domingo, 17 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 81

Pedro se presentó cuando todavía faltaba media hora para que Paula empezara su turno, y se sorprendió al encontrarla vestida con unos vaqueros y una blusa de manga corta. Había llovido todo el día y las temperaturas habían bajado: no era la ocasión para llevar pantalones cortos. Por su parte, Pedro tenía un aspecto aseado: estaba claro que se había cambiado antes de presentarse.

—Pasa —dijo ella.

—¿No se supone que deberías ir con el uniforme?

—Esta noche libro —contestó tranquilamente.

—¿Libras?

—Sí.

Pedro entró, intrigado.

—¿Dónde está Nico?

Paula  tomó asiento.

—Se ha quedado con Melisa un rato.

Pedro se detuvo, dubitativo. Paula le hizo un gesto señalando el sofá.

—Siéntate.

Pedro obedeció.

—¿Me quieres decir qué ocurre?

—Tenemos que hablar.

—¿De qué?

Paula  no pudo evitar hacer un gesto de exasperación.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—¿Por qué? ¿Acaso hay algo de lo que no me haya enterado? —repuso, sonriendo nerviosamente.

—No es momento para bromas, Pedro. Me he tomado la noche libre con la esperanza de que me ayudes a entender cuál es el problema.

—¿Te refieres a lo de ayer? Ya te dije que lo sentía. Era la verdad.

—No. No es eso. Estoy hablando de tí y de mí.

—¿No hablamos ya de nosotros la otra noche?

Paula  suspiró.

—Sí, claro, hablamos. O mejor dicho, yo hablé y tú no dijiste ni palabra.

—Sí que dije.

—No. Pero es igual. Tú nunca dices nada. Te empeñas en hablar de trivialidades y en evitar los asuntos importantes, los que te preocupan.

—Eso no es cierto.

—¿Ah, no? Entonces ¿se puede saber por qué te comportas conmigo de manera tan diferente?

—Pero si no...

Paula lo interrumpió con un gesto de la mano.

—Ya no vienes por aquí, no llamas cuando estás fuera, la otra noche te escabulliste de la cama y desapareciste...

—Ya te he explicado todo eso.

—Sí, claro que me lo has explicado, pero ¿acaso no entiendes de lo que estoy hablando?

Pedro volvió la cabeza y clavó la mirada en la pared, negándose a aceptar la pregunta.

—Pero hay más que eso —prosiguió Paula pasándose los dedos por el cabello—. Lo cierto es que no te comunicas conmigo, y me pregunto si de verdad alguna vez lo has hecho.

Pedro la miró, y Paula captó el significado. Ya había pasado antes por aquella situación —la negación de cualquier problema— y no quería repetir la experiencia. Entonces recordó los comentarios de Melisa y decidió ir al grano. Respiró hondo.

—¿Qué ocurrió con tu padre? —preguntó, y vió que Pedro se ponía en guardia al instante.

—¿Qué tiene que ver?

—Tiene que ver porque creo que es la causa de tu comportamiento de estas últimas semanas.

Pedro  negó con la cabeza mientras adoptaba una actitud cercana al enfado.

—¿Qué te hace pensarlo?

Paula  lo intentó de nuevo

—Eso no es lo importante. Sólo quiero saber qué ocurrió.

—Ya hemos hablado de este asunto —contestó, secamente.

—No. No lo hemos hecho. Yo te pregunté acerca de tu padre, y tú me contaste algunas cosas, pero sólo por encima, nunca toda la historia.

Pedro hizo rechinar los dientes mientras abría y cerraba una mano sin, aparentemente, darse cuenta.

—¡Murió! ¿Vale? Eso ya te lo había dicho, ¿verdad?

—¿Y?

—¡Y qué! —estalló—. ¿Qué más quieres que te diga?

Paula  se acercó a él y le tomó la mano.

—Melisa me dijo que te culpas de su muerte.

Pedro se la retiró.

—No sabe lo que dice.

—Hubo un incendio, ¿verdad? —preguntó Paula, manteniendo la calma.

Pedro cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, Paula vió en ellos una ira desconocida.

—Murió. Eso es todo. No hay nada más que añadir.

—¿Por qué no quieres responderme? —preguntó ella—. ¿Por qué te empeñas en no contármelo?

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Pedro—. ¿No puedes dejarlo correr?

Su estallido tomó desprevenida a Paula, que lo miró con los ojos muy abiertos.

—No. No puedo —insistió, con el corazón acelerado—. Es algo que nos concierne a los dos.

Pedro se puso en pie.

—¡No nos concierne a los dos en absoluto! Además, ¿a qué demonios viene todo esto? ¡Me estoy hartando de que no dejes de acosarme con tus interrogatorios!

Paula  se le acercó con las manos extendidas.

—No... No te estoy acosando, Pedro —balbuceó—. Sólo pretendo que hablemos.

—¡¿Qué quieres de mí?! —contestó sin haber escuchado y con el rostro enrojecido

—Sólo quiero saber qué te pasa para que entre los dos lo podamos arreglar.

