lunes, 14 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 42

Miró la rosa rosa. No pensaba ir a su propia boda como un cordero a que la degollasen, pensó. Pedro se había disculpado con Alejandra, había admitido haber hecho algo despreciable… Y la pasión hacia ella, que la había llenado de vida, no podía haberse esfumado. Volvió al salón con la frente muy alta. Al oír sus pasos, Pedro se dio la vuelta. Ella le sonrió. Con la rosa en la mano, caminó hasta él, y se la puso en la solapa. La flor no quedó fija.

—No coopera… —musitó ella—. Debí traer un alfiler.

—Espera un momento, cariño —le dijo Alejandra—. Yo traeré uno.

Paula se sintió un poco tonta y se quedó donde estaba.

—Me gusta el color —dijo Pedro.

—¿De la rosa? ¿De mi vestido? —preguntó ella, relajada.

—De ambas cosas, por supuesto —dijo él con voz grave—. Estas hermosa.

—Gracias —susurró Paula.

Alejandra volvió y le dió un alfiler. Paula fijó la rosa.

—Así está mejor —dijo, con satisfacción. Pedro sonrió.

—¿Empezamos?

Cuando prometió amar y cuidar a Pedro su voz tembló, y sus dedos temblaron también cuando le puso el anillo. Era una alianza, dentro había inscrito: Mi tercer regalo para tí. Ahora deseaba no haber puesto aquello.

—Los declaro marido y mujer —dijo el sacerdote. Les sonrió y añadió—: Puede besar a la novia.

Ella se estremeció al sentir sus labios. Alejandra y Horacio la besaron también. Tía Blanca se sentía casi responsable del matrimonio.

—Sabía en la boda de Horacio que habías conocido a tu pareja, Pedro. Necesitas una mujer que te tenga a raya. Yo tengo a raya a Leonardo, ¿No es verdad, cielo? — dijo la mujer.

—Todo el tiempo —dijo Leonardo, y guiñó el ojo a Paula.

De algún modo, Paula se sintió animada y miró a Pedro. Ya era su mujer. Para el resto de su vida. Intentó disfrutar de aquel día, comió y rio. Pero no pudo dejar de pensar en su relación con Pedro. ¿Sería una jaula de oro? ¿O podría convertirse en una relación verdadera de amor? Si pudieran enamorarse…

El tiempo pasó rápidamente. Ya era hora de marcharse. Alejandra y Horacio los llevaron al aeropuerto. Cuando pasaron la puerta de seguridad Alejandra dejó escapar unas lágrimas.

—Me alegro de que te hayas casado con mi hijo, Paula. Que seas feliz —le dijo Horacio.

Luego Pedro y Paula pasaron la barrera. Se quedaron solos, sin saber qué decir. Cuando el avión despegó, Pedro dijo:

—Si no te importa, Pau, tengo que hacer un trabajo de papeleo antes de que lleguemos.

—No hay problema —dijo ella, se echó atrás en el asiento y cerró los ojos.

Se despertó media hora antes del aterrizaje y fue al cuarto de baño a arreglarse. Al volver, Pedro seguía con sus papeles, escribiendo en un ordenador portátil, y ni siquiera percibió su presencia. Tal vez pensara trabajar los cuatro días, pensó ella, y miró por la ventana.

En Nassau se cambiaron del avión a un helicóptero que los llevó cincuenta kilómetros hacia el sur, a las Exumas, y aterrizó en una pequeña isla, al este de la Gran Exuma. Una isla de Pedro. Los estaba esperando un coche. Hicieron en él un viaje de unos minutos y estacionaron frente a un búngalo separado del resto del complejo turístico por unas palmeras, unas verjas altas y paredes de piedra llenas de buganvillas.

El conductor bajó las maletas y Paula entró rápidamente. No quería que Pedro atravesara el umbral con ella en brazos, como si se tratase de un matrimonio de verdad. No iba a poder aguantarlo. El suelo era de piedra, y las paredes estaban pintadas de verde pastel, el mobiliario era una atractiva mezcla de bambú y mimbre.

—Ponte cómoda, Pau. Tengo que hacer un par de llamadas, y luego, ¿Qué te parece si comemos fuera? Marisa dijo que dejaría cosas en el frigorífico para nosotros.

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