domingo, 31 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 33

—No tienes que decírmelo más veces, Pedro. No lo entiendo, a menos que sientas algún placer sádico en privarnos de un poco de sexo inofensivo.

Pedro se dijo que nunca entendería a las mujeres pero aquélla tenía una habilidad para metérsele bajo la piel y hacerlo temblar de ira y pasión con la misma facilidad.

—Deja que te repita brevemente lo que ocurre. Fernando y Delfina eran ricos. Tú te harás más rica aún después de su muerte. Yo estaba allí cuando cayeron y murieron pero tuve la mala suerte de sobrevivir. Basta con que empecemos a intimar para que comiencen los rumores. ¿Me comprendes ahora?

Asintió.

—Bien. Entonces, vamos. Cierra la puerta detrás de tí.

—Claro. No queremos que entren los ratones.

Dejó que ella tuviera la última palabra. Era lo menos que podía hacer, y como iba detrás no podía ver su sonrisa de amargura. Su comentario ponía de relieve las vidas tan diferentes que habían tenido. Paula no tenía ni idea de que un ratón no necesitaba una puerta abierta para colarse en una casa, ni siquiera en una de piedra.

Había tratado de endurecer su corazón para no ceder al poder de Paula, pero ésta se las había ingeniado para atravesar sus defensas.

Llegaron al campamento base al segundo día. Los vientos de las alturas habían provocado que muchos montañeros estuvieran en las tiendas. Columnas de humo salían de los muchos fuegos encendidos para cocinar, alrededor de los cuales los porteadores y los sherpas se sentaban a charlar.

Casi todas las tiendas eran del mismo color amarillento, entre las cuales llamaba la atención aquí y allá una bandera, japonesa, americana, alemana, suiza, de los equipos que reclamaban una parte de la montaña. Pedro no podía recordar si entre sus cosas seguía llevando la bandera neozelandesa.

Abriéndose paso entre los montones de basura apilados a la espera de ser transportados al pueblo de nuevo, Pedro entró en el campamento de muy mal humor. Se sentía frustrado y no dejaba de maldecir por ello.

—¿Dónde demonios habrá montado la tienda Rei?

—¿Ocurre algo? —preguntó Paula tirándole del codo.

Ahora era ella la que maldecía. Tenía que aprender a no tocarlo. Pedro se limitó a sacudir el brazo fingiendo que se recolocaba la mochila.

—Esto está hasta los topes. Tendremos que dar vueltas entre toda esta gente hasta que encontremos a Rei.

Esperaba haberla preparado para las risitas y los cuchicheos y que sabría mantener una distancia profesional. Subir a la cumbre no se iba a convertir en una competición pero había gente que no pensaba que hacer cumbre con una buena reputación era algo más que dinero. Los clientes pagaban por el mejor. Ahora se estarían riendo a sus anchas al ver que la reputación del mejor estaba por los suelos.

—Empecemos por aquí. Espero que Rei buscara el mismo lugar en el que acampamos con Fernando y Delfina—continuó Pedro.

Siguió maldiciendo. Sentimientos hondos le apresaban la garganta. Miró a Paula. La había hecho caminar durante un día y medio después de una noche de sexo agotador. Y de nada servía echarle la culpa al fuego y la calidez del ambiente. La tentación personificada en sus curvas femeninas había llamado a su puerta y él había cedido a la seducción. Lo único que había deseado era una noche con Paula y lo había tenido. Pero ahora sentía que iba a pasar el resto de su vida pagando por ello. No se imaginaba con otra mujer. Todas le parecerían fútiles imitaciones del original.

La gente se giraba para mirarlos a medida que caminaban entre las tiendas y algún sherpa lo saludaba con la mano de vez en cuando. Al contrario que algunos de los guías que tan sólo le habían vuelto un frío hombro a su paso, como si su reputación pudiera contagiárseles. Si alguien resultaba herido o muerto, era por deseo de la diosa. El hombre propone y la diosa dispone.

Pedro divisó una bandera sudafricana en medio del humo de una fogata medio apagada. Pasaron junto a ella teniendo mucho cuidado de no tropezar con las piedras que estaban desparramadas alrededor y que podían hacer que se torcieran el tobillo.

En un extremo del fuego, una cabeza en forma de toro muy familiar se asomó a una de las tiendas.

—Eh, Alfonso, amigo. Pensé que ya te habrías ido. Se dice por ahí que habías vuelto a Nueva Zelanda.

Mario no dijo «con el rabo entre las piernas» pero Pedro captó la idea. Era evidente que ése era el último chisme que corría por el lugar.

—Pues no. Tengo trabajo aquí.

Mario salió de la tienda y se unió a ellos. Era un hombre grande dueño de una sonora risa.

—Señora Chaves. Veo que consiguió lo que buscaba. Le deseo suerte —dijo Mario entrecerrando los ojos azul pálido al tiempo que estudiaba a Pedro, aunque era a Paula a la que estaba hablando—. Va a necesitarla. La temporada terminará antes de lo que pensábamos si los vientos continúan como anoche.

—Tengo toda la confianza en el señor Alfonso—dijo ella.

Para Pedro, ésa había sido una buena respuesta. No le importaba la formalidad.

—Pedro, tu equipo llegó antes que vosotros. ¿Cómo te las has arreglado sin ellos?

—Encontramos un refugio en el que guarecernos. Hace años que vengo. No hay muchos pueblos en el camino en los que no haya hecho amigos —dijo Pedro dejando que Mario se hiciera su propia composición. Nadie tenía que saber dónde habían estado ni qué habían hecho durante la tormenta.

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