—Has encontrado más papel. Ah, bien. Con eso podremos terminar.
Pedro volvió a sentarse y comenzó a envolver un DVD para Franco.
—Háblame de las Navidades cuando eras pequeño —dijo ella tras unos segundos.
—De acuerdo. No es nada memorable.
—Todo el mundo tiene algún buen recuerdo de la Navidad. Preparar galletas, dar regalos a los vecinos. ¿Cuáles eran tus tradiciones?
—Normalmente teníamos un árbol bonito. El decorador de mi abuela se pasaba un día entero decorándolo. Era realmente bonito —no añadió que a Celina y a él no les permitían acercarse debido a los miles de dólares gastados en adornos de cristal que decoraban las ramas.
—¿Tu abuela?
—Sí. Mis abuelos nos criaron a mi hermana y a mí desde que yo tenía ocho años y hasta que me fui a la universidad.
—¿Por qué?
—Supongo que mi infancia no fue muy feliz, pero me siento estúpido por quejarme. No sé quién era mi padre. Mi madre era una adicta a las drogas que nos dejó a mi hermanastra y a mí con sus padres y desapareció sin dejar rastro. Murió de sobredosis unos tres meses más tarde.
—Oh, no. Lo siento mucho. Menos mal que tenías a tus abuelos para ayudarte a superarlo.
Pedro soltó una carcajada.
—Mis abuelos eran gente muy adinerada e importante en los círculos sociales de Chicago, pero no deseaban cargar con la obligación de criar a los niños de una hija descontrolada de la que se habían distanciado años atrás. Probablemente nos habrían entregado a los servicios sociales si no hubieran tenido miedo de las apariencias. A veces desearía que lo hubieran hecho. No tenían paciencia para dos niños pequeños.
—Entonces mejor aún que te tomes tantas molestias para que tus hijos tengan una Navidad genial —dijo ella—. Te has convertido en el padre que nunca tuviste.
Su fe en él le hacía sentir humilde. Al oír sus palabras, sintió un vuelco en el corazón. Aquello no era simple atracción. Estaba enamorado de ella. ¿Cómo había ocurrido? Tal vez durante el paseo en carro, cuando la había visto con su sobrina Sofía en el regazo, o cuando había salido a la puerta la otra noche, con harina en la mejilla por las pizzas que estaba preparando para los niños. O quizá la primera noche en la clínica, cuando se había arrodillado junto a su perro herido para calmarlo. Ajena a aquella súbita epifanía que él estaba experimentando, Paula colocó un lazo sobre el regalo que estaba envolviendo y retorció los extremos.
—Ya está. Este es el último.
En medio de su sorpresa, Pedro centró su atención en la pila de regalos. La señora Michaels, Paula y él habían conseguido sacar adelante otra Navidad. Paula tenía razón. Era un buen padre, no porque pudiera hacerles muchos regalos, sino porque los quería, porque estaba haciendo lo posible por darles un lugar seguro en el que crecer, porque los trataba con paciencia y respeto.
—Gracias —aquella palabra le parecía insuficiente para todo lo que había hecho por él.
Ella sonrió y se levantó de la mesa. Estiró los brazos por encima de la cabeza para desentumecer los músculos y él tuvo que hacer un gran esfuerzo por no lanzarse sobre ella y devorarla.