viernes, 4 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 7

«Presta atención, Pedro», se dijo. «Olvídate de Paula Chaves, al menos en los próximos minutos». Era el padrino de boda. Y el padrino ganaría. Paula Chaves había ganado el primer ataque. Pero no ganaría el segundo, se dijo.

Escuchó las palabras sonoras del servicio religioso de matrimonio. El perfil de Paula estaba hacia él. Tenía nariz recta y una barbilla decidida. El pelo le brillaba como el oro. Él habría querido soltárselo. Deseaba entrelazar sus dedos en aquellos hilos dorados, y desde sus puntas desrizarlos hasta acariciar sus pechos. Deseaba tumbarla encima de sábanas de satén y ponerse encima de ella hasta… ¡Otra vez estaba pensando en ella! ¿Qué diablos le pasaba? Paula era una mujer. Una más, simplemente. Y estaría deseosa. Todas estaban deseosas. Ese era el problema.

Él era un hombre muy rico. Tenía mucho poder. Y además sabía que su físico y su cuerpo atraían a las mujeres. Encima era soltero. Lo que lo convertía en un desafío para cualquier mujer que tuviera entre dieciocho y cuarenta y cinco años. Habría sido curioso y excepcional que lo vieran simplemente como un hombre. En lugar de una figura envuelta en miles de dólares, pensó cínicamente.

El problema era que él estaba cansado de esos juegos. Conocía todos los movimientos desde el principio hasta el fin. La primera cita, las preguntas tramposas, la cena íntima, durante la cual él dejaba claro cuáles eran los límites de la relación. Pero pocas escuchaban, y si lo hacían lo tomaban como otro desafío, para conseguir lo que otras mujeres no habían sido capaces de lograr. Entonces se daba el primer beso, los regalos que le pedía a su secretaria que enviase, las flores. Hacían el amor, ellas se sentían aparentemente heridas cuando les decía que no se quedaría a dormir; no lo hacía nunca. Las inevitables expectativas de compromiso. La rabia o el llanto, según la mujer de que se tratase, cuando él les aclaraba que no compartía esas expectativas, que no quería comprometerse. Que no se había comprometido nunca, ni lo haría. Y luego, por último, la ruptura. Los últimos años había jugado a aquel juego cada vez menos. Pamela era un ejemplo. Era lo suficientemente sincero consigo mismo como para darse cuenta de que estaba usando a Pamela para protegerse. Si su círculo social suponía que él tenía una relación con ella, las demás mujeres se mantendrían a distancia, lo mismo que las revistas de chismorreos. Pocos se imaginarían que no se acostaba con Pamela. Ella no lo diría. Lo estaba usando igual que él a ella. Para que la vieran como a la amante de Pedro Alfonso, algo que alimentaba su ego, y beneficiaba a su profesión.

En cuanto a sus necesidades sexuales, él las había relegado a un segundo lugar durante meses, concentrándose en su imperio de negocios y enrolándose en tenaces actividades atléticas en distintos lugares salvajes del mundo. En los últimos minutos, Paula Chaves había borrado todo aquello. Desde que la había visto con aquel vestido, su sexualidad lo había asaltado descontroladamente. Él sabía lo que quería. Y lo quería pronto.

Su vestido, pensó Pedro, había costado dinero, muchos billetes. Esa combinación de elegancia y provocación no era barata. ¿Estaría también ella detrás de él, persiguiendo la seguridad de una gran cuenta bancaria? ¿Como la madre? Claro que la hija era veinte años más joven y mucho más guapa. Alejandra había atrapado a Horacio con poco esfuerzo. ¿Le tocaría a la hija conseguir al director de la empresa, al que realmente tenía el dinero? Simplemente lo estaba haciendo un poco más sutilmente que las otras mujeres que conocía. ¿Sutilmente? ¿O maliciosamente? Debía tener cuidado. Después de todo, Paula no le había facilitado nada. ¿Podría estar equivocado? ¿Realmente era tan hostil como parecía?

—¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre? —preguntó el pastor.

—Yo lo hago —dijo Paula claramente, y sonrió a su madre.

Aquella sonrisa hizo que Pedro se apartase levemente hacia un lado. Le costaba prestar atención al servicio religioso. Debía parecer un idiota, pensó él.

Paula  había estado en montones de bodas. La mayoría de la gente de su edad estaba casada. Ella había pensado que era inmune a todo aquel ritual, pero aquel día las palabras del sacerdote, tan sencillas y sin embargo con tanta fuerza, la habían afectado: «Para amarse y cuidarse…» ¿Quién la había cuidado, excepto su casi olvidado padre? Alejandra, no. Ella había estado demasiado ocupada en romances de continente a continente. Tampoco ninguno de sus padrastros. Cesar, no, ciertamente, quien había sido su amante durante tres años. Ni más recientemente Roberto, quien, afortunadamente, no se había transformado en su amante. ¿Y qué? No necesitaba que la cuidasen. Ella era una mujer inteligente, independiente, de treinta y dos años, eficiente en un trabajo difícil y que había construido toda su vida evitando la intimidad y las relaciones duraderas y estables. Entonces, ¿Por qué se sentía tan emocionada como una novia?

—Hasta que la muerte los separe…

Alejandra se había separado del padre de Paula por la muerte de este, y según ella, él había sido el amor de su vida, una historia que cobraba más importancia con cada nuevo divorcio. Paula tenía siete años cuando había muerto su padre. Recordaba perfectamente cuando su madre se lo había dicho…

¡Oh! Estaba más sensible que una novia. No quería llorar. Y no lo haría. Aparte de otras cosas, confirmaría su baja opinión sobre las mujeres a Pedro Alfonso: seres irracionales, a merced de sus sentimientos. No como él.

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