domingo, 24 de enero de 2016

Una pasión Prohibida: Capítulo 7

—Ten cuidado con lo que deseas. Veré si tienen algo de cordero o kebab.

Pedro  se alejó hacia el bar. El hombre que había tras la barra era casi tan alto como él pero era igualmente fuerte y tenía un cuello enorme. En cuanto se orientó en aquel lugar, se dio cuenta de un humo azul que salía de una puerta que había detrás del bar. Visto desde allí por encima de la cabeza oscura de Pedro parecía como si éste estuviera cubierto de un halo. Como si fuera un ángel oscuro, aunque pensándolo mejor, no había nada de angelical en aquel hombre. Demasiado grande, demasiado rudo, demasiado… abrumador.

Antes, en las escaleras, cuando se había dado la vuelta y la había mirado, Paula había tenido la sensación de que podía leer lo que pensaba, de que podía ver dentro de ella, más allá de la máscara que siempre llevaba para proteger a la mujer real. Se preguntaba si podría confiar en él y contarle la verdad de su búsqueda, que no sólo deseaba devolver a su hogar el cuerpo de su hermana sino que también necesitaba encontrar la llave que Atlanta llevaba alrededor del cuello.

Mala idea. Delfina ni siquiera se lo había contado a Fernando pero ¿qué pasaría si alguien lo descubría? Su hermana no creía que la muerte de Magui fuera una coincidencia y dos muertes más dejaban de ser coincidencia definitivamente. Había utilizado los archivos del CISI para averiguar si el hombre tenía antecedentes pero había salido limpio aunque no podía decirse lo mismo de su padre. Afortunadamente, ella no era de las que creía que «de tal palo tal astilla». Si no, ahí estaba el ejemplo de su propio padre, Miguel Chaves.

Paula inspiró profundamente saboreando en el acto los olores de la habitación. Aparte de la grasa que ardía en las lámparas y el tabaco, llegó a su nariz el olor de la carne a la brasa y se le hizo la boca agua. ¿Terminarían la comida y la bebida con sus posibilidades de convencer a PedroAlfonso?

Pedro regresó de la barra con una botella de whisky, dos vasos y una jarra de agua. Aunque había sido suya la idea de invitarla a una bebida en el bar y algo de comer, su rápido consentimiento despertó sus sospechas. No era lo que esperaba después de reírse de su experiencia como escaladora.  Sin embargo, nada más sugerirlo, ella había asentido diciendo lo hambrienta que estaba.

Empezó a llenar los vasos. Paula le había asegurado que el bar no estaba mal a pesar de ser muy diferente al hotel en el que se hospedaba. Y eso fue lo que llamó la atención de Pedro. Nadie que él conociera solía frecuentar ese tipo de sitios.

—Salud —dijo Pedro levantando su vaso, a pesar de lo malo que era el whisky.

—Salud —dijo ella. Pedro pensó que aquella mujer tenía agallas porque le había servido tanto whisky que apenas si había sitio para un poco de agua.

Sacó una silla cerca de ella y estiró las piernas debajo de la mesa. Paula se vió obligada a retirar la suya un poco para escapar a la invasión de su espacio. Se había quitado el anorak malva y lo había colgado en el respaldo de la silla. El jersey negro que llevaba debajo, a pesar de estar hecho de gruesa lana, marcaba la silueta de un pecho generoso que no habría podido imaginar a pesar de haberlo palpado en la escaramuza de la habitación. Desde luego, su saludo no había sido tan políticamente correcto como lo habría sido un apretón de manos, pero había sido mucho más excitante.

Pedro se inclinó sobre ella mientras ésta bebía su whisky con cuidado.

—No te pareces a Delfina. Nunca habría dicho que eran hermanas —dijo Pedro revolviéndole el cabello a la altura de la sien. Lo tenía liso y era tan suave que escapaba entre sus dedos como si fuera agua—. ¿De dónde has heredado este pelo oscuro? Delfina tenía una cabellera rubia y rizada.

Paula  apenas pudo articular palabra mientras sentía la bebida bajar por su garganta.

—Mismo padre pero madres distintas. La madre de Delfina murió en un accidente de coche y la mía no corrió una suerte muy diferente. Se cayó mientras montaba a caballo y se rompió el cuello.

—Con una historia como ésa, me pregunto si vuestro padre no las tendría entre algodones —dijo Pedro. Si Paula fuera suya, no la dejaría vagar por las montañas.

Se preguntó a qué habría venido un pensamiento así pero acabó por echarle la culpa al whisky.

—No sólo nos tuvo entre algodones, sino que se dedicó a manejar nuestras vidas. Nada era lo suficientemente bueno para nosotras siempre y cuando hiciéramos lo que él quería —dijo ella levantando la barbilla a continuación—. Yo era la rebelde, la inconformista, al contrario que Delfina.

A Pedro no le pasó inadvertida la beligerancia que había en los ojos de la mujer. Era evidente que había en ella un resentimiento no superado. Lo reconoció fácilmente. Era la misma reacción que tenía su hermano gemelo, Federico, cada vez que se mencionaba el nombre de su padre. El problema del poderoso lazo que se establecía entre gemelos era que no se necesitaban palabras para saber lo que el otro estaba sintiendo.

Federico  había sido el primero en llamarlo vía satélite. Pedro había tardado media hora escasa en llegar al campamento tres tras la tragedia. Mareado por lo que había ocurrido, había tenido que sacar fuerzas para hablar con Rei, el jefe de su grupo de sherpas, y con Lucas Nichols, el otro cliente que completaba su equipo. Nunca supo cómo Federico consiguió dar con él, aunque su hermano tenía muchos contactos gracias a su trabajo en la Agencia Internacional de Drogas.

—Debió de ser un impacto muy grande enterarte de su muerte —dijo con ternura aunque la rabia por lo que había ocurrido en la montaña aún lo perseguía. Nunca antes había tenido un accidente en una expedición. Apenas si podía creerlo, aunque no tenía más que cerrar los ojos cada noche para que la tragedia se repitiera en su mente.

Cada noche, en la oscuridad, las dudas lo asaltaban. ¿Podría haber hecho algo más? Dos valiosas vidas se habían perdido.

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