miércoles, 30 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 32

Ella negó con la cabeza.

—Vayas a donde vayas, siempre podré encontrarte —le dijo en un tono que apenas si podía reconocer como propio.

—Si tienes sentimientos hacia mí, no lo harás —dijo Paula, con sus ojos turquesa de mirada suplicante—. Yo... El taxi ya debería estar aquí.

Cuando abría la puerta un taxi blanco se detenía precisamente delante de la casa y tocaba el claxon.

—Adiós, Pepe. Cuídate —murmuró ella.

Entonces agarró sus cosas, se metió en el taxi y desapareció de su vista. Pedro cerró la puerta. Las gruesas paredes de su casa ahogaban la mayor parte de los ruidos de la calle. ¿Sería posible sentirse tan tremendamente solo? Descolgó la cazadora del perchero y salió, perdiéndose al momento en el jaleo de las callejas de Florencia. El taxi había desaparecido. Caminaba sin ver. Ni siquiera la fabulosa Piazza del Duomo tuvo la habilidad de conmoverlo. Había dejado marchar a la única mujer que había llegado a movilizarlo de un modo del que ni siquiera se había creído capaz. A las siete de la mañana del día siguiente, estaba dormido, sumido en un sueño muy desagradable. El sonido de un timbre lo despertó y  se incorporó rápidamente, todo sudoroso.

Era el timbre del teléfono.

—Alfonso—dijo con voz ronca.

—¿Pepe?

 Él se aclaró la voz.

—¿Clea?

—¿Estás bien?

—Estaba dormido. ¿Dónde estás?

—Estoy en el aeropuerto y...

 —Claro, ¿dónde ibas a estar? Eso es lo que mejor se te da en la vida, ¿No?

—¡Quieres callarte un momento y escucharme! Quiero que quedemos en París; el martes a cenar, en La Marguerite. ¿Lo conoces?

—Todo el mundo lo conoce. Es el mejor restaurante de París. La respuesta es no.

—Mira, sé que anoche no lo hice bien y lo siento. No estoy jugando contigo, de verdad que no. Hay alguien a quien quiero que conozcas —le dijo de manera atropellada—. Suele cenar los martes en La Marguerite. Te ayudaría a entender por qué soy como soy; por eso te lo estoy sugiriendo.

Pedro se frotó los ojos, tratando con todas sus fuerzas de ahuyentar el miedo y la aprensión que le había provocado la pesadilla.

—De acuerdo —dijo por fin en tono seco—. ¿A qué hora?

—A las ocho y media. Yo me ocuparé de hacer la reserva... Gracias, Pepe —se produjo una breve pausa durante la cual se oyó un vuelo que se anunciaba por megafonía—. Tengo que marcharme; están avisando para embarcar. Te veré el martes.

Pedro colgó y se levantó de la cama. Finalmente ella estaba tomando la iniciativa. En tres días conocería al responsable de su miedo al compromiso. De no haber estado tan aturdido por el horror de su pesadilla, le habría dicho lo valiente que le había parecido su gesto y lo mucho que apreciaba que lo hubiera llamado. ¿No era el primer atisbo de apertura por parte de ella? Siguió pensativo. Ella estaba dispuesta a hablarle de su pasado, a exponer las heridas que tan hondo la habían tocado. Él no podía añadir nada a ese dolor. No podía dejarla tirada, como había dicho ella. ¿Pero si se embarcaban en una aventura, cómo podía evitar hacerle daño? ¿Casándose con ella? Eso no podía hacerlo si no la amaba. Se dijo que debía ir con cautela. ¿Y si ponía las necesidades de ella por delante de las suyas propias de momento? Era una manera de ver las cosas, totalmente nueva para él: una que apenas entendía y que le daba un miedo terrorífico. La luz del sol iluminaba el Duomo. A través del cristal contempló el fluir incesante del tráfico. Rápidamente buscó su agenda electrónica en el bolsillo del pantalón. Tenía que hacer algunos cambios para poder estar en París el martes. No le importaba cancelar lo que hiciera falta con tal de tener la oportunidad de entender por qué Paula era así.

Seducción: Capítulo 31

—Estoy lista para llamar a un taxi —le dijo Paula en tono tirante—. Y no le eches la culpa de todo esto a las hormonas.

—No iba a echársela a nada salvo al hecho de lo cabezota que eres —Pedro la agarró de los codos y habló con vehemencia—. Estás más pálida que las sábanas de la cama; quédate aquí, Pau. Duerme en la cama y yo dormiré en la de invitados.

—Deja de tratarme como si fuera a romperme; esto me pasa todos los meses —le dijo con irritabilidad—. Y la respuesta es no.

—Entonces sigues siendo una cobarde.

Ella se soltó y se acercó a un aparador donde había una foto con un marco de plata.

—¿Éstos son tus padres?

Él mismo les había tomado aquella foto a Ana y Horacio, sus padres, en el porche de su casa de Maine, con el mar de fondo. A los dos se les veía felices y relajados.

—Sí —respondió él.

—¿Si su matrimonio es tan maravilloso, por qué sigues soltero? Eres un hombre decente, no creas que no me doy cuenta; y junta eso con una fortuna y ese hoyuelo tan sexy que tienes en la barbilla, las mujeres deben de acosarte continuamente. Y, sin embargo, tú vas de una aventura a la siguiente.

—Nunca he conocido a una mujer que me haya incitado a cambiar.

—Entonces esperas que yo encaje en esa rutina tuya.

 —¿Sabes qué? Me apuesto a que ninguno de los demás hombres con los que has estado te ha hecho perder el control jamás, que nunca has estado tan desesperada por hacer el amor que no hayas podido comer o dormir. Dime que estoy equivocado.

¿Cómo decirle que estaba equivocado, si era la verdad?

—Ninguno de ellos me ha asustado, tampoco —respondió ella.

—No puedes pasarte el resto de tu vida asustándote de tu sombra —dijo él con ímpetu.

Las palabras sobraban. Pedro la tomó entre sus brazos y empezó a besarla, envuelto en un deseo feroz que amenazaba con devorarlo. Le acarició la espalda y hundió sus manos en la melena de rizos pelirrojos, para continuar trazando la suave curva de su cadera y la turgencia de su seno. Y todo el tiempo sus labios se deleitaban con los de ella y sus lenguas se entrelazaban placenteramente.

Paula sabía que no sería capaz de contenerse y también lo besó, mientras le desabrochaba los botones de la camisa y deslizaba la mano por debajo para acariciarle los músculos calientes. ¿Sería Slade el hombre que había estado esperando tanto tiempo? ¿Sería él su hogar? ¿El único hogar que conocería jamás?

—Quédate conmigo, Pau. No me importa si no podemos hacer el amor... Deja al menos que te abrace, que estés a mi lado en mi cama, donde debes estar.

—Haces que me derrita por dentro —le susurró ella—. Te deseo como jamás he deseado a ningún hombre... Tienes razón, eso es lo que no puedo soportar, la razón por la que estoy tan descontrolada.

Él deslizó los labios por la firme y suave columna de su cuello, sintiendo en cada nervio de su cuerpo la frenética alteración de su pulso.

—No vamos a hacer el amor —le dijo en tono ronco—. Así que te puedes quedar con toda confianza.

—¿Y qué hay de la próxima vez? ¿Qué vamos a hacer entonces?

 —Tomémonos cada día de uno en uno.

Sus ojos encerraban todo el tumulto del océano.

—Todavía quieres hacer el amor conmigo y...

—Desde luego que sí. Pero sólo si me prometes que dejaremos de perseguirnos por toda Europa y que no vas a salir con nadie más. En cuanto a mí, te juro que no te dejaré tirada entre una cita y otra, como si fueras de usar y tirar; como si no tuvieras sentimientos. ¿Acaso crees que no me doy cuenta de lo vulnerable que eres?

Ella temblaba ligeramente; estaba a punto de echarse a llorar.

—Me das miedo, Pepe. Si tuviéramos alguna vez un lío volverías mi vida del revés y después me dejarías sin nada. No puedo hacer eso. No debemos volver a vernos; es demasiado doloroso, me parte en dos.

Se apartó de él, se sentó en la cama y marcó un número en el teléfono. Habló en italiano fluido y al momento colgó el teléfono.

—Un taxi estará aquí en cinco minutos; cuando vengo a Florencia tengo un conductor.

Entonces sacó el vestido del armario, el tocado, las zapatillas doradas y su maleta negra. Con la cabeza alta, salió de la habitación.

Pedro se quedó de piedra un momento. Entonces se pasó la mano por el pelo y bajó las escaleras, cuya alfombra ahogaba el sonido de sus pasos. Paula estaba abajo junto a la enorme puerta de roble, con los ojos cerrados, apoyada contra la pared.

—No está bien que te vayas así —le dijo él en tono áspero.

—No estaría bien si me quedara.

—Ignoro totalmente quién te hizo tanto daño, Pau, aunque me gustaría darle una buena paliza a ese cerdo. Pero no puedes pasarte el resto de tu vida ocultándote de él; porque entonces te está amargando.

—¡Tú no lo entiendes!

—Entonces explícamelo para que pueda entenderlo. Háblame de él; de ese modo, no correrás el riesgo de que se repita.

Seducción: Capítulo 30

—¿Quieres decir sexual?

—Por supuesto.

—¿Con qué clase de hombres sales tú? —explotó él.

—Con los que me piden un taxi y me envían de vuelta a mi hotel. Sola. Que era lo que quería que hicieras tú.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que soy distinto a los demás?

Pasados unos segundos de silencio, ella se dirigió a él.

 —¿Por qué razón no te fuiste conmigo a la cama en Copenhague?

—Te lo he dicho; no pienso meterme en la cama contigo mientras salgas con otros hombres de distintos rincones de Europa. Los dos merecemos algo más que eso. Te comprometerás conmigo mientras dure nuestra aventura... O no habrá nada.

Ella saltó de inmediato.

—¿Y quién de nosotros decide que la aventura se ha terminado?

Pedro no tenía ni idea.

—Ya discutiremos de eso más adelante —dijo él, sabiendo que era una respuesta pobre.

Ella retiró la silla.

—Detesto esta conversación.

—¿Porque no me estoy lanzando sobre tí como todos los demás?

—Porque tarde o temprano me tirarás por la borda como has hecho con todas tus demás mujeres. Así que yo voy a dejarte primero; ahora mismo.

—Claro, huye. Eso se te da bien.

—Sí, es cierto. Se llama instinto de supervivencia.


Se puso de pie. Estaba enfadada y muy triste. Pedro también se puso de pie:

—Te estoy ofreciendo los mejores regalos de mi cuerpo, Pau. Seré tan bueno contigo como me sea posible y te daré todo el placer de que soy capaz. Pero no te estoy ofreciendo el matrimonio, ni te compartiré con nadie más.

«Los mejores regalos de mi cuerpo...» El ardor que sintió repentinamente fue tan intenso que pensó que se desmayaría otra vez.

—Voy arriba a cambiarme —le dijo con inquietud—. Luego me marcho a mi hotel.

Pedro le dejó pasar, respirando con agitación. Le daría cinco minutos, pero entonces iría a buscarla.

Tras guardar el resto de la sopa en un recipiente, cargó el lavavajillas, salió de la cocina y subió las escaleras a toda prisa. A la puerta de su dormitorio se detuvo un momento para serenarse; alarmado, se dió cuenta de que veía el reflejo de Paula en el espejo. Estaba de pie junto a la cama con un traje marrón chocolate, con una falda varios centímetros por encima de la rodilla. La chaqueta se ceñía amorosamente a su cuerpo. Tenía el suéter de él pegado a la cara, aspirando su olor, con los ojos cerrados. Entonces, con un gesto que lo sorprendió por lo inesperado, tiró el suéter en la cama y se agachó a ponerse los zapatos. Entonces Pedro entró en el dormitorio.

Seducción: Capítulo 29

Él retiró una de las sillas.

—Siéntate, Pau. Te voy a traer algo de ropa.

—Éste lugar... —dijo ella— es como un hogar de verdad.

Parecía angustiada y triste. Él se dirigió a ella sin molestarse en disimular su compasión.

 —¿Dónde está tu verdadero hogar?

—No tengo hogar.

—Todos necesitamos tener un sitio al que poder llamar nuestro hogar.

Jamás debería haber revelado el hecho de que no tenía un hogar a un hombre tan agudo como Pedro.

