. Era el presidente de una gran empresa que podía conjurar vaqueros y Ferraris en un minuto. ¿Por qué pensaba que disfrutaría de un tonto juego de mesa?

–¿Te gustaría probar? –le preguntó, sin embargo.

¿Estaba intentando desesperadamente alargar la noche? Ese era el problema cuando uno buscaba la perfección. ¿Querría volver a la normalidad en algún momento? ¿Podría hacerlo? Una persona que había dormido en sábanas de seda no querría volver a dormir en sábanas de algodón. Pedro la estudiaba en silencio y Paula tuvo la horrible impresión de que sabía lo que le había costado preguntar. Que se sentía como una niña de catorce años temiendo el rechazo.

–Sí, claro –respondió–. No te rindas todavía, Pauli. En el mundo de Sabrina llegar un poco tarde significa llegar a medianoche.

De repente, jugar al parchís le parecía ridículo. Pedro conocía a famosos pilotos de carreras, empresarios importantes, gente de la jet set. Probablemente estaba deseando marcharse...

–No tienes que quedarte.

–Ya lo sé, pero quiero hacerlo.

–¿Porque no quieres que lidie sola con Sabrina?

–Si aparece a estas horas, necesitarás que alguien le quite las llaves del camión.

–Pobre Tomás.

–Por eso me quedo, porque pareces triste. No es divertido estar triste.

–No, ya.

–En serio, saca el tablero.

«No», se dijo a sí misma. Pero lo hizo. Paula sacó el tablero y las fichas y lo colocó todo sobre la encimera de la cocina. La caja era vieja, usada, con las esquinas rotas pegadas con celo.

–Pueden jugar dos personas, pero es más divertido cuando juegan cuatro.

–Bueno, entonces cada uno de nosotros será dos personas. Una buena y otra mala. Pero nada de robar besos, ¿Eh?

–Lo de ayer no fue exactamente un beso –dijo ella, poniéndose colorada.

–¿Ah, no? Pues quién lo hubiera dicho –se burló Pedro–. Yo creo saber lo que es un beso, pero si tú dices que no lo fue...

–Solo estaba dándote las gracias por un día perfecto.

–¿Sueles dar las gracias así a todo el mundo? No sé qué van a pensar de tí, Pauli.

–No seas tonto.

Pedro rió.

–Bueno, ¿Que vamos a apostar?

–No vamos a apostar nada, solo jugamos para divertirnos.

Y debía reconocer que también era divertido para él, maldita fuera. Las bromas, la familiaridad, su deseo de jugar a algo tan tonto como el parchís.

El Soldado: Capítulo 41

–¿Tienes hambre?

–No me importa esperar.

Pero a las ocho y media, Paula supo que no tenía sentido seguir esperando.

–Dejaremos algo para ellos, por si acaso.

Cocinar con Pedro casi logró que se le pasara el disgusto. Resultaba divertido estar con un hombre que sabía usar el grill. Era una escena doméstica, una que había imaginado un millón de veces cuando estaba reformando la casa. Aunque la imaginaba con Pablo. Haciendo la cena juntos, charlando... le daba una sensación de hogar que nunca había conseguido del todo estando sola.

Pero Pedro Alfonso estaba en su cocina, pelando patatas, haciéndose cargo de las hamburguesas, riendo cuando mostró su preocupación porque tenía el fuego demasiado alto. El problema de tener a un hombre así en casa era que no sabía si volvería a parecerle su espacio o a partir de entonces sentiría como si le faltara algo. Un gato, una carrera y cierto gusto para la decoración no podían compensar aquella chispa de electricidad, aquellas risas, la tensión que había entre ellos. Había visto a un hombre cocinando en otras ocasiones, pero nunca se había fijado tanto en los detalles. En cómo se movía, en cómo hacía las cosas, con tal confianza en sí mismo. Había imaginado noches así con Pablo, pero no era lo mismo. ¿Por qué? Tal vez porque siempre había cierto descontento entre ellos... Y por primera vez desde que Pablo rompió su compromiso, Paula lo veía como una bendición.

Eran las nueve y cuarto cuando por fin terminaron de cenar. Pedro se había remangado para limpiar el grill, amenazando con tirarle el estropajo si intentaba ayudarlo. Y entonces, de repente, la alegría desapareció. Era como si alguien hubiese pinchado un globo. ¿Era desilusión porque Tomás y Sabrina no habían aparecido? ¿Desilusión porque aquella no era realmente su vida? Pedro Alfonso no estaba allí para quedarse, no estaba allí por ella ni porque el beso le hubiera parecido irresistible. No, estaba allí para protegerla. Y aquellos de los que creía tener que protegerla no habían aparecido. Habían cenado, la cocina estaba limpia y no había ninguna razón para que él se quedase o para que ella quisiera que se quedase.

lunes, 25 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 40

Paula sonrió mientras lo llevaba a la cocina, que también había reformado. Había tirado una pared, de modo que la cocina, el cuarto de estar y el salón se habían convertido en un armonioso espacio.

Ella señaló un taburete frente a una encimera de granito que servía de separación entre la cocina y el resto del salón y Pedro empezó a pelar patatas mientras Paula lavaba la lechuga para hacer una ensalada. Se sentía como en casa, no solo por la decoración, sino por ella. Y le gustaba esa sensación de seguridad. Había música de fondo, un gato tumbado bajo una silla... todo estaba muy ordenado, pero no de manera exagerada. Aquel era un sitio en el que una persona podía relajarse, donde nadie levantaría la voz ni rompería platos. Y tal vez eso lo convertía en el sitio más peligroso en el que había estado nunca. Estaba en casa de Paula Chaves. Él dejó el cuchillo con el que estaba pelando las patatas y miró su reloj.

–Llegan tarde, ya lo sé –dijo ella.

–Eso es lo que pasa con las mujeres como Sabrina.

Paula odiaba que se proclamase experto en mujeres como Sabrina, pero consiguió morderse la lengua.

–¿No me digas?

–Siempre llegan tarde.

–¿Cómo sabes tanto sobre las mujeres como Sabrina? –Paula intentó que su tono sonase jocoso, pero no lo consiguió del todo porque le daba miedo la respuesta.

–Es como mi madre –dijo Pedro por fin.

Y ella recordó de nuevo aquella noche, cuando lo vió tomando a su madre del brazo para llevarla a casa.

Pedro estaba concentrado en la patata como si lo que acababa de decir no tuviera importancia. Y la tenía. Sabía que importaba que le contase cosas así.

–Dime cómo conocieron a Sabrina.

–Conocerla es decir mucho –Pedro suspiró–. Teníamos diez días de permiso antes de ir a Afganistán... creo que fue la primera vez. Pensábamos ir a las fiestas de Calgary, que solo está a un par de horas de la base militar de Edmonton, pero hicimos un par de paradas en el camino. En una de ellas, un pueblecito cerca de Calgary, habían organizado un rodeo de tercera clase y decidimos quedarnos para verlo. Sabrina hacía un numerito con sus ponis y acabamos de fiesta con ella y con la gente del rodeo. Nunca llegamos a Calgary, pero no lo lamentamos.

–Hasta ahora –dijo Paula.

–Cuando uno está destinado en Afganistán, enfrentándose a la posibilidad de no volver nunca, todo se vive con más intensidad. Es como una droga, pero no tiene consecuencias. Ninguno de nosotros, incluido Gonzalo, volvió a pensar en esos días locos.

–Entonces, ¿Existe alguna posibilidad de que Tomás sea hijo de Gonzalo?

–Hay una posibilidad, pero no lo creo. ¿Por qué habría esperado tanto para contártelo?

–Voy a preguntarle directamente si Tomás es hijo de mi hermano. Y, si lo es, por qué no se lo contó a Gonzalo.

–Me parece bien.

Paula reconoció como una debilidad que le gustase contar con su aprobación, pero como tantos buenos planes, tenía un fallo: dependía de que Sabrina apareciese y, a las nueve, empezó a reconocer que podría no hacerlo. Y también tuvo que reconocer que quería volver a ver a Tomás para buscar parecidos con Gonzalo. Había visto muchos parecidos: su sonrisa, cómo su pelo formaba un remolino en la coronilla, el rictus de su boca, cómo hablaba.

El Soldado: Capítulo 39

Pedro llegó a casa de Paula sintiéndose tan tímido como un adolescente en su primera cita. Le gustaría no llevar flores porque el ramo era enorme: una explosión de margaritas, rosas, lirios, lilas. Aún no había ni rastro del decrépito camión de Sabrina. Miró la casa de Gonzalo y esperó sentirse invadido por la tristeza. No fue así y se alegró. Paula había pintado la fachada y había colocado tiestos bajo las ventanas. Mientras se acercaba a la puerta tuvo que hacerse fuerte, no contra los recuerdos de Gonzalo, sino contra los recuerdos de Paula. El sabor de sus labios, la pasión que había en ellos. Y cómo lo había hecho sentir. Como si pudiera confiar en ella. Como si pudiera confiarle cosas que no le había confiado a nadie. Paula abrió la puerta y miró por encima de su hombro.

–Ah, hoy no traes el Ferrari.

–Lo he cambiado por algo que se parece más a mí.

–El Ferrari se parece a tí –Paula estudió la camioneta aparcada frente a la casa–. Y eso también eres tú. Ah, un hombre de muchas caras.

Lo había dicho de broma, pero Pedro no se lo tomó de ese modo. Él era un hombre de muchas caras y algunas de ellas probablemente la asustarían. Debería recordar que no era siempre lo que parecía. Pero Paula tomó las flores con tal alegría que, por fin, se alegró de haberlas llevado.

–¡Narcisos en julio! Pero, bueno, qué sorpresa... entra, por favor.

