domingo, 20 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 57

Bajó y miró el panel del sistema de seguridad. Estaba bien programado. Apagó las luces y subió la escalera. La idea de dormir en el dormitorio matrimonial y en la cama grande le desagradó. Cuando Sara había estado allí, no se había permitido dormir en una de las habitaciones de invitados, pero ahora Sara no estaba. Abrió la puerta de la habitación más pequeña cuya ventana daba al bosque. Dormiría bien allí. Puso la maleta en la cama. Luego fue hasta el teléfono. Llamó al departamento de Pedro. Al cuarto timbre, saltó el contestador.

—Pedro, soy Paula. He vuelto a Vancouver. ¿Puedes llamarme en cuanto llegues, por favor? —tomó aliento y agregó—: Te quiero —luego colgó.

Debería de estar en casa en aquel momento. Entre su viaje a Texas y San Francisco… ¿No? Tal vez estuviera con Pamela. No. Intentaría confiar en Pedro. Ya lo había decidido. Se duchó y se puso el camisón. Se acostó y se tapó, y en cinco minutos se quedó dormida. Se despertó de un sueño. En él ella era dama de honor en una boda donde tía Blanca tocaba el órgano. Todos los maridos de Alejandra estaban ordenados formando una fila. Ella se estaba casando con Santiago, y Pedro se estaba casando con Pamela. No sabía si reírse o llorar.

Oyó ruido de cristales en la planta de abajo. La voz de un hombre. La puerta que se cerraba y el ruido de pasos en el suelo de madera. Eso no lo había soñado. Se sentó en la cama. Sintió miedo. Había alguien en la casa. Llamó a la policía desde el teléfono que había al lado de la cama.

—Hay ladrones, dense prisa —dijo.

Oyó voces en tono duro. El cerrojo era más decorativo que útil. Luego oyó el ruido de un hombro contra el panel del sistema de seguridad. Se levantó y puso el escritorio de caoba contra la puerta, y agregó su peso a él. Luego rogó que la policía se apurase.

Pedro tomó un taxi en el aeropuerto de Vancouver. Tomás y Sara seguían en Calgary. Él les había dicho que se quedaran allí, puesto que no había nada que pudieran hacer en la casa. Realmente no sabía para qué volvía a Vancouver, de no ser por una irracional necesidad de estar cerca del último sitio donde había estado Paula. Ella no había usado su tarjeta de crédito, no había reservado ningún vuelo ni ninguna reserva de hotel bajo su nombre. No la habían visto en ningún tren. Había tomado un tren a la estación y luego no se había sabido nada de ella. El mensaje era evidente. No había querido que la encontrasen. Entonces, ¿para qué había ido allí a buscarla? De pronto recordó cómo había dejado a Paula allí en aquella casa, sin él, con la idea de que ella transformase aquello en un hogar, a kilómetros de su familia, a kilómetros de Manhattan.

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