—Tengo hambre, Pepe. Dame de comer.

—Desde luego —dijo él—. Pero no hemos terminado con esta conversación.

Él subió los escalones de dos en dos, sacó algo de ropa del armario; y aunque todo le quedaba enorme, era mejor que nada. Le sirvió un cuenco de sopa, dejó el pan con aceite de oliva y tomate en la mesa y le sirvió una copa de vino. Entonces encendió unas velas de cera de abeja que había en un abollado candelabro de plata que había visto en una tienda de antigüedades y que databa del siglo XV. Se sentó frente a ella y alzó su copa.

—Tal vez encuentres tu verdadero hogar, Pau.

 Ella miró a su alrededor en la cocina.

—Todo esto es tan doméstico...

—Tomó una rebanada de pan tostado cubierta de setas y tomate frito—. Mmm... Delicioso. ¿Cocinas así todo el tiempo?

—Sobre todo cuando estoy aquí. Me canso de los restaurantes... ¿Tú no?

Ella cerró los ojos un momento mientras saboreaba la sopa.

—Nunca lo había pensado.

—Pues ya es hora de que lo vayas pensando. No quería.

 —¿Quién friega los platos? —le preguntó ella.

—Yo —dijo Pedro—. Con la ayuda del más moderno de los lavavajillas que tengo bien escondido en la cocina para que no me estropee el decorado.

—¿No tienes sirvientes?

—Tengo unos guardeses que viven en el apartamento que hay detrás de la casa. Cada semana viene alguien a limpiar la casa. Pero cuando estoy aquí me gusta estar a mis anchas —le cortó un trozo de queso—. Paso mucho tiempo con gente, la mayoría de la cual quiere algo de mí. Así que aquí prefiero estar solo.

—¿Y en la compañía de mujeres?

—Aquí no —respondió Pedro.

Ella se quedó sorprendida.

—Pero... traerás aquí a tus mujeres... ¿Por qué no?

—Ya te lo he dicho... Éste es mi refugio —se inclinó hacia delante—. Tú eres la primera mujer que se mete en esa cama.

 —¡No te creo!

—Será mejor que me creas. Porque es cierto.

 Algo en su expresión terminó de convencerla.

—¿Entonces por qué me has traído aquí?

—La alternativa era abandonarte en un hotel —dijo él—. Y desde luego no pensaba hacer eso ni loco. Cómete la sopa. No querrás insultar al cocinero, ¿Verdad? Es más grande que tú.

Ella entrecerró los ojos.

—Para que veas lo buena que está la sopa, voy a hacer lo que tú me digas.

—Me halagas —dijo, y pasó a preguntarle qué más museos frecuentaba en Florencia.

De ahí la conversación pasó con facilidad a muchos temas, hasta que finalmente sirvió el café en unas pequeñas tazas de barro.

—Esta casa... —dijo Paula— Ha debido de costarte una fortuna.

—Varias, si se incluyen los muebles, los impuestos y el mantenimiento.

—No entiendo cómo has podido convertirla en un hogar...

—Es porque me encanta. Y todo lo que contiene.

Ella movió los hombros con inquietud.

—Soy una persona de hotel, paso un día y al día siguíente me marcho. No tengo nada que me ate, nada que me retenga en un sitio.

—Entonces, en mi opinión, eres una perdedora. Éste lugar es real, Pau. Real, duradero y querido.

De pronto ella lo miraba como si fuera su enemigo.

—No lo pillo.

—¿El qué?

 Ella abrió los brazos para abarcar la cocina entera.

—Me metes en la cama, vas a la farmacia por mí y me preparas la cena. ¿Qué sacas tú de todo esto?

—Lo he hecho porque he querido.

—Los dos sabemos que no hay recompensa por ello.

Él se sintió dolido.

Seducción: Capítulo 28

Frunció el ceño y lo miró.

—Esto no es lo que habías planeado para esta noche —dijo Paula.

Con la ayuda de él, terminó de quitarse el vestido y los zapatos dorados.

—Uno de mis lemas siempre ha sido el de capear el temporal. Retiró la ropa de cama y la  tumbó sobre las finas sábanas de algodón suavemente perfumadas con lavanda.

—Quédate tumbada y no te muevas —le ordenó—. ¿Quieres beber algo? ¿Un té de hierbas?

—Yo... no —balbuceó ella—. Pero has sido muy amable al preguntármelo —con un gesto que le llegó al alma, ella se acurrucó sobre la almohada—. Ya me siento mejor —suspiró—. Tal vez un relajante muscular me ayude con los calambres.

Pedro  le colgó el vestido en el armario antes de bajar para subirle las pastillas y una docena de rosas amarillas que había comprado para la mesa del comedor. Paula estaba casi dormida.

—Son preciosas —murmuró ella—. Y de mi color favorito. ¿Cómo lo sabías?

—No lo sabía. A lo mejor es también el mío.

—¿Entonces estamos hechos el uno para el otro? —preguntó ella con una sonrisa
débil.

—¿Quién sabe? —dijo,  con seriedad mientras le pasaba la pastilla y el vaso de agua—. Aquí estás, en mi cama, pero no como yo imaginaba.

Ella se recostó sobre los almohadones.

—¿Tienes bastante calor?

—Estoy muy a gusto —dijo ella en tono adormilado.

 Pedro le anotó el número de su móvil.

 —El teléfono está aquí junto a la cama por si me quieres llamar. Estaré de vuelta en quince minutos.

—Gracias —murmuró ella mientras cerraba los ojos.

Caminando entre la gente, Pedro iba pensando en Paula. La imagen de ella en su cama le llenaba de una emoción que no podía ni empezar a nombrar. ¿Qué era lo que le estaba ocurriendo? La había visto tan frágil, tan vulnerable, que todo su empeño había sido el de consolarla. Y para él, ésa era toda una experiencia. Cuando regresó al dormitorio,  estaba dormida boca arriba, con la cabeza ladeada y apoyada sobre la almohada. La intensidad del color de su cabello resaltaba aún más la palidez de su rostro. Dejó el paquete junto a la cama y corrió las cortinas de las dos estrechas ventanas. Esa noche no cenarían fuera; así que tenía que encargarse de la cena. Ribollita, pensaba  imaginando las rebanadas de pan frito con aceite de oliva, setas y tomate. Tenía dos porciones enormes del carísimo tiramisú de su pastelería favorita en la nevera y si a ella le gustaba tomar café después de comer, siempre tenía eso a mano.

Después de abrir una botella de vino tinto, se subió las mangas y empezó a preparar la sabrosa sopa de verduras. Un rato después, cuando la cocina estaba inundada del aroma a hierbas y a ajo,  notó de pronto que alguien lo observaba. Se dió la vuelta y vió a Paula a la puerta de la cocina, con su camisa que le llegaba a medio muslo y la cara delicadamente sonrosada.

—El delantal te sienta bien —le dijo ella. Él sonrió.

—Soy un cocinero pésimo. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor Pedro, debería volver a mi hotel. Tú...

—La cena está casi lista. ¿Quieres tomarla en la cama?

—¡No! Yo...

—Deja que te busque unos pantalones de chándal y un top y ahora comemos.

Ella fijó la vista en las peladuras de las verduras, en las hierbas picadas y en el bote de salsa de tomate.

—Has cocinado para mí... —dijo con incredulidad.

—Sí... —sacó un poco de caldo con un cacillo y fue hacia ella—. Cuidado, que quema. ¿Tiene bastante sal?

Ella lo probó con cuidado.

—Sabe a gloria.

—No tienes por qué decirlo tan sorprendida.

—No estoy acostumbrada a la idea de un hombre que sabe hacer ribollita como si fuera de aquí.

—Te he dicho que yo no era como los demás —comentó—. Comamos en la cocina.

La mesa y las sillas habían salido de una antigua granja de La Toscana y Pedro las había lijado con cariño hasta que habían quedado relucientes.

—Es preciosa —dijo Paula, preguntándose si él dejaría en algún momento de sorprenderla.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 27

—Es una de nuestras mejores benefactoras.

—Magdalena, calla —dijo Paula con inquietud.

Pero Magdalena continuó:

—Por esa razón se le permite a la señora que pose con uno de nuestros vestidos.

—Lo devolveremos mañana a primera hora —le prometió Pedro. —Cuidaré del vestido, Magdalena —dijo Paula con acento débil—. ¿Puedes traerme mi maleta?

—Por supuesto —la recepcionista sacó una pequeña maleta de cuero de un armario—. La ropa de la señora —dijo, pasándosela a Pedro.

Cinco minutos después, él la ayudaba a meterse en el asiento trasero de la limusina.

—Pedro, quiero volver a mi hotel.

—Por una vez no te saldrás con la tuya.

—Por favor... Necesito estar sola un rato.

—Relájate, llegaremos a mi casa dentro de diez minutos.

 Ella le respondió con algo parecido a la desesperación.

—No puedo enfrentarme a tí... No tengo fuerzas.

—Entonces no lo intentes —le dijo, sonriéndole para quitarle hierro a sus palabras—. Deja que alguien se ocupe de tu vida para variar. Veinte minutos después la limusina se detenía delante de una casa de piedra en el barrio de los artistas. El chófer de la limusina salió y utilizó la llave que Pedro le había pasado para abrir la vieja puerta de roble situada bajo el arco de mampostería.

Pedro sonrió con agradecimiento, levantó a Paula con mucho cuidado, como si fuera a romperse y la llevó al interior. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, cerró el pestillo doble. Las escaleras eran amplias, cubiertas por una alfombra burdeos. Los frescos en tonos marrones, tierra y rojizo decoraban las paredes de escayola.

—Utilizo las dos plantas de abajo para asuntos de negocios y reuniones y las tres superiores para mi uso personal.

Su dormitorio estaba en el último piso, con su pequeño balcón desde donde se disfrutaba de una magnífica vista de la espléndida aguja dorada del Duomo y la lejana y nebulosa silueta de las colinas toscanas; era una vista de la que jamás se cansaba. Sus pocos tesoros descansaban en las pequeñas hornacinas que había en la pared: un pequeño Donatello, una caja con incrustaciones que había pertenecido a uno de los Médicis o una estatua de bronce de Verocchio de un joven cazador. La cama era grande, de madera vieja y la colcha del mismo tono rojizo de los tejados de la ciudad que tanto amaba. Nada de lo que había en la habitación pegaba con nada; y sin embargo constituía un todo armónico. La tendió en la cama.

—Ojalá me hubieras llevado a mi hotel —dijo ella mientras trataba de incorporarse.

—Deja que cuide de tí por una vez, Pau—dijo él de pie junto a la cama—. Está bien que seas independiente, pero no hay por qué exagerar. Y, la verdad, tienes muy mala cara.

—Nunca dejo que nadie cuide de mí —dijo ella con un arranque de su disposición habitual.

—Todos deberíamos estar abiertos a nuevas experiencias —dijo Pedro en tono seco—. ¿Crees que tengo la costumbre de cuidar de las mujeres? —fue al alto armario de nogal que ocupaba toda una pared y sacó una camisa—. Toma, ponte esto. Lo primero es quitarte ese tocado de la cabeza. Con lo apretado que te queda, no es de extrañar que te hayas desmayado.

—Ya me lo quito yo.

—Estoy seguro de que eres capaz. Pero no te voy a dejar. Dió con los automáticos que cerraban el tocado a la altura de la nuca, bajo los pliegues de gasa blanca, y le quitó el adorno de la cabeza. Entonces empezó a desabrocharle los botones en la espalda del vestido.

Con un hilo de voz, sabiendo que no podía seguir posponiéndolo, Paula dijo:

—Yo... Te ruego que vayas a la farmacia por mí.
—Tengo un botiquín de primeros auxilios... ¿Qué te hace falta? ¿Algo para el dolor de cabeza? ¿Un relajante muscular?

No llevaba sujetador. Al ver su espalda desnuda, Pedro sintió deseos de acariciársela. Le retiró el vestido de los hombros, recogió la camisa y se la pasó. Ella se tapó los pechos con la camisa cuando el vestido le cayó por la cintura.

—No vas a tener lo que necesito —dijo ella—. O tal vez sí; y entonces te odiaré por ello.

—Levántate —dijo Pedro, que no había entendido lo que ella le pedía—. Vamos a quitarte éste vestido. Te traeré algo para calentarte los pies en cuanto estés en la cama y luego iré a por lo que sea que necesites.

