miércoles, 20 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 90

Desde su posición en el sofá, Pedro no la miraba. Sólo brillaba una luz en la habitación, una luz que le proyectaba sombras sobre el rostro.

—Yo tenía nueve años —empezó—. Llevábamos ya más de dos semanas de calor agobiante. Las temperaturas habían pasado de cuarenta grados, y eso que el verano no había hecho más que empezar. La primavera había sido una de las menos lluviosas que se recordaban. No había caído ni una gota en dos meses, y todo estaba más seco que la yesca. Recuerdo que mis padres hablaban de la sequía y de que los granjeros empezaban a estar preocupados por las cosechas. Hacía tanto calor que hasta el tiempo parecía que transcurría más despacio. A veces, yo esperaba durante todo el día que el sol se pusiera para experimentar algún alivio, pero ni siquiera eso servía de mucho. Nuestra casa era vieja, no tenía aire acondicionado ni casi aislamiento térmico. En cuanto me tumbaba en la cama me ponía a sudar. Recuerdo que empapaba las sábanas de sudor. Era imposible dormir, y no hacía más que dar vueltas y vueltas en un intento de ponerme cómodo, pero no había manera. Me agitaba como un poseso y no dejaba de sudar.

Pedro  tenía la mirada clavada en la mesita auxiliar mientras hablaba en voz baja. Paula vi´p cómo abría y cerraba una mano, formando un puño, y repetía el movimiento, apretándola de nuevo, como si se tratara de las puertas de su memoria, abriéndose y cerrándose y permitiendo que las imágenes del pasado se deslizaran aleatoriamente por los resquicios.

—En aquella época había una colección de soldados de plástico que se vendían en el catálogo de Sears. Era un lote que venía con tanques, jeeps, tiendas de campaña y barricadas, todo lo que un chaval necesita para montar una batalla. Me parece que no he deseado nada tanto en toda mi vida. Recuerdo que iba dejando el catálogo abierto por la página del anuncio por toda la casa para que a mi madre no se le olvidara, hasta que al final conseguí que me lo regalaran por mi cumpleaños. Nunca un regalo ha llegado a emocionarme como aquél. Pero mi habitación era realmente enana —había sido el cuarto de costura antes de que yo naciera—, y no tenía sitio para montarlo como me apetecía, así que me llevé mi colección de soldados a la buhardilla. Cuando no podía dormir por la noche, allí era adónde iba.

Pedro levantó por fin los ojos y soltó un suspiro que se parecía más a un gemido, como si dejara escapar algo doloroso y largamente reprimido. Luego, meneó la cabeza con un gesto de incredulidad. Paula lo conocía lo suficiente para no interrumpirlo. Él prosiguió.

—Era tarde, más de medianoche, cuando me escabullí de mi cuarto, pasé de puntillas ante el dormitorio de mis padres y subí por la escalera del final del pasillo. No hice el menor ruido porque sabía dónde el suelo crujía y dónde no. Mis padres no se enteraron de nada...

Enterró el rostro en las manos y permaneció encorvado un instante. Al cabo de unos segundos alzó la cabeza y siguió hablando:

—No recuerdo cuánto tiempo estuve allí arriba. La verdad es que cuando me ponía a jugar con mis soldados las horas pasaban sin que me diera cuenta. Montaba batalla tras batalla, y nunca tenía bastante. Yo era siempre el sargento Mason. Cada soldado tenía un nombre grabado en la base. Me había dado cuenta de que uno de ellos se llamaba como mi padre y supe que aquél sería mi héroe. El sargento Mason siempre vencía, sin importar las dificultades que yo le obligara a afrontar. Ya podían ser tanques o infantería, él siempre sabía lo que tenía que hacer. Para mí era indestructible, y perderme en su mundo me era tan fácil que me olvidaba de todo, de mis deberes, de comer, de todo... No podía evitarlo. Ni siquiera en una noche tan asfixiante como aquélla podía pensar en otra cosa que no fueran mis soldados. Supongo que por eso ni siquiera olí el humo.

Pedro hizo una pausa y apretó el puño con fuerza. Paula se puso tensa cuando él prosiguió.

—Simplemente no olí nada. Aún hoy, no sé cómo ni por qué. Me parece imposible que no me diera cuenta, pero así fue. No me enteré de nada hasta que oí que mis padres salían del dormitorio con un gran escándalo, chillando y gritando mi nombre... Recuerdo que lo primero que pensé entonces fue que iban a descubrir que yo no estaba donde se suponía que debía estar. Eso me aterró. A pesar de que escuchaba cómo me llamaban, tenía demasiado miedo para contestar.

