viernes, 22 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 3

—No te muevas. Tengo un cuchillo presionando contra tu cuello.

El intruso dejó escapar un agudo chillido. Pedro estuvo a punto de dejar caer el cuchillo cuando notó que un codo se le hundía entre las costillas. Por si el codazo no le hubiera dejado claro que el intruso era más alto de lo que creía, el pecho que tenía bajo sus manos era el de una mujer.

Hacía mucho tiempo que no tocaba a una, tanto que la palma de su mano ardía con el contacto de aquella parte del cuerpo femenino, suave y voluptuosa, a pesar de que iba cubierta de varias capas de ropa. Sorprendido por la excitación, tomó aire y un aroma floral inundó sus fosas nasales nublándole la razón y haciendo que la apretara contra sí, sólo una vez.

La mujer le dió un fuerte pisotón con su bota en el pie descalzo arrancándole un grito que le hizo tomar conciencia del segundo error que había cometido. El forcejeo la estaba acercando peligrosamente al filo del cuchillo. Pedro lo tiró para no lastimarla y antes de oír el tintineo de la hoja golpeando el suelo, consiguió sujetar a la mujer firmemente.

—Cálmese, cálmese. No voy a hacerle daño.

—Me alegro de que lo diga ahora que he conseguido que suelte el cuchillo —se jactó ella.

Al menos, ya sabía que era americana. Y se retorció un poco más frotando involuntariamente su trasero contra el cuerpo de él, cuya reacción no se hizo esperar.

—Lo he tirado adrede —gruñó él sin poder ocultar la indignación por que aquella mujer no le hubiera agradecido su acto de caballerosidad.

—Eso dice ahora.

Notó que los glúteos de la mujer se tensaban contra su cuerpo cuando levantó de nuevo la rodilla, pero estaba demasiado ocupado abriendo las piernas para evitar un nuevo pisotón como para disfrutar de la sensación. La mujer dejó caer el pie, que golpeó con fuerza el suelo, y fue entonces cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando.

—Suélteme, asqueroso…

Pedro tensó los brazos sosteniendo a la mujer, que se debatía con fuerzas renovadas. La situación se estaba descontrolando. Deslizó los brazos un poco sin soltarla y la tomó en brazos. El lugar más blando de la habitación era la cama y allí se dirigió con ella.

La dejó caer sobre ella y la mujer retrocedió hasta la cabecera empujándose con los pies.

—Aléjese de mí. Sé karate. No pienso dejar que me viole.

—Es una pena que no pasara de la lección número uno en la que debieron enseñarle cómo pisar el pie de su oponente. Y ya que hablamos de ello, ¿quién hasido la que ha entrado sin avisar en mi habitación? Créame, no podría estar más segura en otro sitio. No me apetece mucho tener sexo con una fiera.

—Y sería afortunado.

—¡Alto ahí! Ni una palabra más. Si va a acusarme de intentar violarla, y créame que últimamente se me ha acusado de cosas peores, me gustaría mirar a los ojos a la persona que me acusa —y esta vez encontró las cerillas y encendió una pero apenas rasgaba la oscuridad que se había apoderado de la habitación. A la luz de la cerilla, el bulto que había sobre la cama podía ser una mujer o un hombre, aunque él no tenía duda de su sexo después de su contacto con ella.

—En realidad, no he oído nada de intento de violación, sólo… Pedro se quedó de piedra.

—¿Sólo qué?

—Lo que se dice de los hombres como usted.

—A los hombres como yo no les gusta ir por ahí violando.

Era obvio que aquella mujer había oído los rumores que circulaban sobre él pero no esperaba que aquello la hiciera echarse atrás; así que o bien era una cobarde o necesitaba desesperadamente algo que él tenía, y desde luego le había dejado claro que no era su cuerpo. Apagó la cerilla de un soplido y dirigió su cólera hacia la mochila que había dejado en el suelo mandándola de una patada hasta la puerta para evitar que la mujer se marchara.

Estaba realmente enfadado. Aquella mujer se había estado frotando contra él y todavía se preguntaba por qué le había provocado esa excitación.

Pedro  últimamente había estado hablando mucho consigo mismo, sobre todo después de que las personas a las que había creído amigas empezaran a evitarlo, como si estar cerca de él los hiciera igualmente culpables.

Sin darle la espalda, encendió con una cerilla las primeras dos lámparas de grasa de yak que bastaron para iluminar unas largas piernas enfundadas en vaqueros. Una tercera lámpara dejó a la vista la curva que formaban sus caderas. El anorak malva que llevaba respondía a una moda que ningún montañero que se preciara de serlo llevaría. Los numerosos pliegues ocultaban los pechos que él había palpado por error. Pedro sonrió ligeramente mientras encendía la cuarta lámpara.

Tenía el pelo negro, corto y despuntado, como las largas pestañas que enmarcaban unos grandes ojos grises que lo miraban como si fuera la encarnación del diablo. Como si ella también lo culpara a él de la muerte de Fernando y Delfina.

Y a veces él mismo se preguntaba si no lo sería.

Mientras la expresión de ella parecía incrustársele en la conciencia, algo en él le decía que no era desprecio precisamente el sentimiento que quería provocar en la mujer que había sobre su cama; pero no quería ahondar demasiado en ello en ese momento.

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