—Se me ha adelantado —soltó ella bajando la vista—. Por eso no estoy preparada. No se me habría ocurrido posar con esta joya de vestido si me hubiera dado cuenta de que... Me ha venido el período.

—¿Y te desmayas cada vez que te viene? —le dijo él, horrorizado.

—No... Pero no tengo que subirme a un pedestal cada mes para emular a una estatua. Me dan calambres y me siento fatal durante doce horas más o menos.

A Pedro le pareció suficiente.

—Entonces estoy el doble de contento de que estés aquí para poder cuidar de tí — dijo—. En cuanto te hayas acomodado, bajo a una droguería que está a unas calles de aquí. Porque no, no tengo lo que tú necesitas.

Paula pensó en lo que le había dicho hacía un momento, que lo odiaría por ello... ¿Querría eso decir que estaba celosa de que hubiera otras mujeres en su vida?


Seducción: Capítulo 26

Pedro bajó por la Via De Benci hacia el Arno. La luz era dorada y el cielo de un azul sin nubes. Había pocos sitios donde prefiriera estar más que en Florencia en una soleada tarde de diciembre, sobre todo porque en unos minutos vería a Paula. Esa noche iba a hacer el amor con ella; estaba cansado de despertarse en mitad de la noche, de ir a abrazarla y de no encontrarla a su lado; de sentirse frustrado por todas partes. Ya había aguantado bastante. Además, si se la llevaba a la cama, estaba seguro de que echaría abajo las barreras detrás de las que ella se escondía; incluso estaba seguro de que le haría cambiar de opinión con respecto al tema de la fidelidad.

La enorme puerta de roble del museo chirrió cuando Pedro la empujó para entrar. Accedió a un vestíbulo fresco de altos techos, lleno de maniquíes sorprendentemente reales luciendo desde pesadas armaduras hasta los diáfanos vestidos que Botticelli había diseñado en su época. Después de pagar el importe de la entrada, paseó por las distintas salas buscando a Paula con la mirada. En las salas había grupos de turistas y de estudiantes de Bellas Artes con sus caballetes y cuadernos, pero la mujer que estaba buscando no se encontraba allí, pensaba con un nudo de inquietud en el estómago. ¿Habría cedido a sus miedos y habría decidido no ir? Volvería al vestíbulo y esperaría allí hasta que se presentara; porque estaba seguro de que lo haría.

Al darse la vuelta para salir, se fijó en la figura de una mujer subida sobre un pedestal. Sus ojos brillaban de tal modo que parecía como si estuviera viva, pensaba mientras se daba la vuelta. Sus pasos fallaron imperceptiblemente. ¡Estaba viva! Y la cara de la mujer era la de Paula. Se había movido ligeramente. Por eso se había fijado en ella. Con un esfuerzo sobrehumano, se retiró hasta quedar oculto a la vista de ella tras una gruesa columna. Se apoyó contra ella, deseoso de echarse a reír. Ya sabía por qué había elegido que se encontraran en aquel museo. De nuevo le estaba poniendo a prueba y lo estaba haciendo con un sentido del humor muy peculiar. ¿Por qué ir a esperarlo a la puerta como cualquier otro turista? Habría sido una manera de hacer las cosas demasiado previsible para Paula. Pero si ella podía jugar, él también. Se acercó a uno de los estudiantes de arte y se dirigió a él en italiano.

 —¿Querrían hacerme un favor, tú y tus amigos? ¿Les importaría pasar unos minutos dibujando uno de los vestidos que hay en la sala de al lado? Es el de la mujer con el vestido largo de color verde... Les pagaré bien.

Los estudiantes, a quienes parecía hacerles falta comer caliente, intercambiaron unas palabras en italiano. Entonces el hombre de la barba se guardó el fajo de billetes que le había dado Pedro.


Pedro se marchó. Pero en diez minutos, juzgando que era suficiente tiempo para haber hecho sufrir a Paula, estaba de vuelta en la sala. Por un momento se quedó en la puerta, observando la escena con placer. El sol del ocaso se filtraba por las ventanas y las motas de polvo que flotaban en el aire se posaban en silencio sobre la silenciosa colección de caballeros medievales y sus señoras. Los vestidos de las mujeres brillaban como joyas. Pero la cara de ella, vió con repentina preocupación, estaba pálida como la cera. Cuando, guiado por esa inquietud,  salió de entre las sombras, Paula se tambaleó ligeramente. Tenía los ojos vidriosos. Pedro se abrió paso rápidamente entre el grupo de estudiantes y saltó a la plataforma donde estaba ella. En el mismo momento en que ella agachaba la cabeza y se caía hacia delante, él la agarró entre sus brazos. Su frente pegó contra el hombro de él; que notó que ella estaba sin fuerzas, como una muñeca de trapo. Maldijo para sus adentros por haberla dejado posar tanto tiempo, mientras la sentaba en la plataforma y la obligaba con suavidad a colocar la cabeza entre las piernas. Se arrodilló a su lado y le habló con una ternura que no conocía en él.

—No tengas prisa... Te has desmayado.

 Ella emitió un leve gemido de angustia.

—¿Pedro? —susurró—. ¿Eres tú?

—Sí, estoy aquí... No me voy a marchar.

—Yo... De pronto todo empezó a dar vueltas, y después no sé qué ha pasado...

—Ha sido culpa mía —dijo Pedro—. No debería haberte dejado posar tanto tiempo.

Ella lo empujó un poco.

—Necesito tumbarme.

Él le colocó un brazo debajo de las rodillas, otro en la espalda y la levantó en brazos con un sólo movimiento.

 —Voy a por la limusina ahora mismo —miró al estudiante de la barba—. Grazie.

—¡Pedro, bájame!

—No —dijo él—. Me siento como un canalla. Tienes que dejarme que te compense por ello.

En el vestíbulo, le pidió a la recepcionista que llamara al conductor de la limusina que siempre alquilaba cuando estaba en Florencia y cuyo estacionamiento no estaba lejos del Ponte Vecchio.

—Dígale que se dé prisa —dijo Pedro.

 La joven hizo rápidamente lo que él le pedía.

 —¿Está bien la señora?

—Se ha desmayado... Hace mucho calor en las habitaciones —añadió, casi seguro de que estaba bien—. ¿La conoce?

Seducción: Capítulo 25

Se le aceleró el corazón y se volvió a mirarla. Llevaba un vestido negro de corte severo, que sin embargo resultaba más provocativo por el modo en que le ceñía las caderas y los pechos suavemente. Se quitó las botas con torpeza, dejando al descubierto el pronunciado arco de sus pies, las piernas esbeltas embutidas en las finas medias negras. Bajo la compostura superficial, parecía de pronto aterrorizada. Un puño de hielo le apretó el corazón. ¿Cómo podía seducirla cuando parecía una criatura temerosa?

—Pau, yo no obligo a las mujeres —le dijo rotundamente—. No es mi estilo. Sólo te acostarás conmigo por voluntad propia. Así que no hace falta que tengas tanto miedo.

—Es a mí misma a quien temo —dijo ella con espanto—. Pensaba que eso lo sabías.

Con un leve chasquido con el que le trasmitió compasión,  la tomó entre sus brazos. Ella se quedó rígida. Él le acarició el pelo con una mano, le levantó la barbilla y la besó en la boca con suavidad. Se dijo que jamás había besado a una mujer con aquella necesidad tan enorme de consolarla. Su cuerpo se relajó poco a poco; sus labios cálidos se abrieron a él como una flor. Con todo el control que le fue posible, retrocedió mientras pensaba que nunca había hecho algo tan difícil.

—Florencia —dijo él—. Dentro de diez días. La casa que tengo allí es pequeña, pero tiene calefacción central.

Deseosa de sentir el roce de sus labios, Paula lo miró con incredulidad.

—¿Florencia? —dijo con voz estrangulada—. ¿Nuestra próxima cita?

—Sí, dulce Pau. Hazme un favor, ¿quieres? No salgas con nadie entretanto.

 Estuvo a punto de ceder a la debilidad. Se había sentido a salvo entre sus brazos, pensaba con pesar. Protegida. Sin embargo, nada de lo que había vivido la animaba a confiar ni en una cosa ni en otra.

—Me estás encarcelando, Pedro. Como a los pájaros.

—Si eso es lo que de verdad crees, entonces estás metida en un lío.

Ella le contestó con verdadera desesperación.

—Si seguimos viéndonos, cada vez nos implicaremos más y más.

 —Eso es —dijo Pedro de manera inflexible—. Te daré mi dirección de Florencia y estaré esperándote en el aeropuerto.

—Me agotas —murmuró Paula.

Sabía que sus palabras estaban llenas de derrota; como las que diría la cobarde que él le había acusado de ser. Podría enfrentarse a Pedro Alfonso, decidió con un gesto de desafío, empeñada en que podría ser igual de cabezota que él.

—Me encanta Florencia —dijo con tranquilidad—. Siempre me ha encantado.

—Junto con Nueva York, es mi ciudad favorita —dijo él.

—No soy responsable si sufres, Pedro.

 —Todos somos responsables de las consecuencias de nuestras acciones.

—El Museo del Vestido está en una calle al norte de Ponte Vecchio —le dijo ella rápidamente—. Nos encontraremos allí a las tres de la tarde del día dieciséis.

—¿Me prometes que no habrá nadie hasta entonces?

—Si estás hablando de sexo, es muy poco probable que ocurra en los próximos diez días —le dijo ella con las mejillas encendidas—. Pero tengo dos citas para cenar que no voy a cancelar; no voy a permitir que me limites en lo que hago.

Pedro se olvidó de todas sus buenas intenciones, se acercó y la abrazó y besó sus labios entreabiertos con feroz avidez; ella le respondió instantáneamente con un fervor que le aceleró el pulso. Su mano encontró las dulces montañas de sus pechos, donde sus pezones estaban ya tan prietos como los capullos antes de florecer. Ella gimió mientras apretaba las caderas contra su recia erección. Si no se marchaba en ese momento, Pedro supo que se perdería. Con sus condiciones, se decía. Se apartó de ella y le habló con calma y seguridad.

—Entonces te doy las buenas noches.

—¿No... no te vas a quedar? —pronunció Paula, que ardía con un deseo del que no se habría creído capaz.

—Eso es.

—¿Entonces por qué me has besado? —le preguntó echando chispas por los ojos— . ¿Por qué me haces esto?

—¿Hubieras preferido que hubiéramos mantenido esta discusión en el vestíbulo? —Hubiera preferido que te hubieras quedado en el taxi —dijo ella con amargura.

—Esperaba que, estando cerca de la cama, pudieras asegurarme que no quedarías con nadie en estos diez días —le dijo con la misma rabia—. No parece mucho pedir.

—No son los diez días. ¡Es por principios, Pedro!

—En mi opinión —continuó él—, es más bien una falta de principios.

—Entonces lo de Florencia olvídalo —dijo en tono indescifrable.

—En absoluto —respondió él—. Soy más terco que una mula, Pau. Nos vemos dentro de diez días en el museo. Que duermas bien... Y si sueñas, que sea conmigo.

En sus ojos brillaba una enorme turbación, una mezcla de desesperación y frustración. Desesperado por alejarse de ella, porque sabía que si no lo hacía acabarían en la cama a pesar de todo lo que le había dicho, Salió de la habitación y cerró la puerta con determinación. Bajó las escaleras corriendo y salió a la fría noche. Solo. Era, estaba seguro, el primer hombre que se había alejado de los deliciosos brazos de Paula Chaves. Eso hacía de él un idiota.

Seducción: Capítulo 24

—Nada de lo que me enseñes me va a convencer de que seas una mujer inestable y coqueta, que cambia de hombre como quien se cambia de zapatos. No concuerda con la Paula que estoy empezando a conocer: la que quiere dejar en libertad a unos pájaros, la que habla con unos adolescentes, la que ayuda a los demás —aspiró hondo—. Creo que ésa es la Paula verdadera.

—¡Estás complicándolo todo!

—Eres una pura contradicción, Pau. Según tú, te acuestas con cualquiera. Sin embargo, no me permites que me acerque a tí. Yo...

El camarero se acercó en ese momento con lo que habían pedido. Pedro se pasó la mano por el pelo. Se sentía frustrado, inquieto y confuso. Lo único que no tenía era hambre. Cuando el camarero desapareció, Paula alargó el brazo impulsivamente y colocó su mano sobre la de Pedro.

