martes, 12 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 66

—¡Ah!, pues igual que Lautaro —comentó Melisa señalando hacia el otro extremo de la piscina—. Es aquel que se agarra al borde del trampolín.

Paula lo vió: tenía la misma altura que Nico y llevaba el pelo cortado a cepillo. Los cuatro hijos de Melisa se lo estaban pasando en grande saltando, chapoteando y gritando.

—¿Son tuyos los cuatro? —preguntó Paula, sorprendida.

—Por el momento. Si quieres llevarte uno a casa, no tienes más que decírmelo. Te dejaré escoger y todo.

Paula rió y notó que empezaba a sentirse a gusto.

—¿Te dan mucha guerra?

—Son chicos. Ya se sabe, les sale la energía por las orejas.

—¿Y cuántos años tienen?

—Diez, ocho, seis y cuatro.

—Mi mujer tenía un plan —intervino Matías, que se estaba entreteniendo en arrancarle la etiqueta a su cerveza—. Cada dos años, el día de nuestro aniversario de boda, me permitía acostarme con ella, independientemente de si le apetecía o no.

Melisa entornó los ojos con expresión compasiva.

—No lo escuches. Sus habilidades como conversador no son para la gente civilizada.

Pedro regresó con las bebidas y abrió la cerveza de Paula antes de entregársela. Él ya había empezado la suya.

—A ver, ¿de qué va el tema?

—Hablamos de nuestra vida sexual —contestó Matías muy serio, y Melisa le dió un codazo.

—Ve con cuidado, bocazas. ¿No ves que hoy tenemos invitados? No querrás causarles una mala impresión, ¿verdad?

Matías se inclinó hacia Paula.

—Oye, ¿no te estaré impresionando desfavorablemente?

Ella sonrió. Aquella pareja le caía cada vez mejor.

—No. En absoluto.

—¿Lo ves, cariño? Te lo había dicho —exclamó Matías  triunfalmente.

—Matías, Paula te lo ha dicho porque la has puesto en un compromiso. Ahora déjala en paz, ¿quieres? Estábamos en una conversación perfectamente normal cuando metiste las narices.

—Bueno, yo...

Aquello fue todo lo que Matías pudo decir antes de que su mujer lo hiciera callar.

—No sigas.

—Es que...

—¿Te apetece dormir en el sofá esta noche?

Las cejas de Matías subieron y bajaron varias veces.

—¿Es una promesa?

Ella lo miró de la cabeza a los pies.

—Lo es ahora.

Todos se echaron a reír, y Matías se acercó y recostó la cabeza sobre el hombro de su esposa.

—Lo siento mucho, cariño —dijo, poniendo cara de carnero degollado.

—No basta con eso —contestó ella fingiendo altivez.

—¿Y si te prometo lavar los platos...?

—Hoy cenamos con platos de cartón.

—Ya lo sé. Por eso me ofrezco.

—¿Y por qué no nos dejan en paz los dos y se van a limpiar la parrilla o algo parecido?

—Pero si acabo de llegar —se quejó Pedro—. ¿Por qué debo marcharme?

—Porque la parrilla está hecha un asco.

—¿En serio? —preguntó Matías.

—Vamos. Largo de aquí —dijo Melisa dándole un papirotazo, como si espantara una mosca del plato—. Dejadnos para que podamos tener una agradable conversación entre mujeres.

Matías se volvió hacia su amigo.

—Tío, no nos quieren.

—Sí. Creo que tienes razón.

Melisa murmuró en tono de conspiración:

—Estos dos tendrían que haberse dedicado a construir cohetes. No se les escapa una.

Matías, bromeando, hizo ver que se quedaba boquiabierto.

—Tío, creo que nos acaban de insultar.

—Sí. Creo que tienes razón —repitió Pedro.

—¿Ves a lo que me refiero? —le dijo Melisa a Paula, como si acabara de demostrar lo cierto de su teoría—. En serio, constructores de cohetes.

—¡Vámonos! —exclamó Matías  haciéndose el ofendido—. No tenemos por qué aguantar esto. Nosotros somos mejores.

—Eso: sean mejores y limpien bien la parrilla.

Matías y Pedro se levantaron de la mesa y se alejaron entre las carcajadas de las mujeres.

—¿Cuánto tiempo llevas casada?

—Doce años, pero me parece que hubieran sido veinte —contestó Melisa guiñándole un ojo.

De repente, Paula tuvo la sensación de que la conocía de toda la vida.

—¿Cómo se conocieron? —preguntó.

—En una fiesta, en la universidad. La primera vez que lo ví, Matías  estaba haciendo equilibrios con una botella de cerveza sobre la frente al tiempo que intentaba cruzar la habitación. Había apostado cincuenta pavos a que lo conseguiría.

—¿Y lo consiguió?

—No. Acabó empapado de la cabeza a los pies, pero era evidente que no se tomaba a sí mismo demasiado en serio. Después de la clase de tipos con los que yo había salido, él me pareció justo lo que andaba buscando. Empezamos a salir y al cabo de unos años nos casamos.

Le lanzó a su marido una mirada cargada de afecto.

—Es un buen hombre —dijo—. Creo que lo voy a conservar.

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