El interior de la casa también había cambiado y Pedro sintió que parte del estrés desaparecía.

–Has hecho reformas.

–Sí, y me encanta. Mi idea de un buen rato es ir a la ferretería para ver suelos de madera y tiradores de cajones.

De modo que era exactamente lo que había imaginado: Paula quería hacerse pasar por una mujer dedicada a su trabajo, pero en realidad estaba dedicada a su casa. Y lo hacía muy bien. El cuarto de estar era un sitio acogedor y todo, desde los muebles a la elección de colores, invitaba a sentirse como en casa. A sentarse y quedarse durante mucho, mucho tiempo. Incluso había un osito de peluche en el sofá que no parecía en absoluto ridículo, al contrario. Era como si te diese la bienvenida. Daba una sensación de seguridad...

Pedro frunció el ceño. Se sentía seguro. Pero ¿Por qué no iba a sentirse seguro? No estaba en una zona de guerra y no pensaba volver por allí. Aunque, en aquel cuarto de estar, se dio cuenta de que tal vez nunca había abandonado aquel sitio del todo. Un sitio como aquel, acogedor, invitador, le resultaba extraño. El concepto de hogar le resultaba extraño. Las casas en las que él había crecido siempre habían sido una residencia temporal. Tarde o temprano, su familia trasladaba los viejos muebles y los platos desvencijados a otro sitio. Nada de bonitas lámparas, nada de alfombras. ¿Y su propia casa? Un monumento al diseño contemporáneo: cuero negro, acero, superficies brillantes, ángulos. Compraba casas como inversión, no se encariñaba con ellas. No había sabido que quería algo hogareño hasta que entró allí.

–Ven a la cocina –dijo Paula–. Estoy pelando patatas. He pensado que  Tomás querría patatas fritas, ya sabes cómo son los niños. Espero que no te importe, pero el menú es muy casero: ensalada, hamburguesas y patatas fritas.

–¿Importarme? Es el sueño de cualquier hombre.

El Soldado: Capítulo 38

–Muy bien –asintió Paula por fin, aunque no parecía muy contenta por aceptar lo que más necesitaba y menos quería. Por no hacer aquello sola.

–¿Dónde vives?

–Le compré la casa a mis padres cuando se mudaron, así que vivo donde he vivido siempre –respondió ella, sin mirarlo, como si vivir en la casa de su infancia demostrase que Pedro tenía razón.

Y así era, ¿No?

Él suspiró de nuevo.

–¿A qué hora debo ir?

–Alrededor de las siete.

En el mundo en el que él se movía, nadie cenaba a las siete, sino a las nueve, después del cóctel y los aperitivos. Después de interminables charlas y algún flirteo con mujeres que tenían tan poco interés en una relación como él. De repente, la banalidad de esas cenas lo hizo sentir como si su mundo se hubiera convertido en un sitio insoportablemente solitario. Estaba siendo empujado hacia el pequeño mundo de Paula y no le gustaba, pero tendría que aguantarse hasta que el asunto de Sabrina se hubiera solucionado. Y luego nada, absolutamente nada, ni siquiera el recuerdo de los labios de Paula iba a evitar que supervisase personalmente ese trabajo en Australia.





–¿Se encuentra bien, señor Alfonso?

–¿Eh? –Pedro estaba distraído mirando por la ventana de su oficina.

Había tenido una pesadilla peor de lo normal la noche anterior. Los dos adolescentes, las balas... él poniéndose a cubierto como si hubiera visto llegar las balas, como si deliberadamente hubiese dejado que las recibiese Gonzalo. Pero seguía habiendo una pieza que faltaba, algo importante. Palabras. Aunque daba igual. Ninguna palabra podría hacer que se sintiera mejor. Ninguna palabra podría quitarle aquel tremendo sentimiento de culpa. Ninguna palabra haría que un hombre aceptase su incapacidad para controlar la muerte. A veces, uno no podía proteger a la gente a la que más quería. Su madre, Gonzalo... ¿La pesadilla había sido más intensa porque había pasado el día con Paula? ¿Porque tenía que aceptar su incapacidad de evitar que ocurriesen cosas malas? ¿Si pudiese proteger a Paula de Sabrina, compensaría eso sus fracasos anteriores?

-Estoy bien, pero me han invitado a cenar esta noche... ¿Podrías comprar algo para llevar?

–¿Lo de siempre?

–Sí, lo que sea –respondió Pedro–. ¿Qué era lo de siempre? ¿Una botella de vino carísimo, un ramo de rosas? No, espera.

No quería llevar vino si Sabrina iba a estar allí. Seguramente se lo bebería todo y luego tendría que conducir... Y tampoco quería que Paula bebiera porque después de una copa en el almuerzo había perdido sus inhibiciones hasta el punto de ponerse un biquini. Y besarlo. ¡Un beso tan poderoso que lo hacía desear irse a Australia cuanto antes!

–No, vino no. Y tampoco rosas. Algo menos formal, menos ostentoso.

–Muy bien –asintió Valeria.

El Soldado: Capítulo 37

Paula lo miró a los ojos y él tuvo que hacerse el fuerte.

–Yo tampoco estoy buscando una relación –protestó Paula.

–Pero has dicho...

–Lo que quería decir es que ninguna mujer con dos dedos de frente permitiría que un hombre le diese órdenes.

–Yo no estaba dándote órdenes...

–Y no estoy buscando una relación de ningún tipo –lo interrumpió ella–. He decidido que no me interesan. Tengo una empresa y me va bien, eso es lo único que necesito.

–Eso no es verdad, Paula.

Ella lo miró, boquiabierta.

–¿Cómo que no? Puedo enseñarte mi declaración de la renta.

–No me refería a que tengas éxito, ya sé que es así. Pero no creo que hayas decidido no volver a tener una relación. No creo que hayas renunciado a la gran boda seguida de un bebé. Y luego otro. Tres, seguro que quieres tener tres.

–No es verdad. ¡No me interesan esos absurdos sueños!

–Veo en tu cara que no es verdad.

–¿Ah, sí?

–Veo exactamente lo que estás buscando, lo que siempre has estado buscando: una familia perfecta como la que tenías con tus padres y tu hermano. Una familia perfecta con la que vivir una vida perfecta. La casita para el verano, el pavo el día de Acción de Gracias, las Navidades con regalos.

–Después de mi ruptura con Pablo he decidido que nada de eso es para mí.

Pedro suspiró.

–Ahora entiendo que seas una presa tan fácil para Sabrina.

–No soy presa fácil para nadie. Decir eso es muy feo.

Feo, cínico, así era él. Y por esa razón no merecía sus besos, pero también lo hacía el hombre perfecto para alejarla de Sabrina.

–Crees que has abandonado tus esperanzas y tus sueños, pero no es verdad.

–Sí lo es.

-Solo están estacionados durante un tiempo. Sabrina sabe lo que quieres y yo también: darías un brazo porque Tomás fuese hijo de Gonzalo, el sustituto del hijo que pensabas tener con el tal Patricio.

–¡No sigas! ¡Y se llamaba Pablo!

Se había puesto colorada y echaba chispas por los ojos. Mejor. Había conseguido romper la atracción que empezaba a sentir por él yeso era lo que quería.

–Da igual cómo se llama.

–¿Tú no quieres que Tomás sea hijo de Gonzalo? –le preguntó Paula entonces.

La verdad era mucho más fácil de contemplar: Tomás no era hijo de Gonzalo y eso era lo que Pedro iba a creer hasta que tuviese una prueba fehaciente de lo contrario.

–Mañana iré a cenar a tu casa –anunció.

–¿Perdona? Yo no te he invitado.

–No voy a dejarte sola con Sabrina. Eres demasiado ingenua, demasiado inocente.

–No soy inocente –protestó ella–. ¿Por qué piensas eso?

«Porque te cuesta trabajo estar en biquini delante de un hombre. Por tu beso».

–Deja que te ayude.

Ella lo miró con expresión beligerante, pero luego miró la nota que tenía en la mano y Pedro vió un brillo de duda en sus ojos.

–No le diré nada a Sabrina, te lo prometo. Pero estaré allí, escuchando lo que dice, observándola. Más tarde te daré mi opinión, pero no te obligaré a hacer nada.

–¡Pues claro que no! ¡Tú no puedes obligarme a nada!

–Quiero decir que no intentaré convencerte –Pedro suspiró.

«Y si me guardo una cucharilla con saliva de Tomás no voy a hacerle daño a nadie».

El Soldado: Capítulo 36

Pedro se apartó, poniendo el dedo índice en su barbilla. Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para no volver a besarla, para no enredar los dedos en su pelo, para no abrazarla. Había hecho cosas difíciles en su vida, pero nada fue tan difícil como alejarse de Paula Chaves.

–No te conformes –le dijo.

–¿Qué significa eso?

«Significa que no te conformes con alguien aburrido y estúpido como Pablo». Pero no lo dijo en voz alta.

–Significa que te libres de ese coche que tienes y compres un deportivo. No te conformes con algo menos que tus sueños.

En lugar de agradecer el consejo, Paula parecía molesta. Mejor, pensó, mientras se daba la vuelta. Pero algo llamó su atención entonces, un papel pegado al cristal de la puerta de la oficina. Los coches estacionados donde no debían, los adolescentes con cierta expresión, cualquier cosa que estuviese fuera de lugar lo ponía nervioso y Pedro se acercó para tomar el papel. Debería haber pensado que no era una amenaza, que todo estaba bien. Pero a él no se lo parecía. No tengo teléfono, decía la nota. ¿Sigues queriendo que Tomi y yo vayamos a cenar a tu casa mañana? Con cariño, Sabrina.

