domingo, 31 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 34

—Y dime, ¿has visto a Rei? ¿Sabes dónde ha montado la tienda?

—Tus sherpas llegaron ayer. Vimos a Rei cuando regresábamos. No hacía buen tiempo para acampar en una cornisa, aunque no sería la primera vez que lo he hecho. Hemos pasado la mitad de la noche con la espalda apoyada en los clavos de la tienda para que no se salieran. Necesitamos un descanso.

Pedro no se molestó en comentar nada. Él también había vivido muchas tormentas y sabía cómo eran. Además, era a Paula a quien Mario pretendía impresionar.

—¿Dónde podemos encontrar a nuestro equipo?

—Donde estuvieron acampados la última vez. Es un buen sitio pero nadie quería ponerse allí cuando tú no estabas —dijo Mario girándose a continuación hacia Paula—. Algunos guías son tan supersticiosos como sus sherpas.

Paula quitó importancia al comentario riéndose con risa hastiada.

—Me alegro de no serlo. Lo único que quiero es quitarme esta mochila y encontrar un sitio donde sentarme con una buena taza de té. En ese orden.

Paula lo estaba haciendo bien haciéndole ver que su ascensión hasta ahí había sido dura aunque en realidad sus músculos se habían ido fortaleciendo y le habían dolido toda la semana anterior. Pedro decidió ser tan formal como Paula.

—No se preocupe, señorita Chaves. He trabajado con el mismo equipo durante varias temporadas. Los conozco y nos habrán visto llegar. Puede que haya sido un largo camino desde el hotel Cumbres pero puedo asegurarle que mis hombres la tratarán bien y la ayudarán en todo lo que necesite.

Paula se dió cuenta de sus intenciones y le siguió la corriente.

—Magnífico. Me muero por ver cómo es el interior de mi tienda —dijo ella mirando hacia la rendija por la que Mario había salido de la tienda. Arrugó la nariz como si todos sus aristocráticos ancestros estuvieran dentro de ella.

Pedro siguió su mirada. Dentro, la tienda estaba absolutamente desordenada, típico de hombres.

—No se preocupe. Las tiendas son más espaciosas dentro de lo que parece desde fuera y tendrá una para usted sola.

—Es un alivio —dijo ella —. No estoy acostumbrada a compartir —añadió sosteniéndole la mirada a Pedro.

—No habrá problema. Eso no fue nunca parte del trato —dijo él continuando con los dobles sentidos—. Y ahora que sé dónde ha acampado Rei, tendrá esa bebida caliente en un abrir y cerrar de ojos.

Le extendió la mano a Mario, que la estrechó y le dió unas palmadas en el hombro con la mano libre, riéndose.

—Buena suerte, amigo —dijo al tiempo que miraba de reojo a Paula como queriendo decir «buena suerte con ésta» —. Te veré en la montaña.

—Sí, nos vemos.

—No si te vemos nosotros primero —susurró Paula en cuanto estuvieron lejos de él. ¡Sería caradura!—. Me alegro de que Mario Serfontien no estuviera disponible cuando le pregunté por tí —dijo en voz alta—. Realmente siente lástima de tí.

Estaba segura de que Pedro sentía ganas de reír. Lo veía en sus ojos aunque no en sus labios.

—¿Acaso no era ésa la intención de toda esta pantomima? —dijo Pedro—. Se te da bien el papel de arpía.

—Tengo práctica. ¿Te lamentas por haber decidido traerme?

—¿Qué crees?

Estaban pasando junto a una tienda en la que ondeaba la bandera japonesa mecida por una brisa suave, muy lejos de los vientos de la noche anterior. No creía que fueran a entender de lo que hablaban pero, en cualquier caso, bajó el tono.

—Esa no es una respuesta. Dime la verdad. ¿Desearías no haberme conocido?

Pedro tardó un poco en contestar y cuando lo hizo, su voz era apenas audible. Apenas un susurro sólo para sus oídos.

—Desearía que no nos hubiéramos conocido en estas condiciones, que no hubiera sido la muerte de Fernando y Delfina lo que nos uniera, porque lo que les ocurrió es la razón de que tengamos que estar separados y nada de lo que puedas decir me hará cambiar de idea.

Durante un segundo, vio la llama de la pasión en sus ojos, oculta rápidamente tras las espesas pestañas antes de que sus ojos tuvieran tiempo a reaccionar al calor. Su cuerpo no tardó, sin embargo y los pezones de sus pechos se irguieron rápidamente.

Perdió el paso, dejando que se alejara un poco de ella. Sería lo mejor, pensó. Tendría que controlar sus instintos femeninos y sólo podría hacerlo si estaba lejos de él.

Si aquello era un ejemplo de cómo camuflar sus sentimientos mutuos, las semanas que les quedaban por delante iban a ser muy duras. Quizá Pedro pensara que era una gran actriz, pero desde el momento que oyó en la televisión la noticia de la muerte de su hermana se había dejado llevar por las emociones. Sería todo lo buena que le permitieran sus sentimientos pero antes tenía que saber la respuesta a una pregunta.

Vió entonces a Sherpa Rei y a los otros más adelante. Si no se lo preguntaba en ese momento, sería demasiado tarde. Le tomó el brazo y recordó la forma en que se había sacudido su mano un rato antes, al llegar al campamento.

—¡Pedro!

Éste se giró con el ceño fruncido. No la había mirado así desde que insistiera en pagar la comida en el hotel a pesar de haberle dicho que andaba mal de dinero.

Entonces fue cuando Paula supo que Pedro  iba a ser el hombre que tendría la vida de ambos en sus manos mientras durara su acuerdo. Entonces, retrocedió y, por primera vez se alegró de dejarlo todo en sus manos. Descubrir lo que era no tener que ocuparse de tomar las decisiones correctas para ella, ella sola.

—Lo siento. Es que vas muy deprisa. Tengo una sola pregunta más que hacerte y dejaré el tema. ¿Lamentas lo ocurrido entre nosotros? —Paula contuvo el aliento mientras esperaba la respuesta. Parecía que el tiempo se había detenido y, cuando por fin respondió, su rostro estaba contraído, como si lo que iba a decir le causara dolor.

—No lo lamento. ¿Cómo podría lamentar la mejor noche de mi vida? Sé que te cuesta aceptar mi decisión de no dejar que vuelva a ocurrir. Sé que te duele. Pero, demonios, Teddy, no tienes ni idea de lo angustioso que es para mí estar a tu lado.

En sus labios había una sonrisa tensa y llena de amargura cuando cruzó el espacio que los separaba. Entonces su voz susurrante flotó como la brisa, como si pudiera barrer las palabras que acababa de decir.

—Si estuviéramos solos, te tomaría la mano y te haría una demostración de lo que siento. Deseo besar tu rostro, saborear tus labios e introducirme en tu cuerpo sanador —suspiró con amargura—. Pero eso no volverá a ocurrir. No puede ocurrir. Has confiado en mí para que te proteja. Deja que haga mi trabajo.

La ruda cadencia de sus palabras se transformó en un gemido. Se dió cuenta del pulso que latía en la sien de Paula cuando se inclinó hacia ella. Cualquiera que estuviera mirando pensaría que estaban discutiendo.

—Así es que déjalo, señorita Chaves, y deja que haga el trabajo por el que me pagas.

Paula lo vió darse la vuelta sobre los talones y alejarse levantando piedrecillas del camino en su rápido avance.

«No podías dejarlo estar, ¿verdad?».

Decaída, siguió lentamente sus pasos tomándose tiempo para pensar. Tenía que encontrar la manera de atravesar sus miedos.

Cuando todo eso terminara… cerró los ojos incapaz de soportar que pudiera ser de otra manera. Si se empeñaba en ello, encontraría la manera de estar juntos, si no en Nepal, en París, Estados Unidos o Nueva Zelanda. Fuera como fuera, encontraría la solución al desastre en el que parecía haberse convertido su vida, no sólo con Pedro, sino con su primo Pablo y con el CISI.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 33

—No tienes que decírmelo más veces, Pedro. No lo entiendo, a menos que sientas algún placer sádico en privarnos de un poco de sexo inofensivo.

Pedro se dijo que nunca entendería a las mujeres pero aquélla tenía una habilidad para metérsele bajo la piel y hacerlo temblar de ira y pasión con la misma facilidad.

—Deja que te repita brevemente lo que ocurre. Fernando y Delfina eran ricos. Tú te harás más rica aún después de su muerte. Yo estaba allí cuando cayeron y murieron pero tuve la mala suerte de sobrevivir. Basta con que empecemos a intimar para que comiencen los rumores. ¿Me comprendes ahora?

Asintió.

—Bien. Entonces, vamos. Cierra la puerta detrás de tí.

—Claro. No queremos que entren los ratones.

Dejó que ella tuviera la última palabra. Era lo menos que podía hacer, y como iba detrás no podía ver su sonrisa de amargura. Su comentario ponía de relieve las vidas tan diferentes que habían tenido. Paula no tenía ni idea de que un ratón no necesitaba una puerta abierta para colarse en una casa, ni siquiera en una de piedra.

Había tratado de endurecer su corazón para no ceder al poder de Paula, pero ésta se las había ingeniado para atravesar sus defensas.

Llegaron al campamento base al segundo día. Los vientos de las alturas habían provocado que muchos montañeros estuvieran en las tiendas. Columnas de humo salían de los muchos fuegos encendidos para cocinar, alrededor de los cuales los porteadores y los sherpas se sentaban a charlar.

Casi todas las tiendas eran del mismo color amarillento, entre las cuales llamaba la atención aquí y allá una bandera, japonesa, americana, alemana, suiza, de los equipos que reclamaban una parte de la montaña. Pedro no podía recordar si entre sus cosas seguía llevando la bandera neozelandesa.

Abriéndose paso entre los montones de basura apilados a la espera de ser transportados al pueblo de nuevo, Pedro entró en el campamento de muy mal humor. Se sentía frustrado y no dejaba de maldecir por ello.

—¿Dónde demonios habrá montado la tienda Rei?

—¿Ocurre algo? —preguntó Paula tirándole del codo.

Ahora era ella la que maldecía. Tenía que aprender a no tocarlo. Pedro se limitó a sacudir el brazo fingiendo que se recolocaba la mochila.

—Esto está hasta los topes. Tendremos que dar vueltas entre toda esta gente hasta que encontremos a Rei.

Esperaba haberla preparado para las risitas y los cuchicheos y que sabría mantener una distancia profesional. Subir a la cumbre no se iba a convertir en una competición pero había gente que no pensaba que hacer cumbre con una buena reputación era algo más que dinero. Los clientes pagaban por el mejor. Ahora se estarían riendo a sus anchas al ver que la reputación del mejor estaba por los suelos.

—Empecemos por aquí. Espero que Rei buscara el mismo lugar en el que acampamos con Fernando y Delfina—continuó Pedro.

Siguió maldiciendo. Sentimientos hondos le apresaban la garganta. Miró a Paula. La había hecho caminar durante un día y medio después de una noche de sexo agotador. Y de nada servía echarle la culpa al fuego y la calidez del ambiente. La tentación personificada en sus curvas femeninas había llamado a su puerta y él había cedido a la seducción. Lo único que había deseado era una noche con Paula y lo había tenido. Pero ahora sentía que iba a pasar el resto de su vida pagando por ello. No se imaginaba con otra mujer. Todas le parecerían fútiles imitaciones del original.

La gente se giraba para mirarlos a medida que caminaban entre las tiendas y algún sherpa lo saludaba con la mano de vez en cuando. Al contrario que algunos de los guías que tan sólo le habían vuelto un frío hombro a su paso, como si su reputación pudiera contagiárseles. Si alguien resultaba herido o muerto, era por deseo de la diosa. El hombre propone y la diosa dispone.

Pedro divisó una bandera sudafricana en medio del humo de una fogata medio apagada. Pasaron junto a ella teniendo mucho cuidado de no tropezar con las piedras que estaban desparramadas alrededor y que podían hacer que se torcieran el tobillo.

En un extremo del fuego, una cabeza en forma de toro muy familiar se asomó a una de las tiendas.

—Eh, Alfonso, amigo. Pensé que ya te habrías ido. Se dice por ahí que habías vuelto a Nueva Zelanda.

Mario no dijo «con el rabo entre las piernas» pero Pedro captó la idea. Era evidente que ése era el último chisme que corría por el lugar.