—Esto es lo que yo temía, hacerte daño —dijo ella con agitación—. Por eso hice lo posible por rechazarte la primera vez que nos conocimos.

Tenía los dedos finos y sin anillos y las uñas de un suave color rosado. Pedro vió sus finas venas azuladas bajo la piel marfileña. Como si no pudiera evitarlo, se llevó su mano a los labios y cerró los ojos mientras aspiraba su aroma y sentía el calor en su piel, íntimo y deseado. Se le aceleró el pulso y se excitó en un segundo. Cuando levantó la vista, la mirada de ella le llegó hondo; una mirada brillante de deseo y de anhelo desconsolado. En sus pestañas había lágrimas y sus ojos turquesa eran tan vulnerables como jamás los había visto. ¿Si una simple caricia la conmovía de tal modo, qué no le haría el acto de amor? Sólo había un modo de averiguarlo.

—No soy como el resto de tus hombres; no voy a reaccionar a tu capricho ni a desaparecer convenientemente cuando te parezca. Tú misma has dicho que soy diferente. ¿Así que, por qué no pruebas algo distinto? Radicalmente distinto. La exclusividad. Conmigo.

Ella retiró la mano y se enjugó las lágrimas, sabiendo que su caricia la había tocado en un lugar que ella hacía lo posible para que permaneciera intacto.

—Cada vez que estoy cerca de tí deseo tan desesperadamente hacer el amor... eso a pesar del miedo que me das. Pero yo no me comprometo, Pedro. Con nadie.

—Pasa las Navidades con mi familia y conmigo. Conóceme. Tal vez así podrás cambiar de opinión.

 Ella tomó el tenedor y sacó un mejillón del caparazón.

—Siempre paso las Navidades con unos amigos en Trinidad —le dijo en tono contenido—. Ni San Nicolás, ni pavo para cenar, ni nieve, ni niños.

—¿Nada de familia? —De familia menos.

Recordó cómo había tomado al pequeño en brazos; cómo ese niño se había reído con ella.

—¿No quieres tener hijos?

Ella se estremeció levemente.

—Tal vez algún día.

—Entonces vas a tener que comprometerte, ¿Verdad? —dijo él, y por una vez ella no supo qué responderle.

Él empezó a comer, notando que ella apenas había probado el vino esa noche. Era él quien tenía ganas de emborracharse. Estaba seguro de que jamás había conocido a una mujer tan testaruda como Paula Chaves.

Después de cenar tomaron un taxi al hotel; ella se sentó lo más lejos posible de él. El taxi se detuvo delante de un edificio rococó que albergaba un hotel llamado Den Lille Havfrue, La Sirenita.

—Era la hija de un rey del mar que se perdió cuando se enamoró de un humano — dijo Paula con cierto nerviosismo; entonces el pánico se apoderó de ella al ver que Pedro se echaba la mano al bolsillo para sacar la cartera—. No tienes necesidad de salir —le dijo apresuradamente.

—Te acompaño adentro —dijo él y pagó al taxista.

Paula no quería que Pedro la acompañara al hotel; sobre todo cuando su propio cuerpo la traicionaba de ese modo.

Cuando Paula empezó a charlar de por qué le gustaba el hotel y de lo céntrico que estaba, Pedro se dió cuenta de su nerviosismo. El portero de abrigo color ciruela oscuro les abrió la puerta para que accedieran al vestíbulo, donde unas columnas doradas rodeaban una mesa antigua con un ramo de lilas en el centro. Ella se volvió hacia Pedro y se dirigió a él en un tono más chillón que de costumbre.

—Buenas noches.

—No hemos quedado para nuestra próxima cita. Y no vamos a hacerlo en un lugar público. ¿En qué planta está tu habitación?

Tenía ganas de echarse a llorar o de ponerse a gritar, pero eso echaría por tierra la reputación de la que gozaba allí.

—Mi suite está en el último piso.

Cuando entraron en la suite, Pedro paseó la mirada por la habitación. Más elegancia rococó. La puerta del dormitorio estaba abierta de par en par. A través de ella, vió la amplia cama con un dosel y unas cortinas de brocado en color ciruela.

Seducción: Capítulo 23

—Caminemos un poco más —dijo Pedro.

 Siguieron la circunferencia del lago. Al otro lado, un grupo de adolescentes mal vestidos aparecieron delante de ellos; Paula se puso tensa y se le ocurrió que tenía que retroceder o hacer algo antes de que la vieran. Pero era demasiado tarde. La chica que iba delante, que tenía pendientes en la naríz, en las orejas y en el labio inferior, gritó el nombre de Paula y echó a correr hacia ella mientras se lanzaba a hablar en danés a toda velocidad. Los demás chicos también se acercaron corriendo y la rodearon , muy contentos de haberla visto. Cuando se despidieron de ella un par de minutos después, Pedro le preguntó con naturalidad:

—¿De qué estaban hablando?

—¿De verdad no entiendes el danés? —dijo Paula—. ¿Sólo las dos palabras que me has dicho?

—Nada más.

Ella decidió contarle sólo parte de la verdad.

—Piden junto a la estación. Una vez les dí dinero y me puse a hablar con ellos. Eso es todo.

—No lo creo —dijo él en tono seco.

—¿Me estás llamando mentirosa?

—Cuéntame el resto de la historia, Pau.


—Me cayeron bien —dijo ella—. Lo arreglé para que puedan dormir en un hostal a expensas mías —que también era una verdad a medias—. ¿Podemos hablar de otra cosa?

—Qué amable por tu parte —dijo él.

—¿Con la cantidad de dinero que tengo? —respondió Paula.

—Te has implicado personalmente; por eso es un gesto amable. Cualquiera que tenga dinero puede regalarlo.

De pronto relacionó en su mente aquel tema con Mariana. Mariana también se implicaba como Paula. ¿Sería ésa la naturaleza del vínculo entre las dos? Misterios y más misterios.

 —Vamos a buscar algún sitio donde podamos sentarnos.

—Hay un restaurante muy elegante en mi hotel —dijo Paula en tono tirante.

 Seducirlo no parecía su propósito y Pedro se dijo que su atuendo no era formal.

—He visto un sitio que me ha gustado cerca del auditorio —dijo él. Y en cinco minutos estaban sentados en una pintoresca casita de campo donde tenían el menú en inglés y en danés.

—Todavía no has contestado a mi pregunta —le dijo Pedro después de pedir—. Así que la voy a contestar yo. Me apuesto lo que quieras a que no te has acostado con San Nicolás.

Paula lo miró con cautela. Por supuesto, tenía razón.

—¿Por qué lo dices?

—¿Te acuerdas de las fotos de las revistas que me enseñaste? Bien, cuanto más te trato, menos me inclino a creer que puedan ser evidencia de tu... cómo llamarla, promiscuidad —Pedro  hizo una pausa, conmovido como siempre por la inteligencia de su mirada y la vulnerable curva de sus labios—. Tú tienes algo especial... — continuó él despacio—. Una ingenuidad que te sale de dentro.

Paula se deslizó hacia delante y le respondió en tono irritado.

—Puedes creer lo que quieras.

—Las pantallas de humo son... tu especialidad.

—Ya conoces el dicho ése de que no hay humo sin fuego.

—Tú no has sabido lo que era un fuego hasta que me has conocido a mí.

—¿Cómo puedes decir eso? —le respondió con cierta indignación.

—La primera vez que te besé te entró un miedo horrible... Fue en el Muelle del Pescador, ¿Recuerdas? Y eso fue porque desperté a la mujer apasionada que llevas dentro. Una mujer que no tiene nada que ver con la de esos recortes de periódico.

—Deberías estar escribiendo libros —comentó ella con sarcasmo—. La ficción es tu especialidad.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 22

—Hej, Pedro... Entonces, has venido.

—¿Acaso esperabas otra cosa?

—No lo había pensado demasiado, la verdad —le dijo ella con altanería.

—Se te da muy mal mentir —dijo él, que la miró de arriba abajo, tomándose su tiempo.

Llevaba puesta una chaqueta tres cuartos de cachemir verde que resaltaba el color fuego de su cabello.

Él se quitó el guante y le puso la mano en la mejilla, que ella tenía enrojecida del frío.

—Ni se te ocurra besarme delante de todos estos niños —dijo Paula con menos empeño del debido.

—El beso que tengo en mente darte, no.

Ella se sonrojó de nuevo, ya que se imaginaba vivamente ese beso.

—Sólo piensas en una cosa —dijo ella fingiendo un mohín.

—¿Cómo estás? —le preguntó él bruscamente.

Ella abrió mucho los ojos con gesto inocente.

—Aquí estoy, haciendo mis tareas de Navidad temprano para terminar antes — dijo—. Estoy bien.

¿Así que Paula tenía la intención de comportarse de ese modo? En la superficie, todo ligero y fácil... ¿Pero cuándo se había él echado atrás ante un reto?

—Estás preciosa, sexy y totalmente bella —le dijo él—. ¿Soy el primer hombre que te lo ha dicho hoy?

—En realidad sí que lo eres.

—San Nicolás debe de estar ciego... ¿Lo conoces desde hace mucho tiempo?

Ella lo miró.

—Desde hace tres años.

 La pregunta se le escapó antes de que le diera tiempo a reprimirla:

—¿Te has acostado con él?

—Hay niños por aquí —le soltó ella con fastidio—. Caminemos un rato, me encanta mirar todas las luces.

—Vamos —respondió él en tono agradable.

Pero en cuanto salieron, Pedro la condujo entre las sombras de un enorme árbol de hoja perenne y le dió un beso alimentado por tres semanas de frustración sexual y de continuos sueños eróticos. A pesar de que sus intenciones habían sido otras, Paula le agarró del cuello del abrigo y deslizó la lengua sobre la suya. A partir de entonces se olvidó de todo. Un calor intenso recorrió a Pedro; un calor ardiente que lo turbaba con su exigencia. Quería arrastrarla detrás de unos árboles y hacerle el amor contra uno de ellos. Hacerle el amor hasta que ninguno de los dos pudiera respirar, hasta que las sensaciones saturaran sus cuerpos... Y mientras tanto continuaba saboreando los movimientos de su lengua, la dulzura de su boca, la suavidad de sus labios apretándose contra los suyos. Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho,  echó la cabeza hacia atrás.

—Si no dejamos esto ahora mismo —jadeó—, vamos a tener que echarnos al suelo bajo éste árbol.

La rápida respiración de Paula formaba leves bocanadas blancas en el aire frío.

—Se me estropearía el abrigo —dijo  sin aliento.

—Desde luego merecemos algo mejor que una cama de pinchos para la primera vez que hagamos el amor.

—¡No vamos a hacer el amor... jamás!

—Aún no has contestado a mi pregunta.

 —Ya se me ha olvidado lo que me has preguntado —murmuró Paula.

—¿Ese alegre San Nicolás, ha sido uno de tus amantes?

Ella se puso colorada.

—Yo no te pregunto sobre tu vida sexual.

—Me enseñaste los recortes de periódico, de modo que no espero que seas virgen; tienes veintiséis años y un pasado. Pero estoy seguro de que no quiero estar topándome con ex amantes tuyos a cada paso que demos.

—Te oigo perfectamente, Pedro—le soltó ella mientras se preguntaba si en su vida se había sentido tan molesta como en ése momento—. Si sigues subiendo la voz te va a oír todo el mundo.

Él la tomó de la mano, se apartaron de los árboles y cambió de tema adrede.

—Acabo de llegar de Latvia; llegué hasta allí desde Moscú.

Hacía muchísimo frío. Su perfil, afilado como el de un halcón, se recortaba contra las luces.

—¿Qué estabas haciendo en Latvia?

De un modo entretenido, él  empezó a relatarle las vicisitudes de las tres últimas semanas y fue recompensado por la risa de Paula. Pasearon por algunas de las boutiques del mercado, donde ella se detuvo repentinamente junto a una mesa alargada. Agarró un pequeño broche de esmalte en forma de oso de peluche.

—Lo voy a comprar para tí —dijo ella—. Aunque tú no te parezcas a un osito.

—No lo creo —respondió Pedro, muy complacido con aquel sencillo gesto.

Ella sacó su tarjeta de crédito.

—Será un recuerdo de la Navidad en los Jardines del Tívoli.

—¿Crees de verdad que me olvidaría de esto?

—Ja —dijo ella—. Los hombres tienen poca memoria —le prendió el broche al cuello de la camisa con expresión de concentración.

