miércoles, 9 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 24

No supieron cómo habían ido del vestíbulo al dormitorio. Luego lo vió desnudo, vió su musculoso cuerpo. Y lo oyó musitar contra sus pechos:

—¿Estás protegida, no es verdad, Pau? La vez pasada ni se me ocurrió preguntártelo.

—Sí, por supuesto… ¡Oh! Pepe… Haz eso otra vez… Otra vez, por favor…

—Entonces, ¿Te gusta lo que te estoy haciendo? Dime que te gusta, Pau.

—Sí, sí, me gusta… —dijo ella, y se abrió como una rosa para él. Hicieron el amor toda la noche, como si ninguno de los dos pudiera saciarse nunca. Durmieron en breves interludios, despertándose cada tanto con el hambre de sus cuerpos. Por la madrugada, agotada, ella se quedó dormida en brazos de Pedro, y se despertó con la voz de un locutor de radio.

Abrió los ojos. Pedro estaba inclinado encima de ella, apoyado en un codo, observándola. Ella le sonrió soñolienta.

—No puede ser de mañana… todavía —dijo ella.

Él no le sonrió. Una luz gris le hacía sombras sobre los ángulos del cuello y los hombros. Sus ojos azules oscuros no decían nada. Paula se sintió incómoda y dijo:

—¿Qué hora es?

—Será mejor que te levantes. Humberto estará esperándote en media hora.

Pedro parecía un extraño, frío y distante.

—Pedro, ¿Te ocurre algo?

 —Esta vez no te has ido en mitad de la noche.

—No comprendo a qué quieres llegar.


—Esta vez soy yo quien decide los términos de esta historia. Te quedas en mi cama hasta que yo quiera. ¿Cómo te atreves a abandonar Los Robles sin siquiera decirme adiós?

La punta del cuchillo había encontrado el corazón de Paula.

—¿Has hecho el amor… anoche… por venganza?

—¿Hacer el amor? Nosotros no nos amamos, Paula —dijo él—. Así que no disfraces lo que hemos hecho en la cama con un tinte romántico.

Ella dió un grito de rabia y se apartó de él.

—El concierto, la cena… ¿Toda la noche fue una farsa?

—Quería tenerte aquí, en mi cama. Y lo he conseguido.

—Decides tú… —balbuceó Paula.

Se sentía como si se estuviera desangrando internamente, como si la herida fuera mortal. Por un momento se preguntó si estaría soñando, si aquello era una pesadilla de la que se estaba despertando, en brazos de Pedro. Luego lo miró y vio su mirada hostil, y entonces descubrió que aquello era real. Él la había engañado. La había llevado a la cama por rabia. De pronto recordó algo y le preguntó:

 —¿Es esto a lo que tú llamas domar, Pedro?

—Será mejor que te des prisa… No querrás perder el avión.

Paula sintió un dolor intenso. Sintió ganas de llorar. Pero no iba a llorar delante de él, y escondió su pena con una rabia igual a la de él.

—Por supuesto que no… No quiero que tengas que molestar al presidente de la compañía aérea nuevamente. ¡Qué manipulador eres, Pedro! Con sangre fría utilizas tu dinero y tu posición para conseguir lo que quieres… Odio esas maniobras tuyas, y me desprecio por haberme dejado engañar por tí. Por haber compartido la cama contigo, sea en los términos que sean —ella se puso de pie, sin la menor vergüenza de su desnudez—. ¡Jamás lo volveré a hacer! ¡Jamás!

—Todo lo que tengo que hacer es besarte, y lo harás otra vez.

—¿Así que disfrutas haciendo el amor con una mujer que te aborrece?

Él se puso de pie.

—¡No creo en el amor!—exclamó—. ¿Que el amor es el motor del mundo? ¡No me hagas reír! ¡Sabes tú lo que es el amor, Paula? Es comercio, es frío y duro dinero. Fomenta una industria de flores y perfumes y regalos románticos… pregúntamelo a mí, si no. Yo soy el dueño de algunas tiendas e industrias relacionadas con ello, y gano mucho dinero con ellas. Pero está todo basado en un mito. La lascivia es lo que nos ha unido… ¡Por el amor de Dios! ¡Deja de adornarlo con otra cosa!

Paula estaba demasiado enfadada como para guardarse la lengua.

—Quiero dejarte algo claro. Yo no estoy, ni un poco enamorada de tí. Por lo que estoy sinceramente agradecida. Pero cuando me acuesto con un hombre, espero ser tratada con cierta consideración. Como una mujer con sentimientos. No como una muñeca. O como una mercancía que puedes comprar o vender a tu antojo.

—Cuando poseo a una mujer, lo hago del modo que quiero.

—Entonces no eres un hombre rico en absoluto.

Él pareció contrariado, luego cambió la expresión y dijo:

—No tienes ni idea de lo que estás diciendo.

—Sí. Lo que pasa es que no quieres admitir que tal vez tenga razón. ¿Cómo puedes besarme, acariciarme… cuando lo único que querías era una venganza? ¡Eso es terrible! ¿Cómo has podido hacerlo, Pedro?

—Muy fácil —dijo él.

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