«Con cariño». Como si ella supiera lo que era eso. Por supuesto, tampoco lo sabía él. Sin decir nada, le entregó la nota a Paula y vió que sonreía al leer el nombre de Tomás.

–¿Los has invitado a cenar en tu casa? –le espetó, cruzándose de brazos.

Melbourne parecía estar alejándose por segundos.

–Sí –respondió ella, desafiante.

–No deberías hacerlo.

–No creas que por un día perfecto y un beso regular puedes decirme lo que tengo que hacer.

¿Un beso regular?

–No tenías que invitarlos a tu casa. Si te preocupa que el chico pase hambre, podrías haberlo invitado a tomar una pizza.

Demonios. No debería haber dicho eso. Por su expresión, no se le había ocurrido que Tomás pasara hambre... Eso era lo que ocurría cuando uno crecía en un mundo perfecto. A pesar de lo que quería creer, Paula había vivido una vida muy protegida, en un hogar donde siempre había comida en la mesa. Por eso ni siquiera se le había ocurrido pensar que Tomás no fuese un niño bien atendido. Y no se le habría ocurrido si él no hubiera abierto su bocaza.

–Invitaré a cenar a quien me plazca. Y es más, Pedro Alfonso, no me gusta que alguien me diga lo que tengo que hacer. Solo estoy interesada en una relación entre iguales.

–¿Una qué?

–Da igual.

–Una relación –repitió él, incrédulo.

–No me refería a una relación contigo.

–Pero te has puesto colorada.

–Es por el sol.

–Deberías saber que yo no estoy interesado en relaciones de ningún tipo, ni entre iguales ni entre no iguales.

viernes, 22 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 35

Podía solucionarlo sola como había solucionado el problema de los ponis de Sabrina en el parque. De repente, no le gustaba cómo lo hacía sentir. Como si pudiera contarle cualquier cosa. Peor, como si quisiera hacerlo.

Después de dejarla en su oficina iría a la finca donde había acampado Sabrina y le preguntaría directamente. Exigiría respuestas, una prueba de ADN. Valeria podría encargarse de su contribución a Warrior Down. Les ofrecería el día perfecto, el que ella eligiera, para la subasta. Y luego, con alivio, le encargaría todos los detalles a Valeria. Ella lo haría mejor, de todas formas. Sus caminos, el de Paula y el suyo, podrían separarse allí mismo. Melbourne, Australia, parecía llamarlo. Pedro miró su piel perfecta, el biquini mostrando sus femeninas curvas, los ojos brillantes, el pelo mojado, las gotas de agua que rodaban por su cuello. Y se preguntó si Melbourne estaría lo bastante lejos.

–Se está haciendo tarde. Deberíamos irnos.

No le gustaba cómo lo miraba, como si pudiera leer sus pensamientos, como si pudiera ver lo que había dentro de él. Lo que no quería que viese nadie. Pero lo que no veía era que él no merecía un día como aquel o una chica como ella. Hicieron el viaje de vuelta a Mason casi en silencio. Pedro respondía a sus preguntas con monosílabos, apartándose, protegiéndola. De él. Por fin, detuvo el Ferrari frente a su oficina y le abrió la puerta del Ferrari. Pero Paula no se dió prisa en despedirse, como había esperado.

–Gracias.

–De nada.

–No hemos hablado mucho sobre Warrior Down.

–Piensa en lo que tú consideras un día perfecto –Pedro le dió su tarjeta–. Llama a este número y haremos lo que tú quieras.

–No podría haber un día más perfecto que el día de hoy.

Pedro no quería dejarse ablandar por su gratitud. Ni siquiera iba a mirarla a los ojos. ¿Por qué no entendía que estaba alejándose por el bien de los dos?

–Intenta pensar en algo por lo que alguien pague dinero. Helicópteros, caviar, yates, esas cosas.

Entonces, Paula hizo algo que Pedro no esperaba. Negándose a aceptar esa fría despedida, dio un paso adelante. Había vuelto a ponerse el traje, pero no podía esconder a la mujer que había visto en biquini. Tenía el pelo seco, pero sus rizos se movían con la brisa... Nunca había visto una mujer más bella. Y tal vez por eso era incapaz de apartarse, de hacer lo que debía hacer. Lo vió venir. Podría haberlo visto a un kilómetro. Con los ojos medios cerrados, Paula respiró profundamente, frunciendo los labios en un gesto encantador. Tenía tiempo para alejarse. Pero no lo hizo. La dejó hacer. Dejó que Paula Chaves lo besara. Y fue mejor de lo que había imaginado. Sus labios eran mucho más dulces, más inocentes. Pero cuando el beso se alargó, detectó algo más: sus sueños secretos de tener un Ferrari rojo, su pasión, el sitio dentro de ella que Patricio o como se llamara hubiese matado.

El Soldado: Capítulo 34

Salvo con Gonzalo. No podía besar a la hermana de Gonzalo. O tal vez sí. Eso era lo que pasaba cuando uno se sentía feliz. Era como el vino, que embotaba tus sentidos y no te permitía pensar con claridad. Un ruido despertó al guerrero que había en él y Pedro se enfadó consigo mismo por no haber notado que los chicos volvían al corcho. Era la segunda vez que bajaba la guardia estando con ella. La primera había sido el día anterior, con Tomás. Tres chicos de unos quince o dieciséis años subieron al corcho, empujándose para tirarse al agua, bromeando y soltando algunas palabrotas. ¿Se sentía aliviado de que esos críos hubieran roto el momento de intimidad? Pedro se levantó y los fulminó con la mirada.

–Ya está bien de palabrotas –les advirtió. No dijo nada más, no tenía que hacerlo.

Eran unos chicos a punto de convertirse en hombres y se preguntaban si debían retarlo, mirándolo con expresión beligerante. Era un momento que había vivido miles de veces. Dos chicos adolescentes. Había algo raro en ellos... Pedro estaba completamente alerta y relajado al mismo tiempo, como un felino. Y, afortunadamente, los chicos se dieron cuenta. Había convertido a chicos como aquellos en hombres, hombres a los que había enviado a morir, y ellos parecieron ver su historia en sus ojos, en su postura. Murmurando una disculpa, se lanzaron al agua y desaparecieron. Pero la magia había desaparecido también. Eso era lo que llevaba con él. Paula, en su mundo de Navidades perfectas, planeando fiestas de cumpleaños, no necesitaba a alguien como él.  El momento en el que habían estado a punto de besarse desapareció también y cuando miró a Paula se dió cuenta de que era imposible recuperarlo. Y no sabía si era una bendición o una maldición. Ella estaba mirándolo y sabía que estaba viendo lo mismo que habían visto esos chicos. «Si te metes conmigo, corres un grave riesgo». De repente, ella pareció sentirse avergonzada del biquini, tal vez porque se daba cuenta de que él no era buena compañía. Y hacía bien. Ella necesitaba algo sólido, previsible, aburrido, alguien que le diese tardes como aquella, pero sin sombras. Alguien que no llevase la carga de lo que había visto o en quién se había convertido. Aunque estar con ella no había sido aburrido, todo lo contrario. Había sido puro, refrescante. Se había sentido libre y joven. Paula le había regalado un momento de pureza, de felicidad, que no había experimentado en mucho tiempo. Y entonces habían aparecido esos chicos, recordándole que aquella clase de vida pertenecía a otra persona... Pedro sabía que debería alejarse de ella. De aquel día perfecto, de los sentimientos que amenazaban con estallar dentro de su pecho... Su corazón estaba lleno de anhelos. Ese pensamiento lo sorprendió y miró hacia el agua, intentando escapar de aquella inesperada sensación.

–No tenías que hacer eso –dijo Paula.

Pero estaba equivocada.

–Sí, tenía que hacerlo.

–No necesito que me protejas. Les hubiera dicho algo yo misma si estuvieran molestándome.

–Ya.

El Soldado: Capítulo 33

No se refería a la muerte de sus padres, sino a él. Por haber crecido en un ambiente así, por no tener dónde ir en Navidad, por estar tan solo en el mundo que ni siquiera había compartido su dolor con su mejor amigo. Pedro cerró los ojos.

–¿Cómo están tus padres, Paula?

Evidentemente, quería cambiar de tema. No le gustaba haber revelado demasiado sobre sí mismo. Pero ella se sentía honrada por su confianza. Y, a pesar de estar medio desnuda al lado de aquel hombre fabuloso, de repente se sentía cómoda con él. En cierto modo era como si fuese un desconocido, pero tenía la sensación de conocerlo. Había entrado y salido de su casa tantas veces cuando eran más jóvenes... Paula le habló de sus padres y luego se aventuró en un momento del pasado, cuando encontró a Pedro y Gonzalo fumando a escondidas en el parque y amenazó con contárselo a sus padres.

–Entonces eras una niña insoportable.

Siguieron hablando del instituto, de amigos comunes, de qué compañero se había casado con quién y quién estaba divorciado. Pedro cerró los ojos y eso le dió la oportunidad de estudiarlo, de respirar el olor de su piel, de maravillarse por el brillo de su pelo. Cuando se levantó esa mañana no hubiera podido predecir un día como aquel. ¿Cuándo fue la última vez que se mostró relajada, espontánea? ¿Cuándo se había vuelto tan estirada? ¿Desde cuándo pensaba que, si dejaba de controlarlo todo con mano de hierro, la vida se convertiría en un caos? Mientras el sol secaba su piel, Paula se dió cuenta de lo bien que se sentía allí. Relajada... ¿Se atrevía a decir feliz? Sí, feliz.

–Me siento feliz –dijo en voz alta, sorprendida.

–Me alegro –respondió él, girando la cabeza para mirarla.

–¿Y tú?

