Estaba segura de que era esa la noticia a la que Pedro se refería. ¿Alberto Thompson era un alcohólico?, se preguntó. Quizá ese era el problema que angustiaba a Beatríz. Fuera como fuera, tendría que sacar el tema con mucho tacto. Cuando terminó de leer la noticia, llamó a Carla y le preguntó si Beatríz Thompson había pedido cita.
—Para el jueves a las cuatro —contestó la enfermera.
—Muy bien. Gracias.
—Debes ser la mujer más envidiada del pueblo viviendo con un hombre como Pedro—dijo Catalina entonces.
—Sólo es mi inquilino.
—No te enamores de él, Paula. Es guapísimo, pero no se compromete con nadie.
Como si ella necesitara esa advertencia.
—¿Hablas por experiencia?
—No. Sólo íbamos juntos al colegio, aunque él era mayor que yo.
—¿Cómo era entonces? —preguntó Paula, sin poder evitarlo.
—El típico chico malo. Todas las chicas estaban locas por él.
—¿Tú también?
—Por supuesto. Pero siempre me ha puesto muy nerviosa. A mí me gustan los hombres un poco más... fáciles de tratar.
—Te entiendo. Es un machista imposible.
—Yo creo que exageras —rió Catalina.
—Pareces apreciarlo mucho.
—La verdad es que sí —dijo la enfermera, con la mano en el picaporte—. En el colegio no lo pasé bien y él me ayudó.
—¿Cómo? —preguntó Paula, con curiosidad.
—Había unos chicos que me molestaban y después de que Pedro «hablase» con ellos, no volvieron a molestar a nadie. En ese momento, sonó el intercomunicador. Era Carla, preguntándole si podía ver a un último paciente.
—Sí, claro —dijo Paula, mirando a Catalina—. Más trabajo.
La enfermera abrió la puerta.
—Ahora que lo pienso, olvida lo que he dicho. Puede que tú seas precisamente lo que Pedro necesita.
¿Lo que Pedro necesitaba? ¿Qué necesitaba Pedro Alfonso? ¿Y qué necesitaba ella? La puerta se abrió en ese momento y entró Matías, el jefe del equipo de rescate.
—¡Matías! No te esperaba.
—Lo sé. Siento mucho venir un sábado...
—El sábado es como un día cualquiera. ¿Qué te ocurre?
—Me duele el estómago —contestó el hombre.
Paula empezó a hacerle preguntas sobre los dolores, anotando las respuestas en un cuaderno.
—¿Y los dolores desaparecen después de comer?
—Eso es. ¿Tú crees que puede ser una úlcera?
—Es posible. Pero tengo que examinarte para estar segura.
Unos minutos después, Paula se lavaba las manos.
—No encuentro nada raro. Pero por los síntomas, yo diría que es una úlcera.
Matías se vistió rápidamente.
—¿Y ahora qué?
—Tendrás que probar con antiácidos y si no funciona, ven a verme otra vez —dijo Paula —. Y debes hacer dieta. Nada de carne, nada de picante, nada de alcohol...
—¿Qué?
—El alcohol es un irritante, así que intenta beber menos cerveza. Si te sigue doliendo, es posible que tengamos que hacer una gastroscopia.
—¿Vas a mirarme el estómago por dentro?
—Eso es. Seguro que no es nada, pero hay que comprobarlo.
—Muy bien. Me pongo en tus manos. Por cierto, ¿Vas a venir con Valen a la fiesta del sábado que viene?
—Si no tengo que trabajar, supongo que sí. Y, por cierto, Matías, intenta restringir tus conversaciones delante de Valen. Llevo toda la semana explicándole lo que es la hipotermia y por qué la gente se muere de frío.
—Ah, lo siento —sonrió el hombre—. No me dí cuenta de que estaba escuchando. Por cierto, me han dicho que Sean vive en tu casa. Las noticias volaban en Cumbria.
—Es mi inquilino.
—Ya. Bueno, si lo ves antes que yo, dile que venga a la fiesta, ¿Vale?
—Si lo veo, se lo diré —sonrió Paula.
Pero no pensaba ir a buscarlo. Y tampoco pensaba ir a una fiesta con él.