Él la miró con ojos que suplicaban comprensión.

—No quería que me encontraran en la buhardilla. Me habían advertido cientos de veces que, una vez en cama, no debía levantarme en toda la noche. Supuse que si me encontraban, me caería una bronca. Aquel fin de semana tenía un partido de béisbol y sabía que si me descubrían, me castigarían obligándome a quedarme en casa; así que se me ocurrió un plan: me ocultaría hasta que hubieran bajado al salón. Luego, me metería en el cuarto de baño y saldría fingiendo que había estado allí todo el rato... Ya sé que suena estúpido, pero en aquel momento, para mí, tenía sentido. Apagué las luces y me escondí tras unas cajas para esperar. Oí a mi padre que entraba en la buhardilla y me llamaba; a pesar de todo, no me moví hasta que se hubo marchado. Al final, sus voces se fueron haciendo más distantes y entonces yo me dirigí hacia la puerta. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo y cuando la abrí me quedé estupefacto ante la ola de calor y humo que me golpeó. Las paredes y el techo ardían. Sin embargo, todo aquello me pareció tan irreal que tardé en percatarme de lo peligroso que era... Si en aquel momento me hubiera precipitado afuera, probablemente habría conseguido escapar; pero no lo hice. Me quedé allí, contemplando las llamas y pensando en lo extrañas que me parecían. Ni siquiera estaba asustado.

Pedro se hizo un ovillo, adoptó una postura casi fetal, y su voz enronqueció.

—Pero de golpe todo cambió. Antes de que me diera cuenta, el fuego había avanzado y me había bloqueado la salida. Fue entonces cuando tomé conciencia de que algo terrible estaba sucediendo. La sequía había sido tan intensa que nuestra vieja casa de madera estaba ardiendo como una tea. Recuerdo que en aquel momento el fuego me pareció una criatura con vida propia. Era como si las llamas supieran dónde me encontraba y me lanzaran sus lenguas de fuego, tirándome al suelo. Fue entonces cuando empecé a llamar a mi padre a gritos. Sin embargo, él ya no estaba, y yo lo sabía. Eso me aterrorizó. Fui hasta la ventana, la abrí y ví a mis padres frente a la casa. Ella llevaba un camisón y él sólo los calzoncillos; daban vueltas y vueltas, presas del pánico, mientras gritaban sin cesar mi nombre. Me quedé petrificado y no pude articular palabra; pero fue como si mi madre percibiera instantáneamente mi presencia, porque miró hacia donde yo me encontraba. Todavía puedo ver la expresión de sus ojos cuando se dió cuenta de que yo estaba aún dentro de la casa: los abrió desmesuradamente y se llevó una mano a la boca, pero no pudo reprimir un alarido. Mi padre dejó de buscarme por el jardín y también me vió. Me puse a llorar.

Encogido en el sofá, Pedro dejó escapar una lágrima con la mirada perdida en el vacío, pero no pareció darse cuenta. Paula sintió que se le revolvía el estómago.

—Mi padre. Mi padre, tan fantástico y fuerte, dió media vuelta y regresó corriendo. En aquel momento, la mayor parte de la casa estaba ardiendo, y yo podía escuchar que en el piso de abajo todo se derrumbaba y explotaba. El fuego se abría paso hacia el altillo y el humo se hacía más espeso a cada momento. Recuerdo que mi madre le gritó a mi padre que hiciera algo y que él se plantó justo bajo la ventana gritando: «¡Salta, Pedro, salta! ¡Yo te atraparé! ¡Te lo prometo!» Pero yo no salté. No. En vez de eso me puse a llorar con más fuerza. La ventana se encontraba a unos siete metros del suelo, y me pareció que estaba tan alta que me mataría si me tiraba. «¡Salta, Pedro, salta! ¡Yo te atraparé!», repetía mi padre una y otra vez. «¡Salta! ¡Vamos, salta!» Mi madre no dejaba de llorar y de gritar aún con más fuerza. Al final, entre sollozos, logré chillar que estaba asustado.

Pedro tragó saliva.

—Cuanto más me animaba mi padre para que saltara, más paralizado me sentía. Podía notar el eco del miedo en sus palabras mientras mi madre se iba poniendo histérica y yo respondía una y otra vez que no, que me daba miedo saltar. Y era cierto, tenía un miedo pavoroso, por mucho que hoy sepa que mi padre sin duda me habría atrapado al vuelo.

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