Pedro cerró los ojos, como contemplando la pregunta con gran interés. Pero luego volvió a abrirlos y la miró con una sonrisa en los labios. Una sonrisa de verdad que iluminaba sus ojos.

–Sí, yo también.

–Hace mucho tiempo que no me sentía feliz –le confesó Paula.

Él se quedó callado, mirándola, pensativo.

–Yo tampoco.

Y, de nuevo, Paula sintió esa deliciosa tensión entre los dos. Cuando Pedro alargó una mano para trazar una gota de agua que se deslizaba por la curva de su cuello, pensó: «Va a besarme».

«Voy a besarla», pensó Pedro, asombrado. De hecho, estar con ella era asombroso. ¿Qué tenía Paula que lo hacía sentir como si no pudiera controlar lo que estaba pasando? Él no hablaba de su familia y, sin embargo, le había hablado de ella. Y en lugar de pensar que debería haber mantenido la boca cerrada, sentía como si se hubiera liberado de una carga. Se sentía aceptado. De modo que su asombro iba en aumento mientras trazaba con un dedo esa gota de agua que rodaba por su cuello, posiblemente lo más suave que había tocado nunca. Podía oler el agua en su piel, sentir la temperatura del sol. Se sentía feliz. La cuestión era que la felicidad para él siempre había sido algo intangible, algo que podrían arrebatarle con enorme rapidez. Nunca había ido a casa de los Chaves en Navidad porque sabía lo que iba a encontrarse allí: felicidad. Él fuera, mirando, sabiendo que no tendría nunca algo así. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para apartarse, mirando sus ojos, esos ojos que tenían una luz milagrosa que era capaz de destruir todos sus escudos, que parecía llegar dentro de él para romper la oscuridad. Haber permitido que lo hiciese feliz lo hacía sentir vulnerable. Si uno se abría a sí mismo a la felicidad, ¿qué otros sentimientos podrían colarse? No, él no quería que eso pasara. Llevaba demasiada carga con él. Era responsable de varias muertes, de los dos lados. Hermanos que lo perseguían en sueños, hombres a los que llamaba enemigos, pero lo que tenía que hacer no era más fácil por ello. La única forma de sobrevivir era no encariñarse con nada, con nadie.

El Soldado: Capítulo 32

Cuando Pedro intentó subir de nuevo, ella puso un pie sobre su torso con intención de empujarlo y cuando él la agarró por el tobillo logró soltarse, riendo. Volvió a intentarlo y, de nuevo, Paula lo envió de vuelta al lago. Pero mientras estaba congratulándose de haber repelido el ataque, él la agarró por la muñeca y la tiró al agua de cabeza. Él subió al corcho y repelió todos sus esfuerzos por subir hasta que los dos estaban riendo y ella se olvidó de sus vergüenzas, inmersa en el juego, en la sensualidad del momento... agua fría, cuerpos mojados, un perfecto día de verano y un hombre perfecto con el que disfrutarlo. Por fin, logró agarrarse a una de sus rodillas, como un bull terrier que se negaba a soltar a su presa.

–Muy bien –dijo Pedro cuando los jadeaban por el esfuerzo–. Me has agotado. Compartiré el corcho contigo.

–¿Es eso una rendición?

–Podríamos decir que es una tregua.

Ella fingió pensárselo.

–Muy bien.

Pedro le ofreció su mano, que Paula aceptó. Tiró de ella con una fuerza increíble y se quedaron de pie, bajo el sol, pegados el uno al otro, chorreando agua y mirándose a los ojos. La Madre Naturaleza había creado un hombre perfecto, pensó. Sus facciones esculpidas, masculinas, gloriosas, los músculos mojados emanando fuerza. Y sus ojos eran del verde mas intenso que había visto nunca. La mirada de él se deslizó con franca admiración desde el pelo hasta el escote y luego a sus labios. Y por un momento, se quedaron allí, haciendo que ella deseara lo que él claramente deseaba. Pero entonces Pedro se dió la vuelta, tumbándose boca arriba para tomar el sol y ella se tumbó a su lado.

–¿Por qué nunca has vuelto a casa? –le preguntó–. Gonzalo volvía siempre que podía. Y siempre venía en Navidad.

Él no respondió inmediatamente, seguramente debatiendo consigo mismo qué quería confiarle. Y Paula se emocionó cuando respondió por fin, sabiendo que había pasado una prueba que no pasaba mucha gente.

–Me alegré tanto de irme de casa que, salvo por mi hermano, nunca miré atrás. El ejército fue una bendición para mí... la rutina, las reglas, las comidas a la misma hora todos los días.

–Podrías haber ido a casa con Gonzalo. Sé que él te lo pidió muchas veces.

–Suelo pasar las vacaciones con mi hermano, pero los dos fingimos que no es Navidad. A veces vamos a esquiar, a California en una ocasión, a Francia en otra.

A pesar de que lo contaba con aparente indiferencia, a Paula se le encogió el corazón.

–¿Cómo están tus padres? Se marcharon del barrio poco después de que tú te alistaras en el ejército.

–Los dos han muerto. Mi madre de cirrosis, mi padre unos años después en un accidente.

–No lo sabía. Gonzalo no me dijo nada.

–La gente que vive la vida como mis padres no resiste mucho tiempo.

Paula giró la cabeza para mirarlo, pero tenía una expresión reservada, distante.

–Lo siento.

El Soldado: Capítulo 31

–Vaya, vaya –dijo Pedro, levantándose cuando salió de la tienda–. ¿No podrías haber encontrado una toalla más grande?

Parecía estar pasándolo en grande y Paula se dió cuenta de que la enorme toalla confirmaba lo que él había sospechado sobre su baño desnuda en el lago. Era una niña que nunca había roto un plato. Si soltaba la toalla, se sentiría como una idiota. Si no, se sentiría como la estirada que él creía que era.

–Mi piel es muy sensible al sol –colocándose al hombro la bolsa de playa que había comprado junto con el biquini de color turquesa, se dirigió al camino que llevaba a la orilla.

–Pero tendrás que quitártela en algún momento –le recordó Pedro–. Me pregunto qué llevarás debajo.

Ella deseó fervientemente que el biquini que había comprado pegase con la nueva Paula, pero ya no se sentía tan valiente. De hecho, empezaba a sentirse realmente incómoda.

–Llevo la clase de bañador que llevaría una chica que viaja en un Ferrari –le dijo, con toda la confianza que pudo reunir.

–Ah, pero la cuestión, mi Pauli, es que la chica que viaja en Ferrari no se habría molestado en comprar una toalla.

«¿Mi Pauli?».

–Pues entonces esa chica acabaría quemándose con el sol – replicó ella.

–Los centros de bronceado eliminan ese problema.

–¿La chica ficticia del Ferrari no ha oído hablar del melanoma?

–Si es una palabra de cuatro sílabas, seguro que no.

Paula soltó una carcajada.

–Una rubia tonta, ya te lo dije.

-Sí, es verdad.

Cuando llegaron a la playa artificial creada por los dueños del hotel, Paula se acercó a la orilla.

–¿No vamos a tumbarnos un rato al sol? –preguntó Pedro.

Paula decidió no contarle que el traje de lana que se había puesto, precisamente por la razón que él había imaginado, era más que suficiente por un día. Mirándolo de soslayo, se quitó la toalla y se metió en el lago antes de que cayera al suelo. Lanzó un grito al notar lo fría que estaba el agua, pero no dejó de correr hasta que le llegó al cuello.

–Venga, está estupenda.

–Mentirosa. Te castañetean los dientes.

–Gallina.

Pedro enarcó una ceja.

–Nadie me llama gallina, Pauli.

Se lanzó al agua de cabeza y empezó a nadar hacia ella, pero Paula había hecho muchas carreras con su hermano en las aguas frías del lago y se alejó nadando a toda velocidad hacia el corcho flotante. Llegó unos segundos antes que Pedro y se agarró al corcho con las dos manos, temiendo que, si salía del agua, el biquini no saldría con ella.

–Algunos biquinis no están diseñados para nadar, ¿Verdad, Pauli?

Ella se colocó un tirante rebelde sobre el hombro. Aquello empezaba a parecerse demasiado al día anterior. Pedro empezó a canturrear deliberadamente, desafiante, intentando encontrar a la chica del Ferrari rojo mientras Paula subía al corcho, agradeciendo que los chicos de antes se hubieran ido. Mientras se colocaba el biquini, volvió a escuchar la risa de él. Estaba riéndose y ese no era el efecto que había esperado.

–Te vas a enterar, Pauli. Nadie me llama «gallina».

Pedro empezó entonces a tararear una música mucho más siniestra: la banda sonora de Tiburón. Iba a subir al corcho de un salto, pero en cuanto apoyó las manos Paula le dió un empujón. Él cayó al agua y ella se preparó para el siguiente ataque. Pero en cuanto se dió cuenta de que él ya no estaba riendo, sino admirándola, tuvo que hacer un esfuerzo para no taparse con las manos. ¿Por qué no disfrutar del brillo de admiración que había en sus ojos? ¿Por qué no ser la chica alegre que llevaría un biquini como aquel y viajaría en un Ferrari rojo?

–Te doy una oportunidad para que te rindas –dijo él.

–He hecho una promesa y pienso cumplirla.

–No tienes ninguna posibilidad, Pauli.

–A lo mejor eres tú quien no tiene ninguna posibilidad.

miércoles, 20 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 30

Cortó la comunicación con el ceño fruncido y no solo porque el plan de guardar la lata hubiese fracasado. Podría llamar a las autoridades, pensó. Había gente que se encargaba de proteger a animales maltratados y él no era una de esas personas. Pero, aunque ya no podía ver a Paula en la tienda, estar con ella lo obligaba a ser mejor persona. Suspirando, llamó a Valeria.