Le rozó el cuello con la punta de los dedos; al estar tan cerca de él, le llegó el aroma de su perfume, elaborado y seductor.

—Tak... Ésa es la otra palabra que conozco en danés. Tengo algo para tí; los ví en la Quinta Avenida.

Sacó un pequeño estuche del bolsillo. Paula pestañeó al ver el nombre de la joyería. Dentro del estuche había unos pendientes de oro en forma de pájaro con las alas extendidas.

—Son libres...

—Sí, por eso te los compré.

Por un instante Paula se preguntó si se iba a echar a llorar. Así que enseguida guardó la caja en su bolso de cuero negro y controló sus emociones.

—Son preciosos, gracias.

Pedro se dió cuenta de que sus defensas eran muy fuertes. ¿Pero para qué había ido allí, sino para averiguar cómo echarlas abajo?

Seducción: Capítulo 21

El único deseo de él era consolarla, pensaba Pedro mientras le echaba el brazo por los hombros. El contacto, cálido, insufriblemente íntimo, sacó a Paula de su ensimismamiento; se retiró y lo miró con una expresión desprovista de emoción alguna.

—El taxi estará esperando —dijo ella.

—Que espere. ¿Qué ocurre?

—Estoy cansada, he bebido mucho vino y quiero estar sola.

—No me importa con cuántos hombres salgas, estás sola demasiado tiempo. En la jaula en que tú misma te has metido.

—¡Tú no sabes cómo es mi vida!

—Te he tratado lo suficiente como para hacer una suposición aproximada.

Con el semblante pálido de rabia y desesperada por alejarse de él, Paula dijo en tono furioso:

—Si alguna vez te cansas de los molinos de viento, puedes empezar con la psiquiatría.

Entonces se dió la vuelta y echó a andar apresuradamente a lo largo del estanque ornamental con su fuente de filigrana. A la puerta, cuando se detuvo, Pedro la alcanzó. El taxi estaba esperando, con el motor encendido. Él no estaba de humor para sutilezas.

—No puedes huir de mí —le dijo mientras la agarraba del brazo—. Lo sabes... y yo también.

—Puedo huir cuando yo quiera.

—Asegúrate de que acabas en el Tivoli de aquí a tres semanas.

 Con una explosiva mezcla de rabia y deseo, Paula le agarró la cara con una mano, clavándole al hacerlo las uñas en la piel y lo besó apasionadamente en la boca. Entonces abrió la puerta trasera del taxi y se sentó. Pedro le sujetó la puerta con la risa brillándole en los ojos.

—Para mí la tierra acaba de dar un vuelco. ¿Para tí también, Pau?

—He tomado demasiado vino —respondió deseando que fuera la verdad y le dió al taxista el nombre de su hotel—. Adiós, Pedro.

—Engañarse a uno mismo es muy peligroso —dijo él—. Te veo dentro de tres semanas.

Mientras él cerraba la puerta con suavidad notó que sus facciones eran un compendió de conflictivas emociones. El taxi se alejó y Pedro se quedó mirándolo hasta que las luces desaparecieron a la vuelta de la esquina.


Los loros seguirían en sus jaulas por la mañana. ¿Pero dónde estaría Paula? Copenhague a principios de diciembre le resultó inesperadamente gélido y una capa de varios centímetros de nieve alfombraba la ciudad. Había volado desde Latvia, así que llevaba un abrigo de piel vuelta y botas forradas de piel cuando cruzó la entrada principal brillantemente iluminada de los Jardines del Tívoli, en Vesterbrogade. Se sentía tan nervioso como un niño de siete años la mañana de Navidad. Paula había obsesionado sus pensamientos durante las tres últimas semanas. Sólo le quedaba buscar a San Nicolás. Y a ella. Como había llegado con cuarenta y cinco minutos de antelación, tenía muchísimo tiempo. Y aunque apenas hablaba unas frases en danés, la primera persona a la que preguntó le contestó en un inglés impecable y le dió las indicaciones que necesitaba. De modo que en diez minutos estaba de pie a un lado de un soportal que cobijaba una manada de renos, sacos de juguetes y a un San Nicolás vestido de rojo con una barba blanca y gafas de montura dorara. Un grupo de niños se arremolinaba alrededor de las rodillas de San Nicolás, mientras sus padres los observaban desde los laterales.

De detrás de un enorme trineo rojo salió una mujer con los brazos cargados de paquetes. Se los pasó a algunos de los ayudantes de San Nicolás y entonces se agachó para hablar con una niña. Otra niña la agarró de la manga y al momento un grupo de niños reía a su alrededor. Pedro permaneció muy quieto en las sombras del edifició. Ésa era una faceta de Paula que no había visto aún y que jamás habría sospechado. Parecía muy a gusto; parecía, pensaba Pedro, como si amara a los niños; y eso que ella era una mujer que no podía contemplar la posibilidad de comprometerse. Algo más que añadir al enigma que era Paula.

Entonces Paula echó un vistazo a su reloj y se puso de pie. Un niño pequeño estaba sentado en una de las rodillas de San Nicolás y lo tomó en brazos y se lo llevó a su madre. San Nicolás le dijo algo y ella se echó a reír y le dió un tirón de la barba. Entonces volvió a su tarea de sacar regalos del trineo. Bajo su traje rojo y su barba blanca, San Nicolás podría ser cualquiera. Por ejemplo, uno de los hombres con los que ella tanteaba el terreno.

Pedro miró su reloj. Eran las cinco menos cinco, hora de hacer su aparición. Así que entró en el soportal. Cuando Paula apareció de detrás del trineo para continuar pasando los regalos a los ayudantes, él le dijo con voz clara:

—Goddag, Pau. Es la mitad de lo que sé de danés.

Aunque Paula había estado esperándolo, se dió un pequeño susto al oír su voz, como siempre desconcertada por su mera presencia, tan cargada de aquel magnetismo animal.

Seducción: Capítulo 20

—Monsieur no desea pedir otra botella —dijo Paula—. Madame ha bebido más que suficiente.

Él no estuvo seguro de si tenía ganas de reírse de ella o de darle con la botella casi vacía en la cabeza.

—Después de que practiquemos el sexo en Copenhague, porque no estamos hablando de hacer el amor aquí, cada uno se va por su lado... ¿Es así como tú lo ves?

—Cuando practicas el sexo —dijo para eludir la pregunta—, pierdes interés. ¿No?
Desgraciadamente, ella se había acercado mucho a la verdad.

—¿Quién es el dueño de las viñas, Pau? ¿Y qué te hizo?

Ella dejó la copa con tanta rapidez sobre la mesa que se le vertió un poco de vino en el dorso de la mano. El vino, rojo como la sangre, pensaba Pedro al tiempo que se percataba de su leve temblor.

—Podrías averiguarlo fácilmente —dijo ella—. Y los dos lo sabemos.

—Podría. Pero no voy a hacerlo. Tú tienes derecho a tu privacidad. Además, preferiría que me lo contaras tú.

—Como si eso fuera a ocurrir...

—La amargura no te sienta bien.

—No todo el mundo ha llevado una existencia tan encantadora como la tuya, Pedro.

Él pensó en la habitación oscura y silenciosa, fría y húmeda.

—Supongo que he sido más afortunado que muchos —le dijo sin revelar sus pensamientos.
Ella levantó la cabeza.

—He tocado tu talón de Aquiles, ¿Verdad? —dijo ella—. Lo siento, Pedro.

 Él tomó la servilleta y le limpió el vino de la mano, entonces le cubrió los dedos con toda su mano. Las palabras que le salieron a continuación, fueron totalmente inesperadas.

—¿Por qué me da la impresión de que eres la mujer más solitaria que he conocido en mi vida?

—Basta —le dijo Paula, apretando el puño de un modo que conmovió a Pedro—. O me pondré a llorar como una niña.

—Tengo dos hombros y están disponibles cada vez que quieras llorar en ellos —le dijo él y sintió que nunca en su vida había dicho algo parecido a ese sencillo ofrecimiento; jamás había deseado que ninguna mujer le llorara en el hombro, ni en ninguna otra parte de su anatomía.

—Lo dices como si fuera tan fácil.

—Pau, ojalá me contaras lo que pasa.

—No puedo. No puedo nunca —retiró la mano y se limpió las lágrimas que se estremecían sobre sus pestañas.

Al menos no estaba negando que algo iba mal. ¿Pero qué le habría hecho el dueño de las viñas? ¿Y por qué le preocupaba a él, si apenas conocía a esa mujer?

—El Tívoli, dentro de tres semanas. ¿Dónde y cuándo?

—El primer sábado de diciembre a las cinco de la tarde. Sólo hay un santo patrón de la temporada. Encuéntralo a él y me encontrarás a mí.

—Lo haré —dijo Pedro.

—Tal vez necesites conocer a otra persona mientras tanto —dijo Paula.

—Tal vez el casino se vaya a la quiebra.

—Tienes razón —resopló ella—. Contigo no me aburro. Quiero un trozo de tarta de chocolate.

—¿Después de las anchoas? Te provocará pesadillas.

—Yo no sueño —dijo Paula en tono ligero—. ¿Tú sí? ¿Cuál es tu peor pesadilla?

No pensaba hablarle del cuarto subterráneo. ¿Cómo podía entonces poner reparos a su silencio con el asunto del viticultor?

—Que mi madre pierda la receta de las tartaletas de salmón ahumado con salsa de ruibarbo —dijo él de pronto.

La conversación pasó de la cocina a las posadas rurales y de ahí a los ganadores del Festival de Cine de Cannes. Pedro pidió un taxi que la llevara al hotel Fontvieille. Cuando cruzaban el patio para esperar el taxi,  se fijó por primera vez en que había dos enormes jaulas de pájaros pegadas a la pared del extremo, cada una cubierta con un lienzo de lino.

—Seguramente son pájaros cantores —dijo él—. Siempre me ha parecido una práctica de lo más bárbara encerrarlos dentro de sus jaulas.

Ella estaba totalmente de acuerdo.

—¿Por qué no los liberamos? —dijo Paula.

—Una idea estupenda —dijo Pedro con una sonrisa.

Pero cuando llegaron a las jaulas y retiraron los lienzos, vieron que en cada una de ellas había un loro, uno azul y otro verde. Los dos estaban dormidos, con las cabezas enterradas en su cuello.

—No podemos soltarlos, Pau. Estamos en el mes de noviembre. Se morirían de frío.

—Sí —susurró Paula—. Morirían de frío —repitió mientras dejaba caer el paño sobre la jaula.

Se sentía inmensamente triste.

Seducción: Capítulo 19

—En primer lugar, no estoy saliendo con nadie y no tengo planes de hacerlo; eres la única que me interesa. En segundo lugar, te he demostrado esta noche que soy capaz de aguantar; de pasar tu ridícula «prueba» —permitió que parte de su rabia saliera a la superficie—. ¿Cuándo será nuestra próxima cita? Y esta vez será en un día específico a una hora concreta.
El camarero apareció con la botella que Pedro había pedido, un tinto de un castillo al norte de la Borgoña. Paula se fijó en la etiqueta descuidadamente y de pronto se quedó pálida y expresó evidente confusión con un suave gemido de desesperación.

—Debería habértelo consultado —dijo Pedro con cierto desconcierto—. ¿No te gusta el Borgoña? Es un vino excelente, lo he tomado antes.

—No —murmuró ella—. Está bien. Yo... alguien que conozco es dueño de las viñas, nada más.

Parecía como si estuviera a punto de echarse a llorar. ¿Sería el viticultor quien le había hecho sufrir? Otro misterio, pensaba Pedro mientras llevaba a cabo el ritual de oler el corcho y probar el vino. Cuando les llevaron unas crujientes barras de pan caliente, Pedro alzó su copa.

—Por los espacios donde podamos respirar.

Ella alzó su copa como si estuviera a punto de tomar veneno.

—Por la libertad —le dijo ella, presa por un momento de una aflicción que crispó su rostro.

Entonces se tomó la mitad del contenido de la copa de un trago; el camarero se la rellenó inmediatamente.

—Mis padres han tenido desde siempre una casa en la costa de Maine. Un viejo y entrañable lugar con una valla blanca frente al mar, con su playa privada y acres de bosques.  Siempre me ha encantado. El viento llega soplando desde Portugal y el aire es tan puro que puedes llenarte los pulmones de sal y de niebla.