—Pues no. Tengo trabajo aquí.

Mario salió de la tienda y se unió a ellos. Era un hombre grande dueño de una sonora risa.

—Señora Chaves. Veo que consiguió lo que buscaba. Le deseo suerte —dijo Mario entrecerrando los ojos azul pálido al tiempo que estudiaba a Pedro, aunque era a Paula a la que estaba hablando—. Va a necesitarla. La temporada terminará antes de lo que pensábamos si los vientos continúan como anoche.

—Tengo toda la confianza en el señor Alfonso—dijo ella.

Para Pedro, ésa había sido una buena respuesta. No le importaba la formalidad.

—Pedro, tu equipo llegó antes que vosotros. ¿Cómo te las has arreglado sin ellos?

—Encontramos un refugio en el que guarecernos. Hace años que vengo. No hay muchos pueblos en el camino en los que no haya hecho amigos —dijo Pedro dejando que Mario se hiciera su propia composición. Nadie tenía que saber dónde habían estado ni qué habían hecho durante la tormenta.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 32

Era extraño cómo podía haberse sentido atraída por dos hombres tan diferentes. A Paula no le parecía gracioso pensar que podría haber llegado a casarse con Jacques y entonces jamás habría conocido a Pedro.

—¿Estás bien, osito? —preguntó Pedro con voz adormilada pero muy relajada.

—Mmm. Estoy muy bien. Es muy calentito este saco y me sorprende que haya habido sitio para los dos.

El aliento cálido de Pedro le acarició el oído. Había disfrutado toda la noche con el suave ronroneo que hacía mientras dormía.

—Escucha.

—No oigo nada.

—El viento ha parado. Parece que podemos salir de aquí.

—Demasiado pronto.

—Sí, pero al menos hemos disfrutado de una noche.

A Paula no le gustó el tono de finalización que empleó. La asustaba. Estaba temblando pero antes de que pudiera decir nada, Pedro dió la vuelta quedando frente a ella.

—Dios, Paula—continuó. Paula sabía que no podía ser nada bueno porque no había utilizado el apodo cariñoso que empleaba con ella—. Sabes que nunca funcionaría. Lo nuestro. La forma en que nos hemos conocido lo demuestra. Siempre habría alguien dispuesto a señalarnos con el dedo. El dinero puedo traer problemas en vez de resolverlos. Créeme, Paula. Hasta la gente que me conocía desde hacía años empezó a mirarme de reojo cuando comenzaron los rumores. No tengo testigos, no hay pruebas de que el accidente ocurrió. Sólo mi palabra.

Paula sentía que el oxígeno la quemaba en los pulmones ante la idea de que Pedro fuera a abandonarla. ¿Estaban utilizándola de nuevo?

—A mí me basta con tu palabra —dijo ella consciente de que estaba empezando a enamorarse de él. Y bastante tenía ya él como para saber que le estaba rompiendo el corazón.

—Gracias por el voto de confianza, Teddy. No sé lo que he hecho para ganármela pero te aseguro que no te defraudaré.

Paula maldecía llena de frustración. Sus palabras no habían hecho desaparecer el gesto testarudo que tensaba la mandíbula de Pedro. Le había costado un montón de energía demostrarle que estaba en forma para la ascensión, consciente de que si no lo hubiera hecho bien ya habrían regresado a Namche Bazaar. ¿Y dónde estaría entonces? En un hotel a los pies del Everest mientras la llave que necesitaba para salvar el imperio de su padre estaba en una cadena al cuello de su hermana a medio camino entre la cumbre y donde estaba ella. Su prioridad debería ser ésa, y no pensar en cuándo sería la próxima vez que Pedro la besaría.

Al menos, algo tenía claro y era que nada sería fácil con Pedro. Y que tenía que olvidarse del sexo, el más fabuloso que había disfrutado en su vida.

A juzgar por los comentarios de Pedro, era obvio que había algo que no quería contarle, algo por lo que se mostraba casi paranoico respecto a lo que los rumores podían hacerle a alguien. Sí, Pedro tenía un secreto que no quería compartir con ella. Y eso dolía. Lo que la llevó a pensar si a él le dolería también que ella tuviera secretos para él.

Pedro miró a Paula desde el otro extremo de la habitación. Se estaba poniendo la mochila. Las que llevaban eran mucho más pesadas que las que habían bajado del glaciar y, aunque él había metido en la suya el bulto más pesado, lo preocupaba tener que pedirle que llevara tantas cosas.

—¿Puedes? —preguntó. Debería haberla ayudado a ponérsela pero los recuerdos de la noche anterior estaban demasiado frescos. Eran demasiado calientes. ¿Cómo podría tocarla sin desear tomarla en brazos?

Paula se abrochó las correas centrales justo a la altura del estómago antes de contestar.

—Osito está lista —dijo con una sonrisa, utilizando el apodo que él usaba cariñosamente con ella.

A Pedro le costaba trabajo mirarla a los ojos esa mañana. No se sentía culpable por lo que habían compartido sino por haberle pedido que lo negara. Pero ¿cómo hacérselo comprender sin contarle todos los oscuros secretos que rodeaban a su familia? Aunque sabía que, si la necesidad lo empujaba a ello, le hablaría de su padre. Eso haría que se pensara dos veces si deseaba de él algo más que sus servicios como guía.

Aún recordaba la primera vez que algún documental sobre policías corruptos abrió la herida de nuevo. La historia de Horacio Alfonso no había hecho más que resurgir y el padre de la prometida de su hermano hizo lo posible por romper el compromiso. No ayudaba nada que el hombre fuera el jefe de Martín. Al final, el padre de su prometida llegó al extremo de contaminar varias garrafas de vino y consiguió echarle la culpa a Martín. Había manchado el buen nombre de su hermano mayor en la industria vinícola. Por derecho propio, ahora Martín debería estar fabricando su propio vino en vez de dedicarse a escribir artículos y libros sobre los vinos de los demás.

Sabía que en cuanto abriera la boca, Paula le iba a decir que era un pesado pero aun así no pudo detenerse.

—¿Te parece bien entonces lo de olvidar todo lo que ocurrió entre nosotros anoche en cuanto salgamos de este sitio? A partir de ahora, lo único que tendremos será una relación estrictamente de trabajo.

Tal como había supuesto, Paula tensó los labios. Sólo esperaba que cuando llegaran al campamento base y se mezclaran con otros escaladores se acostumbrara a ocultar mejor sus sentimientos.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 31


—Y yo imaginaba que tu piel sería sedosa como pétalos de magnolia —dijo Pedro introduciendo sus manos por debajo de las prendas de ella—. Y lo es.

Sus manos subieron por la espalda buscando el cierre del sujetador.

—¿Se abrocha delante?

—No se abrocha. Se mete como una camiseta.

—Entonces tendré que sacártelo.

Paula notaba las manos de Pedro en todo su cuerpo. Le tomó los pezones entre los dedos y sus pechos respondieron mientras le llenaba el cuello de delicados besos que la hacían temblar de placer. Pero la tensión se agravó cuando introdujo una mano bajo sus pantalones y le acarició el sexo hambriento.

—No pares nunca —susurró Paula consumida de deseo.

—Me parece poco tiempo —dijo Pedro mordisqueándole el lóbulo de la oreja haciéndola estremecerse de deleite—. Qué bien sabes, osito.

Sabía que ya estaba lista para él, húmeda de excitación. Introdujo un dedo entre sus piernas y mientras frotaba con la base de su mano el exterior de su sexo. Paula trató de pegarse aún más a él y de pronto éste se detuvo. Estaba temblando. Tenía que penetrar en ella ya. Dejó la mano libre en la espalda de Paula y la empujó hacia él gimiendo de un deseo irrefrenable por poseerla.

Paula demandaba su atención besando con ansia su garganta.

—No puedo esperar. Te deseo, ahora.

Pedro estaba empezando a decir que no estaba preparado pero entonces recordó los paquetes que había encontrado junto a la petaca. Una vez resuelto ese problema, surgió otro.

—Maldita sea, los dos llevamos las botas puestas. Tardaremos un montón en quitárnoslas.

—Las mías están desatadas. Y no es momento de sutilezas —dijo ella.

Pedro alargó entonces la mano y le quitó la bota.

—Mira en mi bolsillo. Protección.

—Mi héroe —susurró ella.

La espera se hacía más angustiosa mientras las estilizadas manos de Paula buscaban el paquete.

—Creía que tenías prisa —bromeó él.

Se lamentó porque quería sentir los pechos de Paula contra su piel, ver los pezones que respondían tan diligentemente a sus caricias, endureciéndose. Le faltaban manos.

—Quiero sentir tu piel.

—Otra vez será. Túmbate para que pueda ponerme encima de tí.

Las manos de Paula estaban en la cintura de los pantalones de Pedro. Este contuvo el aliento cuando notó que tomaba en ellas su miembro. Se olvidó de todo. Sólo existía Paula, sus manos. Se estremeció ante la intensidad de sus caricias. La había deseado desde el primer momento y la realidad superaba con creces su imaginación.

Tomándole la palabra a Paula de que no era momento para sutilezas, le bajó los pantalones. Sentía la piel caliente bajo sus manos. Buscó la pared más cercana y, sosteniendo el cuerpo de Paula contra él, la penetró.

El orgasmo amenazaba con llegar, cálido, húmedo, palpitante. Tenía que ir más despacio para ajustarse al ritmo de Paula pero por la forma en que los músculos de ésta lo apretaban, parecía que llevaba todas las de perder.

Cubrió la boca de Paula con la suya, llenándola con la lengua una y otra vez mientras la embestía. Al tercer golpe, Paula empezó a jadear y al cuarto ambos alcanzaron el clímax.

Pedro tuvo que reconocer que aquel encuentro largo tiempo contenido había sido un ataque de locura. Ahora que sabía lo fantástico que era hacer el amor con Paula, ¿sería capaz de renunciar a ello?

La segunda vez lo hicieron sobre los sacos de dormir que Pedro puso en el suelo, desnudos. Paula  saboreaba con la mirada el magnífico cuerpo de Pedro, acariciaba sus músculos flexibles, besaba su cuello y sus anchos hombros, temblando de deseo al saber lo que aquel hombre sabía hacerle.

Nunca antes se había sentido tan femenina. De todos los hombres con los que había estado, él era el más fuerte, física y mentalmente. Y durante esa noche era sólo suyo.

Le rodeó con sus manos el rostro y lo llevó hacia ella para besarlo.

—¿Cómo me llamo? —preguntó Pedro mientras se besaban.

—Pedro.

—Recuérdalo, osito. Quiero oírtelo gritar cuando consigas tu próximo orgasmo entre mis brazos.

Sólo pensar en ello estuvo a punto de provocárselo. Pedro se metió en el saco de dormir con ella y la abrazó como si no quisiera dejarla escapar nunca. Paula se sentía amada. Nunca antes nadie la había hecho sentirse así.

En el cálido interior del saco, mientras las ramas crujían en la chimenea y soltaban pequeñas chispas, sus labios volvieron a encontrarse y las llamas brotaron en su interior. Una pasión que no quería que terminara nunca.

Pedro le abrió las piernas y ella lo dejó entrar deleitándose con el peso del cuerpo de Pedro sobre ella. Él la embistió asegurándose de que la mujer que tanto deseaba lo recordara siempre.

Fuertemente abrazada al cuerpo de Pedro en el saco, Paula suspiró al despertar. Añoraba la gran cama que tenía en su casa de París, con sus mullidas almohadas y el edredón de plumas. Allí podrían pasar días enteros porque Pedro era un hombre con mucha energía.

Parecía no saciarse de ella nunca. Era como si fueran a despedirse cuando salieran del albergue para no verse nunca más, pero eso no ocurriría. Le había prometido llevarla a la cara suroeste y ella confiaba en su palabra.

Pedro la había tratado con una cortesía que no había saboreado en mucho tiempo. Desde luego no con Facundo, a quien no le importaba si ella acababa satisfecha o no cuando hacían el amor. Por entonces, ella aún no sabía que sólo la estaba utilizando. Aún no tenían fecha de boda y él ya había planeado pagar a un amigo para hacerlo quedar como el marido engañado y así poder separarse con los bolsillos llenos de dinero de los Chaves.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 30

En fin, lo que ahora tenía que hacer era romper las reservas de Pedro, pero para eso tenía que averiguar cuáles eran. No se lo había dicho a las claras. Sí le había dicho que la atracción existía entre ambos pero era la seguridad de que no iba a hacer nada lo que le alteraba los nervios.

