miércoles, 23 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 6

Esa noche, Pedro esperó a que él y Mariana estuvieran casi terminándose el pollo al carbón que degustaban en un elegante restaurante francés de Nob Hill, antes de que él se lanzara a hablar.

—Esta tarde en tu fiesta he conocido a Paula Chaves, Mariana.

Mariana dejó el tenedor suspendido sobre el plato. Aunque llevaba sus canas con orgullo, el traje de noche de seda salvaje era de un naranja calabaza, combinado con unos diamantes amarillos que brillaban a la luz de las velas. Sus ojos, agrandados con una máscara de pestañas verde lima, lo miraban con expresión astuta: no se hacía ilusiones sobre la naturaleza humana. Pedro era una de las pocas personas que sabía qué porcentaje de su fortuna iba a parar a los hospitales para indigentes.

—Una muchacha deliciosa, Paula—dijo ella.

—Háblame de ella.

 —¿Por qué, Pepe?

—Me interesa —le respondió con evasivas.

—En ese caso, dejaré que sea ella la que te cuente —dijo Mariana—. Esta salsa está deliciosa, ¿Verdad?

—¿Entonces ésa es tu última palabra?

—No juegues con Paula. Ésa es mi última palabra.

—¡No tengo por costumbre jugar con nadie!

—¿No? Tienes treinta y cinco años, estás soltero, eres inmensamente rico y muy sexy... ¿Por qué todavía no te ha echado el guante ninguna mujer? —Mariana contestó por él—. Yo te diré por qué. Porque conoces todos los movimientos y eres especialista en mantener las distancias. Te lo advierto, no juegues con Paula Chaves.

—Me ha parecido alguien que sabe cuidarse sola.

—Entonces es buena actríz.

Mariana parecía claramente alterada. Pedro decidió no preguntar por qué Paula era, según ella, tan indefensa y se metió en la boca un bocado de carne y lo masticó pensativamente.

—Beatríz Yarrow estaba en plena forma —comentó Pedro cuando terminó de tragar.

Mariana soltó una risotada grosera.

—No sé por qué la invito; cada año se vuelve más y más escandalosa. Casi decapita con ese bastón suyo a uno de los camareros... A propósito... ¿Has visto lo que llevaba puesto la esposa del senador? Parecía sacado de una tienda de ropa de segunda mano.

Sabía que era mejor no preguntar por qué había hecho la vista gorda con Paula en relación a su famosa etiqueta.

—¿Se recuperará tu césped después de tantos tacones de aguja?

—Ahí tienes a toda una generación de mujeres cojas —dijo Mariana con grandiosidad—. ¿Qué es un trozo de césped en comparación con eso?

Él alzó su copa.

—Por la fiesta del año que viene.

Ella sonrió también con dulzura, algo que no solía hacer y que él valoraba tremendamente.

—Estarás aquí también, ¿Verdad, Pepe?

—Estaré.

Sus aventuras amorosas no duraban más de tres o seis meses; de modo que para dentro de doce ya no estaría con Paula. Fin del encuentro. Cosa rara en él, sintió una punzada de pesar. A la mañana siguiente,  iba caminando por el muelle 39, delante de los coloridos barcos amarrados. Era el mes de octubre, el más soleado en la ciudad y los turistas aún se amontonaban por el paseo junto con los músicos callejeros. La elevada espiral del carrusel parecía llamarlo, y el ritmo de su música provocaba el sentido del oído. ¿Estaría Paula allí? ¿O se lo habría pensado mejor y se habría quedado en el hotel? No tenía ni idea de dónde se hospedaba. Además, al día siguiente se marchaba a Europa. Si estaba empeñada en que no diera con ella, Europa era muy grande.

Caminó alrededor de la valla que rodeaba el carrusel y la buscó con la mirada. Pero no la veía. Habría cambiado de opinión, pensaba Pedro, fastidiado de que ella pudiera jugar con él. Pero debajo de la rabia había cierta decepción que lo desazonaba. Entonces un leve movimiento le llamó la atención. Una mujer agitaba la mano hacia él. Era Paula, sentada en el sillín dorado de un caballito que subía y bajaba, agarrada al palo decorado. Él agitó también la mano mientras la tensión de sus hombros cedía. Había ido. El resto dependía de él. El ala de su enorme pamela de flores subía y bajaba con los movimientos del caballo. Llevaba una falda que le dejaba las piernas al descubierto; unas piernas de piel clara sobre el color oscuro del caballo. Unas piernas largas, sedosas y esbeltas. Cuando el tiovivo se detuvo, ella se deslizó al suelo. Llevaba una alegre falda de flores que le caía suavemente sobre los muslos, un top de un verde tan vivo que casi hasta hacía daño mirarlo y unas sandalias planas a juego. Pedro pensó que esa falda debería quedar prohibida. Aunque no sabía ni cómo era siquiera capaz de pensar con aquel deseo tan intenso que se había apoderado de él, tan distinto a todo lo que había sentido anteriormente.

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