—Eres muy afortunado —dijo Paula en tono seco mientras daba otro sorbo de vino.

Pedro apenas estaba bebiendo. Quería estar totalmente alerta esa noche; no tenía ni idea de lo que estaba pasando. ¿No era cierto que cada vez que la veía, se hundía un poco más en el misterio que era Paula?

—Tuve la inmensa suerte de criarme mayormente en Maine —continuó Pedro, pasando a relatarle algunas de sus escapadas de niño por la rocosa costa, con la esperanza de que ella se relajara.

El nivel de vino de la botella bajaba a un ritmo constante. Sus platos llegaron a la mesa, pero a Paula se le había quitado el apetito.

—En las dos próximas semanas tengo trabajo; es un viaje por algunas de las fábricas en Rusia y La Siberia que ha costado más de seis meses organizar. Pero podríamos quedar después.

Ella dió otro trago de vino.

—Con mis condiciones —dijo ella en tono bajo.

—De momento —respondió Pedro en el mismo tono.

Implacable, pensaba ella. Inamovible. Irresistible. Debería echar a correr rápidamente.

—La semana posterior a las dos siguientes estaré en Dinamarca. Podemos quedar en los Jardines del Tívoli, en Copenhague; el mercadillo anual de Navidad estará ya abierto.

—¿Qué vas a hacer en Dinamarca?

 Ése era un secreto que no tenía intención de compartir con él.

—La libertad significa no tener que darle cuentas a nadie de cómo vive uno —dijo Paula.

—¿O quiere decir, como dice la canción, que no tienes nada que perder?

—No puedes perder lo que nunca has tenido. Sírveme un poco más de vino, Pedro.

Mientras le servía, él continuó hablando.

—Dijiste que tu abuelo te dejó su dinero. ¿Cuando murieron tus padres?

A ella se le cayó una anchoa del tenedor encima del plato.

—¿Si nos encontramos en el Tívoli, tienes pensado acostarte conmigo?

—Sí —dijo él—, ése es el plan.

—¿Y si digo que no?

—Entonces tendré que hacerte cambiar de opinión, ¿Verdad?

—El deseo está pasado de moda —dijo ella con la dignidad de alguien que se ha tomado media botella de borgoña en poco rato—. Eso es lo único que hay entre nosotros... el instinto más antiguo de la historia. En cuanto te lo quites de en medio, te olvidarás de mí completamente. ¿Entonces qué saco yo de todo esto?

—¿Qué te parece la mejor relación sexual que hayas experimentado en toda tu vida?

Con un estremecimiento interior de alegría que rayaba en la histeria, Paula supo que no tendría casi nada con qué compararlo. Otro secreto que no iba a compartir con él.

—Estás demasiado seguro de tí mismo.

Pedro no estaba tan seguro de sí mismo como aparentaba: por dentro estaba hecho un lío y el jabalí podría haber sido una hamburguesa, de lo descentrado que estaba. Ella era como el mercurio, difícil de definir. Ya se podía ir olvidando de analizarla de algún modo racional.

El camarero apareció y le rellenó la copa a Paula.

—¿Querría el señor pedir otra botella?

Seducción: Capítulo 18

—¡No pienso acostarme contigo, Pedro!

—No finjas que no quieres, por favor.

—Es un poco tarde para eso —le dijo ella con irritación.

—Tienes toda la razón. De todos modos, no he dicho que vaya a utilizar el servicio de habitaciones, he dicho el restaurante. Luego te acompañaré directamente al hotel.

—Voy a salir a primera hora de la mañana —dijo ella.

—Estás cubriéndote por todos los ángulos, ¿Verdad? —dijo él.

—Me estoy protegiendo. ¿Por qué no iba a hacerlo?

—Sin duda no te comportas como una mujer que vaya de hombre a hombre, suelta y libre.

—¡Tú no eres como los demás!

Él se detuvo bajo una de las elegantes farolas, delante de una casa de estuco rosada con preciosos balcones de hierro forjado y altas persianas blancas.

—¿En qué soy distinto?

—Eres demasiado intenso, demasiado convincente, demasiado... —vaciló— turbador.

—Bueno, es un comienzo.

Un Ferrari rojo pasó junto a ellos, ahogando cualquier respuesta que ella pudiera haberle dado. Paula le tiró del brazo y echó a andar calle arriba como si todos los demonios que lo habían asaltado en el bar estuvieran detrás de ella. Ella tenía los suyos propios, de eso estaba seguro. Podría haberse enterado de cuáles eran con un mínimo esfuerzo; un buen detective desenterraría su pasado en veinticuatro horas. Pero quería que fuera ella quien le contara lo que la obsesionaba; por qué estaba tan en contra de los compromisos. Normalmente tenía muy poco interés en los motivos de las mujeres con las que salía. Su hotel tenía un patio de estuco exquisito lleno de árboles exóticos y arbustos en flor, que conducía a un vestíbulo de suelos de mármol. El restaurante daba a los acantilados cubiertos de vegetación y a las oscuras aguas del Mediterráneo. ¿Acaso Paula no había comparado sus ojos a ese enigmático azul noche?

—Nunca me ha gustado Monaco —dijo Pedro con naturalidad—. Las filas de edificios bajan hasta el borde mismo del mar; no hay espacio para respirar.

—¿Y adonde vas tú a respirar, Pedro?

Ella estaba mirando el menú. Él paseó la mirada por sus facciones, descubriéndolas de nuevo con secreta avidez. Paula sintió su escrutinio y levantó la vista. Al ver la expresión de los ojos de él, se ruborizó.

—Sólo tienes que mirarme... —empezó a decir ella con voz estrangulada.

—¿Y...?

—Da igual. No es bueno para tu ego.

 Él echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

 —Haces que me sienta como si fuera dueño de todo el principado de Mónaco — dijo Pedro.

—¿Incluido el casino?

—El juego ha valido la pena, ¿No? Aquí estamos, disfrutando de una cena juntos. Ella se mordió el labio inferior.

—No esperaba verte en el bar esta noche.

—¿Estás segura de que eso es verdad?

—La mayoría de los hombres no se habrían quedado —ella le lanzó una sonrisa tremendamente triste—. Yo lo llamo «la prueba». Creí que no la pasarías.

Él sonrió.

 —Eso es lo que supuse que te figurarías.

—¿Por qué te quedaste? —le soltó ella, sintiéndose sorprendida—. Con todo ese ruido, tanta gente, horas y horas sin hacer nada salvo esperar... Ha debido de resultarte odioso.

—Tú y yo estamos hechos el uno para el otro. En la cama. Por eso me he quedado.

Paula se puso tensa.

—Lo dices como si fuera una verdad inmutable.

—Lo es. Los recortes de periódico siempre habían sido su primera defensa, «la prueba» la segunda. Sólo tenía un arma más y ésa tenía que funcionar.

—Te he dicho que salgo con un montón de hombres diferentes, Pedro. Te guste o no; porque no pienso cambiar ni por tí ni por nadie.

—Entonces la línea del frente está definida —dijo Pedro en tono bajo.

—Si los marinos tienen un amor en cada puerto, yo tengo un hombre en cada ciudad importante de Europa —cerró la carta con fuerza—. Tomaré una ensalada Nicoise con tapenade.

El camarero se materializó junto a la mesa.

—¿Madame? ¿Monsieur?

Después de pedir Paula, Pedro le pidió una botella de vino de la lista y se decidió por un poco de adobo y jabalí al vino tinto con hierbas y ajo. Lo que necesitaba era un poco de carne roja.

Como si no les hubieran interrumpido, él empezó a hablar.

Seducción: Capítulo 17

—Hace cinco segundos parecía como si quisieras estrangularme.

—Hace cinco minutos me has parecido muy decepcionada sólo de pensar que yo no estaba aquí.

—¡Exageras!

—No lo creo. Bailemos, Pau.

—¿Bailar? ¿Contigo? Ni hablar.

—Llevo tres largas noches sentado en este bar —le dijo en tono áspero—. Me han hecho proposiciones deshonestas, he bebido vino malo y me he aburrido como una ostra. Lo menos que puedes hacer es bailar conmigo.

La había esperado. Había pasado «la prueba». ¿Qué se suponía que debía hacer?

—Te vas a enterar —le dijo Paula con temeridad.

 La pista estaba abarrotada y la música era estridente. En sus ojos ardía una emoción que Pedro no habría sido capaz de definir, mientras levantaba los brazos y echaba la melena hacia atrás y meneaba todo el cuerpo. El deseo le aguijoneó las entrañas, ardiente e imperativo. Él la miró a los ojos e imitó sus movimientos, con cuidado de no rozar su cuerpo ni siquiera con un dedo. No hizo falta. Como una diosa pagana, meneando las caderas y con los pezones apuntando bajo la fina seda de su camisola, Paula bailaba, sólo para él. Bailaba como si estuvieran solos. Y continuó bailando hasta que Pedro pensó que se moriría de frustración. La música terminó bruscamente. En el silencio posterior, el barman anunció:

—Vamos a cerrar, señores.

Paula se mordió el labio inferior; respiraba con agitación.

—Lo has conseguido de nuevo —dijo ella—. Me has hecho olvidarme de quién soy.

Pedro  le colocó las manos sobre los hombros y la besó en la boca.

—Bien —dijo él.

Los cuatro o cinco minutos que había pasado bailando con ella también le habían ayudado a olvidarse de que estaba en un sótano oscuro. Aquella Paula Chaves era toda una mujer.

—Salgamos de aquí —dijo ella—. Necesito aire fresco.

Lo mismo que él. Pedro la tomó de la mano y la condujo por las escaleras. Fuera, bajo el cielo cuajado de estrellas, ella aire con fuerza, tratando de olvidar la lascivia con la que se había movido en la pista de baile.

—Tengo hambre —dijo con leve sorpresa—. He olvidado cenar.

Él había empezado a aspirar con fuerza nada más salir, tratando de disimular el alivio que le proporcionaba estar al aire libre. Pero Paula lo miró con confusión.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

Él no faltó a la verdad.

—Me he pasado demasiado rato metido en ese bar; creo que tengo los tímpanos rotos —le colocó la mano en la parte interna del codo—. Comida... eso no vendrá mal.

Echó a andar rápidamente por la acera de ladrillo, que estaba iluminada con lámparas que colgaban de curvas farolas de hierro forjado. En la distancia oyó el suave susurro del rompeolas. Una brisa removía los altos cipreses y las hojas de las palmeras se agitaban y entrechocaban con el viento.

—He dicho que tenía hambre, no que estuviera muerta de hambre —dijo Paula sin aliento.

—Lo siento —dijo él, reduciendo el paso—. ¿De qué conoces a Esteban?

—Lo conocí en Niza el año pasado. Diseña yates para los ricos.

—¿Te has acostado con él?

—No.

—¿Tienes yate?

Ella sonrió.

—Me mareo con sólo subirme a un bote.

—Pero si no fuera así, podrías permitirte uno de los yates diseñados por Esteban.

—Mi abuelo me dejó el grueso de su fortuna. Ricardo Schulz. ¿Has oído hablar de la compañía?

—Un negocio millonario —dijo Pedro mientras repetía el nombre en su memoria.

 Entonces los padres de Paula habrían muerto. Y sin duda esa pérdida sería el origen de la profunda soledad que a Pedro le parecía que afectaba a ella.

—¿Tienes hermanos? —le preguntó para confirmar sus sospechas.

—No —respondió Paula.

—¿Entonces a qué te dedicas, Pau, aparte de a lo de «tantear el terreno»?

—No tengo necesidad de hacer nada más.

—No me vengas con cuentos —dijo Pedro con un convencimiento que no sabía de dónde le había salido—. Eres demasiado inteligente para pasarte la vida de fiesta en fiesta.

Habían llegado a la fachada iluminada del casino, con sus torretas y almenas.

—¿Dónde vamos a cenar? —preguntó Paula.

—Mi hotel está a unos minutos de aquí. Uno de los restaurantes está abierto toda la noche.

Seducción: Capítulo 16

A las tres y media de la madrugada, Pedro recostaba la cabeza sobre la almohada; a las seis menos veinte se despertó de una pesadilla en la que alguien con una jeringuilla lo aplastaba contra un colchón sucio y maloliente. Y a las ocho de esa tarde, volvía a bajar las escaleras de El Genoese. Paula tampoco apareció esa noche, ni había aparecido llegada la una y media de la noche siguiente. Llegado el viernes por la noche, las horas que él había pasado en el bar se habían convertido tanto en una prueba de su coraje y aguante, como en cualquier cosa que tuviera que ver con Paula. Tenía la intención de demostrarse a sí mismo que podría soportarlo una noche más; que el techo bajo y los rincones oscuros no lo empujarían a salir de allí, a abandonar.


