viernes, 22 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 2

—Claro —dijo la chica sonriendo y dejando a la vista unos preciosos hoyuelos—. Sígame, señora. Es por aquí.

Los mercadillos eran el indicador más fiable de la cultura de un país, sobre todo por la comida. Los aromas eran muy diferentes a los de París, donde siempre olía a pan y dulces recién hechos. Pasaron delante de un puesto en el que servían carne fuertemente especiada y, a pesar de la prisa, Paula notó que la boca se le hacía agua. No había comido nada desde el desayuno en su afán por encontrar un guía.

En cualquier otro momento habría dejado que los sonidos del mercado la inundaran. Siempre lo hacía cuando llegaba a un sitio nuevo. Los sonidos y los aromas le servían para memorizar el lugar. Pero aquella pequeña chica andaba deprisa entre la multitud y Paula no podía perder paso. Trató de ignorar el murmullo de voces que llegaba hasta ella aunque el sonido de las campanillas que pendían de todos los puestos con el fin de espantar a los demonios la atraía fuertemente, como pajarillos que trinaban con alegría. El sonido era encantador. Le recordaban el canario que Atlanta le había regalado en su quinto cumpleaños.

«¿Por qué no pudo esperarme?».

Durante toda su vida, su hermana había huido a lugares a los que Paula no había podido seguirla.

La calle desembocó en una pequeña plaza dominada por un templo budista. Pequeñas banderolas de oración aleteaban movidas por la brisa exhalando el embriagador aroma a incienso con el que estaban perfumadas.

Paula  pensó si sería otro acto supersticioso para mantener alejados a los malos espíritus, aunque estaba segura de que servirían tan poco como sus propias oraciones. Había rezado por Magui tras recibir la carta de Delfina. La conocía desde que eran pequeñas y sabía que era incapaz de hacer daño a una mosca. No merecía morir. Paula había hablado con el detective encargado del caso pero no había conseguido ninguna información de valor. Era como si la muerte de una mujer ya no fuera importante.

Rezar allí era inútil. Aquella montaña había matado todas sus esperanzas de reencuentro con Delfna para corregir los errores del pasado.

Sin embargo, tenía que encontrar el cuerpo de su hermana y la llave. Demasiadas grandes compañías americanas se habían hundido en los últimos tiempos como consecuencia de una mala contabilidad y lo mismo le ocurriría a la de su padre. A menos que encontrara lo que había en aquella caja fuerte. Los resultados del último trimestre habían sido malos pero si Magui tenía razón, ella tenía que encontrar la prueba que incriminara a su primo Pablo.


Pedro observó con los ojos entreabiertos el estado de sus finanzas en su pequeño libro de cuentas. Tenía que conseguir un trabajo pronto o su negocio estaría en números rojos. Le había costado sesenta y cinco mil dólares contribuir a instalar víasy puentes de aluminio colocados por la asociación de sherpas a comienzos de temporada. Si no lo contrataban pronto para una expedición…

El pago por adelantado que había recibido de los Martínez, que eran clientes pero también amigos, se había esfumado hacía tiempo y no iba a ser tan cretino como para exigir el resto del pago después de haber muerto estando a su cargo. Se aclaró la garganta como si así pudiera deshacerse de los rumores que habían estado circulando desde que bajara de la montaña sin Fernando y Delfina.

El juez local no había levantado cargos contra él porque no se podía demostrar nada. Lo único que tenían era su palabra pero en una sociedad tan compacta como aquélla, una vez que un rumor se extendía, era difícil hacerlo desaparecer.

Si diera con el malnacido que lo había iniciado… Su familia sabía muy bien cómo una vida podía destruirse por los rumores; cuando su padre murió, sus hermanos y él tuvieron que vivir con ello. Aún trataban de conseguirlo.

Levantó la vista del cuaderno rayado y se dio cuenta de que la culpable de la mala salud de sus ojos era la escasez de luz. A las cinco y media de la tarde, su habitación del último piso se inundaba de una luz grisácea mientras el sol se ponía tras el Himalaya. Cerró el libro de golpe y el sonido retumbó en la habitación silenciosa.

Pedro se restregó la cara con las manos y se pasó los dedos por el pelo revuelto. Necesitaba un afeitado, aunque ¿para qué? No tenía que impresionar a nadie. Los clientes no se acercaban.

Se levantó del suelo y se estiró hasta tocar con la punta de los dedos una viga del techo. La habitación abuhardillada lo obligaba a permanecer en un extremo si quería estar de pie y tenía que prestar atención para no darse en la cabeza cuando comenzaba a bajar la escalera.

Buscó en los bolsillos las cerillas. Era hora de encender las lámparas si no quería ir tropezándose con los muebles y sus cosas.

El crujido de madera lo sorprendió. El sonido retumbaba en el silencio. Lo reconocía. Era el ruido que hacía uno de los escalones, el quinto, antes de llegar a la puerta de su habitación.

Deslizó la mano hasta el cuchillo que colgaba de su cinturón. Lo sacó de la funda mientras se acercaba a la puerta sin hacer ruido.

Le habían robado dos veces desde que vivía en la buhardilla de la taberna. La puerta no tenía cerrojo y él no llevaba nada de valor encima. Estaba esperando que el intruso llegara al penúltimo escalón, uno que también crujía, pero debía de haber subido los escalones de dos en dos porque no crujió y en ese momento tocaron en la puerta, que se abrió a pesar de lo ligero del toque. Aquella puerta no sólo no tenía cerrojo sino que el cierre no agarraba bien y la puerta se abría a la más ligera presión.

No escuchó un saludo, ni un «¿hay alguien ahí?». La puerta se abrió más mientras él quedaba oculto tras ella. Las pisadas eran leves, típicas de las gentes de pequeña estatura de aquel país. Dejó que el intruso diera un par de pasos hasta elinterior de la habitación y, entonces, con el cuchillo en una mano salió de detrás de la puerta y lo sujetó por la espalda.

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