domingo, 17 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 83

Justo antes de la medianoche, Pedro regresó a casa y se encontró un mensaje en el contestador. Había estado paseando desde que Matías y él se habían separado, intentando poner orden en sus pensamientos. Acabó sentado en el puente desde donde unos meses antes, durante el rescate de aquel automovilista, se había tirado al río. Recordó que aquella noche fue la primera que realmente necesitó a Paula, y tuvo la impresión de que había transcurrido una eternidad.

Pensando que sería un recado de su amigo y lamentando el altercado que acababan de tener, fue hasta el aparato y apretó el botón de reproducción. Para su sorpresa, no se trataba de Matías.

Era José, que lo llamaba desde el Cuerpo de bomberos haciendo un evidente esfuerzo por aparentar tranquilidad.

«Se ha declarado un incendio en las afueras de la ciudad, en el almacén de Arvil Henderson. Es grave. Han acudido todos los voluntarios de Edenton, y he pedido auxilio a las unidades de los condados vecinos. Hay vidas en peligro. Si recibes este mensaje, ven, necesitamos tu ayuda.»

Hacía casi media hora que había sido grabado. Sin perder tiempo escuchando el resto, Pedro salió a toda prisa hacia su camioneta, maldiciéndose por haber desconectado su móvil al salir del bar. Henderson era un mayorista de pinturas y tenía uno de los negocios más importantes del condado de Chowan. Los camiones cargaban y descargaban en sus almacenes día y noche y siempre había al menos una docena de hombres trabajando.

Tardaría diez minutos en llegar. Como mínimo.

Supuso que todo el mundo ya se habría puesto manos a la obra y que él aparecería alrededor de media hora tarde: un tiempo que podía significar la diferencia entre la vida y la muerte para los que hubieran quedado atrapados por las llamas. Estaba compadeciéndose de sí mismo.

Salió a la carretera derrapando y aceleró a fondo sin dejar de maldecir entre dientes. Tomó todos los atajos que conocía, con los neumáticos chirriando, y en una recta puso la furgoneta a ciento cuarenta por hora. En la parte trasera, las herramientas traqueteaban y un bulto golpeaba los costados de la plataforma cada vez que tomaba una curva.

Los minutos pasaron —largos, eternos minutos—, hasta que, al final, pudo distinguir en la distancia un resplandor anaranjado que se elevaba hacia el cielo. Un espantoso color en plena noche. Golpeó el volante con las dos manos cuando comprendió la magnitud del desastre. Por encima del rugido del motor, le llegó claramente el aullido de las sirenas.

Frenó bruscamente y tomó la curva del camino que conducía al almacén de Henderson con los cuatro neumáticos resbalando sobre el asfalto. A causa de la combustión de los líquidos inflamables, el aire estaba lleno de un humo sucio y grasiento que flotaba lánguidamente a su alrededor. Pudo ver las llamas que surgían del edificio. Cuando por fin detuvo su vehículo, el fuego ardía con toda furia.

La escena era un completo caos.

Había tres camiones cisterna. Las mangueras habían sido conectadas a las tomas de agua y los hombres estaban rociando un lado del almacén. El otro todavía estaba intacto, pero daba la impresión de que podía arder en cualquier momento. Contó dos ambulancias, con las luces de emergencia destellando, y cinco personas tumbadas en el suelo que estaban siendo atendidas al tiempo que un par más salían de entre las llamas, arrastradas por otros hombres que parecían igualmente débiles.

Pedro  contempló el dantesco espectáculo y se dió cuenta de que el coche de Matías estaba estacionado a lo lejos. No obstante, entre el desorden reinante, fue incapaz de divisar a su amigo. Se apeó de la camioneta y fue al encuentro de José, que no dejaba de gritar órdenes para intentar mantener la situación controlada, sin éxito por el momento. En aquel instante llegó otro coche de bomberos procedente de Elisabeth City y de él saltaron seis hombres que rápidamente empezaron a desenrollar la manguera mientras uno de ellos la conectaba a otra toma de agua.

José se dió la vuelta y vió que Pedro corría hacia él; con la cara ennegrecida por el hollín, señaló hacia el camión escalera.

—¡Ve a ponerte tu equipo! —le gritó.

Pedro obedeció. Trepó al vehículo y tomó uno de los trajes ignífugos, se quitó las botas y se lo puso. Un par de minutos después, completamente equipado, se dirigió de nuevo hacia José. Mientras corría, la noche se vio sacudida por una decena de explosiones sucesivas, y una nube de humo en forma de hongo surgió de la hoguera, enroscándose a medida que ascendía, como si hubiera estallado una bomba. Todos los que se hallaban cerca del edificio se tiraron al suelo para protegerse de la lluvia de llameantes restos que salió disparada en todas direcciones. Pedro se tumbó boca abajo, protegiéndose la cabeza.

Las llamas estaban por todas partes, y el almacén empezó a arder desde dentro. Se produjeron más estallidos mientras los bomberos retrocedían para protegerse del calor infernal. Del horno surgieron entonces dos figuras con los miembros envueltos en llamas. Los bomberos los rociaron inmediatamente y los infelices se desplomaron en el suelo, retorciéndose.