Esa noche estaba bebiendo Cabernet Sauvignon. Le dolía la cabeza, llevaba noches sin dormir y estaba de un humor de perros. Sin duda no se sentía en absoluto romántico. A las dos menos cuarto Paula bajó las escaleras y se acercó a la barra. Pedro se sumergió en las sombras mientras ella se detenía al pie de las escaleras y miraba a su alrededor, con su melena igualmente rizada y despeinada. Había conjuntado un traje de pantalón color jade con una camisola crema que le ceñía los pechos con suavidad. Reprimió un gemido de deseo que lo enfureció. No pensaba postrarse a sus pies con gratitud sólo porque finalmente se hubiera presentado.

Desde donde él estaba pegado a la pared vió que ella paseaba la mirada de un extremo al otro del bar, mirando a los hombres que había a la barra, a la gente que bailaba en la pista, a los ruidosos grupos que charlaban en las mesas. Pedro vió su mirada de satisfacción, como si su aparente ausencia confirmara la idea que ella pudiera tener de él; pero también vió en sus ojos un pesar muy agudo, muy real. Y ese pesar le interesó más de lo que habría deseado.

Paula se abrió paso hacia la barra, mirando a un lado y a otro, pero no localizó a Pedro por ninguna parte. Así que no había superado «la prueba». Se había dado por vencido. Eso si había estado allí algún día. Le había dicho que la esperaría, pero había mentido. Una sensación de náusea se le asentó en la boca del estómago. De nuevo su baja opinión de los hombres había quedado confirmada, con mayor dolor que de costumbre. Se puso derecha y trató de relajar la tensión de la mandíbula; cuando llegó a la barra pidió una copa de vino y paseó de nuevo la mirada por la habitación. Dos hombres y una mujer se acercaron a ella; unos viejos amigos de Cannes. Se abrazó con cada uno de ellos, se tomó el vino y levantando la cabeza con desafío, salió a la pista a bailar con el más alto de los dos.

Pedro, que observaba desde su escondite, vió que el hombre le rodeaba la cintura y extendía los dedos por su cadera. Su rabia iba en aumento. Paula estaba tanteando el terreno, su especialidad... Él dejó el vaso en la mesa y cruzó la sala. Tocó al tipo en el hombro y subió la voz para que lo oyeran con la música.

—Es mía. Piérdase.

Paula emitió un gemido entrecortado.

—¡Pedro!

—¿Acaso pensaste que no estaría aquí? —le dijo él con desdén—. Dile a tu amigo que se largue, si le tiene apego a la vida.

—Hablamos después, Esteban—le dijo ella, mientras su corazón competía con los tambores—. No hay problema, conozco a Pedro.

—Oh, no, no me conoces —dijo Pedro, tan cerca de ella que distinguió una mota de máscara de pestañas en el párpado inferior—. Si me conocieras, no tendríamos que formar parte de esta estúpida charada.

—Tú accediste a ello —dijo Paula.

—¿Sabes lo que quiero hacer ahora mismo? Echarte al hombro, sacarte de éste horrible bar y llevarte hasta la cama más próxima.

Le pareció totalmente capaz de hacerlo.

—A los guardas de la puerta no les gusta que nadie haga esas cosas.

—Me sentiría muchísimo mejor, te lo aseguro —dijo Pedro.

—Te sugiero que nos tomemos algo, mejor.

—¿Me tienes miedo, Paula?

—¿De un hombre alto, fuerte y extremadamente enfadado? ¿Por qué iba a tener miedo?

—Me gustas —le dijo él.

 Ella pestañeó.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 15

El Genoese en una noche fresca y húmeda de noviembre debería haber sido un destino agradable. Pedro había caminado desde su hotel y disfrutado de unas magníficas vistas del puerto de Mónaco y el picado mar Mediterráneo de fondo; había pasado por delante de los jardines excesivamente arreglados del casino hacia una calle lateral cerca del agua, donde un cartel discretamente iluminado rezaba El Genoese.

Eran exactamente las siete y media. El bar, comprobó con angustia, estaba en un nivel subterráneo al que se accedía por una estrecha escalera de caracol. Su pesadilla resurgía de nuevo. Tenía treinta y cinco años, no once. Debería poder bajar unas escaleras y pasarse seis horas en una habitación sin ventanas sin sentir que le faltaba el aire. Claro que no era tan sencillo. Paula, estaba casi seguro, no llegaría hasta el viernes. Si aquello era una especie de prueba, ¿Por qué iba a ir a él antes de ese día? A no ser que ella pensara que él no se molestaría en ir hasta el viernes. Era inútil tratar de adivinar lo que iba a pasar. Pedro tomó una bocanada de aire cargado de salitre, bajó las escaleras despacio y empujó la pesada puerta negra. El ruido lo golpeó sorpresivamente. La música de rap sonaba a un volumen altísimo. Jamás había sido un aficionado al rap. Dejó que la puerta se cerrara tras de sí, con el corazón latiéndole con fuerza. El local era espacioso, con mesas alrededor de una pista de baile central iluminada con luces parpadeantes que enseguida lo desorientaron. Una sala grande, pensaba con inquietud; no un cuartucho del tamaño de un armario, como el lugar que jamás sería capaz de olvidar. «Venga, puedes hacerlo, Pedro», se decía mientras respiraba hondo de nuevo.

Pedro se  apoyó contra una pared y paseó la mirada de una cara a otra, deseando de todo corazón que Paula estuviera entre ellas. Los clientes eran jóvenes que vestían vaqueros y cazadoras de cuero de diseño. Las sedosas melenas de las mujeres brillaban como las de los anuncios de champú; el nivel de energía era frenético. Sin embargo, ella no estaba allí. Ocupó una mesa vacía cerca de la puerta desde donde vería a cualquiera que entrara o saliera. Se quitó la trenca y se sentó, pidió una botella de Merlot y un plato de frutos secos. Automáticamente localizó con la mirada las señales luminosas de salida, deseando que el techo no le pareciera tan bajo y que apagaran las luces de la pista. Deseando no haber conocido jamás a Paula Chaves. Las hormonas dominaban su vida, pensaba con furia mientras meditaba sobre lo mucho que le pesaba el control que ella, con su figura esbelta y su rostro exquisito, tenía sobre sus sentimientos. Pero por mucho que hubiera tratado de librarse de lafuerza de aquel control, no era capaz de disminuirlo. ¡Dios! sabía que llevaba tres semanas intentándolo con todas sus fuerzas. Ella, había que ser justos, no tenía ni idea de la ardua prueba a la que lo había sometido obligándolo a que esperara en aquel bar del sótano.

Las luces estroboscópicas se reflejaban en las botellas detrás de la barra, mientras la gente bailaba en la pista, retorciéndose al ritmo de la música primitiva e indudablemente hostil. La pequeña habitación había estado silenciosa; silenciosa como una tumba. Tan silenciosa que daba miedo, que hacía enloquecer. Después de tantos años, él hacía lo posible para no pensar en el secuestro que tanto había alterado su vida. A los once años lo habían agarrado mientras caminaba por la acera junto a su colegio; lo habían drogado y encerrado en un sótano durante quince días y catorce noches. Los secuestradores, se había enterado después, habían estado pidiendo un rescate. El FBI había trabajado con admirable eficacia y rapidez y habían localizado el escondite, habían detenido a los secuestradores y lo habían rescatado. Aparte de las drogas, que le habían dado para mantenerlo en silencio y administrado con una jeringuilla por un hombre enmascarado que no le había dirigido ni una sola palabra, había salido ileso. Jamás había olvidado las lágrimas de su madre cuando se habían encontrado cara a cara en la comisaría de policía, o los signos de agotamiento en la cara de su padre.

El efecto secundario duradero había sido el miedo a la oscuridad, a los lugares subterráneos. En ese momento, para vergüenza suya, le sudaban las palmas de las manos, tenía un nudo en la garganta y el corazón le latía con fuerza. Como cuando tenía once años. A las dos de la madrugada, cuando el guarda de la puerta cerró el bar, a Pedro se le habían insinuado seis mujeres, estaba medio ensordecido y harto de Merlot y de cacahuetes. Además, la claustrofobia no había cedido. Subió las escaleras y salió a la acera. Se metió las manos en los bolsillos y echó a andar hacia el este por el paseo marítimo, donde los edificios se aglomeraban por la colina que descendía hacia una extensión de arena pálida. Sería inútil pensar en dormir hasta que se hubiera recuperado de todas esas horas tremendamente largas. Debería marcharse de Mónaco; olvidar todo aquel ridículo asunto. ¿Merecía te pena esperar a alguien dos noches seguidas en El Genoese? ¿Después de todo, qué sabía en realidad de Paula? Cierto, ella le había dado su palabra. ¿Pero qué valor tenía? ¿Y si no se presentaba? ¿Y si pasaba la noche en Milán, con uno de los muchos hombres que había mencionado, riéndose al pensar en Pedro sentado en aquel bar de aquella cuidad de la Riviera francesa?

Se estaba riendo de él. Y eso lo odiaba tanto como odiaba enfrentarse a los demonios del pasado. ¿Y cómo podía desear a una mujer que no le daba importancia al sexo, por decir algo? Era promiscua, pensaba con pesar, sabiendo que llevaba tres semanas evitando decir la palabra. Parecía tan angelical... y sin embargo, se había acostado con muchos hombres a lo ancho y largo de Europa. La había visto en los recortes y ella misma lo reconocía. Lo lógico era volver a Nueva York por la mañana y olvidarse de la pelirroja de ojos vivos, inteligencia despierta y moralidad casi inexistente. ¿Acaso no había hecho lo posible desde el principio para descorazonarlo? El Genoese era el toque final. Después de malgastar tres noches de su vida de un modo tan estúpido, no tendría prisa por buscarla. Lo cual significaba que ella habría ganado.

Seducción: Capítulo 14

—¿Haces esto con todas las mujeres a las que conoces?

—Nunca me ha hecho falta hacerlo.

—¿Entonces por qué te estás molestando ahora?

—Pau, no quiero tantear el terreno —dijo él a la fuerza—. En éste momento es a tí a quien deseo. A tí, exclusivamente. Porque en el fondo no creo que seas una cobarde.

—Tan sólo sexista —le dijo con un destello de desafío.

—¿No te aburres de tantear el terreno? —le preguntó Pedro.

Ella respondió en tono grosero.

—De momento, no me he aburrido contigo.

—Entonces me atreveré a algo más; haz la prueba conmigo hasta que te aburras — Pedro deslizó sobre la mesa un trozo de papel—. El número de mi asistente personal en Nueva York. Se llama Antonio y siempre sabe dónde localizarme.

Ella se quedó mirando el trozo de papel, como si fuera a levantarse y a morderla. ¿Pero qué había sido de su segunda estrategia de defensa? Pedro se le había adelantado, incitándola a que saliera con él. Peor aún, a que se fuera a la cama con él.

—No me interesa tu dinero —le soltó ella mientras trataba de pensar con claridad—. Yo tengo bastante.

—En ningún momento he pensado que te interesara mi dinero.

«La prueba», pensó ella. «Ahora es el momento. Hazlo, Pau». Ella levantó la vista, y con acento pronunciado, como siempre le pasaba cuando estaba angustiada, se dirigió a él.

—Muy bien, Pedro... Yo también soy capaz de proponerte un reto.

—Adelante —dijo él.

—Encontrémonos en El Genoese, en Montecarlo, dentro de tres semanas; por la tarde, a partir de las siete y media; un miércoles, un jueves o un viernes.

—Dime el día —dijo él.

—Ah —le dijo ella con suavidad—, es parte del reto. No voy a decirte qué día. O bien merezco la pena, o no... ¿Cuál eliges?

—¿Pero aparecerás? —le preguntó Pedro. En sus ojos había destellos de fuego.

—Te doy mi palabra —respondió ella.

—Entonces te esperaré.

—Está abierto hasta las dos de la mañana, y la música es ensordecedora —dijo ella con una sonrisa maliciosa—. No esperarás. Ningún hombre lo haría. Sobre todo cuando el mundo está lleno de mujeres bellas instantáneamente disponibles.