Echó un vistazo a Pedro, que estaba encendiendo la chimenea con las últimas ramas. Lo veía claramente gracias a la lámpara que se balanceaba sobre su figura acuclillada, pero al momento se convertía en una figura borrosa en su mente. ¿Era así como quería vivir aquella experiencia, con sólo un recuerdo borroso de Pedro? ¿O prefería la versión a todo color?

La predicción era optimista. El viento había empezado a ceder. Aunque siempre comprobaba los informes meteorológicos, no siempre confiaba en ellos, especialmente por experiencias de amigos en Nueva Zelanda. Habían salido a hacer un trekking con la seguridad de que iba a hacer un tiempo excelente pero cuando las corrientes de aire provenientes del Antártico chocaron con los vientos húmedos del Pacífico, lo impredecible ocurrió. En quince minutos se vieron en el centro de una bomba atmosférica. En menos de una hora casi habían muerto de hipotermia.

De pronto, la punta de la bota de Paula lo hizo salir de sus ensoñaciones. Pedro sujetó el plato que sostenía sobre las rodillas y levantó la vista perdiendo toda posibilidad de lograr pasar el resto de la tarde sin pensar en ella.

—¿Qué?

—Se me ha ocurrido algo terrible.

—¿Te dejaste la plancha encendida antes de venir a Nepal?

—No, tonto. No hago cosas como ésa. Quería decirte que me ha gustado la cena.

Pedro miró los trozos que aún quedaban en su plato y el plato vacío de Paula.

—Dicen que a buen hambre no hay pan duro —dijo Pedro y continuó comiendo antes de que se enfriara.

—No había muchas pero como parece que vamos a salir de aquí mañana, he decidido permitirme una chocolatina —anunció Paula.

—Las mujeres y el chocolate. A todas las mujeres que conozco les gusta —dijo Pedro levantándose y tendiendo una mano para que Paula le diera su plato. Recoger los platos de la cena le daría una excusa para alejarse de ella.

Paula levantó la vista y ladeó la cabeza, los ojos muy abiertos, relucientes a la luz de la lámpara. Se humedeció los labios sin pintar, lo que los hizo aún más jugosos.

—¿Sabías que algunas pensamos que es mejor que el sexo?

Pedro  no sabía a qué juego estaba jugando pero decidió unirse. La miró detenidamente y Paula dejó que su mirada la acariciara de pies a cabeza.

—Entonces no te has acostado con los hombres adecuados —dijo él agachándose y metiendo los platos en el cazo con agua que había utilizado Paula para calentar la comida.

—¿Te apetece un trago de brandy con el chocolate? En algún sitio de la mochila tengo una petaca y ya que vas a pecar, hazlo bien —dijo él levantándose.

—Había pensado en hacerme un té… —se detuvo pero no desvió la mirada.

Había algo en su mirada que Pedro no se atrevía a asegurar. Tal vez más juegos. Cuando jugaba, lo hacía para ganar, pero tal vez hubiera llegado el momento de dejarse ganar.

—¿Qué tipo de brandy es? —preguntó ella.

—Bueno. Fernando me lo dió. Decía que era medicinal.

—Iré a por las tazas.

Cuando Pedro se dió  la vuelta con la cigarrera, Paula ya estaba allí con las tazas. Se metió en el bolsillo de los pantalones uno de los paquetes que había encontrado junto al brandy. Comenzó a verter el líquido en una de ellas. El sonido del licor lo llevó de vuelta a la noche en que se habían conocido. Cerró entonces la petaca. Ya no miraba las tazas, sólo recordaba las curvas del cuerpo de Paula la noche que se conocieron en la taberna.

—Esta es mía —dijo él tomando a ciegas la taza y bebiendo de un sorbo el contenido. Dejó caer la cigarrera entonces, tomó la taza de Paula y dejó caer también las tazas al suelo.

Paula se quedó con la boca abierta cuando oyó las tazas golpear el suelo. Pedro cubrió el paso que los separaba y la besó. La tomó en sus brazos y dejó de luchar contra la atracción que lo tenía totalmente frustrado. Estaba caliente como un animal en celo desde que se diera cuenta de las consecuencias que podía tener dejarse seducir por el encanto de la extraña que había llegado buscando su ayuda. De momento, dejaría que guardara sus secretos y se sentiría satisfecho con su cuerpo.

Cuando notó los brazos de Pedro alrededor, Paula supo que eso era lo que había estado necesitando. No había imaginado que pudiera ser tan fiero, tan excitante. Su boca, sus labios, su lengua sabían a brandy, que ella lamía con fruición hasta estar colmada de sensaciones y dispuesta a bajar la guardia.

Continuaron besándose. Ella no quería que terminase nunca. Rodeó con sus brazos la espalda de Pedro con ansia. Lo abrazó con fuerza y sintió la erección de Pedro presionando contra su estómago. ¿Qué importaba que sólo lo conociera desde hacía unos días? La amabilidad sincera que había visto en él le daba la seguridad de que, incluso en un momento como aquél, Pedro cuidaría de ella.

Muerta de deseo, levantó una pierna y le rodeó la cintura mientras le sacaba del pantalón las dos camisetas. Necesitaba sentir el contacto con su piel.

Por debajo de la ropa, deslizó las manos por la ancha espalda hasta que Pedro empezó a gemir de auténtico deleite. Paula suspiró al oírlo.

—Tienes una piel muy suave y cálida.


Una Pasión Prohibida: Capítulo 29

Por sorprendente que fuera, Paula durmió toda la noche de un tirón. Sin embargo, cuando abrió los ojos, le bastó una mirada a Pedro para saber que no irían muy lejos. Aún estaba durmiendo. No tenía sentido despertarlo. No lo había oído irse a la cama pero probablemente había sido más tarde de lo que había dicho. Aquel hombre sólo dormía unas pocas horas al día.

El día se alargó interminablemente. Estaban solos, día y noche en aquella caja de zapatos, sin poder salir ni hacer nada. Cerró los ojos y trató de no pensar y volver a quedarse dormida. Pero no.

No tenía control alguno sobre su mente o su cuerpo. Tenía la sensación de que si no cometía asesinato primero, se lanzaría sobre Pedro.

—¿Otra taza de té?

Pedro se giró rápidamente y se chocó con Paula. Aunque era un espacio pequeño, Paula siempre se las arreglaba para acercarse a él sigilosamente.

—Esta vez no —dijo él. Una cerveza le apetecía más, o un trago de whisky malo, cualquier cosa que lo ayudara a calmar los nervios.

Paula  lo había recogido todo, había barrido la chimenea y había preparado té. Pedro metió las manos en los bolsillos de su mochila y encontró una vieja novela de misterio con los bordes doblados de estar en la mochila.

Se tiró entonces en la cama, un brazo debajo de la cabeza y el libro en la otra. Ya lo había leído tres veces, pero era lo único que se le ocurría. Si lograba perderse en él, se olvidaría de momento de Paula.

Por su parte, Paula encontró una navaja multiusos con set de manicura incluido. Se sentó en el borde de la cama y se puso a cortarse las uñas comparando continuamente las de una mano y la otra para ver que estaban igualadas.

Ninguno de los dos había pensado en llevar unas cartas y hacía dos horas que se les habían terminado los temas de conversación. Volvió a mirar el reloj. Demasiado pronto para preparar la cena. ¿Un aperitivo quizá?

Dejó la navaja y se puso en pie. Al momento Pedro la siguió.

—¿Qué? —dijo él mirando a su alrededor—. ¿Qué te pasa?

—¡Me has asustado! —dijo ella lanzando un grito de sorpresa.

—No, tú me has asustado a mí —dijo él tomándola por los hombros—. Pensé que te habías hecho un corte en una uña o algo —y mientras lo decía deslizó las manos por sus brazos y le tomó las manos para examinar sus uñas—. Bonitas, pero aquí no tiene sentido.

Paula  podía sentir el calor que irradiaba su pecho. Podía olerlo y para ella era como un afrodisíaco. Los párpados le pesaban y el corazón le latía muy deprisa pero resistió la tentación de alargar las manos para tocarlo.

—Iba a comer algo. ¿Te apetece?

Pedro tenía las pupilas muy dilatadas. Estaba tan excitado como ella. Paula notó las manos de Pedro en sus muñecas. El pulso se le aceleró, tragó con dificultad esperando lo inminente.

—No deberíamos hacer esto —continuó.

El pulso también acelerado de Pedro ensordecía el razonamiento de Paula. No tenía por qué estar de acuerdo aunque ella tuviera razón. El rugido del viento fuera del refugio se tradujo en su mente en un comentario lleno de amargo sarcasmo cuando, finalmente, le soltó las muñecas como un lobo que pierde su presa.

—Cariño, si estuviéramos haciendo algo, no te dejaría ir como voy a hacer ahora.

Y diciéndolo, le dió la espalda y se alejó, todo lo lejos que pudo. Se metió las manos en los bolsillos y trató de calmarse, algo estúpido porque su erección no atendía a razones.

En el suelo estaban sus botas y dentro de una el teléfono por satélite. Le serviría de excusa para hacer algo y dejar de pensar en Paula.

—Creo que pediré de nuevo el informe meteorológico para saber cuánto tiempo más va a durar esto.

Lo que no dijo fue a que se refería con «esto». El tiempo cambiaría, como siempre pasaba, pero la necesidad de hacerle el amor a Paula no parecía ceder.

Paula sentía que el hormigueo bajo su piel empeoraba por momentos y se alegró de poder mantenerse ocupada haciendo la cena. Pedro ya había encendido la lámpara y la había colgado de un clavo en el techo.

Su resistencia estaba flaqueando. Había comenzado a preguntarse qué estarían haciendo en ese momento si no hubiera frenado los avances de Pedro antes. ¿Tal vez estaría tumbada entre sus brazos totalmente satisfecha?

Satisfecha. ¿Cuándo había experimentado ella algo así con Facundo? Desde luego el francés nunca ocuparía un lugar de honor en la lista de amantes legendarios. Sus habilidades eran más intelectuales que físicas y, además, a él le interesaba más su dinero que su cuerpo. De hecho, cuando el atractivo Facundo la invitó a cenar por primera vez, Paula tuvo la desagradable sensación de que tal vez sus intenciones fueran descubrir los secretos de la agencia.

Pero Facundo sólo estaba interesado en hablar de Facundo. El caso era, ¿iba a dejar que su relación con aquel hombre afectara cualquier futura relación? Eso sería darle más relevancia de la que merecía.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 28

Paula pensaba en un millar de cosas. Tema que lavarse el pelo, olía tan sexy como un yak y no llevaba ni un poco de maquillaje para disimular las imperfecciones. Si Pedro la deseaba, tendría que conformarse. Y lo hizo. Movió ligeramente el pulgar y le acarició con él los labios como si fueran de raso. La calidez de su aliento sobre su cara hizo que cerrara los ojos, que le parecían repentinamente pesados. Pedro ladeó la cabeza y se acercó. Paula no pudo soportarlo y, en el último minuto, se humedeció los labios antes de encontrarse con los de él.

El abrazo se tensó y los cuerpos se unieron aún más. Paula contuvo el aliento. Si no la besaba pronto, se desmayaría como una heroína victoriana.

Y ocurrió.

Suave al principio pero duro y apasionado después, el más apasionado que recordaba. Una necesidad que había estado intentando negarse.

Y se terminó. Tan bruscamente como había empezado.

Pedro la liberó de su abrazo. Aquello no le había ocurrido nunca antes. Puso la mano en el pecho de Pedro como si lo necesitara para recuperar el equilibrio. Este tomó la pequeña mano y se la llevó a los labios. El beso que depositó en su palma fue corto pero de gran intensidad y dulzura. Y después, se llevó la mano a la mejilla y se restregó con ella.

—Gracias. Era una necesidad que me estaba volviendo loco.

Pero no dijo qué necesidad era ésa aunque apostaría todo a que no era la necesidad de mirar entre su barba.

Se acercaron a la cocina de keroseno.

