domingo, 27 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 22

—Hej, Pedro... Entonces, has venido.

—¿Acaso esperabas otra cosa?

—No lo había pensado demasiado, la verdad —le dijo ella con altanería.

—Se te da muy mal mentir —dijo él, que la miró de arriba abajo, tomándose su tiempo.

Llevaba puesta una chaqueta tres cuartos de cachemir verde que resaltaba el color fuego de su cabello.

Él se quitó el guante y le puso la mano en la mejilla, que ella tenía enrojecida del frío.

—Ni se te ocurra besarme delante de todos estos niños —dijo Paula con menos empeño del debido.

—El beso que tengo en mente darte, no.

Ella se sonrojó de nuevo, ya que se imaginaba vivamente ese beso.

—Sólo piensas en una cosa —dijo ella fingiendo un mohín.

—¿Cómo estás? —le preguntó él bruscamente.

Ella abrió mucho los ojos con gesto inocente.

—Aquí estoy, haciendo mis tareas de Navidad temprano para terminar antes — dijo—. Estoy bien.

¿Así que Paula tenía la intención de comportarse de ese modo? En la superficie, todo ligero y fácil... ¿Pero cuándo se había él echado atrás ante un reto?

—Estás preciosa, sexy y totalmente bella —le dijo él—. ¿Soy el primer hombre que te lo ha dicho hoy?

—En realidad sí que lo eres.

—San Nicolás debe de estar ciego... ¿Lo conoces desde hace mucho tiempo?

Ella lo miró.

—Desde hace tres años.

 La pregunta se le escapó antes de que le diera tiempo a reprimirla:

—¿Te has acostado con él?

—Hay niños por aquí —le soltó ella con fastidio—. Caminemos un rato, me encanta mirar todas las luces.

—Vamos —respondió él en tono agradable.

Pero en cuanto salieron, Pedro la condujo entre las sombras de un enorme árbol de hoja perenne y le dió un beso alimentado por tres semanas de frustración sexual y de continuos sueños eróticos. A pesar de que sus intenciones habían sido otras, Paula le agarró del cuello del abrigo y deslizó la lengua sobre la suya. A partir de entonces se olvidó de todo. Un calor intenso recorrió a Pedro; un calor ardiente que lo turbaba con su exigencia. Quería arrastrarla detrás de unos árboles y hacerle el amor contra uno de ellos. Hacerle el amor hasta que ninguno de los dos pudiera respirar, hasta que las sensaciones saturaran sus cuerpos... Y mientras tanto continuaba saboreando los movimientos de su lengua, la dulzura de su boca, la suavidad de sus labios apretándose contra los suyos. Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho,  echó la cabeza hacia atrás.

—Si no dejamos esto ahora mismo —jadeó—, vamos a tener que echarnos al suelo bajo éste árbol.

La rápida respiración de Paula formaba leves bocanadas blancas en el aire frío.

—Se me estropearía el abrigo —dijo  sin aliento.

—Desde luego merecemos algo mejor que una cama de pinchos para la primera vez que hagamos el amor.

—¡No vamos a hacer el amor... jamás!

—Aún no has contestado a mi pregunta.

 —Ya se me ha olvidado lo que me has preguntado —murmuró Paula.

—¿Ese alegre San Nicolás, ha sido uno de tus amantes?

Ella se puso colorada.

—Yo no te pregunto sobre tu vida sexual.

—Me enseñaste los recortes de periódico, de modo que no espero que seas virgen; tienes veintiséis años y un pasado. Pero estoy seguro de que no quiero estar topándome con ex amantes tuyos a cada paso que demos.

—Te oigo perfectamente, Pedro—le soltó ella mientras se preguntaba si en su vida se había sentido tan molesta como en ése momento—. Si sigues subiendo la voz te va a oír todo el mundo.

Él la tomó de la mano, se apartaron de los árboles y cambió de tema adrede.

—Acabo de llegar de Latvia; llegué hasta allí desde Moscú.

Hacía muchísimo frío. Su perfil, afilado como el de un halcón, se recortaba contra las luces.

—¿Qué estabas haciendo en Latvia?

De un modo entretenido, él  empezó a relatarle las vicisitudes de las tres últimas semanas y fue recompensado por la risa de Paula. Pasearon por algunas de las boutiques del mercado, donde ella se detuvo repentinamente junto a una mesa alargada. Agarró un pequeño broche de esmalte en forma de oso de peluche.

—Lo voy a comprar para tí —dijo ella—. Aunque tú no te parezcas a un osito.

—No lo creo —respondió Pedro, muy complacido con aquel sencillo gesto.

Ella sacó su tarjeta de crédito.

—Será un recuerdo de la Navidad en los Jardines del Tívoli.

—¿Crees de verdad que me olvidaría de esto?

—Ja —dijo ella—. Los hombres tienen poca memoria —le prendió el broche al cuello de la camisa con expresión de concentración.

Le rozó el cuello con la punta de los dedos; al estar tan cerca de él, le llegó el aroma de su perfume, elaborado y seductor.

—Tak... Ésa es la otra palabra que conozco en danés. Tengo algo para tí; los ví en la Quinta Avenida.

Sacó un pequeño estuche del bolsillo. Paula pestañeó al ver el nombre de la joyería. Dentro del estuche había unos pendientes de oro en forma de pájaro con las alas extendidas.

—Son libres...

—Sí, por eso te los compré.

Por un instante Paula se preguntó si se iba a echar a llorar. Así que enseguida guardó la caja en su bolso de cuero negro y controló sus emociones.

—Son preciosos, gracias.

Pedro se dió cuenta de que sus defensas eran muy fuertes. ¿Pero para qué había ido allí, sino para averiguar cómo echarlas abajo?

1 comentario:

  1. Muy buenos capítulos! La persistencia y la paciencia que tiene Pedro no tiene nombre!

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