—No te valoras lo suficiente —dijo él; entonces trazó la suave curva de su labio, hasta percibir un ligero temblor—. Esperaré —añadió Pedro.

El miedo que le corrió por las venas la angustió. Él no esperaría. Juraría que Pedro Alfonso jamás había tenido que esperar a ninguna mujer.

—Si no conoces Montecarlo, cualquiera puede dirigirte al Genoese.

—¿Montecarlo, donde la vida es un juego y las apuestas son altas?

—¿Las apuestas son altas? Tal vez para tí... Para mí no —dijo ella.

Lo cual era otra mentira.

 —No estaría donde estoy hoy si no supiera jugar, Pau... Mañana le daré a Antonio tu nombre. Sólo tienes que mencionárselo y él se encargará de que yo reciba los mensajes que le des para mí.

—Debo de estar loca para sugerir un encuentro entre nosotros —dijo ella en un tono tan bajo que Pedro apenas la oyó—. Incluso una reunión a la que no asistirás.

Ella parecía agotada. Pedro apuró el whisky.

—Termina —le dijo él—, y te acompaño al vestíbulo. Después me pondré en camino; mi vuelo es mañana por la mañana, temprano.

Ella le miró con expresión remota.

—¿Entonces esta noche no vas a intentar nada conmigo?

Él apretó la mandíbula.

—No juego cuando no tengo buenas cartas.

—En cualquier mesa serías un oponente temible.

 Él retiró la silla.

—Me lo tomaré como un elogio. Vamos, estás hecha puré.

—¿Hecha puré? No sé lo que significa eso, pero no suena muy bien.

Él le tomó la mano y tiró de ella. De pie, muy cerca de ella, acariciándole las facciones con la mirada, le dijo en tono ronco.

—Significa que estás agotada. Que te hace falta dormir bien. Cuando tú y yo compartamos cama, el sueño no será una prioridad.

—¿Cuando compartamos cama? —le dijo ella mientras lo miraba con sorpresa—. No me gusta que me subestimen.

Él tenía unos ojos de un atrayente azul intenso, profundos e inescrutables; unos ojos carismáticos que la atraían como un imán, como si no fuera dueña de su pensamiento. Sintió que se balanceaba imperceptiblemente hacia él mientras un incipiente deseo despertaba en su interior y tiraba por la borda todas sus defensas. Ella se puso de puntillas y rozó sus labios con los suyos, con la suavidad de un ala de mariposa y con la misma ligereza se apartó de él. A Paula le latía el corazón con fuerza, y horrorizada se dijo que de poco le había servido mantener las distancias con él hasta ese momento. ¿Pero qué demonios le pasaba? Por una vez Pedro se quedó sin palabras. Impulsivamente le tomó la mano, que besó con suave y prolongado placer sin apartar la vista de sus mejillas encendidas. Entonces echó mano de todo el aguante que poseía y rodeándole los hombros con el brazo, la condujo de nuevo al vestíbulo, donde la luz de la araña de cristal resultaba excesivamente fuerte.

—El Genoese. Dentro de tres semanas. Si necesitas algo entretanto, llámame.

—No te voy a llamar —dijo Paula mientras se daba la vuelta y cruzaba el espacioso hall alfombrado hasta los ascensores.

Y no lo haría.

Seducción: Capítulo 13

—Qué poco romántico —dijo ella.

Mientras él la ayudaba a sentarse en su coche de alquiler, un Porsche plateado, la raja de su falda dejó entrever sus piernas y el brillo de sus medias iridiscentes. Se tomó su tiempo mientras colocaba los pies correctamente bajo el salpicadero y se colocaba la falda.

—Gracias —le dijo con toda la compostura del mundo.

Pedro aspiró hondo, cerró la puerta y se acercó al lado del conductor. Su próxima tarea era convencerla de que iba a convertirse en su amante. ¡Y por Dios que lo lograría!.

—Te invito a una copa en el hotel —dijo él antes de salir a la calle.

Paula había tenido algo de tiempo para serenarse y ordenar sus pensamientos. Decidió que había llegado el momento de mostrar su segundo perfil defensivo; uno que no tendría escrúpulos en utilizar con Pedro. Ella lo llamaba «la prueba», y pocas veces le había fallado. Estaba segura de que funcionaría con Pedro Alfonso, un hombre acostumbrado a estar al mando.

—Una copa no me vendría mal —dijo ella.

—Vaya, qué fácil —comentó Pedro.

 —Me disgusta ser previsible.

—No tienes por qué preocuparte por eso.

Había pasado la primera barrera, se decía Pedro para sus adentros, concentrado en su conducción. Tras dejarle el coche al portero del hotel, condujo a Paula hacia un opulento vestíbulo. El mármol, la caoba, las alfombras orientales y una profusión de plantas tropicales declaraban sin sutilidad alguna, que no se había reparado en gastos.

—Habría imaginado que algo menos ostentoso sería más de tu gusto.

—Mariana me hizo la reserva.

Era sin duda el tipo de sitio que le gustaba a su amiga. En el bar, una mujer interpretaba una melodía de jazz mientras paseaba los dedos por las teclas de un piano de cola. Avanzaron hacia una mesa que se hallaba cerca de las cortinas de terciopelo rojo oscuro con sus borlones dorados. Pedro esperó hasta que un camarero les llevó las consumiciones para empezar a hablar.

—Los recortes de periódico que me enseñaste me sorprendieron, Pau, como sin duda tú pretendías. Tampoco me gustaron tus condiciones. Pero me dí por vencido con demasiada facilidad.

Ella dió un delicado sorbo de su Martini.

—Estás acostumbrado a que las mujeres te persigan.

—Tengo mucho dinero y es un potente afrodisíaco.

Ella arqueó las cejas.

—¿Entonces quién es el cínico ahora?

Él se echó hacia delante y habló con toda la fuerza de su persona.

—Pau, te deseo en mi cama... y estoy convencido de que tú también lo deseas. Yo viajo mucho, podemos encontrarnos donde tú quieras.

—Yo tanteo el terreno, me lo paso bien y continúo —dijo Paula, detestando su mentira—. Eso es lo que te he dicho esta mañana y nada ha cambiado. Puedes darme tu número de teléfono, si quieres... Si no tengo nada que hacer, te llamaré.

¿Así que ella lo incluía en lo que ella llamaba «el terreno»?

—Te reto a que conciertes una cita conmigo —dijo Pedro, arqueando una ceja—. Aún más, te reto a que me conozcas. Dentro y fuera de la cama.

A ella se le movieron las aletas de la naríz.

—Te estás comportando de un modo muy infantil —dijo ella.

—¿De verdad? Si dejamos de arriesgarnos, algo en nosotros muere.

—¡Los riesgos pueden matar!

—Te aseguro que no tengo el homicidio en mente.

—Los hombres no se quedan el tiempo suficiente para que las mujeres lleguen a conocerlos —dijo Paula con la respiración agitada.

—Las generalizaciones son señal de una mente perezosa —dijo Pedro.

—Al menor problema, te largarás antes de que me dé tiempo a decir au revoir — dijo ella.

—Te muestras tanto sexista como cobarde —le dijo él.

Ella alzó el mentón rápidamente.

—¿Quién te ha dado derecho a juzgarme? —dijo Paula con rabia.

—Niégalo entonces.

—¡No soy ninguna cobarde!

—Demuéstramelo —dijo Pedro con un susurro aterciopelado—. O, mejor aún, demuéstratelo a tí misma.

—Estás hablando de que nos conozcamos —dijo Paula con inquietud—. Y, sin embargo, tú mismo has dicho que jamás dejas que ninguna mujer se te acerque lo suficientemente como para hacerte daño.

—Tal vez tú seas la excepción que confirma la regla. ¿Y cómo se suponía que debía interpretar eso?

—Me gusta mi vida tal y como es —dijo ella—. ¿Por qué debería cambiarla?

—Si no quisieras cambiarla, no estarías aquí sentada manteniendo esta conversación conmigo.

Él estaba equivocado. Totalmente equivocado.

Seducción: Capítulo 12

—Te he visto tratar a las mujeres como si fueran adornos; decorativas, pero nada que mereciera tu atención.

Él hizo una mueca de pesar.

—Paula me interesa sólo por el hecho de estar en la misma habitación que ella. De modo que es distinta a las demás.

—Eso es lo que dicen todos.

—Tú eres una vieja amiga y te estoy pidiendo que confíes en mí —dijo Pedro totalmente serio—. ella me ha dejado sin sentido. Ninguna otra mujer se ha acercado a ello. Lo único que quiero es la oportunidad de llevarla de vuelta al hotel. No me voy a tirar encima de ella en cuanto se monte en el coche.

—¿Y si ella dice que no?

—No lo hará.

Mariana perdió los estribos.

—Si le haces daño a esa chica... No te invitaré a mi fiesta del próximo año.

Era una amenaza en toda regla.

—Mari, quiero a Paula, por eso no hay problema; pero me da la impresión de que no está huyendo de mí, sino de sí misma. Y me importa un pito si suena ridículo.

Mariana se pasó un buen rato mirándolo.

—Le preguntaré si quiere que la lleves a su hotel. La pesada puerta de roble se cerró tras ella.

Pedro se metió las manos en los bolsillos y fijó la vista en la alfombra persa de valor incalculable. Sentía como si su existencia pendiera de un hilo. ¿Cómo podía ser tan melodramático? Sólo quería sexo, nada más y nada menos.

Cinco minutos después la puerta se abrió. Paula entró en la habitación, seguida de Mariana. Llevaba un vestido de punto muy fino azul pálido, parecido al color del hielo, que le llegaba por la pantorrilla. Llevaba el cabello recogido en un moño. Con asombro, Pedro vió que llevaba puestos los pendientes que le había comprado esa mañana.

—Te he dicho adiós esta mañana —le dijo Paula en tono seco.

—No fue un adiós. Más bien un au revoir.

—Mi hotel está a cuatro manzanas de aquí, exactamente. Puedo caminar.

—Si no quieres ir conmigo, tomarás un taxi.

Paula lo miró con rabia y luego trasfirió esa mirada rabiosa a Mariana.

—¿Éste hombre es amigo tuyo?

Mariana respondió con calma:

—Si no lo fuera, no habría pasado de la puerta.

Paula suspiró con exasperación. No recordaba cuándo se había sentido tan enfadada como se sentía en ese momento. Enfadada, temerosa, preocupada y... aparte de todo eso y en contra de todos sus principios, contentísima de volver a verlo.

—De acuerdo, Pedro, puedes llevarme al hotel —le dijo ella—. Pero sólo porque no quiero perder el tiempo discutiendo contigo.

—Bien —dijo él, incapaz de disimular su sonrisa.

—Esa sonrisa tuya debería estar prohibida; es letal para cualquier mujer que tenga más de doce años.

Mariana reprimió una especie de risotada.

—Tienes que reconocer que es mono, Pau.

—¿Mono? —dijo Pedro, haciendo una mueca.

—Igual de mono que un cable de alta tensión —soltó Paula.

—Desde luego hay bastante tensión entre ustedes dos —comentó Mariana mientras se dirigía hacia la puerta de entrada, donde tomó un chal de encaje de un ropero y se lo pasó a Pedro, quien procedió a ponérselo a Paula por los hombros.

Mariana se inclinó y besó a Paula en la mejilla.

—Hablaremos la semana que viene.

—El lunes o el martes —la voz de Paula se suavizó—. Muchas gracias, Mari.

—Pepe es un buen hombre —añadió Mariana.

Paula sonrió con ironía.

—Tal vez prefiera a los hombres malos.

Pedro intervino en tono duro.

 —Bueno, malo o indiferente, detesto que se hable de mí como si yo no estuviera presente.

—Indiferente no podría aplicarse ni a tí ni a ella —dijo Mariana en tono ligero—. Buenas noches.

Pedro y Paula salieron a la fresca oscuridad de la noche, que aún perfumaban las rosas y la puerta se cerró tras de ellos. Él cortó una rosa amarilla con la mano; y ella se quedó como una estatua mientras se la colocaba detrás de la oreja

—Creo que aguantará —dijo él, tirando del tallo.

—Eres un romántico sin remedio.

—Todavía llevas puestos los pendientes de oreja de mar —comentó él—. ¿No te hace ese detalle también romántica a tí?

—Me van con el vestido.

—Ya estamos discutiendo otra vez.