–Dígame, señor Alfonso.

–Necesito que envíes heno de primera calidad para unos ponis – Rosario le dió el nombre de la finca–. Y una compra semanal de comida para dos personas.

–Muy bien.

–Necesito que busques al propietario de la finca y le pidas permiso para usarla. Ofrécele lo que sea. Puedes usar a Diego para que lo lleve todo allí, él conoce el sitio.

Después de cortar la comunicación, miró de nuevo hacia el hotel. Paula, con un albornoz blanco, estaba mirando los bañadores como si fueran un enemigo, mordiéndose los labios mientras los revisaba atentamente. Estaba claro que no sabía si comprar el bañador que le gustaría o algo que lo dejase de piedra. Esperaba que optase por lo primero y, al mismo tiempo, esperaba todo lo contrario. No estaba acostumbrado a ser tan indeciso. Al contrario, él era un hombre que sabía muy bien lo que quería. Pedro suspiró. No quería que ella supiera nada de lo que acababa de averiguar sobre Sabrina y Tomás porque si sospechaba que el niño, que podría ser su sobrino, no estaba bien alimentado se llevaría un disgusto tremendo e hipotecaría su negocio para ayudarlos. No tenía elección, debía protegerla.

¿La trampa? Que Paula no podía saber que estaba protegiéndola. «Puedes relajarte, Pauli». Las palabras de Pedro se repetían en su cabeza mientras intentaba elegir un bañador. ¿Cómo no iba a aceptar un reto como ese? Necesitaba demostrarle que estaba equivocado sobre ella. Que no era una estirada. Eligió un bañador azul marino que le pareció perfecto. El gorro a juego, con una rosa sobre la oreja, le parecía un poco bobo, pero el bañador era estupendo. Sin embargo, en cuanto se lo probó supo que no era el bañador que buscaba. Aunque práctico, la hacía parecer tan sexy como una nevera. Justo el que una estirada hubiera elegido. De modo que se puso el albornoz y salió del probador. Podía ver a Pedro sentado en un banco, hablando por el móvil, cómodo con su nuevo bañador, mirando el lago. La vida era tan injusta a veces... Cuando un hombre necesitaba un bañador, sencillamente entraba en una tienda y tomaba el primero que veía. No tenía que hacerse preguntas, probárselo o mirarlo desde todos los ángulos.

Pedro estaba esperando, mirando el lago, un hombre que había aprendido a apreciar los momentos de tranquilidad antes de la tormenta. ¡Lo que no esperaba era que la pequeña Pauli fuera a ser esa tormenta!

Respirando profundamente, Paula eligió media docena de biquinis y volvió a entrar en el probador. Unos minutos después, se miraba al espejo. De alguna forma, sin haberlo planeado, tal vez incluso contra su voluntad, se había convertido en una mujer totalmente diferente a la que entró en su oficina esa mañana.

–No es demasiado tarde para comprar el azul marino –murmuró para sí misma.

Pero sabía que no iba a hacerlo.

El Soldado: Capítulo 29

Luego tocó distraídamente su melena cobriza, que él había sido tan tonto como para soltar, mirándolo directamente a los ojos.

–Hay todo tipo de tiendas en el hotel, imagino que podría encontrar un bañador.

Pedro sabía que no era algo que hubiese planeado y que no le salía de forma natural ser tan espontánea. Y tal vez la espontaneidad era peligrosa dada la intensidad que había entre ellos. Paula quería poner distancia. Y él también. Pero, al mismo tiempo, quería ver si podía ser inmune a aquella mujer. Si podía romper el mito que había tenido siempre en relación con su familia. Había imaginado que compraría un bañador de una pieza, tan sexy como un uniforme del equipo alemán de natación y, aunque eso era lo que quería, decidió tomarle el pelo.

–Cuando compres ese bañador, sé la chica del Ferrari –sugirió–, no la estirada señorita Chaves.

En lugar de mostrarse ofendida, ella pareció triste de repente.

–Gonzalo siempre decía que era una aburrida.

–Puedes relajarte, Pauli –dijo Pedro.

Pero enseguida se preguntó a qué demonios estaba jugando. Después de pagar la cuenta, se separaron en busca de bañadores. Él compró un bañador oscuro en dos segundos y después se sentó en un banco frente a la tienda, donde Paula podría verlo cuando saliera. Había apagado el móvil antes de ir a buscarla y lo encendió para comprobar los mensajes. Solo uno lo interesó, el de Diego McKenzie, el vaquero que había acompañado a Sabrina a casa. Pedro miró hacia la tienda, donde Paula miraba un bañador muy de su estilo que, seguramente, iría con un gorro a juego. Escuchó el mensaje de Diego y, después de comprobar que ella seguía en la tienda, le devolvió la llamada.

–Lo siento, señor Alfonso, el niño tiró la lata por la ventanilla antes de que yo pudiese guardarla.

–¿No sabes que no se deben tirar cosas por la ventanilla?

–Yo sí, el niño parece que no –respondió Diego–. Están en un camping en la carretera de Bixby, a unos seis kilómetros de Grumbly, y en la propiedad hay un cartel de No pasar. No creo que tengan permiso para estar allí.

–Seguro que no.

–Había un riachuelo para dar agua a los caballos, pero no he visto mucha hierba y tampoco he visto que tuvieran paja o pienso.

–Pero los ponis parecían bien alimentados.

–Desgraciadamente, los caballos que no están desparasitados pueden parecer gordos. Se llama vientre de gusano. Y también puede ser por comer heno de mala calidad.

–¿Estás diciendo que esos animales pasan hambre?

–Creo que sí, por eso no paraban de comer hierba en el parque.

Pedro no quería involucrarse en ese problema. Y, sin embargo, ¿Cómo no iba a hacerlo? Si los caballos pasaban hambre, había muchas posibilidades de que el niño estuviera en la misma situación.

El Soldado: Capítulo 28

–Recuerdo a tu familia yendo al lago con el coche lleno de maletas –Pedro no dijo nada sobre la punzada de envidia que sentía cuando los veía alejarse, el anhelo de ser parte de algo así.

Pero, curiosamente, aunque lo hubiera deseado con todas sus fuerzas, siempre había rechazado las invitaciones de Gonzalo. Tal vez para no probar algo que él no podría tener nunca. Las familias perfectas se relacionaban con otras familias perfecta. Había sabido eso antes de irse a la guerra y volver más cínico de lo que lo era antes. Y lo era mucho para un niño. De repente, le pareció un demonio contra el que tenía que enfrentarse. Tenía que hacer un agujero en esa ilusión del día perfecto.

–Vamos a hacerlo hoy –le dijo, por impulso–. Nos pondremos un bañador y nos daremos un baño antes de volver a casa.

Descubriría lo aburrido que era y se liberaría del hechizo que Paula estaba tejiendo a su  alrededor.

–No, no hace falta. Ya he tenido mi día perfecto. Gracias por el viaje en Ferrari, ha sido un detalle.

–Yo soy así –bromeó Pedro, moviendo las cejas cómicamente.

Paula no creyó esa despreocupación, pero no lo dijo.

–¿Cómo crees que eres?

Estaba distrayéndola con su encanto... ¿Por qué arruinar el momento? Pero algo lo sobrecogió. Algo llevaba sobrecogiéndolo desde que recordó a su familia marchándose a la cabaña del lago, desde que volvió a verla intentando reunir a los ponis en el parque. Era como si se viera empujado a mostrarle al verdadero Pedro para ver si podía lidiar con ello. Y era el momento perfecto para decirle que había fracasado, que le había fallado a su hermano, pero no estaba preparado para hacerlo.

–¿Cómo soy? Un hombre cínico y agresivo cuando hay que serlo.

Odiaba haber dicho eso porque lo hacía sentir tan vulnerable como si le hubiera contado toda la verdad sobre la muerte de su hermano. Le había mostrado una parte de él que le escondía al resto del mundo, de modo que terminó con tono sarcástico:

–En otras palabras, Pauli, no soy tu tipo.

Como esperaba, ella se mostró indignada.

–¿Quién ha dicho que fueras mi tipo?

–Nadie, solo lo digo para que no te hagas ilusiones.

–No me haría ninguna ilusión sobre tí, te lo aseguro.

–Genial. Vamos a nadar un rato, antes de que te ahogues con ese vestido de lana que no te has puesto para mí.

–No he traído bañador –dijo Paula.

De modo que se había dado cuenta de que el traje era en su honor...

–¿Es de lana? –le preguntó Pedro, inclinándose para mirar la falda de cerca.

–Lana fría, muy ligera –respondió ella, irritada–. Deberíamos irnos.

–Deberíamos nadar un rato. ¿De qué tienes miedo?

–No tengo miedo a nada. Es que no traigo un bañador en el bolso. Imagino que tu tipo de mujer lo llevaría a todas horas, ¿No?

–¿Y cuál es mi tipo, Pauli?

–Una rubia tonta –respondió ella.

Pedro levantó su vaso.

–Has dado en el clavo.

Ella tomó un sorbo de vino... con las mejillas y la nariz un poco enrojecidas. Había tenido razón: se mareaba con una sola copa de vino.

El Soldado: Capítulo 27

–No me sorprende –dijo Paula–. Cuéntame más.

Pedro volvió a sentir un escalofrío. Era como si ella viera cosas en él que otras personas no veían. Y su interés era genuino. No debería sentirse halagado, pero así era.

–Yo estuve involucrado en la empresa, incluso estando en Afganistán, gracias a Internet. Y cuando decidí dejar el ejército me quedé sorprendido al descubrir que era el presidente de una compañía que daba beneficios. Acabamos de terminar un trabajo para una línea aérea y en los próximos meses haremos gráficos para un edificio.

