lunes, 28 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 25

Se le aceleró el corazón y se volvió a mirarla. Llevaba un vestido negro de corte severo, que sin embargo resultaba más provocativo por el modo en que le ceñía las caderas y los pechos suavemente. Se quitó las botas con torpeza, dejando al descubierto el pronunciado arco de sus pies, las piernas esbeltas embutidas en las finas medias negras. Bajo la compostura superficial, parecía de pronto aterrorizada. Un puño de hielo le apretó el corazón. ¿Cómo podía seducirla cuando parecía una criatura temerosa?

—Pau, yo no obligo a las mujeres —le dijo rotundamente—. No es mi estilo. Sólo te acostarás conmigo por voluntad propia. Así que no hace falta que tengas tanto miedo.

—Es a mí misma a quien temo —dijo ella con espanto—. Pensaba que eso lo sabías.

Con un leve chasquido con el que le trasmitió compasión,  la tomó entre sus brazos. Ella se quedó rígida. Él le acarició el pelo con una mano, le levantó la barbilla y la besó en la boca con suavidad. Se dijo que jamás había besado a una mujer con aquella necesidad tan enorme de consolarla. Su cuerpo se relajó poco a poco; sus labios cálidos se abrieron a él como una flor. Con todo el control que le fue posible, retrocedió mientras pensaba que nunca había hecho algo tan difícil.

—Florencia —dijo él—. Dentro de diez días. La casa que tengo allí es pequeña, pero tiene calefacción central.

Deseosa de sentir el roce de sus labios, Paula lo miró con incredulidad.

—¿Florencia? —dijo con voz estrangulada—. ¿Nuestra próxima cita?

—Sí, dulce Pau. Hazme un favor, ¿quieres? No salgas con nadie entretanto.

 Estuvo a punto de ceder a la debilidad. Se había sentido a salvo entre sus brazos, pensaba con pesar. Protegida. Sin embargo, nada de lo que había vivido la animaba a confiar ni en una cosa ni en otra.

—Me estás encarcelando, Pedro. Como a los pájaros.

—Si eso es lo que de verdad crees, entonces estás metida en un lío.

Ella le contestó con verdadera desesperación.

—Si seguimos viéndonos, cada vez nos implicaremos más y más.

 —Eso es —dijo Pedro de manera inflexible—. Te daré mi dirección de Florencia y estaré esperándote en el aeropuerto.

—Me agotas —murmuró Paula.

Sabía que sus palabras estaban llenas de derrota; como las que diría la cobarde que él le había acusado de ser. Podría enfrentarse a Pedro Alfonso, decidió con un gesto de desafío, empeñada en que podría ser igual de cabezota que él.

—Me encanta Florencia —dijo con tranquilidad—. Siempre me ha encantado.

—Junto con Nueva York, es mi ciudad favorita —dijo él.

—No soy responsable si sufres, Pedro.

 —Todos somos responsables de las consecuencias de nuestras acciones.

—El Museo del Vestido está en una calle al norte de Ponte Vecchio —le dijo ella rápidamente—. Nos encontraremos allí a las tres de la tarde del día dieciséis.

—¿Me prometes que no habrá nadie hasta entonces?

—Si estás hablando de sexo, es muy poco probable que ocurra en los próximos diez días —le dijo ella con las mejillas encendidas—. Pero tengo dos citas para cenar que no voy a cancelar; no voy a permitir que me limites en lo que hago.

Pedro se olvidó de todas sus buenas intenciones, se acercó y la abrazó y besó sus labios entreabiertos con feroz avidez; ella le respondió instantáneamente con un fervor que le aceleró el pulso. Su mano encontró las dulces montañas de sus pechos, donde sus pezones estaban ya tan prietos como los capullos antes de florecer. Ella gimió mientras apretaba las caderas contra su recia erección. Si no se marchaba en ese momento, Pedro supo que se perdería. Con sus condiciones, se decía. Se apartó de ella y le habló con calma y seguridad.

—Entonces te doy las buenas noches.

—¿No... no te vas a quedar? —pronunció Paula, que ardía con un deseo del que no se habría creído capaz.

—Eso es.

—¿Entonces por qué me has besado? —le preguntó echando chispas por los ojos— . ¿Por qué me haces esto?

—¿Hubieras preferido que hubiéramos mantenido esta discusión en el vestíbulo? —Hubiera preferido que te hubieras quedado en el taxi —dijo ella con amargura.

—Esperaba que, estando cerca de la cama, pudieras asegurarme que no quedarías con nadie en estos diez días —le dijo con la misma rabia—. No parece mucho pedir.

—No son los diez días. ¡Es por principios, Pedro!

—En mi opinión —continuó él—, es más bien una falta de principios.

—Entonces lo de Florencia olvídalo —dijo en tono indescifrable.

—En absoluto —respondió él—. Soy más terco que una mula, Pau. Nos vemos dentro de diez días en el museo. Que duermas bien... Y si sueñas, que sea conmigo.

En sus ojos brillaba una enorme turbación, una mezcla de desesperación y frustración. Desesperado por alejarse de ella, porque sabía que si no lo hacía acabarían en la cama a pesar de todo lo que le había dicho, Salió de la habitación y cerró la puerta con determinación. Bajó las escaleras corriendo y salió a la fría noche. Solo. Era, estaba seguro, el primer hombre que se había alejado de los deliciosos brazos de Paula Chaves. Eso hacía de él un idiota.

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