miércoles, 30 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 29

Él retiró una de las sillas.

—Siéntate, Pau. Te voy a traer algo de ropa.

—Éste lugar... —dijo ella— es como un hogar de verdad.

Parecía angustiada y triste. Él se dirigió a ella sin molestarse en disimular su compasión.

 —¿Dónde está tu verdadero hogar?

—No tengo hogar.

—Todos necesitamos tener un sitio al que poder llamar nuestro hogar.

Jamás debería haber revelado el hecho de que no tenía un hogar a un hombre tan agudo como Pedro.

—Tengo hambre, Pepe. Dame de comer.

—Desde luego —dijo él—. Pero no hemos terminado con esta conversación.

Él subió los escalones de dos en dos, sacó algo de ropa del armario; y aunque todo le quedaba enorme, era mejor que nada. Le sirvió un cuenco de sopa, dejó el pan con aceite de oliva y tomate en la mesa y le sirvió una copa de vino. Entonces encendió unas velas de cera de abeja que había en un abollado candelabro de plata que había visto en una tienda de antigüedades y que databa del siglo XV. Se sentó frente a ella y alzó su copa.

—Tal vez encuentres tu verdadero hogar, Pau.

 Ella miró a su alrededor en la cocina.

—Todo esto es tan doméstico...

—Tomó una rebanada de pan tostado cubierta de setas y tomate frito—. Mmm... Delicioso. ¿Cocinas así todo el tiempo?

—Sobre todo cuando estoy aquí. Me canso de los restaurantes... ¿Tú no?

Ella cerró los ojos un momento mientras saboreaba la sopa.

—Nunca lo había pensado.

—Pues ya es hora de que lo vayas pensando. No quería.

 —¿Quién friega los platos? —le preguntó ella.

—Yo —dijo Pedro—. Con la ayuda del más moderno de los lavavajillas que tengo bien escondido en la cocina para que no me estropee el decorado.

—¿No tienes sirvientes?

—Tengo unos guardeses que viven en el apartamento que hay detrás de la casa. Cada semana viene alguien a limpiar la casa. Pero cuando estoy aquí me gusta estar a mis anchas —le cortó un trozo de queso—. Paso mucho tiempo con gente, la mayoría de la cual quiere algo de mí. Así que aquí prefiero estar solo.

—¿Y en la compañía de mujeres?

—Aquí no —respondió Pedro.

Ella se quedó sorprendida.

—Pero... traerás aquí a tus mujeres... ¿Por qué no?

—Ya te lo he dicho... Éste es mi refugio —se inclinó hacia delante—. Tú eres la primera mujer que se mete en esa cama.

 —¡No te creo!

—Será mejor que me creas. Porque es cierto.

 Algo en su expresión terminó de convencerla.

—¿Entonces por qué me has traído aquí?

—La alternativa era abandonarte en un hotel —dijo él—. Y desde luego no pensaba hacer eso ni loco. Cómete la sopa. No querrás insultar al cocinero, ¿Verdad? Es más grande que tú.

Ella entrecerró los ojos.

—Para que veas lo buena que está la sopa, voy a hacer lo que tú me digas.

—Me halagas —dijo, y pasó a preguntarle qué más museos frecuentaba en Florencia.

De ahí la conversación pasó con facilidad a muchos temas, hasta que finalmente sirvió el café en unas pequeñas tazas de barro.

—Esta casa... —dijo Paula— Ha debido de costarte una fortuna.

—Varias, si se incluyen los muebles, los impuestos y el mantenimiento.

—No entiendo cómo has podido convertirla en un hogar...

—Es porque me encanta. Y todo lo que contiene.

Ella movió los hombros con inquietud.

—Soy una persona de hotel, paso un día y al día siguíente me marcho. No tengo nada que me ate, nada que me retenga en un sitio.

—Entonces, en mi opinión, eres una perdedora. Éste lugar es real, Pau. Real, duradero y querido.

De pronto ella lo miraba como si fuera su enemigo.

—No lo pillo.

—¿El qué?

 Ella abrió los brazos para abarcar la cocina entera.

—Me metes en la cama, vas a la farmacia por mí y me preparas la cena. ¿Qué sacas tú de todo esto?

—Lo he hecho porque he querido.

—Los dos sabemos que no hay recompensa por ello.

Él se sintió dolido.

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