–¿Un edificio? ¿Dónde?

–En Melbourne, Australia.

–¡Dios mío, te has convertido en un magnate internacional!

Pedro sintió que estaba en peligro. El chico de la casa pobre siendo admirado por la estupenda chica de la casa de al lado, la que lo tenía todo... Pero disfrutar de su admiración no significaba que tuviera que ir más lejos.

–Estamos en una buena posición para patrocinar Warrior Down.

–¿Y qué tenías en mente?

–Le he echado un vistazo al borrador del evento en Internet y suena genial: cena, baile, una subasta aquí, en el lago. He pensado contribuir a la subasta.

–¿En qué sentido?

–Había pensado en algo original, algo como un día perfecto. Un viaje en helicóptero por la montaña y un almuerzo con champán, algo así. O tal vez una vueltecita en el coche de Saul, en la pista de carreras. O tal vez las dos cosas.

–Eso sería fantástico.

Era un error alegrarse tanto de que ella se mostrase encantada. Era un error querer disfrutar de su admiración durante toda la tarde, pero un hombre podía permitirse alguna debilidad, ¿No?

–¿Cuál sería tu día perfecto? –le preguntó–. Porque podríamos hacer cualquier cosa... un paseo en elefante por Tailandia, por ejemplo. Literalmente, lo que tú quieras.

Estaba presumiendo, así de sencillo. Y tendría que comprar flores para Valeria al día siguiente ya que sería ella quien se encargase de todos los detalles.

–Pues... no lo sé. Pensé que era una experta en organizar un día perfecto, pero nunca se me había ocurrido trabajar con elefantes. ¿Elefantes en Tailandia, de verdad?

–Cierra los ojos y dime lo que se te ocurre. Tu día perfecto.

De repente, quería saberlo con toda su alma porque eso le contaría muchos secretos sobre ella.

–Nada tan exótico como un paseo en elefante –dijo Paula, respirando profundamente antes de tomar un sorbo de vino–. ¿Ves a esos niños jugando en el lago? Pues a mí eso me parece un día perfecto.

¿Le había dado la oportunidad de elegir lo que quisiera y elegía nadar un rato en el lago? Pues eso lo decía todo sobre ella. Salvo por su fantasía del Ferrari, Paula Chaves era lo que parecía: una chica normal que se no daba aires. ¿Por qué eso le parecía refrescante en lugar de aburrido?

–Eso es poco para un día perfecto. Podríamos hacerlo hoy mismo.

–Yo he pasado días así –dijo Paula–. Teníamos una cabaña en el lago Mara, no una de esas que compran los multimillonarios ahora, sino una cabaña pequeña de madera, sin electricidad siquiera. Pero lo único que yo recuerdo son los perfectos e interminables días de verano.

El Soldado: Capítulo 26

–¿Qué fue de tu prometido? –le preguntó.

Para ser un hombre que se enorgullecía de su instinto había hecho la pregunta equivocada y, de inmediato, la camaradería desapareció. O tal vez eso era lo que quería que pasara.

–¿Qué sabes tú de mi prometido? –le preguntó Paula, claramente molesta.

–Gonzalo me habló de tu compromiso. No le caía muy bien... ¿Patricio?

–Pablo.

–¿Y qué pasó?

Paula se quedó callada durante tanto tiempo que pensó que no iba a responder. Miraba el lago, donde unos chicos se tiraban al agua, jugando, empujándose, sus risas tintineando en el aire. Pero cuando volvió a mirarlo, se dio cuenta de que hacía un esfuerzo para contener la emoción. Y a él no se le daban bien las emociones. No debería haber abierto la caja de Pandora, pensó.

–Me dejó –respondió ella por fin, levantando la barbilla como si no le importase.

Pero sus ojos contaban una historia completamente diferente y se dió cuenta de que estaba viendo a la Pauli más auténtica, más vulnerable. Y que ella le había confiado eso. Como él había confiado en ella.

–Me dejó porque no era capaz de lidiar con el dolor. Pablo decía que era hora de seguir adelante, de volver a ser quien era antes.

Pedro sintió una oleada de furia que tuvo mucho cuidado de esconder. Ella se miró las manos.

–No lo entendía.

–Estaba equivocado, uno no puede olvidar. Y no vuelve a ser el que era antes.

Paula lo miró y la gratitud en sus ojos era tan intensa que lo conmovió. Pero entendió entonces que la muerte de Gonzalo era el lazo que había entre ellos. Un lazo irrompible. Solo ellos entendían lo que era perder a un hombre así. Cómo cambiaba el mundo para siempre y para peor.

–Espero no conocer nunca al tal Patricio –murmuró, equivocando el nombre a propósito porque no era importante. Lo importante era la personalidad de un hombre.

–¿Por qué?

–Porque no seré responsable de lo que pase.

Pensó que Paula iba a regañarlo por insinuar un acto de violencia. Tal vez incluso lo esperaba para volver a cerrar esa puerta. Esperaba que mostrarle quién era en realidad, lo rápidamente que volvía a su lado oscuro, la asustaría un poco. Porque no estaba seguro de poder aceptar su confianza. Sí, ella podía confiar en que estaría a su lado si lo necesitaba, pero no podía confiar en que hiciese las cosas a su manera, dulcemente. Sabía que esa oscuridad dentro de él podía apagar su luz. Pero en lugar de ver eso, en lugar de asustarse, ella dijo:

–Gracias.

La intensidad del momento la había turbado tanto como a él, pero Paula cambió de tema abruptamente.

–Háblame de tu empresa y de lo que te gustaría hacer por Warrior Down.

O tal vez era un cambio de tema lógico al pensar en su hermano.

–Cuando me alisté, mi hermano Federico estaba en el último año de instituto. Era un artista con mucho talento y quería meterse en el mundo de la infografía... ya sabes, diseños por ordenador.

–Sí, claro.

–Yo no tenía mucho dinero, pero lo invertí en su educación y, más tarde, en una compañía. Mi hermano consiguió un contrato para hacer los gráficos del coche de carreras de Sergio Bellino. ¿Lo conoces?

–¿El piloto de carreras? Sí, claro.

–Mi hermano hizo los gráficos para el último coche de Sergio y con eso logramos mucha publicidad. Luego consiguió un contrato para una línea de autobuses... es un artista y, para sorpresa de todo el mundo, un hombre de negocios muy astuto.

lunes, 18 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 25

Pedro Alfonso era un hombre que decía lo que pensaba y pensaba lo que decía. Y esas simples palabras, esa promesa de que podía contar con él, a Paula  la llenaba de una inesperada emoción. Absurdo porque desde Pablo había resuelto no apoyarse en nadie nunca más. Su plan era ser una mujer independiente que colgase cuadros en las paredes por sí misma y cambiase bombillas sin pedir ayuda a nadie. Cuando tuviese un proyecto que no pudiera hacer sola, contrataría a alguien. Después de Pablo, había decidido ser independiente en todos los sentidos y no apoyarse en nadie que la hiciese sentir nada. Y la emoción que había empañado sus ojos por unas simples palabras podría arruinar ese plan de por vida. Pero aquel viaje en el Ferrari era una distracción. Tenía que concentrarse en ello y olvidar todo lo demás. Al fin y al cabo, tal vez nunca más podría volver a vivir esa experiencia. De modo que se quitó la chaqueta y se relajó para disfrutar del momento. Le gustaba verlo conducir, sujetando suavemente el volante con una mano, la otra sobre el cambio de marchas. Le gustaba su expresión, alerta, pero relajada. Como dispuesto a todo. Como preparado para todo.

Muchos hombres se volverían locos con un coche como aquel, pero Pedro conducía sin agresividad, jugando con el poder del motor, pero sin liberarlo del todo. Era como si estuviese montando un semental al que tuviera controlado. Puso un CD y las notas de un viejo rock and roll que aún podría llenar estadios llenaron el interior del coche. Su elección de música, su forma de conducir, la casa de la que provenía...

«Si alguna vez necesitas algo, Pauli, cuenta conmigo». ¿Cómo podía pensar que no sabía nada sobre él? Paula se arrellanó en el asiento, sintiendo la caricia del viento en la cara. Y se rindió. Estaban sentados uno frente al otro en la terraza del restaurante y la vista del lago desde allí era maravillosa. Ya le había contado, con los ojos brillantes, la transformación que planeaba hacer para la cena benéfica que tendría lugar los últimos días de agosto. Pedro la había convencido para que tomase una copa de vino, aunque él no bebió nada.

–¿No vas a tomar una copa? –le preguntó ella.

–Cuando se conduce un coche tan poderoso, es mejor no beber alcohol.

Se dió cuenta de que le gustaba la respuesta, pero había una verdad más profunda tras su negativa a tomar alcohol. Desde hacía tiempo dependía del instinto. En muchas ocasiones, su supervivencia y la supervivencia de otros había dependido de su instinto y después de eso rara vez hacía algo que embotase sus sentidos. No había probado una gota de alcohol en cinco años. ¿Era solo porque quería tener la mente despejada o por la historia de su familia con el alcohol? ¿Estaba intentando alejarse de ese pasado porque aún lo afectaba? Aunque estar con Paula también embotaba sus sentidos en cierto modo... Él nunca hablaba de su familia, de hecho intentaba no pensar en ellos. ¿Por qué había sacado el tema? ¿Porque Paula ya lo sabía? ¿Porque había crecido en la misma calle, al lado del circo que había sido su familia? No, era más que eso. Le había confiado algo de sí mismo que no le confiaba a nadie.

El Soldado: Capítulo 24

–Cuando creces en una zona de guerra, no esperas nada bueno de la vida. Ese cinismo me convirtió en soldado y siempre me hizo sentir como si fuera un paso por delante de los demás, de los que esperaban cosas buenas.

