miércoles, 6 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 52

—¿Qué haces por aquí? —le preguntó mientras se le acercaba sonriendo.

—Quería verte —repuso él en voz baja, sin saber exactamente qué más añadir.

Mientras ella se aproximaba, Pedro la contempló. Llevaba un manchado delantal de trabajo encima de un vestido de color amarillo, con cuello de pico y de manga corta, abotonado tan arriba como era posible; la falda le llegaba justo por debajo de la rodilla. Iba calzada con unas cómodas zapatillas de deporte blancas para evitar que los pies le dolieran. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y tenía el rostro reluciente de sudor y de la grasa del ambiente de la cocina. Estaba preciosa.

Ella se dió cuenta de la apreciativa mirada, pero en cuanto estuvo cerca se percató de que había algo en los ojos de Pedro, algo que no había visto hasta entonces.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. Parece que te hubieras tropezado con un fantasma.

—No estoy muy seguro —murmuró él casi para sus adentros.

Ella lo contempló, preocupada; luego, volvió la cabeza y preguntó por encima del hombro.

—Rafael, ¿te importa si nos sentamos un momento?

Rafael continuó limpiando la plancha mientras hablaba y respondió como si no hubiera reparado en la presencia de Pedro:

—Tómate el tiempo que quieras, cariño. Además, ya casi he terminado.

Paula  miró a Pedro.

—¿Quieres sentarte?

Pedro  había ido hasta allí exactamente para eso, pero los comentarios de Rafael lo habían alterado. En lo único en que podía pensar era en los hombres que iban al restaurante a propósito para ver a Paula.

—Quizá no debería haber venido —dijo.

Pero ella, como si supiera exactamente cuál era la respuesta adecuada, sonrió.

—Me alegro de que lo hayas hecho —repuso suavemente—. ¿Qué ha ocurrido?

Pedro  permaneció en silencio mientras se daba cuenta de que la situación lo desbordaba: el leve aroma del champú de Paula; el deseo de estrecharla entre sus brazos y relatarle lo sucedido aquella noche; el despertar de hacía un rato; lo mucho que necesitaba que ella lo escuchara...

«Los hombres que vienen hasta aquí para verla...»

Por encima de cualquier otra cosa, aquella idea borró todo el drama del día. No era que tuviera motivos para estar celoso —después de todo, Rafael  ya le había dicho que ella los había despachado—, entre otras razones, porque no había nada entre ellos dos. No obstante, aquel pensamiento se apoderó de él. ¿Qué hombres? ¿Quiénes querían acompañarla a casa? Deseaba saberlo, pero aquél no era el lugar para preguntárselo.

—Será mejor que me marche —dijo moviendo la cabeza—. No debería estar aquí. Tú todavía tienes trabajo.

—No —respondió muy seria Paula, que ya había notado que algo lo preocupaba—. Esta noche ha ocurrido algo ¿Qué ha sido?

—Quería hablar contigo —contestó él, llanamente.

—¿Sobre qué?

Los ojos de ella buscaron los de él. Aquellos ojos tan maravillosos. ¡Dios, qué guapa era!

Pedro tragó saliva. Tenía la mente hecha un mar de confusión.

—Esta noche ha habido un accidente en el puente.

Paula asintió sin saber adónde quería él ir a parar.

—Lo sé. Creo que por eso hemos tenido una tarde tan tranquila. Como el tráfico estaba cortado, casi nadie ha podido llegar al restaurante. ¿Estabas tú en el lugar del accidente?

Pedro asintió.

—He oído que fue terrible. ¿Lo fue tanto?

Él asintió de nuevo.

Paula extendió la mano y le acarició el brazo para interrumpirlo.

—Espera un momento, ¿quieres? —le rogó—. Déjame ver qué falta por hacer antes de que cerremos.

Se alejó, deshaciendo el contacto, y se metió en la cocina. Pedro permaneció en el restaurante, a solas con sus pensamientos durante un rato, hasta que ella reapareció. Para su sorpresa, fue directamente a la puerta y le dio la vuelta al cartel de «Abierto». Eights estaba cerrado.

—Toda la cocina está recogida —explicó—. Me quedan un par de cosas que hacer y estaré lista. ¿Por qué no me esperas? Así podríamos charlar en casa.

Pedro  llevó a Nico  hasta la camioneta. El chico descansaba la cabeza sobre su hombro y, una vez dentro, se acurrucó con Paula sin despertarse en ningún momento.

Cuando llegaron a la vivienda, repitieron el proceso a la inversa: Pedro lo tomó de brazos de ella, lo llevó hasta el dormitorio y lo metió en la cama. Paula lo tapó inmediatamente con el cobertor; antes de que salieran, encendió el oso luminoso y una suave música invadió la habitación. Dejaron la puerta entreabierta y se escabulleron fuera del cuarto.

Bajaron a la sala, y Paula encendió las luces mientras Pedro se acomodaba en el sofá. Tras una pequeña vacilación, ella se sentó a su lado, en el sillón contiguo.

Ninguno de los dos había dicho nada durante el trayecto por miedo a despertar a Nico; pero en cuanto estuvieron cómodos, Paula  fue directamente al grano.

—Dime, ¿qué ha pasado esta noche en el puente? —preguntó.

Pedro se lo explicó todo: los detalles del rescate; las preguntas de Matías  y de José; las imágenes que no habían dejado de atormentarlo unas horas más tarde. Paula lo escuchó todo sin apartar la mirada. Cuando Pedro  hubo concluido, ella se inclinó en su asiento.

—Tú lo salvaste.

—No lo hice yo solo, lo hicimos todos —repuso él automáticamente para borrar cualquier distinción.

—Sí, pero ¿cuántos de vosotros se arriesgaron a trepar por la escalera? ¿Cuántos de vosotros tuvieron que soltarse para que ésta no se partiera?

Pedro no contestó, y Paula se levantó y fue a sentarse a su lado.

—Te has comportado como un héroe —dijo sonriendo levemente—. Igual que cuando Nico  se perdió.

—No lo soy. De verdad que no —contestó él, mientras las imágenes del pasado le volvían a la memoria.

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