—Parece que la cena está lista. Lo has hecho muy bien mientras yo me comportaba como el hombre de la casa.

De nuevo, había un doble sentido en sus palabras aunque el lenguaje corporal no podía engañar a nadie. Se acuclilló, apagó la cocina y pinchó con un tenedor cada una de las bolsitas de comida.

—Huele bien. Supongo que después de esta semana, has demostrado que eres algo más que una cara bonita.

Paula no tenía un espejo a mano pero sabía que, en aquellas circunstancias, alguien tenía que estar muy loco para describirla como una «cara bonita». Pedro tenía que estar ciego para no ver que no era más que una mujer bastante larguirucha que necesitaba un corte de pelo y una limpieza de cutis. Ciego, sí, pero ¿qué lo llevaba a hablar así? ¿Sería simplemente la pasión o habría algo más? Y lo que era más importante, ¿quería ella saberlo? Después de todo, las circunstancias los habían unido, pero Pedro seguía siendo un extraño.

El viento se estaba haciendo más violento fuera y encontró pequeñas rendijas invisibles al ojo humano por las que colarse en el refugio. Aunque la cena lo había reconfortado, el aire que le daba en la cara era helador.

Había esperado todo lo posible para encender el fuego. Tenían una cantidad de leña limitada pero les costaría menos dormirse si habían entrado en calor antes de meterse en los sacos.

Las pequeñas astillas ardieron las primeras, chisporroteando y silbando. Cuando las primeras ramas empezaron a arder, comenzó a poner más. Pedro escuchaba el ruido que hacían los pantalones de nylon de Paula acercándose. Vio que llevaba una taza en la mano y se la ofreció.

—Gracias —dijo Pedro aceptándola. Al girarse, comprobó que Paula se calentaba las manos con otra y se encogía de hombros.

—Siento no poder ofrecerte azúcar o leche, ni siquiera en polvo.

—Está bien. El té está caliente y es líquido. Eso es lo importante —vió que Paula temblaba mientras miraba al interior de la chimenea—. Todavía no calienta, pero cuando las piedras se calienten se estará muy bien aquí dentro —añadió.

—Lo que daría por tener un sillón para sentarme delante del fuego —dijo Paula—. De repente, tengo un deseo irrefrenable de contar con elementos de comodidad. Sé que te debo de estar pareciendo desagradecida cuando fui yo la que insistió en venir aquí, pera mis huesos desean caer sobre algo blandito.

—Choque cultural: de hotel de cinco estrellas a refugio de primera necesidad de un salto —dijo él.

—Nunca dije que fuera fácil. Duro sí, fácil no, pero me alegra oír que he pasado todas tus pruebas —dijo Paula.

Pedro se había equivocado. Repetir el beso no había sido la respuesta.

—¿Por qué no te metes en el saco? —sugirió—. Tómate el té dentro. Las camas son lo más cómodo que hay en este sitio y no te vendrá mal acostarte más pronto un día después de una dura semana de aclimatación.

Se quedó mirando las llamas; al menos era más seguro eso que mirar a Paula y sus labios jugosos. Todavía tenía el sabor en la memoria.

—Creo que yo haré lo mismo —continuó Pedro—. Y si ocurre lo peor y no podemos salir mañana de aquí, al menos tendremos combustible de reserva.

—Buena idea. Estoy bastante cansada.

Pedro escuchó a Paula metiéndose en el saco. «¡Ni se te ocurra, Alfonso!».

Se mantuvo donde podía ver el fuego, no tanto por comprobar su estado como por evitar la tentación. Aquél iba a ser un mes muy largo.

viernes, 29 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 27

Paula  sonrió. Siempre bromeaba con él sobre la manera en que se comportaba, como el jefe del clan con sus sherpas.

—Hay una pila de leña en la parte trasera —añadió—. No quería tocarla pero la situación se podría denominar como emergencia —dijo poniéndose los guantes y ajustándose la capucha—. Cierra cuando salga. Llamaré con la punta de la bota cuando vuelva aunque puede que tenga que hacer varios viajes —dijo con la mano en el pomo, pero antes de salir aún bromeó—: Y mientras yo salgo a cazar ¿por qué no haces las labores de la casa y vas preparando la cena?

Paula  levantó la barbilla pero al segundo Pedro estaba fuera y el viento ensordecía cualquier comentario sarcástico.

A solas, decidió empezar por encender la cocina de keroseno. Si los sherpas podían hacerlo fuera con viento ella podría hacerlo dentro del refugio. Se concentró en hacer lo que había visto muchas veces. Podía traducir otros cuatro idiomas además del francés, algo que requería técnica y velocidad, pero hasta el momento, el centro no le había pedido nada más. Trató de quitarse de encima la sensación de descontento que la perseguía. Probablemente nunca revolucionara la red de espionaje como otros compañeros habían hecho. ¿Acaso lo había esperado alguna vez? Pidió a Dios para que la protegiera por haberse lanzado a la aventura de recuperar el cuerpo de Delfina sin pensárselo dos veces, como una manera de demostrar a todos su valía.

Se preguntó cómo podía ser a veces tan ingenua. Juan Hernández, su jefe, le había dicho que nunca se le pediría que interviniera en una operación secreta. Su dinero, y si no su rostro, la hacían demasiado memorable.

También se preguntó si ella era el tipo de persona motivada por nada más que la gloria personal. Pero se sacudió cualquier traza de egoísmo que pudiera quedar en su subconsciente. El simple hecho de estar en aquellas montañas, donde todo su dinero no servía de nada, la había hecho cambiar.

Sin embargo, tenía que ponerse en contacto de alguna forma con la agencia o mandarían a alguien en su busca.

Cuando Pedro golpeó la puerta, ya tenía agua hirviendo en el cazo y dos paquetes de comida congelada calentándose para la cena.

Paula  corrió a abrir y retrocedió rápidamente para dejarlo entrar. Las ramas quedaron apiladas en el suelo y, a juzgar por el tamaño de la pila, se preguntó si Pedro sabría algo del tiempo que ella no sabía.

—Supongo que esto bastará. He perdido por el camino tantas ramas como ves aquí. El viento las arrastraba. Creo que podemos dar gracias de no estar en una tienda en el Ama Dablam.

Paula  había estado tan absolutamente perdida en sus pensamientos que no había oído el ruido hasta que trató de reconocer la voz de Pedro entre los aullidos del viento.

—¿Resistirá el tejado? —preguntó mirando el techo. Si caía sobre ellos, ya podría dejar de preocuparse; más aún, si le ocurría algo malo, su primo Pablo se haría con todo. Tenía que haber contado lo de la carta en la agencia antes de lanzarse a una aventura tan descerebrada.

—No te preocupes por el tejado hasta que veas que sale volando. Entonces habrá que buscar refugio.

Paula se quedó con la boca abierta. Podían morir y él parecía no estar preocupado. Pedro hacía cosas mientras hablaba. Se había quitado el anorak, el gorro y las gafas. Y entonces la miró.

—Sólo era una broma. Este edificio ha resistido a muchas ventiscas como ésta y aún parece que resistirá. Tenemos que ser conscientes del peligro pero no sobre dimensionarlo —continuó Pedro poniéndole el brazo sobre los hombros—. Lo siento mucho si te he asustado. Siempre pareces tan fuerte que olvido concederte la parte vulnerable que hay en toda mujer.

—No ha sido culpa tuya. Supongo que la muerte de Delfina me ha hecho ser consciente de que todos podemos estar aquí en un momento y muertos al siguiente. Arriba, en el glaciar, me he dado cuenta de lo insignificante que soy —«y de lo descuidada que he sido al venir sin decirle nada a nadie». Tendría que llamar a José McBride, Mac, en cuanto pudiera.

De pie junto a Pedro se dió cuenta de que tenía el jersey cubierto de astillas de leña. Se ocuparía de ellas.

—Levanta la barbilla, Pedro. Te quitaré las astillas antes de que te las claves.

Casi había terminado de quitárselas cuando se acordó de la cena.

—Ya termino. A tiempo para la cena. No sé muy bien lo que hay en cada bolsa pero podemos compartirlo si uno es mejor que el otro.

—Me parece bien —dijo él bajando la vista.

Paula se percató del brillo que había en la profundidad oscura de sus ojos, así como de los sutiles matices de la conversación. Por no mencionar las advertencias.

—Echa la cabeza hacia atrás. Sólo queda un par —ordenó ella.

—Creo que se me han debido de meter en la barba también. ¿Te importa mirar?

Paula  tiró a la chimenea apagada las astillas que le iba quitando, consciente de que estaba bromeando pero pensando si aceptar la invitación.

Su barba era más suave de lo que había imaginado. Mientras le pasaba los dedos sonrió al escuchar el gemido de placer que le arrancaba, como el ronroneo de un tigre.

Los estremecimientos que ella misma estaba sintiendo en su interior provenían del fondo de su laringe, y sus pezones se irguieron. Cuando Pedro deslizó la palma de su mano detrás de su nuca, Paula sintió como si se quedara sin aire. Pedro tenía unas manos grandes y no le costó llegar con el pulgar para levantarle la barbilla.

Sus ojos soltaban chispas y Paula no pudo evitar ponerse de puntillas. Pedro le rodeó la cintura con la mano libre y la acercó tanto a su cuerpo que ni siquiera el viento podría pasar entre ambos.

Paula  abrió la boca desesperada por llevar oxígeno a sus hambrientos pulmones. El viento le había resecado los labios pero resistió el impulso de humedecérselos. Si Pedro iba a besarla, sería por propio deseo, sin instigación por parte de ella.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 26

—Bueno, parece que estamos solos —dijo Pedro abriendo la puerta con el hombro—. ¿Qué tal tus habilidades culinarias?

—Inexistentes.

—Entonces, tendré que preparar algo yo mismo.

El ambiente estaba muy tranquilo si no se tenía en cuento el virulento aullido del viento fuera del refugio. No se oían voces ni ruido de utensilios de cocina. Pedro miró el reloj.

—Me pregunto hasta dónde habrá llegado nuestro equipo.

Se suponía que Rei y Angel  Nuwa, su primo, tenían que alcanzar a los otros en el trekking hasta el campamento base, donde todo estaría preparado antes de que ellos llegaran. Deseó poder tenerlos allí con ellos.

Pero luego trató de animarse. Sólo sería una noche… una larga noche.

Cuando abrió, el viento empujó la puerta y, después de cederse el paso uno al otro, ambos entraron riéndose y golpeándose con los lados de la puerta en su prisa por escapar a las dentelladas del viento.

Pedro se quitó la mochila y cerró la puerta no sin esfuerzo. El viento estaba haciéndose más fuerte y se alegraba de que hubiera dos maderos para atrancar la puerta. Aun así, el viento la golpeaba haciéndola temblar.

La luz era mínima. Al contrario que días antes, a aquella hora el cielo estaba oscuro. Paula se estaba riendo. Pedro escuchó cómo su mochila golpeaba el suelo y cómo se bajaba la cremallera de su anorak. Trató de ignorar el ingrediente sexual que implicaba el estar desnudándose a oscuras y se concentró en lo negativo que podría ser si se tropezaban con todos los trastos desparramados por la habitación. En el Everest, los efectos de una herida aumentaban. La falta de oxígeno hacía que el cuerpo tuviera que esforzarse al límite y costaba más que las heridas curasen. Una cosa más que añadir a la lista de imprevistos contra los que luchar.

—Creo que hace demasiado frío para quitarme la chaqueta —dijo Paula.

—Sí, la temperatura está bajando pero pronto entraremos en calor aquí dentro. Por cierto, ¿recuerdas dónde está tu frontal? Creo que necesito ver algo.

—Espera. Lo envolví en una camiseta en la parte superior de la mochila.

—¿Lo puedes sacar? —preguntó Pedro—. Comprueba que nos queda de comida. Me pareció ver un bulto de algo entre las camas cuando entramos —dijo Pedro mientras se quitaba los guantes y buscaba en los bolsillos una caja de cerillas y la lámpara que habían utilizado en la tienda. Que Paula encontrara antes su frontal y lo iluminara con él facilitó mucho las cosas.

—Nos han dejado la cocina de keroseno, una botella de combustible, no mucho, aunque no creo que la vayamos a necesitar porque la mayoría de la comida que nos han dejado son cosas secas. Hay barritas de proteínas y otras cosas. También hay agua, platos y un cazo —dijo Paula levantando la cabeza e iluminándolo con el frontal—. Tengo aquí mi taza y unas bolsitas de té en el bolsillo.

