Al día siguiente fue a tomar el té al Hotel The Empress, una ceremonia que era una institución en Victoria. Al lado de ella había un grupo de mujeres conversando acerca de las dificultades de sus matrimonios. Al parecer, el adulterio era moneda corriente.
—Si yo tuviera que elegir, escogería a Daniel. No dice mucho, pero es sólido. Puedes tener confianza en él. Hugo es encantador, pero no le creo una palabra de lo que dice. Daniel es mejor, Marcela.
De pronto pensó en Pamela. Hugo era como ella, encantadora, decorativa. Mientras que Pedro no decía mucho, como Daniel. Pero cuando hablaba de sus sentimientos, intentaba ser sincero. Por su mente pasaron todas las escenas de las cosas que le había contado Pedro: la historia de Beatríz, del gato… Luego recordó cuando le había hecho el amor en el búngalo, en la playa, su ternura… Su rabia cuando le había hablado de su vida de hombre de negocios, incluso sus celos de Marcos. Sí, ella había puesto su confianza en Pamela, y no en Pedro.
—¿Le pasa algo, señora?
Paula dejó la tarta y le dijo a la camarera;
—Sí. Sí, estoy mejor que antes.
Había sido una tonta. Había permitido que Pamela, una actríz de Broadway, la apartase de su marido. Volvería a Vancouver rápidamente. Y le diría a Pedro que lo amaba, y que esperaría lo que hiciera falta para que él se enamorase de ella.
Paula volvió de noche. La casa estaba vacía. Los árboles hacía tiempo que habían perdido las ramas, y la helada había estropeado las últimas flores. Pagó al taxista y entró. Al llegar al salón de invierno, se detuvo y miró alrededor. Ella no había dejado la guía de teléfonos así. Subió al dormitorio con el corazón agitado. Los cajones estaban abiertos, la puerta del ropero también… ¿Los había dejado así? Y alguien se había sentado en la cama. Tenía que haber sido Pedro. Si no, el sistema de seguridad habría saltado, y habría ido la policía. Pero Pedro no estaba allí en aquel momento. Si había estado allí, se había vuelto a marchar.
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