Paula debía admitir que llevaba parte de razón. Ella siempre había sido como Pollyanna, con sus sueños rotos continuamente. Pero que no esperase nada bueno de la vida la entristecía.

–Cuando esperas lo peor, no te llevas una desilusión –dijo Pedro.

–¿Y qué pasa cuando ocurre algo bueno? –le preguntó ella–. ¿Qué pasa cuando el chico que no esperaba nada bueno de la vida acaba conduciendo un Ferrari rojo?

–No olvides que la chica de la casa de al lado está con él –dijo Pedro, como retándola a ver más allá.

Y la cuestión era que Paula veía más allá.

–Lo digo en serio.

–¿Hablas de broma alguna vez?

–Alguna vez, pero no ahora mismo. ¿Qué sientes cuando ocurre algo bueno en lugar de algo malo?

–Ah, esa palabra otra vez: «sentir».

–Sé que te hace sentir incómodo, ¿Pero podrías responder a la pregunta?

–Cuando ocurren cosas buenas las disfruto. Sin esperar que duren, claro.

Estaba diciéndole algo y Paula sabía que debía prestar atención: él no era de los que se quedaban. ¿Y qué le importaba a ella? Nunca pensaría en Pedro Alfonso de ese modo. Aunque, en secreto, lo hiciera. Y se dio cuenta de que seguramente siempre sería así. Sería estúpido enamorarse de alguien como él, pero Pedro tenía razón, estaba siendo demasiado seria. Además, en sus planes no entraba enamorarse de nadie. De hecho, todo lo contrario. Y él no le había propuesto que pasaran el resto de su vida juntos, solo estaba regalándole aquel día y pensaba pasarlo bien. ¿Cuándo fue la última vez que lo pasó bien? ¿Cuándo se había tomado un día libre? Desde luego, ninguno desde que su hermano murió. Estaba aceptando aquel inesperado regalo sin pensar siquiera que tendría que pagar un precio más tarde.

–¿Pedro?

–¿Sí?

–¿Podrías ir un poco más rápido?

Riendo, él pisó el acelerador y Paula sintió la emoción del riesgo. Y su risa llevaba eso tanto como el poderoso Ferrari.

–Háblame del coche –le dijo, mientras el viento movía su pelo.

–Es un Ferrari de 2011, 458 Spider, con motor trasero y seis velocidades.

–Tengo la impresión de que no alquilan este coche a cualquier cliente –dijo Paula–. De hecho, ¿Dónde se puede alquilar un coche así en Mason?

–No lo he alquilado en Mason –respondió él, un poco incómodo– . Ha sido un arreglo especial.

–Primero los vaqueros y ahora el Ferrari. Si alguna vez necesito que alguien saque un conejo de una chistera, tendré que llamarte, ¿No?

–Si alguna vez necesitas algo, Pauli, cuenta conmigo.

Esa simple frase hizo que Paula volviese la cara para que no pudiese ver cómo la afectaba.

El Soldado: Capítulo 23

Estaban tomando la salida de la autopista y podía ver las aguas azules del lago Okanagan bajo el sol, a lo lejos. Pero Paula no quería solo sorprenderlo, quería darle un susto.

–Me he bañado desnuda en el lago.

Pedro soltó una carcajada.

–Sí, seguro. Tú sola, de noche.

–¡No es verdad! Era una fiesta de la universidad.

–Ah, ya. ¿Y cuántas cervezas tuviste que tomar para hacerlo? Seguro que estabas borracha, era de noche y corriste hacia el agua envuelta en una toalla que solo te quitaste en el último momento. Y luego te quedaste en el agua, helada, para que nadie te viese desnuda y estuviste enferma en la cama una semana después de eso.

Paula lo miró, perpleja por lo acertado del retrato de uno de los momentos más escandalosos de su vida. Evidentemente, Gonzalo le había contado demasiadas cosas.

–Lo sé casi todo sobre tí –siguió Pedro–, y tú, por otro lado, no sabes nada sobre mí.

Pero eso no era cierto del todo. Grace recordaba su casa, por ejemplo. Cuando se mudaron a Mason, la casa que ocupó su familia era la única de alquiler en la zona. Todos las demás familias eran propietarias. Los Alfonso ocuparon una vieja casa de dos plantas al final de la calle, pero sus padres no hicieron nada para arreglarla. La pintura estaba deslucida, la verja medio tirada y en el interior había cortinas viejas y bombillas fundidas que nadie cambiaba nunca. El jardín estaba cubierto de malas hierbas, alguna moto vieja y papeles de periódicos enganchados a los arbustos. Un viejo coche reemplazaba a otro delante de la casa... Pero, aunque Pedro había dicho que no sabía nada sobre él, Paula no se atrevía a mencionar esos detalles. No iba a decirle que había llegado muy lejos en la vida.

–Ah, espera –dijo él entonces–. Sí sabes un par de cosas sobre mí: el chico pobre del barrio.

–Pero si vivías en el mismo barrio que yo.

Pedro se concentró intensamente en conducir durante unos segundos y cuando por fin la miró lo hizo con una sonrisa en los labios.

–No te engañes a tí misma, Pauli. El mismo barrio, mundos diferentes.

La sonrisa era falsa. Decía que daba igual, que no le importaba, pero no era verdad. La miraba con un brillo de reserva en los ojos, como retándola a juzgarlo. Paula recordaba claramente los coches de policía llegando a la tranquila calle del barrio residencial y los gritos desde la casa en una ocasión en la que su madre había salido bebiendo directamente de una botella de vino. Y recordaba la dignidad con la que Pedro había llevado todo eso, el brillo de orgullo en sus ojos mientras tomaba a su madre del brazo delante de todos los vecinos, sin mirar a nadie mientras entraban en la casa.

–¿Quieres saber cómo era vivir en una casa así, Pauli?

Paula sabía que iba a confiarle un secreto y eso no era algo que hiciese a menudo. Su sonrisa había desaparecido.

El Soldado: Capítulo 22

–Espera un momento –dijo Pedro cuando ella pasó a su lado.

Paula había intentado no rozarlo, pero no sirvió de nada porque él levantó una mano para tocar su pelo, como para apartar un mechón de su frente. Pero lo que hizo fue quitarle el prendedor que lo sujetaba, dejándolo suelto. «Cómo te atreves» sería la respuesta adecuada. O darse la vuelta y entrar de nuevo en su oficina, dejándolo con un palmo de narices. En lugar de eso, sintió un escalofrío hasta la planta de los pies. Se quedó inmóvil, capturada por el brillo de admiración masculina que había en sus ojos.

–No puedes viajar con la capota bajada sin dejar que el viento mueva tu pelo –le dijo, con voz ronca.

Le ofreció el prendedor y ella lo guardó en el bolso sin la menor palabra de protesta. Tal vez otra mujer sería más fuerte, pero la mezcla del deportivo rojo y la sensual caricia en su pelo la dejó incapacitada. No podía resistirse a la tentación. Paula se inclinó para entrar en el coche. Nada podía estar a la altura de una fantasía que había tenido durante tanto tiempo, se decía a sí misma, intentando desesperadamente recuperar el control. Pero cuando Pedro se colocó tras el volante y oyó el suave rugido del motor tuvo la horrible impresión de que tal vez algunas cosas podían ser incluso mejores que una fantasía.

–¿Dónde vamos? –le preguntó.

–¿Eso importa?

El coche se movía con tal suavidad que parecían estar flotando por el aire y el deseo de recuperar el control se esfumó.

–No.

–Había pensado ir al lago Okanagan y comer en el restaurante del hotel.

–Ahí es donde tendrá lugar la cena benéfica.

–Lo sé.

Paula hizo una mueca mientras se abría paso entre el tráfico de Mason para tomar la carretera del lago. ¿Aquel hombre lo sabía todo? Aparentemente, sí. Incluso conocía su sueño de tener un Ferrari rojo.

–Gonzalo debió de hablarte de mi secreta fascinación por estos coches.

–¿Y es lo que tú esperabas? –le preguntó Pedro, con una sonrisa que no la distrajo. No quería admitir que Gonzalo y él habían hablado de ella.

–Por el momento, es más de lo que yo esperaba –admitió Paula–. Pero la verdad es que no sé si me gusta que mi hermano y tú hablaran de mí.

–Y lo entiendo –Pedro levantó las cejas como el villano de las películas.

A pesar de saber que estaba intentando distraerla, Paula tuvo que reír. Desde la muerte de Gonzalo y la ruptura de su compromiso con Pablo no había encontrado muchas razones para reír y no se le escapaba la ironía de que su trabajo consistiera en organizar ocasiones felices para los demás.

–Cuéntamelo –lo retó.

–Muy bien. Creo que lo sé casi todo sobre tí.

–¿Ah, sí?

–Tu color favorito es el amarillo y tu libro favorito Ana de las tejas verdes. Sé que una vez le diste un puñetazo a un niño que te robó un beso... y que te castigaron por ello. Eso sí que tiene gracia, tú castigada.

–A pesar de lo que crees, no soy una niña tan buenecita.

–Ya –murmuró él, incrédulo–. Cuéntame algo sobre tí que me sorprenda.

El Soldado: Capítulo 21

Porque detrás de ese encanto, de ese atractivo masculino y esa sonrisa, podía ver al guerrero. Y peor, podía detectar cierto cansancio.

–Buenos días, Paula.

El discurso que había preparado sobre lo importante que era y lo ocupada que estaba se fue por la ventana. Aquel hombre había sido el mejor amigo de su hermano y estaba allí porque quería hacer algo bueno, probablemente para honrar a Gonzalo. No podía tratarlo como si fuera un enemigo. Ni siquiera para protegerse a sí misma.