—¿Algo más? ¿Alguna otra barrita de proteínas y demás dulces que no te hayas comido? Pregunto porque no estoy muy seguro de que el viento vaya a ceder esta noche. Intentaré conseguir información meteorológica por el teléfono pero puede que la tormenta haya causado problemas en la comunicación. Me preocupa que ahora empiece el mal tiempo y tendremos que racionar los alimentos.

En ese momento, prendió una cerilla y encendió la lámpara. Al momento, ambos podían verse la cara. A pesar de la dura jornada, Paula seguía estando muy sexy.

—Me quedan todavía dos cartuchos de gas. ¿Tienes alguno tú?

—Sé que me queda uno que está a medias y creo que tengo otro más.

Pedro cruzó la habitación. Los últimos metros hasta llegar al refugio no habían sido un paseo precisamente. Se había tenido que parar dos veces para ajustar la capucha de Paula y él había tenido que ajustarse más el gorro de lana hasta las gafas a falta de un pasamontañas, que habría sido mejor si no hubieran estado al fondo de las mochilas.

—Enséñame la cara. ¿Te escuece?

Paula  tenía unos rosetones de vivo color rojo en las mejillas allí donde las gafas terminaban. Pedro las frotó con el dorso de los nudillos.

—Compruebo si te has quemado.

Los labios de Paula estaban muy cerca de los suyos. Pedro se retiró aunque aquella caricia natural había provocado una explosión en su entrepierna. La testosterona negada durante tanto tiempo estaba llegando a cotas muy altas. Tenía que retroceder.

—¿Qué tal los dedos? ¿Sientes que se te duermen?

—Estoy bien, de verdad. Te lo diría si me pasara algo.

¿Seguro? Tenía un aspecto radiante y no parecía que fuera a decirle nada. Paula tenía secretos y no todos tenían que ver con su trabajo. A veces empezaba a decir algo, sobre Delfina o su padre, y se detenía en seco fingiendo haber olvidado lo que iba a decir. Pedro había empezado a pensar que se trataba de algo misterioso que sólo ella y su hermana sabían y que no pensaba confiárselo.

Con todas las historias de niños maltratados estaba empezando a sospechar aunque no había llegado a ninguna conclusión. No había sufrimiento en sus ojos grises cuando se cerraba a él, sino fiera determinación, la misma que había visto brillar en ellos a cada paso por la montaña que Pedro ponía a prueba. Por mucho que intentaran seguir siendo unos extraños, lo cierto era que si no fuera por el freno que se auto imponía ya serían amantes.

Era hora, sin embargo, de ganarse la confianza de Paula. El tiempo pasaba y entre ellos no había esa comodidad y relajación que solía darse con los clientes en ese punto del viaje. Tener que permanecer en el refugio no haría sino aumentar la sensación de incomodidad.

—Será mejor que salga a cazar antes de que el tiempo empeore.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 25

Contempló el paisaje que se extendía ante sus ojos y no pudo evitar empezar a reír a carcajadas. La falta de oxígeno tenía que ser la causa de semejantes delirios de grandeza. Todavía estaba riéndose cuando Pedro llegó junto a ella.

—¿Qué ocurre?

—Nada que se pueda explicar. Digamos que me acabo de dar cuenta de que me estaba tomando demasiado en serio. Si algo te enseña subir a una montaña es lo pequeño que eres en el mundo —dijo haciendo un arco con la mano—. Mira eso. ¿Hemos visto algo tan bonito en los monasterios por los que hemos pasado de camino a Syalkyo? Este lugar te hace creer en Dios.

—¿Quieres decir que no creías antes?

La sonrisa de Pedro no era condescendiente. Mostraba comprensión y otra cosa que la conmocionó por dentro. Ya estaba enrollando la escala que habrían de usar en el siguiente paso. Pedro tenía una manera de hacer las cosas que parecía como si todo fuera fácil, pero Paula  reconocía el tono de confianza en uno mismo que da la experiencia.

—Antes creía, pero en una manera general. En lo alto de estas montañas es como si pudieras contemplar la mano de Dios. Esa es la diferencia.

—Bienvenida al club. Aunque debo decirte que los sherpas consideran al Everest una diosa, la Madre.

Paula  no tenía que responder. Su sonrisa lo decía todo.

Pedro iba preparando mientras tanto las cuerdas para el siguiente paso y cuando hubo terminado la miró con una gran sonrisa.

—¿Estás preparada, osito?

Sus dientes de un blanco cegador resaltaban más aún sobre la barba oscura que iba poblando su rostro. Estaba segura de que, bajo las gafas de nieve, sus ojos relucían de alegría… y de algo más. Puede que no tuvieran sexo pero la atracción de la que Pedro habló el primer día no había desaparecido. Estaba tan presente entre ellos como la cuerda que Pedro iba tendiendo y que los mantenía unidos.

Pedro miró hacia atrás. Unas delgadas nubes se estaban agrupando sobre el glaciar. El viento le golpeó la cara haciéndole más difícil respirar.

Se cambió el piolet de mano y disminuyó la velocidad para esperar a Paula.

—Tenemos que terminar el tramo. ¿Vas bien?

—No me duele nada. Marca el paso y yo lo seguiré.

Estaba a apenas novecientos metros del refugio y habían dejado la cascada de hielo atrás. La superficie que tenían bajo los pies era básicamente hielo y rocas, una superficie dura que podía infligir mucho daño antes de llegar al refugio, sin contar con el viento que estaba empezando a alcanzar los cuarenta y cinco o cincuenta nudos y cuya fuerza iba en aumento.

—Mira hacia atrás —le dijo al tiempo que hacía que se girara para que contemplara el tramo recorrido.

Paula se giró y al hacerlo su mochila dio contra el pecho de él y su cabeza quedó a la altura de sus hombros.

—¿Ves esas nubes que se arraciman sobre la cumbre? —continuó Pedro—. Buena parte de la masa blanca que ves es polvo de nieve que el viento araña de la superficie del glaciar. Es mejor no estar a la intemperie cuando el viento azota de esa manera. Es una suerte que nos hayamos dejado puesta la parka en vez de habernos cambiado.

—Querrás decir que es una suerte que hiciera tanto frío esta mañana que no nos hayamos quitado la ropa con la que dormimos anoche —dijo ella poniéndose la mano en boca a modo de altavoz.

—Sí, eso también —dijo él sujetándola por un brazo para protegerla de un violento golpe de viento. Era lo más cerca que había estado de ella, voluntariamente, desde el beso. Tal vez debiera besarla de nuevo para restarle importancia al hecho de haber ocurrido una vez.

Paula se apretó contra él al tiempo que se ponía las manos en la boca para hacerse oír.

—¿A qué estás esperando? Salgamos de aquí.

Cuando por fin llegaron al refugio, todo alrededor estaba desierto. No quedaba resto de tiendas y demás parafernalia de los sherpas. Ni un papel ensuciaba el suelo. Debería alegrarse de que los hombres que había contratado esta vez sabían cuál era su opinión de la conservación del medio, si no fuera porque un terrible pensamiento ensombrecía su mente. ¿Cómo iba a soportar una noche más sin tocarla, sin repetir aquel beso?

—Nunca pensé que me alegraría de ver este refugio.

—Veo que unos días en la montaña han bastado para reducir los estándares a los que estás acostumbrada.

La noche anterior la habían pasado en una tienda en lo alto del glaciar. Una nueva experiencia a la que Paula tendría que acostumbrarse.

Cuando terminaron el descenso del Ama Dablam, Pedro había aceptado a regañadientes que tendría que cumplir su promesa de llevarla a la cumbre del Everest. Lo que significaba, desafortunadamente para él, un mes más cerca de ella sin poder tocarla. En la emoción del momento, Paula le había echado los brazos al cuello pero él los había apartado rápidamente y tenía la sensación de que aquel movimiento deliberado de negar acercamiento físico era la razón por la que ahora se estuviera devanando los sesos recordando el beso.

Y no sólo eso. Tenía la impresión también de que Paula era mucho más que una mujer rica que disfrutaba del prestigio y los mimos de trabajar en la embajada y, que la confianza en sí misma que poseía y que él había considerado autoritarismo no se debía sólo a que fuera rica sino a que se había hecho valer siempre en la vida.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 24

—Créeme, osito Teddy, una barba es lo último que me gustaría ver en una mujer. Será mejor que te tapes con un pañuelo.

—No me llames así. No me gusta la condescendencia —dijo ella dándole una patada en la rodilla haciendo que se tuviera que apoyar sobre los talones.

—Mira lo que he hecho. Ahora hay linimento por todo el suelo. ¿Qué te parece si te llamo sólo osito?

Pedro se puso de pie y limpió el líquido con la punta de sus botas.

—El olor no es tan desagradable —dijo poniendo un poco en la palma de nuevo—. Estará frío al principio por el alcohol. No saltes cuando lo notes.

—¿Así estoy bien? —dijo Paula inclinándose hacia atrás y apoyándose con las manos en la cama.

—Si estás cómoda… Tal vez estés mejor tumbada —dijo él aunque no era lo más apropiado. Nada más decirlo, vio cómo la sonrisa se le borraba del rostro y retiraba el pie con cuidado—. Escucha, olvida el beso. Fue por la emoción del momento. Nunca ocurrió. No pienso abalanzarme sobre ti.

Diciendo esto, comenzó a extender el linimento por el pie con la esperanza de haberla convencido, ya que con él no había funcionado.

—No te preocupes. Al principio está frío pero luego tiene un efecto de calor sobre la piel —añadió cuando Paula dejó escapar un escalofrío involuntario—. Es un crimen tratar de endurecer la piel de tus pies.

Esta vez, Paula no se lo discutió, se limitó a producir un perezoso murmullo como si en realidad no le hubiera estado prestando atención. Cuando comenzó con el otro pie, parecía totalmente dormida. Pedro quería pensar que era por sus cuidados, pero la pobre se había esforzado mucho todo el día y merecía la pequeña siesta.

Los esperaba un largo día y había dado órdenes a algunos sherpas para que se adelantaran con las escalas de aluminio. En el Everest, la mayoría de las grietas que tendrían que cruzar tendrían un puente preparado. En eso había gastado los sesenta y cinco mil dólares al principio de la temporada.

Les había dicho que buscaran una grieta que no fuera muy ancha. No quería que Paula se asustara antes de haber ganado confianza, pero el lugar en el que los cuerpos se encontraban estaba fuera del camino marcado en la pared del Lhotse hacia South Col, y después estaba el paso Hillary hacia la cumbre.

Cuando salieran del glaciar West Cwm, estarían solos. Igual que la última vez.

—¿En qué piensas?

—Pensaba que te habías quedado dormida pero si quieres saberlo, le estaba dando las gracias a Dios de que tengas la misma ambición que Fernando. Pretendía subir por la ruta que la expedición americana abrió en 1963. Conquistaron el Everest por la vía más difícil de la Arista Oeste.

—¿Tan mal lo he hecho?

¿Qué podía decir? ¿Que esperaba que tuviera la mitad de agilidad que su hermana?

—No, pero mañana tendremos que atravesar una grieta en el hielo pisando una estrecha escalera. Si te pareces a tu hermana, no te será difícil. Ella parecía volar sobre las escaleras. Solía decir que todos los años de ballet ayudaban. Si podía guardar el equilibrio sobre la punta de los dedos, ¿cómo no iba a hacerlo con las botas de montaña?

—Era buena. Me encantaba verla en el escenario.

—No puedo comprender cómo perdió el equilibrio y arrastró a Fernando con ella. Era lo último que esperaba que ocurriera.

Y no tenía ningún sentido.

—Cuéntame algo sobre tu trabajo en la embajada —añadió cambiando de tema—. ¿Es interesante?

Paula levantó una ceja y arrugó los labios. Lo miraba casi amenazadoramente. De pronto, la mueca se convirtió en una broma.

—No me preguntes. Así no tendré que mentirte.

Quizá fuera malísima para el ballet pero era una actriz estupenda.

—¿Quieres decir que si me lo contaras tendrías que matarme?

—Exacto —dijo ella apuntándolo con un dedo y riéndose de buena gana—. En realidad, soy una humilde traductora pero me da la excusa para vivir en París y me encanta.

