lunes, 7 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 19

Cuando Paula se despertó, era de noche todavía. Se quedó inmóvil, viendo las hojas bailar bajo la luz de la luna, y por unos breves segundos no supo dónde estaba. Ella tenía la mano en el pecho de un hombre… Estaba en la cama con Pedro. De pronto se despertó por completo. Y durante un momento no hizo más que mirarle la cara mientras dormía, como si quisiera convencerse de que aquello no era un sueño del que se despertaría pronto.

Se había ido a la cama con un hombre que conocía desde hacía unas horas, con un hombre que despreciaba a las mujeres, y a Alejandra y a ella en particular, que las consideraba unas oportunistas, un hombre que era su hermanastro oficialmente. Un hombre al que vería en más de una ocasión y con quien tendría que tener una relación amistosa durante el tiempo que durase el quinto matrimonio de su madre. Se rió internamente. Por primera vez estaba a favor del divorcio. Y cuanto antes mejor.

¿Cómo había podido ser tan estúpida? ¿O tan descontrolada en su deseo sexual? No quería recordar las cosas que Pedro y ella habían hecho en aquella cama hacía un rato, porque no lo soportaría. Tenía que irse de allí. Y rápidamente. Si Pedro se despertaba y la besaba una sola vez más, ella volvería a hacer el amor con él. Lo sabía. Quitó su pierna de debajo de la de él y sacó su brazo. El no se movió. Lentamente, se separó del cuerpo de Pedro. Él murmuró algo que ella no comprendió. Paula se quedó inmóvil, pero luego él se volvió a dormir profundamente. Se sentó y miró la habitación: la ropa tirada en el suelo. Recordó cada momento que habían compartido, y se excitó.

«¡Basta!», se dijo. No podía permitirse recordar el increíble placer de haber hecho el amor con él. Ya, no. Hasta que no se encontrase a kilómetros de Los Robles, no. Volvió a su habitación y recogió sus cosas rápidamente. Bajó la escalera corriendo, abrió los cerrojos de la puerta principal y salió. Su coche rojo estaba donde lo había dejado el día anterior. Frente a las puertas de hierro, Paula saludó a un guardia de seguridad y salió a toda prisa por la carretera.

Dos horas más tarde, Paula estaba abriendo la puerta de su chalé en Quen's Quay. Entró. Estaba a salvo. Estaba en casa. Alejandra y Horacio se marcharían a hacer un crucero aquel día. Si su madre llamaba, le diría que bajo ningún concepto diera a Pedro su dirección o su número de teléfono. En un par de días ella viajaría a Chile.

Se hundió lentamente en la cama. ¿Por qué había estado tan aterrada de que Pedro la siguiera? Si era improbable que lo hiciera. Él había dicho una noche, nada más. No había mañana. También había dicho algo más: que solo era sexo lo que había entre ellos. Ella había sido quien había llamado a aquello hacer el amor. Se puso colorada. Sabía que se podían usar otras palabras para nombrar lo que había ocurrido en la cama de Pedro. Se llevó las manos a la cara deseando poder borrar las últimas doce horas. ¿Por qué? ¡Oh! ¿Por qué no se había quedado en Yemen? De ese modo no lo habría conocido, y no habría caído en su cama debido al estrés de la boda de su madre y a su propio cansancio. Había caído como una ciruela madura de un árbol. Se había rebajado a sí misma, había traicionado todos sus principios, por un hombre moreno que la había besado y la había llevado a su cama.



Pedro se despertó con los primeros rayos de sol. Tenía las sábanas enrolladas alrededor de sus caderas. Tenía frío. Estiró la mano buscando a Paula, queriendo abrazar su cuerpo para sentir su calidez y su suavidad. Pero su mano solo encontró más sábana. Abrió los ojos. La cama estaba vacía. Se sentó y juró para sus adentros. Se despertó instantáneamente. El agua no estaba corriendo en el cuarto de baño, y la puerta con el espejo estaba entreabierta, como la noche anterior cuando se había deleitado en las curvas del cuerpo de Paula. En su increíble belleza.

La ropa de Paula no estaba. Se sentó en la cama, recogió sus pantalones y se los puso. Tal vez hubiera ido a la cocina para encontrar algo que comer y no hubiera querido despertarlo. Le había resultado gracioso verla comer la hamburguesa. Tenía apetito. A Pamela jamás la hubiera sorprendido chupándose los dedos sucios de mostaza.

Caminó por el pasillo y fue a una habitación desocupada en la parte del frente de la casa, y abrió las cortinas. El Mazda rojo de Paula no estaba allí. Ella se había marchado en algún momento de la noche, se había levantado y sin despertarlo se había ido. Normalmente él se despertaba con el menor ruido. Pero nada de lo que había sucedido la noche anterior era normal. Cerró nuevamente las cortinas. Volvió descalzo a su habitación. Sintió un nudo en el estómago. «Una noche», le había dicho él. No habría mañana. Pero no había dicho media noche. ¿Cómo se había atrevido a marcharse antes de que terminase la noche? Sin decirle siquiera adiós. Luego, con esperanza, miró la mesilla. No había ninguna nota. Nada. Solo su ausencia. Una cama vacía de su sonrisa, de sus ojos brillantes, de su exquisito cuerpo.

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