–He oído que vamos a dar una vuelta –le dijo, mirando de reojo a Carla, que parecía a punto de ponerse a aplaudir.

–Esperaba que encontrases un rato.

Estaba ofreciéndole una salida. Era su última oportunidad para decirle que estaba muy ocupada. Y, si dejase de mirarla con esos ojazos verdes, tal vez tendría alguna posibilidad de tomar una decisión racional...  Pero, desgraciadamente, cuando miró por la ventana vió un Ferrari de color rojo guinda al que dos adolescentes estaban haciendo fotografías con sus móviles. Hacía años que llevaba la fotografía de un Ferrari rojo en el monedero. Si alguien le preguntaba por qué, no sabría explicarlo. Atraía a una parte de ella, una parte que guardaba en secreto. Y no le gustaba que Pedro lo supiese. Su hermano debía habérselo contado. Ese lazo, su hermano, la conectaba con aquel hombre de una manera que no estaba segura de poder manejar. Y a ella le gustaba manejar su vida. En lugar de eso, sentía que estaba perdiendo el control y sentía a la vez la tentación de dejarse llevar. Pero luchó contra ella.

–¿Vamos a hablar de Warrior Down? –le preguntó, con su mejor tono de maestra de escuela.

–Por supuesto –respondió él.

–Muy bien. Carla ha dejado libre mi agenda durante...

–¿Un par de horas?

Un par de horas era mucho tiempo, pero la fuerza de voluntad parecía haberla abandonado.

–Muy bien –asintió. Y luego, intentando salvar algo de dignidad, Paula volvió a entrar en su despacho y tomó las flores, que dejó sobre la mesa de Carla–. Hay que regarlas –le ordenó.

Y Carla, bendita fuera, no dijo: «Pero si acaban de llegar de la floristería».

–Ah, es verdad, iba a hacerlo ahora mismo.

Y antes de que Pedro pudiese ver el agua que había en el jarrón, Paula se dirigió a la puerta, esperando un momento a que él la abriera. El deportivo era rojo guinda o rojo cereza, bajo, con el techo solar abierto, tan sexy que la dejaba sin aliento. Vaciló, pensando que, si subía al Ferrari, algo en su vida cambiaría de manera irrevocable. «No lo hagas». «Hazlo». «No». «Hazlo».

«Hazlo» estaba ganando. ¿Qué había de genial en su vida que no pudiera cambiarse? Trabajaba, dormía, trabajaba más. Hacía un trabajo importante, sí. Llevaba alegría a la gente, creaba bonitos recuerdos. Eso era lo que hacía un profesional: darle sentido a su vida a través del trabajo. Eso era lo que hacían las personas que no querían que nadie volviese a hacerles daño. El día anterior le había parecido perfectamente aceptable, se recordó a sí misma. Antes de los ponis, antes de Pedro. Cuando él abrió la puerta del coche, le llegó el aroma a cuero italiano de los asientos y la colonia de Pedro. Era como una droga que le robaba lo que quedaba de su determinación. Paula dió un paso más hacia el coche.

viernes, 15 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 20

–Aquí hay aire acondicionado.

–El traje es precioso y siempre me ha gustado cómo te queda ese color –dijo Carla, que parecía haber notado lo nerviosa que estaba.

Pero al menos no tenía ocho ponis que reunir con un tacón roto.

–Hazlo esperar hasta que me haya calmado un poco... diez minutos.

Serían los diez minutos más largos de su vida. ¿Una cita? ¿Cómo se atrevía a decir que era una cita? Pedro sabía perfectamente que habían quedado allí para hablar de la cena benéfica.

–Me ha dicho que salgas tú.

«Pedazo de arrogante».

–Pues no pienso salir –replicó Paula–. Dile que entre... él no es tu jefe, ni el mío.

Qué horror, estaba diciendo lo mismo que había dicho Tomás. Paula cerró los ojos. Sabía que algo terrible estaba a punto de pasar. Podía sentirlo, como un oscuro nubarrón en el horizonte.

–Ha venido en un Ferrari. Dice que van a dar una vuelta.

–No, de eso nada.

–Es rojo.

–¿Y qué? –replicó Paula.

 Pero su voz sonaba demasiado estridente. ¿La verdad? Estaba empezando a desear que apareciesen unos ponis por allí.

–Que he visto que llevas una foto en el monedero... venga, sal, puede que no vuelvas a tener otra oportunidad. Ese hombre es guapísimo y, aunque fuera un sapo, deberías ir a dar una vuelta en el Ferrari.

Paula fulminó a su secretaria con la mirada.

–No –repitió.

–Si vas a decirle que no, hazlo tú misma.

Carla, secretaria leal y amiga convertida en traidora, salió del despacho.

–¿Puede esperar un momento? –la oyó decir–. Paula saldrá enseguida.

La puerta se cerró. Tendría que decirle que no en persona. Tendría que dejarle claro que la reunión iba a ser como ella la había organizado, en la seguridad de su despacho, donde Pedro podría admirar la decoración, las flores y su traje. Donde no había nada de la mujer que le tiraba zapatos a un montón de ponis rebeldes. Donde no había nada de la mujer a la que él había amenazado con besar porque parecía una maestra de escuela. Pero, si le decía que no y lo decía con demasiada vehemencia, Pedro podría entender que era una maníaca del control o que estaba luchando contra la atracción que sentía por él. No, tenía que demostrarle que no había nada de eso, que no tenía ningún poder sobre ella. Ninguno. De modo que saldría del despacho y lo saludaría amablemente. Le diría que no a la excursión en el Ferrari, pero sin ninguna vehemencia, con una sonrisa en los labios. Le explicaría que estaba muy ocupada... que debía organizar una boda el fin de semana y tenía muchas cosas que hacer. Se levantó para acercarse a la puerta, pero tuvo que detenerse un momento. ¿Era así como se sentía alguien a punto de entrar en combate? ¿Con el corazón latiendo como loco dentro de su pecho? ¿Con las palmas de las manos sudorosas?

Pedro estaba sentado en una silla, ojeando una revista. Era un hombre que, a pesar de su aire de poder, había pasado gran parte de su vida esperando... que todo se fuera al demonio. Había algo del guerrero en él, a pesar de lo civilizado de su aspecto: la camisa de seda, el pantalón de sport, el pelo un poco demasiado largo.

Pedro levantó la mirada y cuando sonrió, Paula pensó en él amenazando con besarla. Y se preguntó si habría sido una distracción, una manera de evitar que lo viese por lo que era en realidad.

El Soldado: Capítulo 19

Y estaría bien que viese un ramo de flores con una tarjeta en la que dijera: "Para Paula, con amor". Pero cuando llegó el ramo y miró la tarjeta se preguntó si sería una señal de que las cosas no iban a salir como ella esperaba, porque la letra no era precisamente masculina. De modo que, enfadada, la tiró a la papelera. Tal vez era una innecesaria atención al detalle, pero eso era lo que hacía para ganarse la vida: organizar eventos perfectos. Aunque no se le escapaba que complicarse tanto la vida para cambiar la impresión que Pedro tenía de ella era demasiado. Y no era solo el despacho limpio y las flores. Era una noche en vela planeando lo que iba a ponerse, probándose mentalmente todos los vestidos y conjuntos que tenía en el armario. Y eso no auguraba nada bueno. Había decidido ponerse el conjunto de Chanel en color turquesa al que, en secreto, llamaba «el traje de bibliotecaria sexy». Que era precisamente lo que quería parecer, sexy pero seria y profesional sin haber hecho el menor esfuerzo. Bajo la chaqueta llevaba una blusa de seda azul marino, muy profesional, incluso con los dos primeros botones desabrochados.

–Una bibliotecaria muy sexy –murmuró.

El traje daba un poco de calor porque era de lana, pero había aire acondicionado en la oficina y, por observador que fuera, Pedro no distinguiría la lana del lino. De modo que, al contrario que en su último encuentro, en aquella ocasión todo sería perfecto. Llevaba el pelo recogido en un elegante moño, un maquillaje sutil, pero bien aplicado, un traje serio y un poquito sexy a la vez. Incluso tenía un pequeño guion mental para el encuentro. «¿Cuánto dinero pensabas donar a la organización? Un donativo en efectivo sería ideal para nosotros». Exactamente a las once en punto, Carla entró en el despacho y cerró la puerta tras ella.

–Dios mío, ha llegado.

Paula no tenía que preguntar a quién se refería. La expresión de Carla lo dejaba bien claro. Irritada por la capitulación de su secretaria, decidió mostrarse tan fría como el color de su traje.

–¿Quién ha llegado?

Carla, por supuesto, no se dejó engañar. Llevaban años trabajando juntas y se conocían bien. Eran mucho más que jefa y empleada, eran amigas y compañeras de trabajo. Carla podía, y lo había hecho alguna vez, llevar el negocio por sí misma, especialmente durante las horribles semanas tras la muerte de su hermano.

–Tu cita está aquí.

Paula la miró, boquiabierta. Después de tantos preparativos no había imaginado que se pondría colorada por tan poca cosa.

–Yo no tengo una cita. Tengo una reunión de trabajo.

–Es guapísimo. Se parece a Hugh Jackman, pero más guapo aún.

Paula sintió que le daba vueltas la cabeza, pero tenía que tomar el control, fuera como fuera.

–Yo no tengo una cita –repitió.

–Él dice que tienen una cita.

–No es verdad.

Carla la miró atentamente.

–Pues te has vestido como si lo fuera.

–Me he puesto este trabajo diez o doce veces.

–Si tú lo dices... ¿No es de lana? Hay treinta grados en la calle.