La semana de aclimatación estaba a punto de cumplirse. El día anterior, Pedro y ella había llegado al punto más alto del glaciar, 5.027 metros, donde habían pasado la noche. A esa altura, cualquier actividad consumía mucha energía y sería aún peor cuando dieran la vuelta al glaciar. Agradecía que no tuvieran que subir hasta la Zona de la Muerte. Sólo el nombre ya le hacía sentir escalofríos. Desde luego, la competitividad no estaba muy presente en su forma de ser. Excepto en lo que se refería a los caballos; y, aun en ese caso, el hecho de ganar no había sido la única razón que la había hecho esforzarse. Ella disfrutaba más con la sensación de estar sobre el caballo, un animal musculoso y fuerte.

Su mente viró peligrosamente y, por un segundo, la imagen se centraba en un Pedro totalmente desnudo, poderosamente fuerte y erguido. Se maldijo por excitarse en ese preciso momento. Pedro la estaba asegurando desde arriba y tenía que enfrentarse a un mayor grado de dificultad.

Borró la imagen de su mente. Sus pies tocaron finalmente la repisa. Era más estrecha de lo que parecía desde arriba, poco más de un metro. El ascenso había sido más largo pero más fácil.

—Te toca —dijo haciéndole una señal a Pedro.

Observó cómo descendía. Viéndolo parecía fácil. No se dejaba controlar por el glaciar, sino que usaba sus habilidades y su técnica para controlarlo él. La escalada era su vida. Ésa era otra diferencia entre ellos. Ella disfrutaba con sus pequeños logros pero el dolor que tenía que soportar después oscurecía el esplendor de cada conquista.

¡Conquistas! Su familia materna había seguido los pasos de los conquistadores. Sin embargo, en ella debían de predominar los genes de los Chaves porque su madre había dominado durante un tiempo el circuito de carreras. Alejandra Schulz, la estrella, se convirtió en Alejandra Chaves, segunda esposa, madre y estrella. Paula tenía una colección de vídeos de su madre en las carreras, pero había destruido en el que se veía el accidente. Igual que su padre destruyó al caballo.

Tomar clases de hípica en el colegio no había sido sino otra manera de desafiarlo. Se había mostrado bastante inteligente dejándola marchar. Sabía que limitarle el acceso a los fondos no tendría ningún efecto ya que la mitad de la fortuna de su madre había ido a parar a Paula sin restricciones de ningún tipo.

Pero si algo había heredado de su madre era la fuerza de voluntad. No iba a subir hasta la mitad del Everest para conseguir un trofeo. No, cuando inició la búsqueda, había empezado a sospechar que la Sydney Carton de Historia de dos ciudades de Dickens debería ser una de sus ancestros.

Era evidente que había heredado más cosas de su padre de lo que quería reconocer. Estaba haciendo aquel sacrificio por su negocio, para asegurarse de que no iba a terminar en un escándalo que arrastraría a miles de personas inocentes.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 23

Había dejado que la llevara a la cama y le había abierto su corazón, un corazón que estaba vacío desde que Delfina se marchara para casarse con Fernando dejándola en manos de un padre dictatorial que pensaba que el amor era para las masas.

De ahí que no aceptara el compromiso de su hermana con Fernando. Delfina había intentado convencerla de que realmente estaba enamorada de Fernando pero ella sólo había visto la manipulación de su padre. Sin embargo, había estado ciega a la manipulación de Facundo.

Al menos, se enteró de las intenciones de Facundo  antes de casarse con él, lo cual le evitó tener que pagarle la pensión de la que el hombre esperaba vivir tras el divorcio.

Pero Paula aprendía de sus errores, como Pedro había tenido oportunidad de comprobar. Ahora que Delfina y Fernando muertos, su fortuna se vería incrementada. No había pensado mucho en ello hasta ese momento pero algunas personas la encontrarían por ello mucho más atractiva. Para ella significaba que aumentaban los problemas.

En ese momento Pedro entró dando una patada a la puerta anunciando que la cena estaba lista y llevando un plato en cada mano. Pero además sostenía con el dedo meñique una botella de linimento.

Se movía con cuidado para no clavarse los tenedores que llevaba metidos en la cinturilla del pantalón.

Paula estaba en la cama abrazándose las rodillas y cambió de posición para quedar sentada en el borde.

—Elige un plato —dijo Pedro dándole a continuación los tenedores, y se sentó en la otra cama, frente a ella, el plato sobre las rodillas—. Come ahora que está templado. Esto puede esperar un poco más —dijo refiriéndose al linimento. Se fijó en que Paula lo miraba con suspicacia. A veces, era muy fácil saber lo que estaba pensando.

—No creerás que voy a bebérmelo, ¿verdad?

—Bueno, contiene algo de alcohol pero ¿estamos tan desesperados? —dijo él leyendo la etiqueta con tanta atención como había leído la de la botella de vino en el restaurante—. Los demás componentes harían arder el estómago de cualquiera.

—¿Qué componentes, exactamente? —dijo ella arqueando una ceja.

—No preguntes. No quiero que te siente mal la comida —dijo él yéndose por las ramas.

—¿Y qué es esto? —preguntó tocando con el tenedor una especie de rollo que había dentro del plato—. ¿Algo de lo que me tengas que avisar?

—No es más que arroz, cebollas y verdura. Si encuentras trozos es tofu. Se conserva mejor que la carne. Tienes que aumentar el aporte de proteínas. No pienses en las calorías, piensa en la energía.

Paula  siguió inspeccionando el contenido del plato mientras Pedro pinchaba con su tenedor.

—De hecho, no está tan malo. Aprovéchalo ahora que puedes. No tiene comparación con la comida seca que acabaremos comiendo si es que llegas arriba.

Paula tomó una cucharada y tragó, y después otra. Cuando levantó la vista y vió que Pedro la estaba mirando, asintió.

—He comido cosas peores. Aunque no puedo recordar dónde.

—¿Alguna vez has ido a algún sitio que no fuera de lujo? —preguntó Pedro, aunque esta vez era mera curiosidad.

Paula levantó las comisuras de los labios. En el fondo de sus ojos grises también relucía una sonrisa.

—¿Cuenta la limpieza del establo de mi caballo? Sé utilizar la horquilla del heno tan bien como tú el piolet.

Pedro no la creyó ni por un momento. ¿Por qué haría algo así cuando lo más probable era que el establo fuera suyo? Por una parte, deseaba no haber mencionado nunca lo de la atracción pero creía que lo importante era la sinceridad con sus clientes, y lo cierto era que la tensión sexual entre ellos estaba provocando en él un cortocircuito. El beso nunca debería haber ocurrido pero nunca antes había sucumbido a la tentación como con Paula.

A continuación, tomó la botella de linimento y se puso un poco en la palma de la mano. Aquello iba a ser terriblemente doloroso.

—Muy bien. Manos a la obra.

—Lo puedo hacer yo sola.

—No tiene sentido que los dos terminemos con este horrible olor en las manos —dijo él mientras la luz de la lámpara de queroseno levantaba sombras que se movían como murciélagos por las paredes. Una visión fantasmagórica de cómo la abstinencia lo estaba haciendo sentirse. Nada comparado con lo que habría de venir.

Él no estaba obsesionado con el sexo pero tenía momentos. ¿Qué hombre de su edad no los tendría? Había sido fácil pasar sin ello cuando no había ninguna mujer en muchos kilómetros a la redonda. No le había exigido ningún sacrificio.

Pero a Paula la deseaba. Mucho.

Y dolía. No se refería sólo a dolor físico porque estuviera excitado la mayor parte del tiempo, sino dolor porque era la primera mujer que parecía hecha a su medida. La primera que le llegaba por encima del hombro y cuyo cuerpo parecía diseñado para poder soportar su peso.

—Alégrate de no tener que usarlo como bálsamo de afeitado —dijo ladeando la cabeza y mirándolo—. Los hombres tenéis suerte de poder dejar que os crezca la barba.

El comentario le arrancó una sonora carcajada que resonó entre las cuatro paredes.

—Por la calidez —explicó ella tratando de suavizar el comentario.

miércoles, 27 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 22

—Lo último que esperaba de Paula Chaves era que fuera vergonzosa. Vamos, osito Teddy, puedes permitírtelo cuando estás en un trekking en el que sólo estamos los dos.

—¿Cómo me has llamado?

—Te he llamado osito Teddy. ¿Nadie te llamaba así en el colegio? —se detuvo y sonrió con aire travieso. Era algo que Paula no le había visto hacer a menudo—. Gruñes tan bien… y siempre te he provocado para morder —añadió.

—¡Ahora sí que me dan ganas de morderte!

El silencio cayó sobre ellos. Los ojos de Pedro la recorrieron de arriba abajo plenos de pasión, una sensación sorprendente que la hizo sentirse muy femenina y debilitada por dentro. Hasta que Pedro rompió la pompa.

—Será mejor que los lave antes de que se enfríe el agua. No es que se tarde demasiado en calentarla pero no podemos derrochar el combustible y eso sí cuesta mucho subirlo hasta aquí.

Consciente de que no tenía más opción, Paula se dobló y se quitó los calcetines de lana agradeciendo habérselos cambiado en un momento de descanso. No había llevado más que cuatro pares y cada noche colgaba los que se quitaba para que les diera el aire fresco. No se podían lavar.

—Los dos. Hay espacio para remojar los dos pies a la vez.

Paula  se preguntó si Pedro se habría dado cuenta del tamaño de sus pies pero obedeció de mala gana. No estaba tan caliente como creía. Sintió el calor reconfortante en las plantas doloridas y dejó escapar un suspiro como si estuviera degustando una trufa de chocolate belga. Su favorito.

Pedro la miró sin distraerse de la tarea.

—¿Qué tal?

—Maravilloso —dijo cerrando los ojos y dejándose llevar por la placentera sensación—. Me encanta que me mimen —pero abrió los ojos al notar que le caía agua sobre el puente de ambos pies de manos de Pedro. El agua y el roce con las manos de Pedro lanzó mariposas en su estómago, como si la hubiera tocado en un punto mucho más sensible de su cuerpo. Tuvo que apretar con fuerza las rodillas y los muslos tratando de acallar el deseo que se había despertado en ella. Su excitación iba en aumento.

Movió los pies dentro del agua. Era lo único que se atrevía a mover. Era humillante. No podía dejar que Pedro viera la forma en que sus acciones la estaban afectando.

—Vale. Ahora dame uno —dijo dándole unos golpecitos en un pie.

Sorprendida, obedeció y dejó el pie en sus manos.

—¿Qué vas a hacer?

—Examinar que no estén magullados ni haya ampollas. Mañana nos espera un día más duro. Todo cuidado es poco —dijo al tiempo que pasaba la palma por la planta del pie y le rodeaba el talón para masajear a continuación los hoyuelos que se formaban a ambos lados del tendón de Aquiles. Paula no pudo evitar un escalofrío.

—Tengo los pies muy sensibles —dijo Paula. Por decirlo ligeramente. Siempre había tenido cosquillas y ahora acababa de descubrir la excitación que le causaba el contacto con las manos de Pedro mientras le masajeaba los dedos. No quería que parase nunca.

—Te hace cosquillas porque hay muchas terminaciones nerviosas, igual que en los dedos de las manos. Probablemente tenga que ver con cuando éramos monos que nos columpiábamos de las ramas —sonrió Pedro relajado. Si no fuera por la barba, se diría que tenía un aspecto juvenil—. Tú Jane, yo Tarzán.

—Me temo que te equivocas de continente. Y creo recordar que era una zona llena de árboles.

—Aguafiestas —dijo él apoyando el talón de Paula sobre su rodilla—. Sólo quería caldear el ambiente.

¿Caldear? Ella se sentía al rojo. Se inclinó hacia atrás apoyando las manos en la cama y miró hacia el techo mientras Pedro se ocupaba del otro pie.

Tenía los talones apoyados en los muslos de Pedro que, al estar en cuclillas, dejaban a la vista los desarrollados y fibrosos que estaban. Entonces, se dispuso a secarle los pies con sumo cuidado.

Paula se preguntó si Pedro se daría cuenta de lo que le estaba haciendo o si, por el contrario, estaría mostrándose juguetón a propósito.