Pedro se incorporó y echó a correr hacia el calor, hacia la hoguera, hacia los hombres que yacían en tierra. Corrió como un loco los casi setenta metros que lo separaban del fuego, mientras a su alrededor el mundo adquiría el aspecto de una zona de guerra. Se produjeron más explosiones. Una a una, las latas de pintura iban reventando a causa del Insoportable calor y alimentaban la devastación que lo consumía todo. Pedro respiró trabajosamente a través del humo. Justo en aquel instante, uno de los muros se derrumbó y estuvo a punto de aplastar a los hombres que acababan de salir.

Pedro se aproximó, caminando de lado y con los ojos encharcados de lágrimas por efecto del calor, hasta que consiguió alcanzarlos. Ambos estaban inconscientes, y las llamas les lamían los trajes. Agarró a cada uno de una muñeca y empezó a tirar para alejarlos del peligro. El calor les había derretido parte del equipo, y Pedro, al tiempo que los arrastraba hasta una zona segura, vio con angustia cómo humeaban. En aquel momento apareció un voluntario a quien no conocía y que se hizo cargo de uno de los dos heridos. De aquel modo pudieron alejarse a mayor velocidad en dirección a las ambulancias. Un enfermero salió para socorrerlos.

Sólo una parte del almacén no había sido afectada por el fuego; pero, a juzgar por el humo que surgía de las destrozadas ventanas, también debía de estar a punto de volar por los aires. José gesticulaba frenéticamente, indicando a todo el mundo que se alejara a una distancia prudencial, pero nadie podía oírlo por encima del rugido del incendio.
Los enfermeros llegaron y se arrodillaron inmediatamente junto a los heridos, que tenían la cara chamuscada y las ropas todavía ardiendo. Las llamas, alimentadas por los productos químicos, les habían abrasado las protecciones ignífugas. Uno de los enfermeros sacó unas tijeras y empezó a cortar el chamuscado tejido de uno de los de los monos. Su compañero hizo lo mismo con el otro bombero herido.

Los dos infelices, que habían recobrado el conocimiento, gimieron de dolor. A medida que les iban quitando los trajes a trozos, Pedro los ayudaba a despegar las fibras de la piel quemada.

Empezaron por las piernas y siguieron torso arriba hasta que terminaron con los brazos. Luego, hicieron que los heridos se sentaran y acabaron de despojarlos de las ennegrecidas vestimentas.

Uno de los hombres se había puesto unos vaqueros y dos camisas, con lo cual, aparte de los brazos, había conseguido librarse de las quemaduras más graves. El otro, sin embargo, sólo llevaba una camiseta que también tuvieron que cortar y tenía la espalda abrasada, con quemaduras de segundo grado.

Pedro  levantó la vista y vió que José seguía agitando los brazos y haciendo señas con desesperación. Lo rodeaban tres hombres, y otros tres se acercaban. Fue entonces cuando Pedro contempló el edificio y se dio cuenta de que algo iba mal, terriblemente mal.

Se levantó y corrió hacia Joe mientras un mal presentimiento se apoderaba de él. En cuanto se acercó, escuchó las terribles palabras.

—¡Están todavía dentro! ¡Dos hombres! ¡En aquella zona!

Pedro parpadeó, y un recuerdo lo asaltó de entre las cenizas: el de un niño de nueve años en un ático, pidiendo socorro por la ventana.

Se quedó petrificado, mirando las llameantes ruinas del almacén, que apenas se sostenían en pie. A continuación, como en un sueño, empezó a caminar a paso ligero hacia la parte del edificio que todavía no era pasto del fuego, las oficinas. Corriendo cada vez más deprisa, pasó al lado de los bomberos que sostenían las mangueras, haciendo caso omiso de los gritos que le decían que se detuviera.

El fuego lo dominaba todo: las llamas habían prendido incluso en algunos árboles de los alrededores.

Delante de él, Pedro vió la puerta de entrada que habían derribado sus compañeros.

Una espesa humareda surgía por el boquete.

Lo alcanzó antes de que José se diera cuenta de lo que hacía y le ordenara a gritos que regresara.

Incapaz de oír nada por encima del rugido de las llamas, Pedro se lanzó al interior como una bala, mientras con una mano enguantada se protegía el rostro de las lenguas de fuego que lo rodeaban. Casi a ciegas, giró a la izquierda, rezando para que ningún obstáculo le bloqueara el camino. Los ojos le ardieron cuando aspiró una bocanada de aire acre y contaminado y la retuvo.

Había fuego por todas partes. Las vigas del tejado se desmoronaban y la atmósfera era tóxica.

Sabía que sólo podría contener la respiración durante un minuto. No más.

Avanzó hacia la izquierda, rodeado por un humo impenetrable. Sólo el ardiente resplandor de las llamas evitaba que se perdiera en la más absoluta oscuridad.

El incendio, en pleno apogeo, ardía con furia indomable. Todo se desplomaba: techos, paredes...

Pedro se movió instintivamente a un lado para esquivar una parte del tejado que se le echaba encima.


1 comentario:

  1. Que capítulos! cuantas cosas pasaron! me pone los nervios de punta Pedro! su manera de actuar, de hacer y decir las cosas! incomprensible!!!

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