—¿Arreglar? Arreglar ¿qué? No estamos casados, Paula. ¿Por qué demonios no dejas de fisgar de una vez?

Aquellas palabras la hirieron.

—No estoy fisgando —replicó con hostilidad.

—Yo diría que sí. No dejas de intentar meterte en mi cabeza para averiguar lo que anda mal para arreglarme la vida. Pero escúchame bien: ¡no me ocurre nada malo! Por lo menos, no a mí. Soy como soy, y, si no puedes soportarlo, será mejor que lo dejes correr.

Le lanzó una mirada furibunda, y Paula contuvo el aliento. Antes de que pudiera decir nada más, Pedro negó con la cabeza y dió un paso atrás.

—Mira, tú no necesitas que te lleven a ninguna parte, y yo no quiero permanecer aquí ni un minuto más; así que piensa en lo que te he dicho, ¿vale? Me largo.

Dió media vuelta y se marchó dejando a Paula sentada en el sofá, perpleja.

«¿Que piense en lo que ha dicho?», se preguntó.

—Lo haría si tuviera algún sentido —murmuró para sí.

Los días posteriores transcurrieron sin novedad; eso sin contar, naturalmente, las flores que llegaron la mañana siguiente a la discusión. La nota que las acompañaba era sencilla:

«Te pido disculpas por mi comportamiento. Sólo necesito unos cuantos días para poner en orden mis ideas. ¿Puedes concederme eso?»

Una parte de Paula quería echar el ramo al cubo de la basura, mientras que otra deseaba conservarlas; una parte de ella sólo quería acabar en aquel mismo instante, y otra suplicaba por una nueva oportunidad.

«¿Qué hay de nuevo en todo este lío?», pensó.

Fuera, la tormenta había regresado. El cielo estaba frío y gris, y la lluvia se estrellaba contra los cristales. El vendaval azotaba los árboles hasta casi doblarlos por la mitad.

Descolgó el teléfono y llamó a Zaira. Luego volvió la atención a los anuncios clasificados del diario. Tenía intención de comprarse un coche el siguiente fin de semana.

Quizá de aquel modo no se sentiría tan atrapada.

El sábado, Nico celebró su cumpleaños. Ana, Melisa, Matías y sus cuatro hijos fueron los únicos que acudieron a la fiesta. Cuando le preguntaron a Paula por Pedro, ella contestó que llegaría más tarde porque iba a llevar a Nico a ver un partido y que por eso no estaba.

—Nico ha estado esperando ese momento durante toda la semana —explicó, soslayando cualquier mención de problemas.

Si no se preocupaba más era sólo por Nico. A pesar de todo, en lo concerniente al niño, sabía que Pedro no había cambiado. No podía ser de otra manera. Estaría allí a las cinco para recogerlo.

Las horas pasaron más despacio de lo normal.

A las cinco y veinte, Paula estaba jugando en el jardín a lanzarle la pelota a su hijo; tenía un nudo en el estómago y estaba a punto de llorar.

Nico estaba guapísimo con su pantalón vaquero y su gorra de béisbol. Con el guante nuevo, cortesía de Melisa, atrapó el último lanzamiento de su madre, cogió la pelota con la otra mano y se la quedó mirando.

—«Pepe vene» —dijo.

Paula le echó un enésimo vistazo al reloj y tuvo que tragar para contener una náusea. Había llamado a Pedro tres veces, pero no parecía que estuviera en casa. Tampoco parecía que estuviera de camino.

—Me parece que no, cariño.

—«Pepe vene» —repitió el chico.

A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. Se acercó a su hijo y se puso en cuclillas, a su altura.

—Pedro está ocupado, Nico. No creo que pueda llevarte al partido hoy. Si quieres, puedes ir con mamá al trabajo, ¿vale?

Nunca había pensado que decirle aquellas palabras pudiera resultarle tan doloroso. Nico la miró mientras se iba haciendo cargo de lo que significaban.

—«Pepe a machado» —dijo finalmente.

—Sí, cariño. Así es —respondió Paula tristemente mientras lo abrazaba.

Nico soltó la pelota y se fue hacia la casa con un aspecto más abatido de lo que su madre lo había visto nunca. Paula hundió el rostro entre las manos y se echó a llorar.

Pedro apareció a la mañana siguiente con un gran regalo muy envuelto bajo el brazo. Antes de que Paula pudiera salir a recibirlo, Nico  ya iba en pos del paquete. A juzgar por su actitud, el desengaño del día anterior había quedado olvidado, y su madre pensó que si los niños tenían alguna ventaja sobre los mayores, ésa era su capacidad para olvidar deprisa.

Sin embargo, ella ya no era una niña, así que caminó hasta el porche con los brazos cruzados y evidentemente molesta.

Nico estaba abriendo su regalo, arrancando el envoltorio con frenesí. Paula decidió dejar que continuara y no decir nada hasta que hubiera acabado.

—«¡Egos» —gritó Nico, mostrándole la caja a su madre.

—¡Caramba, sí! —contestó.

Sin mirar a pedro, se apartó un mechón de cabello de los ojos y le dijo:

—Nico, dí:  «Gracias.»

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