—Bien. Sube ahora los pies y ponlos en la cama. Tengo un poco de linimento que les vendrá bien.

Linimento. Recordaba haberlo usado cuando montaba a caballo y el olor no era nada sensual.

—Gracias por cuidar de mí —dijo Paula subiendo los pies y cubriéndolos con el saco para que no se le enfriaran.

—De nada —dijo Pedro incorporándose y estirando los brazos. Al hacerlo, Paula se percató de que no sólo ella se había excitado con el tratamiento. Vió que Pedro siguió su mirada y cómo éste sonreía al tiempo que se rascaba la barba, pero no lo mencionó.

—Si queda algo de agua caliente, podrías afeitarte.

—No merece la pena —dijo él tirando la toalla sobre su saco y tomando la palangana.

Paula se preguntó si le habría hecho pensar que le estaba haciendo proposiciones. Estaba claro que el beso le había gustado pero eso no significaba que estuviera dispuesta a otra cosa. No estaba preparada. No sabía si alguna vez estaría preparada para volver a intimar con un hombre. Facundo, el francés del que creía estar enamorada, le había demostrado que despreocuparse conducía al desastre.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 21

—¿Cómo te sientes, Paula?

—Cansada pero feliz. He comprobado que el escalador que dijo que quería escalar una montaña porque estaba ahí era un idiota. No dijo ni la mitad —dijo señalando con la mano la magnificencia del paisaje—. Sé que esto no es nada comparado con lo que nos depara el Everest, pero es maravilloso. No es sólo llegar, sino echar la vista atrás y ver lo hermoso que es nuestro planeta.

—Dímelo cuando llevemos aquí una semana. Pero lo que es más importante ahora, ¿cómo te van tus nuevas botas? ¿Te han hecho heridas?

—No siento ninguna de momento —dijo ella desfalleciendo ligeramente. Levantó una pierna y se miró la bota cubierta con las polainas—. Mis botas son realmente cómodas.

—Ya pueden serlo por lo que han costado. Lo ideal hubiera sido probarlas un poco antes pero como no hemos tenido tiempo… —se detuvo. No tenía sentido decir lo que era obvio—. El estado de los pies son de vital importancia. Cuando volvamos al albergue te untaré un producto para que se endurezcan y estén preparados para algo más fuerte que caminar por suelos alfombrados con zapatos de tacón de aguja.

La sonrisa de Paula se esfumó al comprender el verdadero sentido del comentario. ¿A quién quería engañar? No era que hubiera hecho una broma a su costa. Estaba defendiéndose.

Pedro se dijo que el beso había sido una estupidez.

Soltar las riendas de la atracción que sentían, también. Dos errores más a sumar al primero que había sido acceder a acompañarla en tan peregrina aventura. Era una principiante, por todos los santos. Era peligroso para ella y sólo Dios sabía lo que sufriría su alma si algo malo le sucediese.

Tenía que admitirlo: había aceptado cuando Paula le dijo que si no era él, contrataría a alguien de Estados Unidos para hacerlo. No podía soportar que otro hombre estuviera a solas en la montaña con ella, tocándola. No era ni más ni menos que unos celos tremendos lo que lo habían llevado a involucrarse en algo tan peligroso.

—Ahora lo único que tenemos que hacer es descender. Esta parte debería resultarte fácil, así que vamos a ver qué tal es tu técnica de rappel de rocródromo de gimnasio —dijo Pedro consciente de estar haciéndolo de nuevo, de estar manifestando las diferencias entre los dos. En condiciones normales, nunca se habrían conocido.

Se hizo a un lado mientras observaba la habilidad con que hacía nudos y utilizaba los mosquetones. Una vez asegurada, colocó el freno para no quemar la cuerda. No había cometido ni un solo error y Pedro no sabía si alegrarse o enfadarse.

—Tú primero. Yo te sigo —se limitó a decir cuando aseguró la cuerda.

—¿No confías en mis nudos? —preguntó ella mirándolo fijamente.

Fue uno de esos momentos en que las gafas de nieve estaban demasiado oscuras. Le hubiera gustado ver los ojos de Paula para saber si estaba bromeando.

—Como todo lo demás en tí, los nudos son perfectos.

Debería haber pensado que Paula no iba a quedarse callada tras un comentario así. Se colocó para bajar por la cuerda y se sujetó con fuerza antes de empezar el descenso.

—¿Y eso te intimida?

Lo intimidaba, sí. Había descubierto las sensaciones que aquella mujer era capaz de provocar en él. Estar con Paula empezaba a hacerle sentir como si estuviera trepando sin cuerda, como si volara sin alas. Maravilloso hasta que se sufría una caída.

Paula  no podía recordar la última vez que se había sentido tan cansada, pero se sentía feliz ahora que estaban de vuelta en el refugio, sabiendo que los sherpas estaban acampados fuera y que iban a comer.

Se apoyó contra la pared pegada a su cama. Estaba contenta por haber cometido sólo un error. Además, había descubierto algo estupendo: le gustaban los besos de Pedro. Recordó el momento en que sus labios se habían encontrado, fríos por el hielo, aunque la calidez de la boca de Pedro distaba mucho de ser fría.

¿Habría disfrutado él besándola? Él había sido quien había dicho que se sentía atraído hacia ella. ¿Y qué había hecho ella aparte de caer en sus brazos para arrancarle semejante exclamación, «maldita sea, Paula»?

La puerta se abrió y el hombre que poblaba sus pensamientos apareció con una palangana de algo humeante.

—¿La cena? —preguntó Paula.

—La cena estará lista en un ratito, pero antes, ocupémonos de tus pies — contestó dejando la palangana en el suelo. Unas gotas de agua saltaron al suelo mientras pequeñas columnas de humo subían del interior hacia el rostro bronceado de Pedro, que se estaba arrodillando junto a la cama. La barba le había crecido. Recordó el roce del pelo en la mejilla y en los labios y una oleada cálida la invadió.

Pedro la trajo de vuelta al mundo real.

—Bien, fuera los calcetines.

—¿Por qué? —dijo ella con indignación, feliz de tener una excusa para el enrojecimiento de sus mejillas.

—Voy a lavarte los pies.

—No es necesario. Ya soy mayor. Sé hacerlo yo sola.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 20

—Hecho —dijo clavando la punta de la bota y metiendo a continuación el pie en el hueco que había hecho.

Algo que la molestaba mucho de los hombres como Pedro era que siempre creían tener razón. Había hecho el hueco demasiado alto. Cierto era que llegó pero no había tenido en cuenta el peso de la mochila y las cuerdas. Logró guardar el equilibrio unos segundos pero entonces cayó hacia atrás.

Paula sintió los brazos de Pedro a su alrededor pero ella no pesaba poco y los dos cayeron al suelo. Resbalaron un poco mientras Paula sacudía los pies en el aire hasta que Pedro detuvo la caída clavando el piolet con fuerza en el hielo. Burbujas de risa nerviosa se arremolinaban en el interior de Paula. No se había vuelto a reír desde antes de conocer la noticia de la muerte de Delfina. Un pensamiento muy triste.

Para desasirse de él, Paula se retorció y se agarró a la chaqueta de Pedro. Mirarlo a la cara le hizo perder el equilibrio por segunda vez en menos un minuto. La respiración dificultosa de Pedro le arañó las mejillas. Era como si sus rasgos estuvieran esculpidos en el mismísimo hielo. Le entró el pánico y trató de ponerse en pie pero Pedro la sujetó de los brazos. Estaba inmovilizada.

—¡Por todos los santos, Paula! Ten cuidado con esos crampones. Si me los clavas en la pierna ya puedes ir reservando billete de vuelta a casa, porque no seguiremos escalando.

Paula  se quedó inmóvil. Avergonzada, sin saber adonde mirar, cerró los ojos. Pero al momento, sintió que Pedro le colocaba la cara contra su hombro y oyó una voz con un tono áspero.

—No intentes ir más allá de tus posibilidades. Si eso significa hacer más escalones pero ascender con seguridad, lo que prima es la seguridad.

El latido de su corazón retumbaba en sus oídos. No tenía ninguna excusa. Pedro la había prevenido y ésa era la prueba de que escalar no era ningún juego. Para colmo, como si quisiera poner énfasis en la gravedad del error dijo:

—Imagina que hubiéramos estado a doscientos o trescientos metros, habrías caído hasta abajo. La gravedad te habría arrastrado a tí y a mí contigo. Después te enseñaré cómo detener una caída.

Paula había ido por la vida esperando siempre lo inesperado. Así había terminado estudiando idiomas en Harvard y había encontrado su trabajo en la embajada, pero las manos enguantadas de Pedro sosteniéndole el rostro mientras su boca descendía sobre la suya fue mucho más que una sorpresa, y escuchar «maldita sea, Paula» la dejó absolutamente perpleja.

Los labios de Pedro eran al mismo tiempo fríos pero suaves y firmes, y su boca tan cálida que podría derretir el glaciar. Fue un beso suave, el preliminar a un beso mucho más apasionado y profundo. Entonces, el tiempo se acabó y levantó la cabeza.

—Vamos —dijo—. Pongámonos en pie y empecemos de nuevo. Clava los crampones y yo te empujaré desde atrás.

Paula se levantó entonces y ofreció su mano a Pedro para ayudarlo a levantarse. Este no necesitó su ayuda. Era tan ágil como una cabra montesa. Le rodeó los hombros con un brazo yPaula pudo sentir el peso sobre la mochila mientras la guiaba hacia la pared en la que habían empezado el ejercicio. No mencionaron el beso. Ella no tenía intención de sacar el tema. Era uno de esos incidentes que había que considerar con calma, en privado. Lo dejaría para cuando estuviera en su saco esa noche, donde analizaría cada segundo del beso.

Aunque ya no necesitaba seducirlo para conseguir su propósito, se preguntaba cuál de los dos había ganado.

—Venga. Hazlo de nuevo. Y no, no pienso quedarme para ver cómo me aplastas. Una cosa es que confíes en mí para que cuide de tí pero, ¿se te ha ocurrido pensar que tú también podrías cuidar de tí?

Aquello no se le había ocurrido. Hacía lo que quería siempre. Incluso en su trabajo sabían que haría bien todo aquello que se propusiera. Hacía mucho tiempo que no había nadie que se preocupara por ella aunque sólo fuera un poco. Siempre había sentido que Delfina la había abandonado al casarse, pero ya no se sentía mal por eso. Perder a su hermana había sido un golpe más duro de lo que había creído en un principio, pero la carta que había recibido de ella daba un nuevo enfoque a sus recuerdos de la niñez.

Y ahora Pedro también se preocupaba por ella aunque se mostrara receloso. ¿Quién lo habría dicho?

Pedro no perdía detalle de la figura esbelta de Paula. Avanzaba con seguridad y técnica. Aquélla no sería la parte más difícil a la que tendría que enfrentarse, y le agradaba ver que no había vuelto a cometer ningún error, ni había tratado de abarcar más de lo posible, ni había sobrestimado sus posibilidades.

Satisfecho, subió tras ella.

—Lo estás haciendo muy bien. No corras.

Paula no respondió pero él tampoco esperaba que lo hiciera. Tenía que ahorrar aliento.

Sobre sus cabezas, el cielo había formado un cuenco azul con el borde ribeteado de blanco. Estaban hollando una parte muy peligrosa, un paisaje árido casi donde el sonido de la voz del hombre resultaba nimio en comparación con los gemidos lastimeros que desprendían los hielos alrededor.

Estaban cerca del final de la pared y el terreno se había vuelto más fácil. Le dio alguna que otra instrucción pero se aseguró de no desconcentrarla. Sabía por experiencia que hacer escalones en el hielo era duro y cansado.

No dejaba de pensar si le ocurriría a menudo que un hombre la besara sin previo aviso. No había perdido los nervios ni le había dicho que la soltara ni lo había abofeteado. A pesar de que habría tenido todo el derecho a hacerlo.

No, él era quien estaba enfadado. Todavía le venían a la memoria recuerdos del momento en que perdió a Fernando y Delfina, para siempre. No era algo visual a menos que se tenga por visual el manto blanco ante los ojos y de fondo el grito.

Fue como cuando un niño tira piedras planas sobre la superficie en calma de un lago y rebota sobre el agua. La temida palabra «avalancha» se había abierto paso en su mente como una visión terrorífica al recordar que otro escalador le había dicho que había estado a punto de sufrir una. Trozos de hielo empezaron a desgajarse de la pared y recordó cómo clavó el piolet con toda la fuerza posible esperando ser arrastrado en cualquier momento.

