domingo, 3 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 40

Afortunadamente, el domingo resultó más fresco que el día anterior. Una capa de nubes calinosas cubrió el cielo e impidió que el sol descargara toda su furia. La brisa del atardecer empezaba a soplar justo cuando Pedro apareció en el camino, al volante de su camioneta que se bamboleaba sobre los baches y salpicaba fragmentos de grava. Eran las seis de la tarde. Paula, vestida con unos vaqueros descoloridos y una camisa de manga corta, salió al porche justo en el momento en que él se apeaba del vehículo.

Abrigaba la esperanza de que no se le notaran los nervios que la atenazaban. Aquélla era su primera cita en mucho tiempo, tanto que le parecía que había pasado una eternidad desde la última. Sin embargo, dado que Nico iba a ir con ellos, Paula se resistía a considerarlo con propiedad una cita. A pesar de todo, se sentía como si lo fuera. Había tardado más de media hora en encontrar algo adecuado para ponerse y aun así no estaba segura de haber acertado. Cuando vió que Pedro también llevaba vaqueros suspiró aliviada.

—¡Hola! —saludó él—. Espero no llegar tarde.

—No, ni mucho menos —respondió—. Llegas justo a la hora.

Pedro se pasó la mano por la mejilla.

—¿Dónde está Nico?

—Está dentro todavía. Espera, que iré a buscarlo.

Paula tardó apenas un minuto en regresar, lista para marcharse. Mientras ella cerraba la puerta de entrada, Nico salió corriendo por el jardín.

—«¡Oha, Pepe!» —exclamó.

Él mantuvo la puerta del coche abierta y lo ayudó a que se encaramara, tal como había hecho el día anterior.

—¡Eh, Nico, ¿qué es lo que más te apetece de la feria?

—«¡E amión ontuo!» —contestó alegremente. Luego trepó al asiento, se sentó tras el volante e intentó girarlo a un lado y otro sin conseguirlo.

Paula escuchó cómo su hijo imitaba los sonidos de un motor.

—Se ha pasado todo el día hablando de tu camioneta —explicó a Pedro—. Esta mañana ha encontrado una miniatura que se le parece y aún no la ha soltado.

—¿Y su avión?

—El avión fue ayer. Hoy toca camioneta.

Pedro hizo un gesto hacia la cabina.

—¿Te parece bien si lo dejo que conduzca otra vez?

—No creo que tenga intención de permitirte lo contrario.

Cuando la ayudó a subir al asiento, ella percibió un leve aroma a colonia. No se trataba de un perfume sofisticado, seguramente era algo comprado en el supermercado local, pero se sintió conmovida por el detalle.

Nico  se hizo a un lado para dejar sitio a Pedro y saltó sobre su regazo tan pronto como éste se hubo instalado tras el volante. Paula hizo un gesto de resignación, como si dijera: «Ya te lo advertí.»

Pedro sonrió y puso el coche en marcha.

—Muy bien, campeón. ¡Nos vamos!

Conduciendo muy despacio, repitieron las eses del día anterior, dando saltos por el césped mientras pasaban entre los árboles, antes de salir a la carretera. Entonces, Nico regresó a su sitio, satisfecho, y Pedro tomó el volante y enfiló hacia la ciudad.

Apenas tardaron unos minutos en recorrer el camino hasta la feria, pero Pedro los pasó explicándole a Nico el significado de los diferentes aparatos que había en la cabina —el radiotransmisor, la radio, los interruptores del salpicadero— y, aunque se dio cuenta de que el chico no le entendía, no por ello desistió.

No obstante, a Paula le pareció que él le hablaba más despacio que antes y que utilizaba palabras menos complicadas. No sabía si era debido a la conversación que habían tenido o si Pedro estaba simplemente adaptándose al ritmo del niño. En cualquier caso, se sintió agradecida por el detalle.

Se acercaron al centro y se metieron en una de las calles laterales para aparcar. A pesar de que era la última noche del festival, no había demasiadas aglomeraciones y hallaron un espacio cerca de la vía principal.

Mientras caminaban hacia las atracciones, Paula reparó en que los tenderetes de los vendedores ambulantes estaban casi vacíos y que sus propietarios parecían cansados y ansiosos por desmontarlos y marcharse, cosa que alguno de ellos ya estaba haciendo.

A pesar de todo, la feria seguía funcionando a toda marcha, ya que muchos niños y sus padres habían ido con la intención de aprovechar hasta el último minuto. Al día siguiente, los feriantes harían las maletas y partirían hacia otra ciudad.

—Bueno, Nico, ¿qué es lo que más te apetece? —le preguntó su madre.

El niño señaló inmediatamente el columpio mecánico, una atracción en la que cada niño ocupaba un asiento adosado a un aro que giraba sobre una plataforma que a su vez se movía hacia adelante y hacia atrás. Los chicos chillaban de miedo y de placer, y Kyle los contemplaba, hipnotizado.

—«E un lumpio.»

—¿Quieres subir ahí? —quiso saber Paula.

—«Lumpio» —contestó, asintiendo vigorosamente.

—Dí: «Quiero subir al columpio.»

—«Ero subí a lumpio» —murmuró.

—Perfecto.

Paula divisó la taquilla y se metió la mano en el bolsillo en busca de los billetes de las propinas de la noche anterior. Sin embargo, Pedro la vió y levantó una mano para detenerla.

—Es cosa mía. Fui yo quien dijo que viniéramos, ¿te acuerdas?

—Pero Nico...

—También lo invité a él.

Después de que Pedro comprara los billetes, aguardaron su turno en la cola. La atracción se detuvo y la gente bajó. Pedro le entregó los billetes a un hombre que parecía recién salido de un tugurio —tenía las manos negras de grasa, los antebrazos cubiertos de tatuajes, y le faltaba uno de los dientes de delante— y que los rasgó en dos antes de tirarlos dentro de una caja cerrada con llave.

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