viernes, 25 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 11

A las tres de la tarde, en su habitación del hotel, Pedro estaba al teléfono marcando la extensión de Sara Hutchinson. Sara era la cocinera de Mariana, a quien Pedro conocía desde hacía años y cuyas trufas de chocolate le gustaban tanto como ella.

—Sara, soy Pedro Alfonso—dijo al oír su voz.

Charlaron durante unos minutos sobre la fiesta al aire libre y entonces Pedro fue directamente al grano.

—No sé dónde he puesto mi agenda... La señora Hayward está cenando esta noche con Paula Chaves, ¿Verdad? —esperó su respuesta con el corazón latiéndole tan deprisa que temía que ella pudiera oírlo a través del teléfono.

—Eso es. A las siete.

—¿Solas las dos?

—Es una cena privada, es lo que dijo la señora Hayward.

—Estupendo... Llamaré a Mariana por la mañana, entonces. No hay necesidad de mencionar esto, Sara; pensará que he tenido un despiste. ¿Qué tal están los nietos?

Él escuchó pacientemente las muchas virtudes de sus nietos y pasados unos minutos terminó la conversación. Lo único que tenía que hacer entonces era decidir un plan de acción. ¿Llegar inesperadamente a casa de Mariana? ¿O encontrar un bar, emborracharse y olvidarse de todo? Empezó a pasearse por la habitación, tan inquieto como un tigre enjaulado. ¿Por qué había llamado a Sara Hutchinson? ¿Por qué no podía, por una vez en la vida, aceptar que una mujer no quería acostarse con él? La respuesta era sencilla: porque deseaba a Paula como no había deseado jamás a ninguna mujer. ¿Podría ser así de simple? Paula se había mostrado tan ardiente entre sus brazos y al mismo tiempo tan asustada de su propia respuesta... Ninguna reacción había sido fingida, de eso estaba bien seguro. Al tocarla físicamente, él había tocado sus emociones. Era eso lo que la había asustado de tal manera. Así que con mucha inteligencia había reproducido los recortes, se había negado a cualquier posibilidad de fidelidad y se había largado. Le parecía que lo había engañado. Y él se lo había tragado. Pero no iba a volver a ocurrir. No pensaba quedarse cruzado de brazos y dejar que Paula Chaves desapareciera de su vida. La deseaba e iba a hacerla suya. Con sus condiciones. Lo cual quería decir que debía idear un plan de acción antes de las nueve y media de esa noche.


A las nueve y media, sin embargo, cuando Pedro tocó el pesado timbre de bronce de la puerta de casa de Mariana, le parecía que no tenía ningún plan. Tendría que arreglarselas como pudiera. Pero esa vez sería él quien llevara la voz cantante. Juan, el mayordomo, le abrió la puerta y lo acompañó al salón formal, donde los retratos de familia enmarcados en plata cubrían cada superficie disponible.  Los muebles representaban, en su opinión, el peor exceso Victoriano que había visto en su vida. Por encima de la elaborada chimenea de hierro forjado, la enorme cabeza de un ciervo parecía mirarlo con arrogancia. Había una pintura junto a la chimenea, un pequeño óleo. Curioso, se acercó al cuadro a mirarlo. Un hombre encadenado, con la cabeza gacha, era conducido por tres guardias con armadura hacia la negra boca de una cueva. Supo instantáneamente que aquel prisionero no volvería a ver la luz del día. Era una de sus pesadillas recurrentes, pensaba mientras le sudaban las palmas de las manos y apretaba los puños: la pesadilla que lo había atormentado desde los once años. Con las piernas y los brazos pesados como el plomo,  se volvió de espaldas al cuadro para contemplar una inocente acuarela de un prado soleado.

—¿Pepe? —exclamó Mariana al verlo— ¿Te ocurre algo? ¿Tus padres, quizás? Tienes un aspecto horrible.

Él se esforzó en encerrar la pesadilla en el lugar que le correspondía, en lo más profundo de su conciencia. Aunque Mariana conocía la razón que había detrás de ello, no conocía las repercusiones y él no iba a contárselo.

—No ha sido mi intención asustarte —le dijo él verdaderamente pesaroso—. Mis padres están bien. Estoy aquí porque necesito ver a Paula.

La sonrisa de Mariana se desvaneció como si alguien se la hubiera borrado de la cara.

—¿Cómo has sabido que estaría aquí?

—Se lo saqué a Sara, pero no debes regañarla. Paula y yo almorzamos hoy juntos, Mari. Pero no concretamos nuestra reunión siguiente. Mañana me marcho a Japón y ella va a regresar a Europa, así que me figuré que sería más sencillo si me presentaba en tu casa y la acompañaba de vuelta a su hotel. No quiero que desaparezca de mi vida —dijo con una sonrisa nostálgica—. Ella tiene algo que me hace tilín.

—Si ella no quiere que la lleves al hotel, no la voy a obligar —dijo Mariana con rotundidad.

Él vaciló.

—Sale con muchos hombres, o eso me ha dicho ella. Pero cuando la besé, se comportó como un conejillo asustado. ¿Tienes idea de por qué?

—¿Si la tuviera, crees que te lo contaría?

—No estoy dispuesto a hacerle daño, Mari.

—Entonces tal vez sea mejor que salgas por la puerta, Pepe.

 —Me conoces desde que era pequeño —dijo él en tono áspero—. ¿Me has visto alguna vez ir detrás de una mujer?

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