El estruendo pasó junto a él, a su izquierda. Fernando y Delfina, sujetos de la misma cuerda, daban vueltas uno sobre el otro rebotando sobre la pared, bajando más y más…

Tenía que dejar de pensar en aquello o se volvería loco. Tenía que dejar de cuestionarse si habría sido culpa suya, dejar de buscar algo que hubiera cambiado los acontecimientos.

La determinación de Paula de encontrar los cuerpos se le había contagiado. Sería el último acto de amistad por unos amigos que habían confiado en él para llegar a la cima.

Pedro levantó la vista y vió que Paula había llegado al final de la pared y la vio desaparecer como el disco solar en el horizonte. Un mordisco de terror le atenazó la garganta cuando la perdió de vista. Aumentó la velocidad hasta que la vio ponerse en pie jadeando, aspirando bocanadas de aire puro. Moverse a esas alturas dejaba el organismo privado de oxígeno y necesita inspirar con fuerza. Y aún no estaban a mucha altura.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 19

Aquello no estaba bien. Lo que tenía que hacer era concentrarse en aprender todo lo que pudiera de aquel hombre.

«Maldito Pedro Alfonso. ¿Por qué tenías que ser tan encantador?».

Pero Pedro había comenzado a andar de nuevo.

—¿Qué tal te quedan las gafas de nieve? Espero que no te queden demasiado grandes. ¿Te has acordado de meter otro par en la mochila?

Menos mal. Cualquier idea relacionada con el sexo se iba a la porra cada vez que la trataba como si fuera una niña.

—Las gafas son estupendas —cómodas y firmes, ninguna molestia—, y sí, he metido otro par en la mochila. No soy una niña, Pedro. No tienes que estar vigilándome todo el tiempo.

—Si fueras una niña, las cosas serían más fáciles.

—¿Qué se supone que quieres decir con eso? Las cosas serían más fáciles —dijo imitando su tono serio.

—Ya está bien, Paula. Si quieres, puedes seguir evitándolo, pero la atracción entre nosotros no es ningún secreto. La atracción que todo el mundo conoce pero nadie quiere ser el primero en decirlo en voz alta. De acuerdo, lo haré yo. Me siento atraído hacia tí.

¿Secretos? Y él no tenía ni idea de cuántos. La carrera de Paula dependía de ello. Había jurado no revelar el contenido de los documentos que traducía o lo que escuchaba en las oficinas del CISI. Eso significaba que no podía permitirse ser tan sincera sobre su vida como Pedro.

Y no podía permitirse una distracción por causa de sus hormonas que hicieran disminuir sus probabilidades de éxito en aquella aventura. Su inexperiencia dejaba toda probabilidad en manos de Pedro. El instinto animal tendría que esperar.

La expresión de acero que se había aposentado en el rostro de Pedro no era nada prometedora. Mostraba un escudo de dureza en su corazón que no estaba dispuesto a dejar que nadie quebrara.

—Bueno, ya no hay secreto. Pero…

—Pues tendrás que guardar el secreto en tus pantalones, Alfonso. No tengo intención de matarme en este frío territorio por ningún hombre —lo interrumpió optando por la posición de ataque como mejor táctica de defensa, lo que arrancó una sonora carcajada de labios de Pedro.

—Vaya, veo que la dama sabe jugar sucio. Estoy sorprendido, realmente fascinado. Sólo quería que te dieras cuenta de que no voy a abalanzarme sobre ti como una bestia.

Típico de los hombres. Decir que están atraídos por una pero no lo suficiente como para hacer algo al respecto.

Pasaron otros veinte minutos antes de que volvieran a hablar.

—Ha llegado el momento de que me demuestres lo que sabes hacer.

Se enfrentaban con hielo sólido. No había nadie más que ellos, pero el sonido de los bloques de hielo acoplándose era continuo.

—¿Qué? ¿No me harás una demostración primero?

—¿Quieres que lo haga? Acércate.

Paula se puso a su lado mientras él sacaba el piolet que llevaba colgado de la cintura. Habían usado el largo mango como bastón para ayudarse cuando atravesaron el valle rocoso al pie del glaciar y había servido de gran ayuda para guardar el equilibrio a pesar de llevar puestos los crampones en las botas.

—Bien. Como ves, el terreno se va haciendo más escarpado. Los crampones no bastarán para afianzarse. En condiciones normales, como jefe de un equipo, marcaría escalones para que los siguieras. ¿Pero qué ocurrirá si estás sola?

Una ola de frío le subió desde los pies hasta el mismo corazón. Pánico tal vez.

—Pero no me vas a dejar sola en el monte Everest, ¿verdad?

—Nunca digas nunca. Nunca creí que fuera a bajar de la montaña solo dejando atrás a Fernando y a Delfina. Sólo quiero asegurarme.

Paula era una mujer segura de sí misma pero en aquel momento sintió cómo la seguridad la abandonaba de golpe. No importaba que un accidente la hubiera llevado a aquella situación. Que algo pudiera pasarle a ella o al propio Pedro era una posibilidad que no se le había pasado por la cabeza.

Pedro levantó el piolet y lo clavó en el hielo varias veces hasta formar una especie de escalón lo suficientemente grande para que cupiera su pie. Y lo apoyó en él.

—¿Ves? No apoyo simplemente los crampones de la base de la bota sino que clavo primero la punta con fuerza y luego apoyo la base de la bota —dijo bajando a continuación hasta ella—. Ahora, inténtalo tú.

Paula  se miró el pie y dobló la rodilla. Tenía un pie grande, un número cuarenta y uno, pero ahora sabía que eso sólo era un problema a la hora de comprar zapatos. En ese momento, llevaba gruesas botas de montaña y sobre ellas, unas polainas de fibra sintética para aislarlas de la humedad. Pedro  había insistido en que se acostumbrara a llevar el equipo entero y sentía los dedos calientes, pero él le había asegurado que cuando subieran más, a veces no bastaban tres pares de calcetines.

Clavó la punta con decisión.

—Bien —dijo Pedro sujetándola por la corva y ejerciendo un poco de presión para que se pegara más a la pared. Parecía indiferente al tacto—. Ahora, haz el siguiente escalón. No lo hagas demasiado lejos porque si no te será difícil llegar. Podrías perder el equilibrio.

Paula clavó los crampones en el hielo mientras levantaba el piolet y lo clavaba como había hecho Pedro, aunque ella tardó más tiempo en hacer el escalón.

Empezó a sentir el sudor en la espalda y la madeja de cuerda que llevaba colgada de la cintura le golpeaba la cadera a cada paso.

Una Pasión Prohibida: Capítulo 18

—Cuéntame algo sobre Delfina y Fernando. Odio admitirlo, pero las cosas que sé de los últimos quince años de la vida de mi hermana se podrían contar con los dedos de una mano. Me he perdido muchas cosas, y ya no podré recuperar el tiempo perdido.

Pedro esperó un momento hasta que Paula guardó silencio y empezó.

—Los conocí en Argentina.

—Vaya. Otra coincidencia. Mi madre nació allí pero mis abuelos murieron antes de que yo naciera, así que nunca he ido —dijo Paula casi para sí.

—Los Martínez estaban escalando con otro equipo pero estábamos en el mismo campamento a los pies del Aconcagua. Solíamos encender un fuego por la noche y sentarnos allí a charlar. Creo que lo primero que me llamó la atención de ellos era lo felices que eran, el buen equipo que formaban, como si compartieran hasta los pensamientos. Ya sabes, de esas personas que acaban las frases del otro y se ríen de bromas que sólo ellos conocen.

—Me alegro de que fueran felices pero me temo que eso me entristece aún más.

—Sí, siempre hay algo de lo que lamentarse. ¿A quién no le gustaría cambiar el pasado? —dijo Pedro. A él le gustaría. Su vida habría sido muy diferente si su padre hubiera disfrutado siendo el buen policía que decía ser.

—Estábamos en grupos distintos pero antes de iniciar la escalada cada uno por su lado, le di mi dirección y mi número de teléfono de Nueva Zelanda a Fernando y le dije que si alguna vez iban por allí que me llamaran —continuó Pedro—. Volvimos a coincidir en el aeropuerto y resultó que íbamos en el mismo avión aunque yo iba en turista y ellos en primera. Me invitaron a su casa en Colorado y estuvimos esquiando.

—Qué divertido —dijo Paula, su voz desprovista de toda emoción, como si flotara en el aire en medio de la oscuridad. Pedro habría jurado que la historia estaba comenzando a hacer efecto.

—Lo pasé muy bien. Deberías haber estado —bromeó—. ¿No habría sido divertido que nos hubiéramos conocido entonces? —dijo Pedro. Lo que se guardó para él fue la pregunta de si la atracción que sentía hacia ella habría funcionado igual entonces, consciente de que estaba a sólo unos pasos de él. No tenía más que acercarse hasta ella y tomarla en sus brazos—. Este viaje te habría resultado más fácil si no fuéramos unos extraños.

Pedro escuchó el susurro del tejido del saco de dormir sobre el colchón como si Paula se estuviera poniendo de lado para mirarlo.

—Viviendo tan cerca, no seremos unos extraños cuando esto termine, ¿no crees?

—No, supongo que no. Pero me hubiera gustado conocerte en unas condiciones menos dolorosas. En circunstancias normales, creo que podríamos haber sido amigos —repuso él. «Más que amigos».

—Creo que podríamos haber sido más que amigos —dijo ella poniendo voz a los pensamientos de Pedro—. ¿No es una pena que no lo lleguemos a saber nunca? — se lamentó ella con un tono áspero en la voz como si lamentara todo el fantástico sexo que habrían podido compartir. La afirmación aumentó el pulso de Pedro de forma automática.

Saber que nunca ocurriría lo calmó un poco, aunque era una pena. Habían corrido muchos rumores sobre él tras el accidente pero no serían nada en comparación con lo que dirían de él si intimara con Paula. Estaba allí para cuidar de ella, no para convertirla en su objeto de deseo. Y para conseguir lo primero, tenía que asegurarse de que Paula estaba en forma y ágil como ella había dicho ser. De momento, había aguantado bien los cuatro días de trekking de aproximación.

Antes de proseguir con su historia, Paula susurró:

—Gracias por la historia. Buenas noches.

Al menos era bueno en algo, aunque sólo fuera haber conseguido que se durmiera. Ahora era él quien estaba bien despierto aunque no por mucho tiempo.

El amanecer de color rosado sobre el glaciar era un espectáculo para no perderse. Pero Paula tenía que decirle a Pedro que si ésa iba a ser la rutina diaria, levantarse a las cuatro y media de la mañana y desayunar una barrita de proteínas mientras se acercaban más y más a la cascada de hielo, la novedad dejaría de serlo rápidamente.

Habían estado caminando casi una hora cuando el hombre en cuestión la miró por encima del hombro.

—¿Cómo vas, Paula? ¿Es demasiado para tí?

Tuvo que morderse la lengua para no decirle que se lamentaba de no haberse acobardado antes de empezar la aventura.

—Muy bien. Me lo estoy pasando… en grande. Una nueva experiencia… pero es hermosa en cierto sentido —respondió ella. Odiaba admitirlo pero lo cierto era que le estaba resultando difícil respirar a esa altura. Pero no quería darle a Pedro la razón en lo de que era demasiado para ella.

Pedro se detuvo y ella lo alcanzó con unos pocos pasos.

—De hecho, no hace tanto frío como yo creía que iba a hacer —añadió Paula.

—Sí, el cielo está despejado y no hace viento —dijo él mirando la ropa de Paula. Pantalón y chaqueta a juego de color calabaza, fácil de reconocer en la distancia. No era el color más bonito pero era lo único que habían encontrado de su talla.

—A medida que vaya avanzando el día y hayamos subido más, el sol se reflejará sobre el hielo y tendrás que quitarte la chaqueta y alguna otra prenda más —dijo él mirándole el pecho durante unos segundos.

«Qué más quisieras». Paula se guardó el pensamiento mientras recordaba el accidentado encuentro que habían tenido. No había podido olvidar el calor de su cuerpo contra el suyo y la mano sosteniéndola por el pecho.