miércoles, 23 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 8

—Eso tiene fácil arreglo. Podemos conocernos.

—Pedro, me han dicho que soy bella y sé que soy rica. Consecuentemente, he aprendido a elegir a mis parejas con sumo cuidado. Ya te he dicho que me asustas; eres el último hombre con quien se me ocurriría tener una aventura.

No debería haber sido tan directo. Pero le daba la terrible impresión de que se le acababa el tiempo, junto con la de que nada de lo que le estaba diciendo parecía causarle una impresión profunda o verdadera. Eso era nuevo para él, pensaba Pedro con pesar. Jamás había tenido que hacer un esfuerzo para conseguir que una mujer se interesara por él; quitárselas de encima era su mayor habilidad.

—Hay una panadería a unas manzanas de aquí donde venden pan de masa fermentada —dijo él—. Siempre compro para llevarme a casa.

Ella resopló con suavidad.

—Entonces vayamos —dijo ella en tono agradable—. ¿Te gusta cocinar?

—Sí. Puramente para divertirme. Como siempre fuera y cocinar en casa me resulta relajante. Mis especialidades son bullabesa y empanada de calabaza. Te las prepararé algún día.

—Tal vez —dijo ella con mirada burlona.

—Seguro. Al menos una vez.

—No te gusta que te lleven la contraria.

 —Ni a tí, querida Paula, ni a tí.

Ella se echó a reír.

 —¿Y a quién le gusta? Dime lo que es el pan de masa fermentada; no parece muy apetecible.

Impaciente de tanta trivialidad, Pedro se sintió repentinamente deseoso de saber algo más de ella.

—¿Cuántos años tienes, Paula?

—Los suficientes para divertirme coqueteando, ¿Cómo se dice?, sin condiciones — pasó de la pasarela a la acera al final del muelle—. En cuanto a...

Gritando y diciendo palabrotas, un grupo de adolescentes dió la vuelta a la esquina del edificio más cercano. Tres de ellos se chocaron con Pedro. Automáticamente él abrazó a Paula y la estrechó contra su cuerpo para protegerla, mientras plantaba con firmeza los pies en el suelo.

—¡Perdone! —gritó uno de los chicos.

Ninguno de ellos se paró. Pedro se quedó muy quieto. Paula estaba aplastada contra él, sus pechos pegados al suyo. Uno de sus brazos le rodeaba la cadera, el otro la cintura y Pedro sintió que ella se apoyaba suavemente sobre él.

Sin pararse a pensarlo, Pedro inclinó la cabeza y unió sus labios a los suyos con un beso que habría deseado que durara eternamente. Y de nuevo se rindió a él; y la rendición resultó más potente por ser inesperada. Él levantó una mano y la enredó en la seda de aquella melena tan suave de aroma tan dulce; entonces la besó más ardientemente, separando con sus labios los de ella. Ella le acariciaba la nuca mientras deslizaba su lengua con la de él, provocándolo, saboreándolo, volviéndole loco. Al tiempo que una avidez animal lo recorría,  se olvidó de que estaba en la acera de una calle; se olvidó de las advertencias de Mariana y de las suyas propias.

—Me da la impresión de que llevo esperándote toda mi vida —murmuró, olvidando toda cautela—. ¡Dios, cuánto te deseo!

Sus palabras cercenaron el frenético pulso que palpitaba en sus venas y devolvieron a Paula a la cruda realidad.

—¡Basta! —dijo casi sin aliento—. ¿En qué estábamos pensando?

—No estamos pensando en nada, que es como debe ser —le dijo en tono ronco, levantándole el mentón e inclinando la cabeza para besarla de nuevo.

—Pedro, basta... No debes, no quiero que lo hagas.

Él la miró fijamente.

—Sí que quieres.

Ella flaqueó entre sus brazos y apoyó la frente en su pecho. El tenía razón. Ella lo había deseado del modo más elemental y su cuerpo la había traicionado, respondiendo de un modo que la horrorizaba.

—Me has tomado por sorpresa, eso es todo —dijo ella débilmente.

Él respondió sin soltarla.

—Vamos al restaurante del muelle, almorzaremos y hablaremos de esto. Y nada de tal vez o de decirme que no.

Ella había dejado de luchar, y parecía tanto atemorizada como indefensa. A Pedro se le hizo un nudo en el corazón y dió la vuelta en dirección al muelle y al restaurante que estaba especializado en marisco. Como era temprano, consiguió una mesa en un rincón con vistas a la bahía; una mesa donde había cierta privacidad, pensaba mientras se sentaba a su lado. Ella tomó el menú. Para consternación de Pedro, éste vio cómo ella tenía que apoyarlo sobre la mesa para que no le temblaran tanto las manos. Cuando levantó la cabeza, estaba de nuevo bajo control.

—Yo voy a tomar lenguado —dijo sin sonreír.
Él pidió la comida rápidamente, además de una botella de Chardonnay de los viñedos del Napa Valley. El servicio era muy rápido; así que a los pocos minutos estaban levantando las copas de vino dorado pálido.

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